Josef pasaba el dedo nerviosamente por la piedra que tenía en la mano. Aquella reunión era importante y Sebastian no podía estropearla.
—Aquí está. —Sebastian señalaba los planos, que había dejado sobre la mesa de la sala de conferencias—. Aquí está nuestra visión: Un proyecto por la paz en nuestro tiempo. A project for peace in our time.
Josef suspiró para sus adentros. No estaba seguro de que los empleados del ayuntamiento se dejaran impresionar por una frasecita en inglés.
—Lo que mi socio trata de decir es que el municipio de Tanum tiene aquí una posibilidad estupenda de hacer algo por la paz. Una iniciativa que le dará buena imagen.
—Ya, claro, la paz en la tierra está muy bien. Desde el punto de vista económico no es ninguna tontería. A la larga, favorecería el turismo y daría trabajo a los habitantes, y ya sabéis lo que eso significa. —Sebastian se frotó los dedos con la mano en alto—: Más dinero en las arcas municipales.
—Bueno, sí, pero sobre todo es un proyecto de paz muy importante —dijo Josef, conteniéndose para no darle a Sebastian una patada en la espinilla. Tuvo claro que las cosas serían así desde que aceptó el dinero de Sebastian, pero no tenía otra opción.
Erling W. Larson asintió. Después del escándalo con la restauración del balneario de Fjällbacka, se mantuvo un tiempo en la sombra, pero había vuelto a la política local. Un proyecto como aquel podría demostrar que él aún contaba, y Josef esperaba que se diera cuenta.
—Bueno, nos parece interesante —dijo Erling—. ¿Nos podéis hablar un poco más de vuestro planteamiento?
Sebastian tomó aire para empezar, pero Josef se le adelantó.
—Es un trozo de historia —dijo mostrándoles la piedra—. Albert Speer compró granito de las canteras de Bohuslän por cuenta del imperio alemán. Junto con Hitler, había trazado un plan grandioso para convertir Berlín en la capital universal de Germania, y el granito debía transportarse a Alemania, donde se utilizaría como material de construcción.
Josef se levantó y empezó a caminar de un lado a otro mientras hablaba. Tenía en la cabeza el resonar de las botas de los soldados alemanes. El mismo del que sus padres tantas veces le habían hablado muertos de miedo.
—Pero la guerra dio un giro —continuó—. Germania no pasó nunca de ser una maqueta con la que Hitler se dedicó a fantasear los últimos días de su vida. Un sueño no cumplido, una visión de monumentos imponentes y edificios cuya construcción habría costado la vida de millones de judíos.
—Uf, terrible —dijo Erling sin mucho sentimiento.
Josef lo miró resignado. Ellos no lo entendían. Nadie lo entendía. Pero él no pensaba permitir que olvidaran.
—Nunca llegaron a enviar grandes partidas del granito de esta zona…
—Y ahí entramos nosotros —lo interrumpió Sebastian—. Habíamos pensado que, con esta partida de granito podrían fabricarse símbolos de paz para venderlos. Si se hace bien, el negocio puede dar un montón de dinero.
—Y con ese dinero, construiríamos un museo sobre la historia de los judíos y la relación de Suecia con el judaísmo. Por ejemplo, nuestra supuesta neutralidad durante la guerra —añadió Josef.
Volvió a sentarse. Sebastian le rodeó los hombros con el brazo y apretó fuerte. Josef tuvo que contenerse para no apartarlo de un empujón. Lo que sí hizo fue sonreír sin ganas. Se sentía tan falso como durante el tiempo que vivió en Valö. Entonces tenía tan poco en común con Sebastian y los demás supuestos amigos como ahora. Por mucho que se esforzara, nunca formaría parte de ese mundo elegante al que pertenecían John, Leon y Percy, y tampoco lo deseaba.
