Vida y obra de Spinoza

Baruch (Benedictus o Benito) de Spinoza nació el 4 de noviembre de 1622 en Amsterdam. Descendiente de judíos sefardíes portugueses, su nombre se deriva de la villa de Espinosa de los Monteros, en tierra castellana de Burgos. Su familia había emigrado a Holanda, donde pudieron desprenderse del cripto-cristianismo que les había sido impuesto bajo la Inquisición y regresar al judaísmo de sus antepasados. El padre de Spinoza fue un próspero comerciante que vivía en una elegante casa de Burgwal cerca de la antigua sinagoga portuguesa. Su madre, que procedía también de Portugal, murió de parto cuando él tenía seis años. La infancia de Spinoza estuvo ensombrecida por las aflicciones de familia. Cuando tenía 22 años, murió su padre que había enterrado a tres esposas y a cuatro de sus hijos.

Spinoza fue educado a la asfixiante manera judía de la época, dedicando horas al día al estudio de la Biblia (el Antiguo Testamento cristiano) y del Talmud (el corpus autorizado de la tradición judía). A pesar del atroz aburrimiento de semejante programa de estudios, parece ser que Spinoza lo siguió con gusto, de modo que su padre supuso que llegaría a rabino. Aparte de las horas de escuela, el joven Spinoza se animó a tomar lecciones de latín y griego antiguo. La realidad y el mundo moderno ocuparon, al parecer, una parte muy reducida de su educación. Lo mismo que habría que suceder con su filosofía. Pero Spinoza no era un joven rancio. Los estudiantes judíos de mente independiente empezaban a tropezar con las rigideces de la ortodoxia; sentían que sus necesidades espirituales sobrepasaban las de una tribu de prehistóricos nómadas asiáticos, y comenzaban a cuestionar la Biblia.

A los líderes de la comunidad judía les preocupaba cada vez más esta tendencia. Las Provincias Holandesas Unidas formaban una sociedad tolerante, pero sólo si se la comparaba con la mentalidad de Ku Klux Klan prevaleciente en el resto de Europa (fue la Inquisición española de la época la que proporcionó al KKK sus estúpidos uniformes). Los judíos no eran todavía ciudadanos de Holanda y los ataques que hacían a la Biblia podían interpretarse como ataques a la Cristiandad.

De modo que la reacción de las autoridades judías no fue de simpatía cuando Spinoza se dedicó a pasar el tiempo en los alrededores de la sinagoga difundiendo sus heterodoxas opiniones. Según él, los autores del Pentateuco (los cinco primeros libros de la Biblia) eran unos ignorantes en ciencia y no mucho más sabios como teólogos. Por si esto no fuera suficiente, Spinoza, a sus 22 años, se puso a argumentar que no había pruebas en la Biblia que demostraran que Dios tenía un cuerpo, que el alma era inmortal, o que los ángeles existían (como si la lucha de Jacob no hubiera sido más que una especie de ataque epiléptico).

Spinoza era un joven de mente brillante y resultaba casi imposible argumentar contra él. Así que las autoridades decidieron probar un plan de acción diferente. Intentaron silenciarle con amenazas, pero cuando vieron que Spinoza era demasiado terco, le ofrecieron el pago de mil florines al año con tal de que desapareciera y se guardara sus ideas. (Por entonces un estudiante podía vivir durante un año con dos mil florines). Teniendo en cuenta la gravedad de las blasfemias de Spinoza, la actitud de las autoridades judías fue sorprendentemente benévola. Pero él rechazó con desdén su generosa oferta. La anécdota suele considerarse como un ejemplo de su santa repulsa a dejar de decir la verdad, pero se le puede perdonar a la comunidad judía de Amsterdam del siglo XVII que viera las cosas de distinta manera. ¿Qué podían hacer para obligarle a callar?

Una tarde, al abandonar la sinagoga portuguesa, un hombre le abordó, Spinoza se percató de que el hombre alzaba una mano con un puñal y se echó hacia atrás protegiéndose con la capa, resultando ileso (se dice que guardó la capa rasgada como recuerdo). Se suele presentar al hombre responsable del ataque como fanático; es muy posible que lo fuera. Por otro lado, también pudo muy bien ser un hombre valiente y generoso que tomaba sobre sus espaldas la tarea de liberar a la comunidad de una amenaza peligrosa cometiendo un crimen que, casi con toda certeza, le costaría la vida en el patíbulo. En cualquier caso, la santidad y el martirio de ambos requería una arrogancia similar.

Por si esto no fuera suficiente, Spinoza envió entonces a las autoridades de la sinagoga una carta abierta en la que detallaba sus puntos de vista apoyándolos en una serie de argumentos lógicos que creía irrefutables.

