Habían pensado aliviar el dolor reformando la casa. Ninguno de ellos estaba seguro de que fuese un buen plan, pero era el único que tenían. La otra opción era dejarse consumir.
Ebba pasaba la rasqueta por las paredes de la casa. La pintura se desprendía fácilmente. Ya había empezado a descascarillarse por sí sola, ella únicamente tenía que contribuir un poco. El sol de julio calentaba de lo lindo, el flequillo se le pegaba a la frente y le dolían los brazos, porque llevaba tres días efectuando el mismo movimiento cansino, de arriba abajo. Pero agradecía el dolor físico. Cada vez que se acentuaba, al mismo tiempo y por un instante, se atenuaba el del corazón.
Se dio la vuelta y observó a Mårten, que serraba listones en el césped de delante de la casa. Al parecer, notó que ella lo estaba mirando, porque levantó la vista y la saludó con el brazo, como si Ebba fuera un conocido al que viera por la calle. Ella notó que correspondía mecánicamente con el mismo gesto extraño.
Pese a que habían transcurrido más de seis meses desde que se les arruinó la vida, seguían sin saber cómo actuar el uno con el otro. Cada noche se acostaban en la cama de matrimonio dándose la espalda, aterrados ante la idea de que un movimiento involuntario desencadenara algo que luego no supieran controlar. Era como si el dolor los colmase hasta el punto de incapacitarlos para abrigar ningún otro sentimiento. Ni amor, ni calidez, ni compasión.
La culpa se interponía entre ellos como un peso del que no hablaban. Habría sido más fácil si hubieran podido analizarla y decidir cuál era su sitio. Sin embargo, se movía libremente de un lado a otro, cambiaba de potencia y de forma y atacaba cada vez desde una nueva posición.
Ebba se volvió de nuevo hacia la pared y continuó raspando. La pintura blanca caía a sus pies en grandes capas gruesas, dejando visible la madera. Acarició los listones con la mano. Nunca antes se había percatado de que la casa tenía alma. Aquella casa adosada de Gotemburgo que ella y Mårten habían comprado cuando aún era prácticamente nueva. Entonces le encantaba que todo estuviera limpio y reluciente, que estuviera impecable. Ahora, en cambio, lo nuevo no era más que un recuerdo de lo que hubo, y esta otra casa, con sus desperfectos, encajaba mejor con su estado de ánimo. Se reconocía en aquel tejado con goteras, en la caldera, que a veces no arrancaba sino a golpes, y en el aislamiento defectuoso de las ventanas, donde no podían dejar una vela encendida sin que la corriente apagase la llama al cabo de un rato. También en su ánimo llovía y soplaba el viento. Y las llamas que ella trataba de encender se extinguían implacablemente con un soplo frío.
Quizá las heridas del alma sanaran allí, en Valö. No tenía recuerdos de aquel lugar, pero era como si la isla y ella se reconocieran. Se encontraba enfrente de Fjällbacka y, desde el muelle, distinguía perfectamente al otro lado el centro de la población costera. Al pie del escarpado macizo rocoso se sucedían, como un collar de perlas, las casas blancas y las cabañas rojas de los pescadores. Era tan hermoso que se estremecía al verlo.
El sudor le rodaba por la frente y le escocía en los ojos. Se limpió con la camiseta y los entornó al sol. Las gaviotas volaban en círculos allá arriba. Chillaban y se llamaban unas a otras, y sus graznidos se mezclaban con el ruido de los botes que navegaban el estrecho. Ebba cerró los ojos y se dejó transportar por los sonidos. Lejos de sí misma, lejos de…
—¿Qué te parece si nos tomamos un descanso y nos damos un baño?
La voz de Mårten atravesó el decorado sonoro que le proporcionaban las gaviotas y Ebba se sobresaltó. Negó desconcertada, pero luego dijo que sí.
—Sí, venga —dijo, y se bajó de la escalera.