Pero, en aquellos momentos, necesitaba a Sebastian. Era su única oportunidad de hacer realidad el sueño que tantos años llevaba alimentando: honrar su ascendencia judía y difundir el conocimiento sobre los abusos que se habían cometido y aún se cometían contra su pueblo. Si se viera obligado a alcanzar un pacto con el diablo, lo haría. Y esperaba poder deshacerse de él llegado el momento.
—Exacto, tal y como dice mi socio —intervino Sebastian—, será un museo fantástico al que peregrinarán turistas de todo el mundo. Es un proyecto con el que ganaréis mucho prestigio.
—No es ninguna tontería —dijo Erling—. ¿A ti qué te parece? —Se dirigió a su segundo en el ayuntamiento, Uno Brorsson, que, a pesar del calor, llevaba una camisa de franela con estampado de cuadros.
—Podría merecer la pena considerarlo —murmuró Uno—. Pero dependerá de cuánto tenga que poner el ayuntamiento. Son tiempos difíciles.
Sebastian le dedicó una amplia sonrisa.
—Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo. Lo más importante es que haya interés y voluntad. Yo mismo invertiré una suma sustanciosa.
Ya, pero no les vas a contar tus condiciones, pensó Josef. Se mordió los labios. No podía hacer otra cosa, aceptar lo que se le ofrecía y concentrarse en el objetivo. Se adelantó para estrechar la mano que le ofrecía Erling. Ya no había vuelta atrás.
Una cicatriz minúscula en la frente, varias cicatrices en el cuerpo y una leve cojera eran las únicas señales del accidente sufrido seis meses atrás. El accidente en el que perdió el hijo que Dan y ella esperaban, y en el que ella misma estuvo a punto de morir.
Pero por dentro, las cosas eran diferentes. Anna aún se sentía rota.
Vaciló un segundo ante la puerta. A veces le costaba ver a Erica, comprobar lo bien que le iba todo. A su hermana no le habían quedado secuelas de lo ocurrido, ella no había perdido nada. Al mismo tiempo, estar con ella le procuraba un efecto benéfico. Las heridas que Anna tenía en el alma escocían y dolían, pero los ratos que pasaba con Erica las iban sanando poco a poco.
Anna nunca imaginó que el proceso de curación sería tan lento, y mejor así, desde luego. Si hubiera intuido lo mucho que tardaría en recuperarse, tal vez no se habría atrevido a despertar del estado de apatía en el que cayó después de que su vida se rompiera en mil pedazos. Hacía poco, le dijo a Erica medio en broma que se sentía como uno de los jarrones antiguos que veía cuando trabajaba en la agencia de subastas. Un jarrón que se había estrellado contra el suelo y se había hecho añicos, y que alguien había recompuesto luego pegándolo pieza a pieza. Aunque de lejos se la veía entera, los fragmentos dolorosos se apreciaban al acercarse. Pero, en realidad, no era ninguna broma, se decía Anna mientras llamaba a la puerta de Erica. Era así, tal cual. Era un jarrón roto.
—¡Adelante! —gritó Erica desde dentro.
Anna entró y se quitó los zapatos.
—Ya mismo bajo, estoy cambiando a los gemelos.
Anna fue a la cocina, que tan familiar le resultaba. Aquella era la casa de sus padres, el hogar de su infancia, y conocía todos los rincones. Años atrás, fue la causa de una disputa que casi arruina la relación de las dos hermanas, pero ocurrió en otro tiempo, en otro mundo. A aquellas alturas, podían incluso bromear sobre la ECL y la EDL, es decir, la Época con Lucas y la Época después de Lucas. Anna se estremeció. Se había prometido a sí misma por lo más sagrado que solo pensaría el mínimo indispensable en su anterior marido y en todo lo que hizo. Él ya no estaba. Y lo único que le quedaba de su relación era también lo único bueno que supo darle: Emma y Adrian.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó Erica cuando entró en la cocina, con un gemelo en cada cadera. A los niños se les iluminó la cara al ver a su tía, y Erica los sentó en el suelo. Los dos salieron como un rayo hacia Anna y empezaron a trepar para sentársele encima.