Las autoridades de la sinagoga concluyeron que no les quedaba ninguna alternativa y tendrían que demostrar a la comunidad cristiana que dejarían de tener relación alguna con este Spinoza. Para ellos, Spinoza cesaría de entonces en adelante de ser una persona; sería un ex judío. En julio de 1656 se celebró una gran ceremonia de excomunión y Spinoza fue expulsado de la comunidad judía con toda solemnidad. Se tocó el gran cuerno, las velas fueron apagadas una a una, y se proclamó en alta voz la maldición: «Con ayuda del juicio de los ángeles y los santos, excomulgamos, execramos y anatemizamos a Baruch de Spinoza. Maldito sea de día y de noche, maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito al salir y maldito al entrar. El Señor borrará su nombre bajo el sol y le apartará por su desmán de las tribus de Israel. Nadie podrá comunicarse con él ni de palabra, ni por escrito; ni mostrarle favor alguno, ni estar bajo el mismo techo con él; ni acercarse a menos de cuatro codos de él, ni leer ningún documento escrito o dictado por él». Con semejante recomendación, no es de extrañar que los escritos de Spinoza hayan sido buscados afanosamente por judíos y gentiles hasta el día de hoy.

Entretanto, Spinoza, a sus 23 años, se vio en un aprieto. Su padre había muerto un año antes dejándole todo el capital. La familia, siguiendo la vieja costumbre, había estado disputándose acerbamente la herencia. Rebeca, hermanastra de Spinoza, se creyó con la pretensión de que todos los bienes le correspondían por derecho.

Spinoza, santo como era, no quería esa riqueza no ganada. Pero también era un filósofo y como tal, no concebía que nadie pudiera vencerle en argumentos, de modo que disputó el caso. Después de perder todos el tiempo y de cobrar los abogados las abultadas sumas de costumbre, Spinoza ganó y le dijo a su hermana que de todas maneras ella podía quedarse con todo (salvo una cama de cuatro postes con cortinas para guardar su intimidad y de la cual estaba encaprichado). Una vez cumplidos todos los gestos filosóficos debidos, Spinoza se encontró prácticamente arruinado. Además, después de la ceremonia de excomunión, ya no tenía ni siquiera un buen hogar judío dónde colocar su cama.

Spinoza se vio obligado a dirigirse a un amigo cristiano llamado Affinius van den Ende, que regentaba una escuela privada en su casa. Van den Ende era un exjesuita convertido en liberal. Un hombre de vastos saberes, especialmente de los clásicos, que además de dirigir su escuela, ejercía de poeta y dramaturgo. La escuela Van den Ende gozaba de buen hombre en la comunidad, aunque algunos angustiados padres habían sacado a sus hijos al sospechar que se les enseñaba a pensar por sí mismos. El libre pensamiento era considerado oficialmente como algo intolerable pero, fuera del campo de lo oficial, era visto simplemente como una parte del proceso educativo; una fase que los alumnos superaban pronto (lo mismo que ahora).

Spinoza se ganaba la vida enseñando en esta escuela. Aprovechaba también la oportunidad para asistir a algunas clases y mejorar sus conocimientos de griego y latín, avanzar en matemáticas y familiarizarse con la versión escolástica de la filosofía de Aristóteles. Por esa época empezó a estudiar los comentarios que sobre Aristóteles escribieron los grandes sabios judíos Moisés Ben Maimón (generalmente conocido como Maimónides) y Chasdai Crescas de Zaragoza (por lo general totalmente desconocido). Este último sostenía que la materia es eterna y que la Creación no es sino la imposición de un orden en ella. Una doctrina que había de influir fuertemente en la propia filosofía de Spinoza.

Por las tardes, Van den Ende introducía a Spinoza en los últimos escritos de Descartes, que entonces estaban revolucionando la filosofía. La visión rígidamente mecanicista que tenía Descartes del funcionamiento del universo había de tener un papel decisivo en el pensamiento de Spinoza; aunque este pasará por alto el moderno componente subjetivo de la filosofía cartesiana, que era precisamente lo que la había hecho tan revolucionaria. Fue probablemente por esta época cuando Spinoza leyó también a Giordano Bruno; espíritu libre y pensador original cuya curiosa mezcla de ideas ocultistas y pensamiento científico avanzado le procuraron la distinción de ser excomulgado por protestantes y católicos (quienes además le quemaron). De nuevo Spinoza dejó de lado los aspectos deslumbrantemente originales de esta filosofía (así como su fantástica magia negra), en favor de la creencia metafísica de Bruno en un universo infinito y panteísta. Uno a uno, Spinoza iba recogiendo los ingredientes que, una vez cocinados en el horno de su intelecto, habían de dar origen a la no superada tarta de su filosofía. Una creación de infinita dulzura con cerezas filosóficas que hacen la boca agua, anotaciones gustosas como ciruelas y una pálida crema teológica. Todo ello recubierto de un panteísmo de mazapán adornado con un glaseado rígidamente geométrico y culminado por la vela encendida de su unicidad (Más adelante descubriremos a qué sabe todo esto).

Pero, en ese estadio, la dulzura de Spinoza tocaba algo más que la filosofía. Se dice que se enamoró de Clara María, hija de Van den Ende. A juzgar por los retratos que tenemos de Spinoza, puede ser que produjera una impresión algo extraña más adelantada su vida, pero en el hombre joven estaban aún dormidos los manierismos del genio. Algunas fuentes dicen que era de corta estatura, de tez morena y de cabellos negros; «por su aspecto uno podía ver fácilmente que era de ascendencia judía portuguesa» o un «grande de la España sefardí».