Habían puesto a secar los bañadores en la parte posterior de la casa. Ebba se quitó la ropa empapada de sudor y se puso el biquini.
Mårten se había cambiado más rápido y la esperaba impaciente.
—Bueno, ¿nos vamos o qué? —dijo, y se adelantó hacia el sendero que conducía a la playa. Era una isla bastante grande, y no tan árida como muchas de las islas más pequeñas del archipiélago de Bohuslän. El sendero estaba flanqueado de árboles frondosos y de altos matorrales, y Ebba caminaba pisando fuerte la tierra. Tenía muy arraigado el miedo a las serpientes, que se había intensificado días atrás, cuando vieron una víbora que se calentaba al sol.
El terreno ya empezaba a descender hacia la playa y Ebba no pudo por menos de pensar en cuántos pies infantiles habrían transitado por aquel sendero a lo largo de los años. Aquella zona aún se conocía con el nombre de colonia infantil, a pesar de que no había allí colonias desde los años treinta.
—Ten cuidado —dijo Mårten señalando unas raíces de árboles que sobresalían del suelo.
Esa actitud solícita, que debería conmoverla, la asfixiaba, para demostrárselo, pisó con descaro las raíces. Unos metros más allá, notó la aspereza de la arena en las plantas de los pies. Las olas azotaban la orilla. Ebba dejó la toalla en la arena y se zambulló en el agua salada. Notó el roce de las algas y el frío repentino le cortó la respiración, pero enseguida se alegró de poder refrescarse. Oyó a su espalda que Mårten la llamaba, fingió que no lo oía y continuó adentrándose en el mar. Cuando dejó de hacer pie, empezó a nadar y de tan solo unas brazadas alcanzó la pequeña plataforma de baño que había anclada al fondo a un trecho de la orilla.
—¡Ebba! —Mårten la llamaba desde la playa, pero ella siguió haciendo caso omiso y se agarró a la escalera de la plataforma. Necesitaba estar sola unos minutos. Si se tumbaba un rato y cerraba los ojos, podría creer que era un náufrago de un buque hundido en alta mar. Sola. Sin necesidad de pensar en nadie más.
Oyó las brazadas que se acercaban en el agua. La plataforma se balanceó cuando Mårten se aferró al borde para subirse y ella cerró los ojos con fuerza para aislarse unos segundos más. Quería estar a solas. No compartir la soledad con Mårten, que es lo que hacían últimamente. Muy a disgusto, abrió los ojos.
Erica estaba sentada a la mesa del salón. Se diría que hubiesen tirado allí una bomba de juguetes. Coches, muñecas, peluches y disfraces, todo mezclado y manga por hombro. Tres niños, los tres menores de cuatro años, conseguían que la casa se encontrara casi siempre en ese estado. Pero, como de costumbre, dio prioridad a su trabajo en lugar de ponerse a recoger ahora que tenía un rato libre.
Oyó que abrían la puerta y, al levantar la vista del ordenador, vio que era su marido.
—¡Hola! ¿Qué haces aquí? ¿No ibas a ver a Kristina?
—Mi madre no está en casa. Típico. Aunque la verdad, debería haber llamado primero —dijo Patrik quitándose los zuecos de goma.
—¿De verdad tienes que usar esos zapatos? Y, encima, para conducir. —Señaló aquel calzado abominable que, para colmo de males, era de color verde chillón. Su hermana Anna se los había regalado a Patrik en broma, y él se negaba a ponerse otros.
Patrik se le acercó y le dio un beso.
—Es que son tan cómodos… —dijo, y se encaminó a la cocina—. Por cierto, ¿han conseguido localizarte de la editorial? Debía de ser muy importante, cuando me han llamado a mí.
—Quieren saber si podré ir a la feria del libro de este año, tal y como les prometí. Pero es que no termino de decidirme.
—Pues claro que tienes que ir. Yo me quedo con los niños ese fin de semana, ya lo he arreglado para no ir al trabajo.