—Tranquilos, chicos, hay sitio para los dos. —Anna los levantó en brazos. Luego miró a Erica—. Depende de lo que me ofrezcas —dijo, y estiró el cuello para ver qué había.
—¿Qué me dices del pastel de ruibarbo con mazapán que hacía la abuela? —Erica le mostró una bolsa de plástico con el pastel.
—Estás de broma, ¿no? Imposible negarse.
Erica cortó un par de trozos bien hermosos del pastel y los puso en una bandeja que dejó en la mesa. Noel se abalanzó enseguida a echar mano al dulce, pero Anna se le adelantó y apartó la bandeja en el último instante. Partió un bocado de uno de los trozos para Noel y Anton. Noel se lo zampó entero con cara de felicidad, mientras que Anton iba dando mordisquitos al suyo, sonriendo la mar de satisfecho.
—Es increíble lo distintos que son —dijo Anna, y les alborotó la pelusilla rubia.
—¿Tú crees? —preguntó Erica con ironía, meneando la cabeza.
Había servido dos tazas de café y, precavida, colocó la de Anna fuera del alcance de los gemelos.
—¿Te arreglas bien o quieres que me encargue de uno de los dos? —le preguntó a Anna, que, con cierta dificultad, trataba de conjugar niños, café y pastel al mismo tiempo.
—No, no pasa nada, me gusta tanto tenerlos así de cerca… —Anna acercó la nariz a la cabecilla de Noel—. Por cierto, ¿dónde está Maja?
—Pegada al sillón, delante de la tele. Su gran amor actual es Mojje. Ahora está viendo Mojje en el Caribe, y creo que sería capaz de vomitar si tengo que oír una vez más lo de «En una playa soleada del Caribe…».
—Pues Adrian está obsesionado con los Pokémon y a mí también me desespera. —Anna tomó un sorbo de café, temerosa de volcarlo encima de los gemelos de año y medio, que no paraban de moverse—. ¿Y Patrik?
—Trabajo. Sospecha de incendio provocado en Valö.
—¿En Valö? ¿Dónde?
Erica tardó un instante en responder.
—La colonia infantil —dijo sin poder ocultar el nerviosismo.
—Uf, qué horror. A mí ese lugar siempre me ha dado escalofríos. Que desaparecieran así, sin más…
—Ya lo sé. De hecho, he estado investigando un poco sobre aquel asunto y he pensado que, si encontrara algo, podría convertir el material en un libro. Pero la verdad, no he dado con nada que me fuera útil. Hasta ahora.
—¿Qué quieres decir? —Anna pegó un buen mordisco al pastel de ruibarbo. Ella también tenía la receta de la abuela, pero la usaba tan a menudo como planchaba las sábanas, o sea, nunca.
—Ha vuelto.
—¿Quién?
—Ebba Elvander. Ahora se llama Ebba Stark.
—¿La niña? —Anna miraba a Erica con los ojos como platos.
—La misma. Se ha mudado a Valö con su marido, y parece que van a restaurar la casa. Y ahora, alguien ha tratado de prenderle fuego. Son cosas que a mí me dan que pensar… —A aquellas alturas, Erica ni siquiera trataba de disimular el entusiasmo.
—¿Y no será casualidad?
—Pues claro que sí. Pero no deja de ser extraño. Que Ebba vuelva y empiecen a pasar cosas de repente.
—Bueno, ha pasado una cosa —observó Anna, consciente de la facilidad con que Erica pergeñaba todo tipo de teorías. El hecho de que su hermana hubiese escrito una serie de libros partiendo de una investigación minuciosa y con una base documental sólida le parecía un milagro y una ecuación que no lograba explicarse.
—Ya, bueno, una cosa —reconoció Erica, pero restándole importancia—. No sé cómo voy a aguantar la curiosidad hasta que llegue Patrik. En realidad, me habría gustado ir con él, pero no tenía quien se quedara con los niños.
—¿Y no crees que habría sido un poco extraño si hubieras ido con Patrik?