Clara María enseñaba letras clásicas y música en la escuela de su padre. Según una fuente, «no era de gran belleza pero sí de carácter jovial. Tenía mucho ingenio y una gran capacidad» (no se específica para qué). Por desgracia, prefirió a uno de sus estudiantes, un joven llamado Dirk Kerckrinck, con quien se casó finalmente.

Otras fuentes niegan esta historia basándose en que Clara María tenía sólo 12 años entonces. Se enamorara o no Humbert Spinoza de Clara Lolita, otras evidencias sugieren que Spinoza no respondía a la figura del genio sexualmente durmiente tan querida por sus primeros hagiógrafos. Caso único entre los grandes filósofos, Spinoza había de escribir con lucidez psicológicamente penetrante acerca del amor y de los celos sexuales. En su Ética dice: «Cuanto más intensa sea la emoción que sienta por nosotros la persona que amamos, tanto más nos llenaremos de orgullo y, si alguien cree que entre la persona amada y otra persona existe el mismo o más fuerte sentimiento íntimo de amor que el que existía entre ellos dos cuando él era el único amante, sentirá odio por la persona amada y le atenazará la envidia hacia su rival». Y prosigue definiendo los celos como «los vaivenes de sentimientos que surgen de la experiencia simultánea de amor y odio junto con la acerba envidia hacia una tercera persona».

El hombre que escribió estas palabras sufrió ciertamente las emociones que escribe y parece improbable que fueran a cuenta de una chica de 12 años. ¿Por qué? En su Tratado sobre la reforma del entendimiento Spinoza menciona, sin dar detalles, una experiencia traumática que transformó su vida. «Me vi sumido en un peligro extremo y con una gran urgencia por encontrar remedio, con todas mis fuerzas, a pesar de lo incierto del desenlace. Yo era como un hombre enfermo de un mal fatal enfrentado a una muerte cierta de no encontrar cura». Esto le llevó a dirigir sus energías hacia «un amor por lo eterno e infinito, lo único que proporciona placer al alma y la libera de todo mal y que es por esta razón lo que debe ser anhelado y buscado con todas nuestras fuerzas». Este amor se presenta en su filosofía como uno de sus conceptos poéticamente más edificantes: amor intelectualis Dei (el amor intelectual a Dios). Por lo que sabemos, no parece probable que hubiera considerado el amor heterosexual como «mal fatal», que tenía que ser evitado «con todas nuestras fuerzas». Para cualquier conjetura freudiana necesitaríamos basarnos en conocimientos que no poseemos de su vida y de su personalidad.

No mucho después de su supuesto episodio con Clara, se cerró la escuela Van den Ende al desaparecer inesperadamente en Francia su director; siguiendo la inveterada costumbre de los directores de escuelas privadas; allí encontró un triste final al verse envuelto en un torpe complot destinado a derrocar a Luis XIV y restaurar una utópica República, con el resultado de que fue colgado en público.

En algún momento de los años 50 del siglo XVI, Spinoza empezó a aprender el oficio de pulir lentes. Por esa época las lentes estaban muy en demanda en Holanda. Se usaban en los microscopios dentro del próspero negocio de los diamantes, en los telescopios náuticos y en los anteojos de leer (que como las motos de 1.000 cc hoy en día se están convirtiendo en el equipamiento de moda entre la gente de mediana edad). Después de abandonar la enseñanza, Spinoza se mantuvo económicamente durante el resto de su vida puliendo lentes. Se dice que llegó a ser muy diestro en este oficio, y que sus lentes eran muy buscadas. Lo primero pudiera muy bien ser algo mitológico, pero sabemos con certeza que lo segundo es verdad. Aunque por un hecho del que no se benefició en absoluto. Durante el siglo XIX, cuando la venta de cuadros famosos se convirtió en un negocio boyante, un anticuario de Amsterdam comenzó a vender lentes pulidas por Spinoza a ricos comerciantes judíos, profesores alemanes de visita y otros coleccionistas. Las lentes no eran de una calidad especialmente elevada. Se calcula que dicho anticuario, Cornelius Van Halewijn, debió vender varios centenares. Quizás tropezó con un almacén lleno de lentes que Spinoza no había terminado de elaborar.

Spinoza se retiró entonces al campo para pulir en serio. Lentes e ideas originales empezaron a surgir en cantidades semejantes. Por entonces, sus escasos amigos eran en su mayor parte remonstrantes, una secta cristiana semejante a los menonitas cuyos usos independientes y su temor a Dios hicieron que todos los otros cristianos holandeses se pusieran en su contra. Fue también por esa época cuando Spinoza cristianizó su nombre en Benedicto (igual que Baruch significa Benito, pero no hay ninguna indicación de que se convirtiera al cristianismo).

