Llegaron por la mañana temprano. La madre ya estaba en pie con los pequeños, mientras Dagmar seguía remoloneando en la cama, tan calentita. Aquella era la diferencia entre la verdadera hija de mamá y cualquiera de los hijos bastardos a los que cuidaba. Dagmar era especial.
—Pero ¿qué está pasando? —gritó el padre desde el dormitorio. Tanto él como Dagmar se habían despertado al oír cómo aporreaban la puerta insistentemente.
—¡Abrid! ¡Somos de la Policía!
Al parecer, se les terminó la paciencia, porque la puerta se abrió de golpe y un hombre uniformado entró en la casa como una tromba.
Dagmar se sentó aterrada en la cama, tratando de protegerse con el edredón.
—¿La Policía? —El padre fue a la cocina, abrochándose como podía el cinturón del pantalón. Tenía el pecho hundido y cubierto de niditos despoblados de vello gris—. En cuanto me ponga la camisa aclaramos el asunto. Aquí solo vive gente honrada.
—¿Y no vive aquí Helga Svensson? —dijo el policía. Detrás de él esperaban otros dos hombres, muy pegados el uno al otro, porque la cocina era pequeña y estaba llena de camas. En aquellos momentos tenían allí cinco niños.
—Soy Albert Svensson, Helga es mi mujer —dijo el padre, que ya se había puesto la camisa y les hablaba con los brazos cruzados.
—¿Dónde está su mujer? —le preguntó el policía con tono imperioso.
Dagmar vio la cara de preocupación de su padre, el ceño fruncido. Se preocupaba por cualquier cosa, decía su madre. Tenía poco temple.
—Mamá está en el jardín, en la parte de atrás. Con los pequeños —respondió Dagmar, de cuya presencia los policías no se habían percatado hasta el momento.
—Gracias —dijo el agente que parecía llevar la voz cantante, antes de darse media vuelta.
El padre fue detrás de los policías, pisándoles los talones.
—No pueden irrumpir así en casa de gente decente. Nos han dado un susto de muerte. Tienen que explicarnos qué es lo que pasa.
Dagmar apartó a un lado el edredón, plantó los pies en el suelo frío de la cocina y echó a correr tras ellos en camisón. Al doblar la esquina, se paró en seco. Dos de los policías sujetaban a su madre muy fuerte, cada uno por un brazo. Ella trataba de liberarse y los hombres jadeaban por el esfuerzo que suponía retenerla. Los niños chillaban, y la ropa que la madre estaba tendiendo cayó al suelo en medio del jaleo y la confusión.
—¡Mamá! —gritó Dagmar, y echó a correr hacia ella.
Se abalanzó a la pierna de uno de los policías y le mordió el muslo con todas sus fuerzas. El hombre soltó a la madre con un grito, se dio la vuelta y le estampó a Dagmar una bofetada que la tumbó. Se quedó sentada en la hierba, pasándose perpleja la mano por la mejilla dolorida. En sus ocho años de vida, nadie le había puesto una mano encima. Claro que había visto a su madre dar azotes a los niños, pero jamás se le ocurriría levantarle la mano a ella. Y por eso su padre tampoco se había atrevido.
—¿Pero qué hace? ¿Pegarle a mi hija? —La madre, fuera de sí, empezó a dar patadas a los hombres.
—Eso no es nada en comparación con lo que ha hecho usted. —El policía volvió a agarrarla fuerte del brazo—. Es sospechosa de infanticidio, y tenemos permiso para registrar su casa. Y créame que lo haremos a conciencia.
Dagmar vio que su madre se venía abajo. Aún le ardía la mejilla como si tuviera fuego en la cara y el corazón le martilleaba en el pecho. Los niños lloraban a su alrededor como si hubiera llegado el día del Juicio Final. Y tal vez fuera verdad. Porque, aunque Dagmar no comprendía lo que estaba sucediendo, la expresión de su madre no dejaba lugar a dudas: su mundo acababa de desmoronarse.