Anton y Noel se cansaron, se bajaron del regazo de Anna y salieron corriendo hacia el salón.
—Bueno, de todos modos, pienso ir a hablar con Ebba un día de estos. —Erica sirvió más café en las tazas.
—Ya. La verdad, yo también me pregunto qué le pasó a aquella familia exactamente —dijo Anna pensativa.
—¡Mamáaaaa! ¡Llévatelos de aquí! —Maja gritaba desesperada en el salón, y Erica se levantó dando un suspiro.
—Ya sabía yo que llevaban demasiado tiempo sentados. Así estamos a todas horas. Los peques sacan a Maja de quicio. He perdido la cuenta de las intervenciones de emergencia que tengo que hacer a diario.
—Ya… —dijo Anna, mientras Erica salía de la cocina a toda prisa. Sintió una punzada en el corazón: a ella también le gustaría tener de quién ocuparse.
Fjällbacka mostraba su mejor cara. Desde el muelle, delante de la cabaña de pescadores donde se encontraba con su mujer y sus suegros, John tenía vistas a toda la bocana del puerto. Hacía un tiempo radiante que había atraído más barcos y turistas que de costumbre, y los veleros se alineaban en apretadas hileras a lo largo de los pontones. En el interior se oía música y risas, y John contemplaba tan animado espectáculo con los ojos entornados.
—Es un fastidio la intolerancia que reina hoy en Suecia. —John se llevó la copa a los labios y tomó un trago del vino rosado que habían enfriado en la cubitera—. Todo el mundo habla de democracia y de que todos tienen derecho a hacer oír su voz, pero nosotros no podemos expresarnos. Apenas podemos existir. Lo que todos parecen olvidar es que nos ha elegido el pueblo. Un número suficiente de suecos ha dejado bien claro que ven con desconfianza cómo se están haciendo las cosas. Quieren un cambio, precisamente, el cambio que les hemos prometido nosotros.
Dejó la copa en la mesa y siguió pelando gambas. En el plato tenía ya una montaña de restos.
—Desde luego, es terrible —dijo su suegro; alargó el brazo hacia la fuente de las gambas y se sirvió un buen puñado—. Si es verdad que tenemos una democracia, hay que escuchar al pueblo.
—Y todo el mundo sabe que muchos inmigrantes vienen a este país por las subvenciones —intervino la suegra—. Si aquí solo vinieran los extranjeros que están dispuestos a trabajar y a contribuir al sustento de la sociedad, todavía. Pero a mí, por lo menos, no me apetece nada que el dinero de mis impuestos se invierta en mantener a esos gorrones. —Ya empezaban a notársele los efectos del vino.
John dejó escapar un suspiro. Imbéciles. No tenían la menor idea de lo que decían. Exactamente igual que la mayoría del rebaño de electores, simplificaban el problema. No veían la totalidad. Sus suegros personificaban esa clase de ignorancia que él tanto detestaba, y allí estaba ahora, obligado a pasar con ellos una semana entera.
Liv le acarició el pelo para tranquilizarlo. Sabía lo que pensaba de ellos y, a grandes rasgos, estaba de acuerdo con él. Pero Barbro y Kent eran sus padres, eso no podía cambiarlo.
—Lo peor es que ahora todo el mundo se mezcla con todo el mundo —continuó Barbro—. A nuestro barrio, por ejemplo, acaba de mudarse una familia, la madre es sueca y el padre, árabe. Te puedes imaginar la situación tan espantosa que tendrá la pobre tal y como los árabes tratan a sus mujeres. Y seguro que en el colegio se meterán con sus hijos. Luego acabarán siendo delincuentes y claro, entonces vendrán las lamentaciones y se arrepentirá de no haberse buscado un marido sueco.
—Es la pura verdad —reconoció Kent, tratando de dar un mordisco a la rebanada de pan con una montaña de gambas.