Spinoza encontró alojamiento en casa de un cirujano remonstrante llamado Hermann Homan en la aldea de Rijnsburg, que por entonces era un lugar remoto a la orilla del Rhin cerca de Leyden. Esta casa se conserva todavía frente a un sembrado de patatas en una tranquila calle de las afueras conocida como Spinozalaan. La habitación de Spinoza debió dar a la campiña llena de sembrados y canales que aún se extiende hacia un distante horizonte bajo un cielo gris. Allí escribió Spinoza dos obras que habrían de resultar fecundas en toda su filosofía. Una de ellas fue una «versión geométrica» de los Principios de la filosofía de Descartes, sobre un trabajo divagador que el filósofo francés escribió hacia el final de su vida y en el cual vertió todas sus ideas filosóficas y científicas. La idea de Spinoza consistía en transformar el pensamiento de Descartes en una serie de pruebas geométricas, de las que cualquiera sería capaz de ver si eran verdaderas o falsas. A Spinoza le interesaba profundamente el pensamiento de Descartes, que había transformado la filosofía de una manera más drástica que ningún otro filósofo anterior o posterior. Pero, si Spinoza había de hacer una filosofía propia buena y original, era imperativo que se distanciara de la abrumadora influencia de Descartes. Lo cual consiguió reduciendo el estilo ameno y lúcido de este a un conglomerado de casi impenetrable matemática.

El otro libro que escribió Spinoza en ese tiempo es su Breve tratado sobre Dios, el hombre y su felicidad. Escrito en holandés, contiene muchas de las ideas que habrían de aparecer pronto en su filosofía de madurez. Desgraciadamente, cuando Spinoza se puso escribir esta filosofía decidió no hacerlo en un holandés fácilmente legible, y eligió en su lugar el latín, distorsionándolo hasta llegar al estilo «geométrico» en que había reducido la obra de Descartes. Esto hizo que su obra maestra, la Ética, resulte prácticamente ilegible. Toda la obra está descompuesta como un trozo de geometría euclídea en una serie de definiciones, axiomas proposiciones y pruebas. Veamos:

Definición

1. Se define un libro como algo que se puede leer.

2. Se define el estilo como la manera en que un autor elige escribir un libro.

Axiomas

1. Leemos un libro porque estamos interesados en saber qué tiene que decir su autor.

2. El estilo de un libro representa un papel importante en su legibilidad.

Proposición

Este estilo es ilegible.

Prueba

Es probable que la mayoría haya dejado ya de leer esta prueba (Véase Axioma 1). Si se ha llegado hasta aquí en la lectura es seguro que no se continuará leyendo mucho más si persisto en utilizar este estilo (Véase Axioma 2). Por lo tanto, este estilo es ilegible.

Y así sucesivamente a lo largo de más de doscientas páginas. Ni siquiera El náufrago prisionero de las seis vírgenes podía soportar semejante tratamiento. No es de extrañar que sean pocos los que han logrado llegar al final de la Ética. Una persona que consiguió llegar hasta el final, Leibniz, afirmó que, aunque todo el sistema filosófico de Spinoza estaba íntimamente entrelazado, no todas las pruebas se siguen una de otra con rigor matemáticamente preciso. De modo que hay unos pocos giros inesperados en la trama; sólo hay que saber dónde buscarlos.

Pero, ¿en qué consiste precisamente la trama? Spinoza comienza con ocho definiciones que establecen los supuestos básicos de su universo y de su filosofía.

Definen:

1. Una cosa que su propia causa

2. Una cosa que es finita en su clase

3. La sustancia

4. Sus modos

5. Sus atributos

6. Dios

7. La Libertad

8. La eternidad

Como podemos ver por la propia naturaleza de estas definiciones, Spinoza empieza mirando el mundo desde un punto de vista extremadamente racional y abstracto. Esto se hace aún más evidente cuando consideramos algunas de estas definiciones.

-«Por causa de sí (causa sui) entiendo aquellos cuya esencia implica la existencia o dicho de otro modo aquellos cuya naturaleza no puede ser concebida sino como existente».

-«Una cosa es finita (in suo genere finita) si puede ser limitada por otra cosa de la misma naturaleza. Por ejemplo se dice que un cuerpo es finito porque siempre podemos concebir otro cuerpo más grande. De manera semejante, un pensamiento está limitado por otro pensamiento sin embargo un cuerpo no puede estar limitado por un pensamiento ni un pensamiento por un cuerpo».

-«Por Dios (Deus) entiendo un ser absolutamente infinito es decir una sustancia consistente en una infinidad de atributos cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita».

-«Por eternidad (aeternitas) entiendo la existencia misma en tanto que es concebida como siguiéndose necesariamente de la sola definición de una cosa eterna».

«Explicación: una existencia tal es concebida, en efecto, como verdad eterna, lo mismo que la esencia de la cosa. Por esta razón, no puede ser explicada por la duración o el tiempo, aunque la duración sea concebida como sin principio ni fin».

A partir de estas definiciones, Spinoza procede por medio de pruebas euclidianas a construir un sistema determinista que abarca todo el universo. Cada característica de la existencia es lógicamente necesaria, y toda posibilidad lógicamente consistente debe existir. (La física moderna ha demostrado que sistemas lógicamente inconsistentes pueden también existir, como la teoría cuántica de la luz. De modo que el universo de Spinoza estaría hoy a oscuras).