—Gracias —dijo Erica, aunque en el fondo se irritó consigo misma por sentir gratitud hacia su marido. ¿Cuántas veces no se quedaba ella cuando su puesto en la Policía lo reclamaba con unos minutos de margen, o cuando tenía que irse ya fuera fiesta o fin de semana, o por la noche, porque el trabajo no podía esperar? Quería a Patrik más que a nadie en el mundo, pero a veces tenía la sensación de que apenas se paraba a pensar en que ella era la principal responsable de la casa y los niños. Ella también tenía una carrera profesional que atender; y una carrera de éxito, por si fuera poco.
La gente le decía que debía de ser fantástico ganarse la vida como escritora. Poder decidir cómo organizar el tiempo y ser tu propio jefe. Erica siempre se enfadaba porque, aunque le gustaba muchísimo su trabajo y era consciente de la suerte que tenía, la realidad era muy distinta a como ellos la imaginaban. Ella no asociaba la libertad a la profesión de escritor. Al contrario, cada libro podía engullir todo su tiempo y sus pensamientos, las veinticuatro horas del día, siete días a la semana. A veces envidiaba a aquellos que iban al trabajo, hacían lo que tenían que hacer durante la jornada y, a la hora de irse a casa, habían terminado. Ella nunca desconectaba del trabajo, y el éxito conllevaba unas exigencias y expectativas que debía conjugar con su condición de madre de familia.
Además, resultaba difícil argumentar que su trabajo era más importante que el de Patrik. Él protegía a las personas, resolvía asesinatos y contribuía a que la sociedad funcionara mejor. Ella, en cambio, escribía libros que la gente leía para entretenerse. Comprendía y aceptaba que ella salía ganando, aunque a veces le entraran ganas de dar un zapatazo y ponerse a gritar con todas sus fuerzas.
Se levantó suspirando y fue a la cocina con su marido.
—¿Están dormidos? —preguntó Patrik mientras reunía los ingredientes de su bocadillo favorito: galleta de pan, mantequilla, caviar y queso. A Erica se le ponían los pelos de punta solo de pensar que luego iba a mojarlo en la taza de chocolate caliente.
—Sí, para variar. He conseguido meterlos en la cama a los tres al mismo tiempo. Se han pasado la mañana jugando de lo lindo, así que estaban agotados.
—Qué bien —dijo Patrik, y se sentó a comer.
Erica volvió al salón para ver si le daba tiempo a escribir un poco más antes de que se despertaran los niños. Siempre robando minutos. Por ahora, solo podía contar con eso.
En el sueño todo estaba ardiendo. Con el horror en los ojos y la nariz pegada a la ventana, Vincent contemplaba el espectáculo. Ella veía las llamas alzarse más y más a su espalda. Cada vez las tenía más cerca, le chamuscaban los rizos rubios, y lo veía gritar, aunque no lo oía. Ella quería precipitarse hacia la ventana, romperla y salvar a Vincent de las llamas que amenazaban con consumirlo. Pero por más que lo intentaba, el cuerpo no obedecía sus órdenes.
Y oía la voz de Mårten. Terriblemente acusadora. La odiaba por no haber sido capaz de salvar a Vincent, por haberse quedado allí viendo cómo se quemaba vivo ante sus ojos.
—¡Ebba! ¡Ebba!
Oír su voz la impulsó a intentarlo una vez más. Tenía que salir corriendo y romper la ventana. Tenía que…
—¡Ebba, despierta!
Alguien la zarandeó por los hombros y la obligó a incorporarse. Poco a poco, el sueño se esfumó. Ella quería retenerlo, arrojarse a las llamas y quién sabe si sentir, por un instante, el cuerpecito de Vincent en sus brazos antes de morir con él.
—Tienes que despertarte, ¡hay un incendio!