—¿No podéis dejar que John descanse un poco de la política? —dijo Liv con cierto tono de reprobación—. Ya tiene bastante con pasarse los días enteros hablando de cuestiones de inmigración en Estocolmo. Se merece un descanso, digo yo.
John la miró agradecido y aprovechó para admirar a su mujer. Era tan perfecta… El pelo rubio, suave como la seda, apartado de una cara de facciones puras y ojos de un azul limpio.
—Perdona, cariño. Hablamos sin pensar. Es que estamos tan orgullosos de lo que está consiguiendo John y de la posición que ha alcanzado… Anda, vamos a cambiar de tema. Por ejemplo, ¿cómo te va a ti el negocio?
Liv empezó a contarles entusiasmada sus penurias a la hora de conseguir que el servicio de aduanas no le complicara las cosas. Las entregas de los artículos de decoración que importaba de Francia para venderlos luego en Internet se retrasaban constantemente. Pero John sabía que su interés por el negocio se había enfriado. Liv se dedicaba cada vez más a la actividad del partido. Comparado con eso, todo lo demás se le antojaba insignificante.
Las gaviotas se acercaban al muelle sobrevolándolo en círculos, y John se puso de pie.
—Sugiero que retiremos la mesa. Las gaviotas se están poniendo muy pesadas y empiezan a irritarme. —Con el plato en la mano, se dirigió al borde del muelle y arrojó los restos al mar. Las gaviotas se precipitaron para pescar todo lo posible. Los cangrejos se encargarían del resto.
John se quedó un instante allí, respiró hondo, contemplando el horizonte. Como siempre, se le quedó la mirada prendida en Valö y, como siempre, la ira empezó a arderle por dentro. Afortunadamente, un zumbido en el bolsillo derecho vino a interrumpir sus pensamientos. Sacó el teléfono ágilmente y, antes de responder, echó un vistazo a la pantalla. Era el primer ministro.
—¿A ti qué te parece lo de las tarjetas? —Patrik le sostenía la puerta a Martin. Pesaba tanto que tenía que sujetarla con el hombro. La comisaría de Tanum era de los años sesenta. La primera vez que Patrik entró en aquel edificio semejante a un búnker, lo invadió una tristeza inmensa. Ahora ya estaba tan acostumbrado al color beis y al sucio amarillento de la decoración que no reparaba en lo absolutamente anodino que era aquello.
—Es extraño. ¿Qué clase de persona envía anualmente felicitaciones de cumpleaños anónimas?
—Bueno, no son del todo anónimas. Las firma «G».
—Ya, claro, y eso lo simplifica todo una barbaridad —dijo Martin, y Patrik se echó a reír.
—¿De qué os reís tanto? —preguntó Annika, que levantó la vista al oírlos desde detrás de la ventanilla de recepción.
—Nada de particular —dijo Martin.
Annika dio la vuelta a la silla giratoria y se plantó en la puerta de su pequeño despacho.
—¿Qué tal os ha ido en la isla?
—Pues tendremos que esperar a ver qué conclusiones saca Torbjörn, pero, desde luego, parece que alguien ha intentado quemar la casa.
—Voy a poner café, así podemos hablar un rato más. —Annika echó a andar, empujando por detrás a Martin y a Patrik.
—¿Has informado a Mellberg? —preguntó Martin cuando llegaron a la cocina.
—No, no me ha parecido necesario informar a Bertil todavía. Después de todo, este fin de semana libra. Y no vamos a molestar al jefe cuando tiene libre.
—En eso tienes razón —dijo Patrik, y se sentó en una de las sillas más próximas a la ventana.
—Vaya, así que aquí estáis, tomando café y disfrutando sin avisarme. —Gösta apareció en el umbral, disgustado y con la boca torcida.
—Anda, ¿tú por aquí? Si libras, ¿cómo es que no estás en el campo de golf? —Patrik sacó la silla que había a su lado para que Gösta se sentara.