El universo de Spinoza es panteísta, esto es, el universo es Dios, y viceversa. Se refiere a el como Deus sive Natura (Dios o Naturaleza); esta es la única sustancia. Pero este Dios-Universo tiene un número infinito de atributos. Somos capaces de percibir solamente dos de estos atributos: la extensión y el pensamiento. Estos atributos constituyen nuestro mundo, a la manera de dos dimensiones, y no podemos conocer las otras dimensiones restantes del infinito.

Spinoza se las arregla para superar el gran problema que derrotó a Descartes: ¿cómo la mente (que trabaja con la razón) interacciona con el cuerpo (que funciona a mí mecánicamente)? Según el sistema de Spinoza, «la mente y el cuerpo es la misma cosa concebida, bien bajo el atributo del pensamiento, bien bajo el atributo de la extensión». La mente y el cuerpo no son sino aspectos diferentes de la misma cosa (Deus sive Natura) percibida bajo dos de sus infinitos atributos.

Nuestra aprehensión queda limitada a sólo dos de los infinitos atributos de Dios; pero estos dos se adecuan a la lógica del todo. «El orden y la conexión de las ideas es igual que el orden y la conexión de las cosas». Causa y efecto están relacionados tan rígida e irreversiblemente como los procesos de la razón. Así, en la inmensidad del universo infinito de Spinoza, causa y efecto forman parte de una necesidad lógica mas vasta. Nuestro mundo de la extensión está determinado lógicamente, sus cadenas de causa y efecto son lógicamente necesarias, irreversibles e inmodificables (igual que la secuencia lógica necesaria que tiene lugar en la mente). Del mismo modo, exactamente, las cosas finitas proceden necesariamente de la sustancia infinita; pero permanecen siendo parte de Deus sive Natura (Dios o Naturaleza).

Bajo tales circunstancias, puede parecer superfluo preguntar: ¿cómo sabemos que este ser divino existe? Consideremos el mundo que percibiríamos si ese ser divino no existiera. Sin ese apoyo habitaríamos un mundo desprovisto de sustancia metafísica, un universo que se desplegaría ciegamente. Hoy en día, muchos de nosotros nos sentimos capaces de vivir en semejante mundo, pero Spinoza no. Necesitaba probar la existencia de Deus sive Natura y, para hacerlo, eligió una prueba característica de su ambigua postura, situada entre la jerarquía de la certidumbre medieval y el mundo nuevo de la emergente Edad de la Razón.

El Argumento Ontológico fue uno de los argumentos medievales preferidos para probar la existencia de Dios. Expresado simplemente, establece que la idea de Dios es la idea más grande posible que podemos concebir. Si esta idea no incluye el atributo de la existencia, entonces debe haber una idea aún más grande. Exactamente aquella que lo incluye. De modo que la idea más grande posible debe existir pues, de lo contrario, otra idea aún más grande sería posible. En definitiva, Dios existe. Spinoza utiliza varias versiones de este argumento en su discusión de la sustancia única infinita que identificó como «Dios o Naturaleza». Toma primero la idea de sustancia: «Así, si alguien dice que tiene una idea clara y distinta —es decir, verdadera— de sustancia y que, sin embargo, duda de que semejante idea exista, esto equivaldría a decir que tiene una idea verdadera y de que, no obstante, sospecha que pueda ser falsa». De esto se sigue: “Puesto que la existencia pertenece a la idea de sustancia, su definición debe necesariamente implicar la existencia y, por lo tanto, se puede concluir su existencia a partir de su mera definición".

¿Sofistería medieval? Los escépticos deberían observar que sigue estando en buena parte presente en el pensamiento moderno. Los científicos contemporáneos han propuesto un argumento similar para explicar varias nociones centrales, entre ellas la existencia del Big Bang y la elusiva Teoría del Todo o Teoría Unificada. Nada menos que Stephen Hawking ha preguntado: «¿Es la Teoría Unificada tan ineluctable que exige su propia existencia?». Semejante argumento sugiere una conclusión inevitable: el Universo tiene que ser de la forma que es, y hubo de ser creado porque ningún otro universo (o falta de él) era posible. Ciertamente, Spinoza habría reconocido este argumento metafísico. En tanto que idea metafísica suprema, el Deus sive Natura de Spinoza está dentro de la categoría del Big Bang. Aunque sus matemáticas euclidianas han sido superadas, su cautivadora belleza es innegable.

A pesar de los esfuerzos de Spinoza en favor de la geometría, su sistema metafísico exhibe muchos rasgos profundamente poéticos. Basta mencionar unos pocos: El propósito del sabio consistirá en tratar de ver el universo como Dios lo ve, sub specie aeternitatis (bajo el aspecto de la eternidad). Cada cuerpo humano es parte del cuerpo de Dios, así cuando hacemos daño a otros nos hacemos daño a nosotros mismos. La felicidad de cada uno de nosotros depende de la felicidad de todos. El universo no puede explicarse con referencia a otra cosa, ni siquiera con referencia a Dios, puesto que es Dios. Así el universo no tiene sentido pero, a la vez, es su propio sentido.