Enseguida se despabiló por completo. El olor a humo le picaba en la nariz y la garganta empezó a escocerle de tanto toser. Cuando levantó la cabeza, vio las vaharadas de humo que salían por la puerta.
—¡Tenemos que salir! —gritaba Mårten—. Arrástrate por debajo de la nube de humo, yo voy a ver si se puede apagar el fuego.
Ebba salió de la cama tambaleándose y se desplomó en el suelo. Sintió en la mejilla el calor de los listones de madera. Le ardían los pulmones y experimentó un cansancio inexplicable. ¿De dónde sacaría las fuerzas para ir a ninguna parte? Lo que quería era rendirse y dormir. Cerró los ojos, notó un pesado sopor que se le extendía por todo el cuerpo. Podría descansar. Simplemente dormir un rato.
—¡Arriba! Tienes que levantarte. —La voz de Mårten resonaba chillona y la sacó del adormecimiento. Él, que no solía asustarse de nada. Empezó a tirar de ella y le ayudó a ponerse de rodillas.
Muy a su pesar, Ebba comenzó a andar a cuatro patas. El miedo había empezado a arraigar también en ella. Notaba cómo el humo le colmaba los pulmones al respirar, como un veneno que actuaba lentamente. Pero prefería morir por el humo que pasto de las llamas. La idea de que le ardiera la piel le bastó para ponerse en marcha y salir a rastras de la habitación.
De pronto, se sintió desconcertada. Debería saber hacia qué lado quedaba la escalera, pero era como si no le funcionara el cerebro. Solo veía ante sí una niebla negruzca y compacta. Presa del pánico, empezó a moverse hacia delante para no quedar atrapada en medio del humo.
En el preciso momento en que alcanzó la escalera, Mårten apareció delante de ella, extintor en mano. Bajó la escalera de tres zancadas y Ebba se lo quedó mirando. Exactamente igual que en el sueño, tenía la sensación de que el cuerpo había dejado de obedecer. Las articulaciones se negaban a moverse, se quedó inerme, a cuatro patas, mientras el humo se volvía más denso a su alrededor. Volvió a toser, y cada golpe de tos desencadenaba el siguiente. Le lloraban los ojos y pensó en Mårten, pero no tenía fuerzas para preocuparse por él.
Una vez más, tomó conciencia de lo atractiva que era la idea de rendirse. De desaparecer, desprenderse del dolor que le destrozaba cuerpo y alma. Empezó a nublársele la vista y se tumbó despacio, apoyó la cabeza en los brazos y cerró los ojos. Todo a su alrededor era blando y suave. El sopor la colmó otra vez y la acogió dulcemente. No quería hacerle ningún mal, solo abrazarla para que se recuperase.
—¡Ebba! —Mårten empezó a tirarle del brazo y ella se resistió. Quería continuar la travesía rumbo a aquel lugar hermoso y apacible. Entonces notó el golpe en la cara, una bofetada que le escoció en la mejilla. Aturdida, se incorporó y miró a Mårten directamente a los ojos. Y en ellos vio preocupación y rabia.
—¡He conseguido apagar el fuego! —exclamó—. ¡Pero no podemos quedarnos aquí!
Hizo amago de querer llevarla en brazos, pero ella se negó. Él le había arrebatado la única posibilidad de reposo que se le había presentado en mucho tiempo, y empezó a golpearle el pecho enfurecida, con los puños cerrados. Sintió alivio al dar rienda suelta a la rabia y la desesperación, y lo golpeó tan fuerte como pudo hasta que Mårten logró agarrarle las muñecas. Sujetándola fuerte, la obligó a acercarse y, con la cabeza contra su pecho, oyó los latidos de su corazón. Aquel sonido la hizo llorar. Finalmente, dejó de oponer resistencia mientras él le ayudaba a ponerse de pie. La llevó fuera y, cuando se le llenaron los pulmones del aire fresco de la noche, Ebba se rindió y cayó en el sopor.