—Con este calor, he pensado que podía venir a redactar algunos informes, así podré irme un par de horas otro día que no se puedan freír huevos en el asfalto. Y vosotros, ¿dónde habéis estado? Annika me ha dicho no sé qué de un incendio provocado.
—Pues sí, podría decirse que es eso. Se ve que han vertido gasolina o algo parecido por debajo de la puerta, y luego le han prendido fuego.
—Joder. —Gösta echó mano de una galleta Ballerina y separó cuidadosamente las dos capas—. ¿Y dónde ha sido?
—En Valö. En la antigua colonia infantil —dijo Martin.
Gösta se quedó de piedra en plena operación de llevarse la galleta a la boca.
—¿En la colonia?
—Sí. Desde luego, es un tanto extraño. No sé si has oído lo de la hija pequeña, a la que dejaron aquí cuando la familia desapareció. Resulta que ha vuelto y se ha hecho cargo de la casa.
—Pues sí, ya se ha difundido el rumor, como es natural —dijo Gösta, con la mirada clavada en la mesa.
Patrik lo miró con curiosidad.
—Ah, claro, tú trabajarías en ese caso por aquel entonces, ¿verdad?
—Así de viejo soy —constató Gösta—. Pues qué raro que haya querido volver, ¿no?
—Mencionó algo de que había perdido a un hijo —dijo Martin.
—¿Que Ebba ha perdido a un hijo? ¿Cuándo? ¿Y cómo?
—No han dado más explicaciones. —Martin se levantó y sacó un cartón de leche del frigorífico.
Patrik frunció el ceño. No era propio de Gösta implicarse tanto, pero la verdad era que ya lo había visto así en otras ocasiones. Todos los policías de edad tenían un caso que para ellos era El caso. Un caso sobre el que se pasaba la vida pensando y sobre el que siempre volvía para encontrarle una solución o una respuesta, antes de que fuera demasiado tarde, a ser posible.
—Ese no fue para ti un caso cualquiera, ¿verdad?
—Pues no. Daría lo que fuera por saber qué ocurrió aquel sábado de Pascua.
—Seguro que no eres el único —intervino Annika.
—Así que Ebba ha vuelto. —Gösta se acariciaba la barbilla—. Y alguien ha intentado quemar la casa.
—No solo la casa —dijo Patrik—. El que prendió el fuego debió de conocer y, seguramente, debió de contar con el hecho de que Ebba y su marido estarían durmiendo dentro. Fue una suerte que Mårten se despertara y pudiera apagar el fuego.
—Desde luego, es una extraña coincidencia, de eso no hay duda —dijo Martin, que saltó en la silla cuando Gösta dio un puñetazo en la mesa.
—¡Es que está claro que no fue una coincidencia!
Sus colegas se lo quedaron mirando asombrados y, por un instante, se hizo el silencio en la cocina.
—Quién sabe si no deberíamos echarle un vistazo a la antigua investigación —dijo Patrik al fin—. Por si acaso.
—Puedo traeros lo que haya —dijo Gösta. La cara flaca, como de galgo, se le animó de nuevo—. Yo he ido sacando el material para examinarlo de vez en cuando, así que sé dónde está la mayor parte.
—De acuerdo. Luego lo revisamos entre todos. Puede que encontremos algo nuevo al leerlo otra vez. Y tú, Annika, ¿podrías comprobar qué hay sobre Ebba en los registros?
—Ahora mismo —dijo, y empezó a quitar la mesa.
—Yo creo que deberíamos comprobar también la economía de los Stark. Y si tienen asegurada la casa de Valö —dijo Martin mirando discretamente a Gösta.
—¿Estás insinuando que lo han hecho ellos? En mi vida he oído nada más absurdo. ¡Si estaban en la casa cuando empezó a arder, y fue el marido el que apagó el fuego!
—Bueno, pero vale la pena investigarlo. Quién sabe, puede que le prendiera fuego y que luego se arrepintiera.
Gösta abrió la boca como para decir algo, pero la cerró otra vez y salió dando zancadas de la cocina.
Patrik se levantó.