Muchas de las ideas de Spinoza tienen una resonancia profunda, e iluminan a aquellos que ni creen en Dios ni en su sistema. Su teoría de las emociones es particularmente avanzada. Distinguiéndose de tantas teorías filosóficas anteriores al siglo XX, la visión de Spinoza no parece ser inadecuada o ingenua (o simplemente errónea), a la luz de la psicología moderna. Spinoza define el deseo como «la verdadera esencia del hombre» y el placer es «la transición desde un estado de perfección menor a un estado de mayor perfección». El dolor es lo opuesto. Spinoza prosigue: «El asombro es el pensamiento de una cosa en la cual la mente queda fijada, debido a que este planteamiento particular no tiene ninguna conexión con otros». Considérese esto a la luz del célebre dicho de Platón «la filosofía comienza con el asombro». No es difícil imaginar a Spinoza, embebido en el asombro, contemplando a su Dios, que no tiene relación con ninguna otra cosa (porque Él es todas las cosas). Pero su definición de amor «como placer acompañado por la idea de una causa externa», no parece ajustarse a su concepto de amor intellectualis dei. En opinión de Spinoza (y en opinión de la psicología moderna), este amor intelectual a Dios comprendería necesariamente un elemento de amor a sí mismo, si Dios y la naturaleza son la misma cosa. Spinoza intenta defenderse de esta acusación afirmando: «el amor de la mente a Dios es parte del amor infinito con el que Dios se ama a sí mismo». Pero esto parecería confirmar el fallo que hay en su argumentación.

A pesar de estas aparentes inconsistencias, su teoría «prueba» varias intuiciones profundas. «No hay esperanza sin temor, ni temor sin esperanza». Tanto la confianza como la desesperación surgen «de la idea de una cosa, futura o pasada, cuya razón para dudar de ella ha sido eliminada».

No obstante, este mismo asunto de la duda (y el error) revela un segundo defecto en la filosofía de Spinoza. El propio Spinoza no tuvo ninguna duda sobre la verdad y la certeza de su pensamiento: «No pretendo haber encontrado la mejor filosofía, pero sí sé que pienso la verdadera. Si se me pregunta cómo lo sé, respondo que de la misma manera que se conoce que los tres ángulos de un triángulo suman dos ángulos rectos». Spinoza vio la duda y el error de una manera neoplatónica, considerándolos como una ausencia o una falta en nuestra aprehensión de la verdad. En otras palabras, la duda y el error son, de hecho, irreales, al ser aprehensiones inadecuadas o incompletas de la verdad (que es la única realidad). Esta explicación no es más adecuada que su pretensión de que su filosofía posee la certeza de la geometría. (Aunque él no podía saberlo, en la geometría no euclidiana de las superficies curvas, los tres ángulos de un triángulo no son siempre iguales a los ángulos rectos).

Según Spinoza, «el esfuerzo por preservarse a sí mismo es el fundamento primario y único de la virtud». Lamentablemente, si la preservación de uno mismo es primaria, ¿cómo puede explicarse el suicidio? Spinoza dijo que, en este caso, «causas externas y ocultas pueden afectar el cuerpo de tal modo que pase a otra naturaleza contraria a la que tenía en primer lugar». En otras palabras, el suicidio es inhumano y un suicida se comporta como algo distinto de un ser humano. Esta teoría, como la de la duda, es poco apropiada. Pero estos son fallos menores dentro de un sistema de gran sabiduría y penetración. En verdad, la sutileza del entendimiento de Spinoza (y su ausencia de disparates) es sorprendente, sobre todo si se considera su insistencia en acudir a la geometría en todas las circunstancias: «Considero las acciones y los deseos humanos exactamente como si estuviera tratando con líneas, superficies planas o sólidos».

Al mantenerse en esta postura, Spinoza parece haber adoptado una actitud distante hacia el mundo que habitamos el común de los mortales. Según un contemporáneo suyo, «parecía vivir completamente dentro de sí mismo, siempre solitario, como si estuviera perdido en sus pensamientos. A veces no salía de casa durante tres meses seguidos». (A cualquiera que haya vivido la experiencia de un frígido y gélido invierno holandés no le parecerá esto tan excéntrico). Aparte de su absorbente trabajo, sus placeres eran escasos pero reveladores. En palabras de uno de sus primeros biógrafos, «recogía arañas y las ponía a luchar entre sí o cazaba algunas moscas, las colocaba en una tela de araña y estudiaba la lucha consiguiente con gran placer, incluso riéndose en alto». En una carta a un amigo, Spinoza dice: «todo el mundo observa con admiración y deleite en los animales las mismas cosas que detesta y mira con aversión en los hombres». Su sabiduría respecto de la naturaleza humana parece haber quedado limitada a la filosofía.

Pero, la filosofía, a pesar de la raíz etimológica de su nombre, no está interesada en el amor a la sabiduría. La filosofía es un asunto serio y, como tal, uno no se mantiene dentro de ella sino masacrando a la oposición. Tan pronto como apareció el sistema de Spinoza, todo filósofo que se preciara fue directamente a su yugular. Por desgracia, todo el sistema de Spinoza se sostiene, o se cae, en razón de las definiciones iniciales sobre las que se construye todo el edificio. Si se refuta la definición de sustancia de Spinoza, ese es el fin. Sin sustancia no hay universo. ¿Cómo define Spinoza la sustancia?

«Definición: entiendo por sustancia (substantia) aquello que es en sí y es concebido por sí. Es decir, aquello cuyo concepto no necesita del concepto de otra cosa para ser formado».

Era ingenuo por su parte esperar que los filósofos estuvieran de acuerdo en algo tan básico (aunque tan hábilmente expresado) como esto. Pero lo peor había de venir cuando los teólogos empezaron a leer la Ética. Si Dios es simplemente el universo determinista, se está negando la trascendencia divina. Se elimina también su personalidad (junto con su famosa ira); así como su libre voluntad de decidir obedecer sus propias leyes (las leyes de naturaleza) o cambiar de idea (milagros, actos de Dios, etcétera). En la concepción de Spinoza, podemos amar a Dios tanto como queramos, pero no hay modo de que Él pueda amarnos a su vez. Esto hacía que mucha gente se sintiera no amada y se enfrentara a la perspectiva de que su piedad no fuera recompensada. Al sacralizar todas las cosas, Spinoza desataba una oleada de impiedad.

Por fortuna, Spinoza se dio cuenta de que esto podía suceder, de modo que su Ética fue publicada póstumamente. Mientras vivió, el libro se distribuyó sólo clandestinamente entre sus amigos. Uno de ellos, que también vivía en Rijnsburg, no fue tan prudente, y esto sirvió de advertencia a Spinoza. Cuando Adrian Koerbach publicó su libro Luz en la oscuridad, que atacaba la de la religión contemporánea, la práctica médica y el clima moral reinante, fue llevado ante los tribunales. El acusador pidió la confiscación de todos sus bienes, que se le cortara el pulgar de la mano derecha, se le horadara la lengua con un hierro candente y se le sentenciara a treinta años de cárcel. Koerbach debió sentirse aliviado al saber que sólo se le multaba con 6.000 florines y se le condenaba a 10 años de trabajos forzados seguidos del exilio. Esto es índice del tipo de problemas que podía encontrar uno si se ponía a predicar públicamente las ideas equivocadas, incluso en la liberal Holanda (cuyo espíritu de tolerancia no tenía igual en Europa, ni en todo el mundo, salvo en los Mares del Sur y en los reinos de piratas de las Indias Occidentales). Adrián Koerbach fue interrogado específicamente sobre si había de algún modo recibido influencias de las ideas de Spinoza. Una acusación que él negó (aunque no está claro si lo hizo por orgullo profesional o por una decencia encomiable). Spinoza pudo ver de dónde soplaba el viento.

En 1663, Spinoza se mudó a Voorburg, un suburbio de las afueras de La Haya donde había de vivir el resto de sus días. En una carta que escribió un par de años más tarde hace la única referencia intencionada a sí mismo. En ella cuenta cómo intentó, sin éxito, remediar unas fiebres sangrándose a sí mismo (probablemente con sanguijuelas, la práctica médica común de la época), y continúa diciendo que espera con impaciencia recibir de su amigo un frasco con compota de rosas rojas. También cuenta que acaba de superar un ataque de fiebres intermitentes: «me libré finalmente de ellas a fuerza de una buena dieta y las mandé a paseo; no sé a dónde fueron a parar pero procuraré que no vuelvan». A pesar de este flojo chiste, parece que a Spinoza le preocupaba su salud. Al parecer fue de constitución bastante frágil y se vio hostigado por una serie de enfermedades que habrían provocado la envidia de un hipocondríaco como Descartes (que había partido quince años antes en busca del gran cofre de Medicina de los cielos).

Spinoza llevó una vida muy sencilla alojado en una única habitación, donde no sólo dormía y escribía, sino donde también pulía lentes. No hace falta mucha fantasía para imaginar los montones de papeles y libros abiertos cubiertos de una fina capa de polvo de cristal. Es posible que hubiera en su cuarto una pequeña ventana de vidrios emplomados con vistas a la campiña y a los canales bajó un lóbrego cielo gris.

Según cierta información, Spinoza «pasaba a menudo todo el día alimentado con unas sopas de leche con mantequilla y una jarra de cerveza». Al día siguiente podía subsistir «con una papilla hecha con pasas y mantequilla». De acuerdo con la misma fuente, sólo bebía poco más de un litro de vino al mes, lo cual suponía una abstinencia heroica de la Holanda de su época, aunque uno sospecha que lo tomaba sólo para fortalecer la sangre. Se dice que Spinoza describió su modo de vida como el de «una serpiente que se muerde la cola», para significar que en un año no le sobraba nada de lo que hubiera podido ganar.