—Yo creo que Erica también tiene algo de información.
—¿Erica? ¿Y eso por qué? —Martin se paró a medio camino.
—Lleva tiempo interesada en el caso. Es una historia que conoce toda la gente de Fjällbacka, y teniendo en cuenta a qué se dedica ella, no es raro que le haya interesado más de la cuenta.
—Pues habla con ella. Todo lo que podamos averiguar sirve.
Patrik asintió, aunque no estaba muy seguro. Se imaginaba cómo podrían ir las cosas si permitía que Erica se involucrara en la investigación.
—Claro, hablaré con ella —dijo, con la esperanza de no tener que lamentarlo.
A Percy le temblaba la mano ligeramente mientras servía dos copas de su mejor coñac. Le ofreció una a su mujer.
—No comprendo tu forma de razonar. —Pyttan bebía a sorbos rápidos.
—El abuelo se revolvería en la tumba si lo supiera.
—Tienes que resolverlo de algún modo, Percy. —Pyttan le alargó la copa y él dudó si servirle más. Cierto que solo era primera hora de la tarde, pero en algún lugar del mundo, serían bastante más de las cinco. Y un día como aquel exigía una bebida potente.
—¿Yo? ¿Y qué quieres que haga yo? —subió el tono de voz, que sonó chillona, y le temblaba tanto la mano que la mitad del coñac se derramó fuera de la copa de Pyttan.
Ella apartó la mano.
—¿Pero qué haces, imbécil?
—Perdona, perdona. —Percy se desplomó en uno de los amplios sillones desgastados de la biblioteca. Se oyó un crujido y comprendió que la tapicería acababa de rasgarse—. ¡Joder!
Se levantó de un salto y, enloquecido, empezó a darle patadas al sillón. El palacio entero se desmoronaba, se había gastado la herencia hacía ya mucho tiempo y las autoridades tributarias le salían con que debía pagar una cantidad de dinero enorme que no tenía.
—Tranquilo. —Pyttan se limpió las manos con una servilleta—. De alguna forma podremos arreglarlo. Pero lo que no me explico es que ya no nos quede dinero.
Percy le clavó la mirada. Sabía lo mucho que a Pyttan le aterraba la idea, pero su mujer no le inspiraba otra cosa que desprecio.
—¿Que no comprendes cómo no nos queda dinero? —gritó—. ¿Tienes idea de cuánto gastas todos los meses? ¿No te das cuenta de lo que cuesta todo: los viajes, las cenas, la ropa, los bolsos, los zapatos, las joyas y toda esa mierda que compras?
No era propio de él gritar de ese modo, y Pyttan se encogió en el sillón. Se lo quedó mirando perpleja. Él la conocía demasiado bien para saber que, en esos momentos, estaba sopesando las alternativas: plantarle cara o seguirle la corriente. Al ver que se le suavizaba la expresión, comprendió que se había decidido por lo segundo.
—Cariño, no vamos a empezar a discutir ahora por algo tan insignificante como el dinero, ¿verdad? —Le colocó la corbata y le metió el bajo de la camisa, que se le había salido del pantalón—. Ya está. Así sí pareces otra vez mi señor de este palacio.
Lo abrazó y Percy notó que se ablandaba. Pyttan llevaba el vestido de Gucci y, como solía sucederle, le costaba más de lo habitual resistirse.
—Vamos a hacer lo siguiente: llamas al asesor y revisas otra vez la contabilidad. No puede ser tan grave. Seguro que después de hablar con él te tranquilizas.
—Tengo que hablar con Sebastian —murmuró Percy.
—¿Con Sebastian? —dijo Pyttan con cara de desagrado, como si tuviera en la boca algo asqueroso. Miró a Percy—. Ya sabes que no me gusta que te relaciones con él, porque entonces, yo tengo que relacionarme con la insulsa de su mujer. Sencillamente, no tienen clase. Él tendrá todo el dinero que tú quieras, pero es un paleto. Y he oído rumores de que los de Delitos Económicos le siguen la pista desde hace mucho, aunque no han encontrado pruebas. Pero claro, es solo cuestión de tiempo, así que mejor si no tenemos nada que ver con él.
—El dinero no tiene olor —dijo Percy.
Sabía muy bien lo que diría el asesor. Que no quedaba un céntimo. Todo se había esfumado y, para salir de aquel atolladero y salvar el palacete de Fygelsta, necesitaba capital. Su única esperanza era Sebastian.
Los llevaron al hospital de Uddevalla, pero todo estaba en orden, no había ni rastro de humo en los pulmones. Se les habían pasado los nervios iniciales y Ebba se sentía como si se hubiera despertado en medio de un sueño extraño.
Se sorprendió a sí misma sentada con los ojos entornados en la penumbra, y encendió la lámpara del escritorio. En verano, la noche llegaba disimuladamente a hurtadillas, y siempre le ocurría lo mismo, se pasaba un buen rato esforzando la vista hasta que comprendía que necesitaba más luz.
El ángel que estaba haciendo se le resistía, y allí estaba, trasteando para poner el eslabón en su sitio. Mårten no se explicaba por qué hacía los colgantes a mano, en lugar de encargarlos en Tailandia o en China, sobre todo ahora que empezaban a llegarle bastantes pedidos a través de la página web. Pero claro, entonces el trabajo no tendría tanto sentido. Ella quería hacer a mano cada colgante, poner el mismo cariño en todas las gargantillas que enviaba. Entretejer su dolor y sus recuerdos en los ángeles que hacía. Además, era muy relajante sentarse a labrar la plata por las tardes, después de todo el día pintando y trabajando con el martillo y la sierra. Por las mañanas, cuando se levantaba, le dolían todos los músculos del cuerpo, pero mientras montaba las gargantillas, se relajaba por completo.
—Bueno, ya he echado todas las llaves —dijo Mårten.
Ebba dio un salto en la silla. No lo había oído llegar.
—Vaya mierda —soltó al ver que la pieza, que estaba a punto de entrar en su sitio, volvía a salirse.
—¿No será mejor que te tomes un descanso esta noche? —dijo Mårten, procurando parecer discreto, y se plantó justo detrás de ella.
Ebba se dio cuenta de que estaba dudando si ponerle o no las manos en los hombros. Antes de que ocurriera lo que ocurrió con Vincent, él solía darle masajes en la espalda, y a ella le encantaba sentir aquellas manos firmes y, al mismo tiempo, suaves. Ahora apenas soportaba que la tocara, y existía el riesgo de que, si lo hacía, tratara de apartarlo y lo ofendiera, y así solo conseguiría que creciera la distancia entre los dos.
Ebba volvió al eslabón de la cadena y pudo ponerlo en su sitio por fin.
—¿Es que importa que cerremos con llave? —dijo sin volverse a mirarlo—. Tener las puertas cerradas no le ha impedido entrar a quien trató de quemarnos vivos anoche aquí dentro.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —dijo Mårten—. Además, por lo menos podrías mirarme cuando me hablas. Esto es importante. Alguien ha querido quemar esta casa y no sabemos por qué. ¿No te parece preocupante? ¿No tienes miedo?
Ebba se volvió hacia él muy despacio.
—¿De qué podría tener miedo? Ya me ha pasado lo peor que podría pasarme. Cerrar con llave o sin llave. A mí me da igual.
—Así no podemos seguir, Ebba.
—¿Por qué no? Ya he hecho lo que sugerías. Hemos vuelto, he aceptado tu grandioso plan de renovar este caserón ruinoso y luego vivir feliz el resto de mis días en nuestro paraíso particular mientras los huéspedes vienen y van. Lo he aceptado. ¿Qué más quieres? —Ebba se dio cuenta de lo fría e intransigente que sonaba su voz.
—Nada, Ebba. No quiero nada. —La voz de Mårten resonó igual de fría. Se dio media vuelta y salió de la habitación.