Ya en los primeros años de su treintena Spinoza había perdido la arrogancia de su juventud. Esto se suele achacar a los efectos espiritualmente beneficiosos del brotar del genio, aunque, en la mayoría de los casos, cuando el genio surge en todo su esplendor, sucede justamente lo opuesto (megalomanía y solipsismo son los acostumbrados riesgos profesionales de una condición que va de un estado exultante a otro atormentado). En realidad, la pérdida de la arrogancia de Spinoza se debió probablemente a que, lenta pero inexorablemente, se fue dando cuenta de que la gran filosofía a la que había dedicado sus esfuerzos no podría encontrar aceptación generalizada durante su vida. Fue desapareciendo toda esperanza de ser publicado, y el desgaste producido por la humillación consiguiente fue extendiendo todo su orgullo.

Aún así, sentía la necesidad de explicarse para demostrar al mundo, y especialmente a sus oponentes religiosos, que su filosofía no era incompatible con la fe ortodoxa en Dios, de modo que cuando terminó de escribir la Ética empezó una obra nueva denominada Tractatus theologico-politicus, un tratado de teología y política. El Tractatus es una obra extraña, mezcla de teoría política y comentario bíblico. Spinoza dijo a sus amigos que estaba intentando preparar el camino para una eventual publicación de la Ética, demostrando que «la libertad de filosofar es compatible con la piedad devota y con la paz del Estado». Spinoza es quizás el más grande de los racionalistas, pero en este punto es difícil creer que estaba argumentando de manera racional. Su Dios impersonal y panteísta no guarda relación con el Jehová de la Biblia, y su teoría de que cuando hacemos daño a otros nos perjudicamos a nosotros mismos no concordaba ni con las actitudes religiosas contemporáneas (hacia herejes y no creyentes), ni con las actitudes morales (hacia casi todos). Y era poco probable que consiguiera muchas reseñas entusiastas en la prensa de iglesia su opinión de que los milagros de la Biblia era simplemente acontecimientos naturales deliberadamente mal interpretados para propósitos de propaganda religiosa.

Sea como fuera, Spinoza tiene algunas cosas interesantes (y asombrosamente modernas) que decir en teoría política. Sus ideas eran en muchos aspectos una respuesta al filósofo inglés Thomas Hobbes, cuya obra pionera, el Leviatán, había sido publicada en 1651 menos de veinte años antes. En el Leviatán, Hobbes presenta la opinión pesimista de que, sin gobierno, «la vida de los hombres es solitaria, pobre, desagradable, embrutecida y breve». Los seres humanos encontraron insoportable este estado natural y se congregaron en sociedades gobernadas para superarlo. Cualquier forma de gobierno es mejor que ninguna y, por consiguiente, debemos obedecer a quien quiera esté al mando.

Spinoza adoptó un punto de vista más benévolo acerca de la humanidad; su teoría política es esencialmente liberal. En vez de apoyar al Estado a toda costa, creía que el Estado —o su soberano— justifica su poder sólo garantizando la seguridad de sus ciudadanos y permitiendo a los individuos «desarrollar sus mentes y el uso de la razón sin restricciones». El Estado está sólo para proteger al individuo, a quien se le debe permitir perseguir sus propios fines. (En su opinión, bastante optimista, esto implicaba el dominio de las pasiones y el uso de la razón con el fin de adquirir una comprensión más profunda de uno mismo y del mundo. No queda claro como casaría en esto la versión del siglo XVII del forofo de fútbol ahíto de cerveza o la del televidente tumbado en el sofá). Spinoza, más bien ingenuamente, sostiene que el Estado debe autolimitarse en sus poderes. Debe actuar según la razón, y esto significa conceder libertad plena de pensamiento y opinión. Pero, ahora de manera realista, Spinoza discrimina entre pensamiento y actos. Debemos tener libertad de pensar lo que queremos, pero nuestros actos deben estar constreñidos por el Estado. Y entre los actos incluye la expresión pública de ideas que puedan agitar al populacho.

La teoría política de Spinoza refleja en buena medida su propia situación en Holanda. Allí existía un gobierno tolerante y libertad de pensamiento, pero dentro de ciertos límites. Las ideas de Spinoza traspasaron a menudo estos límites, pero mantuvo su derecho a tener tales ideas, si no a publicarlas. Lo mismo que en la amenazada Holanda de siglo XVII, el primer deber del gobierno debe ser el de garantizar lo mejor que pueda la seguridad de sus ciudadanos.

El pensamiento político de Spinoza se adelanta mucho su tiempo. A nosotros nos puede parecer algo ingenuo, pero en su época, semejante proximidad al utopismo era vista como un disparate peligroso, como poco menos que ridícula. No obstante, la actitud que Spinoza adoptó frente al Estado se ajusta bastante al pensamiento actual de las democracias liberales del mundo occidental. Toda persona tiene el derecho a tener opiniones racistas, sexistas y ofensivas pero no le está permitido llevarlas a la práctica. Agitar al populacho en contra de los que fuman en privado es contrario a la ley.

El Tractatus, publicado finalmente en 1670, apenas sirvió de ayuda a la causa de Spinoza. Basta citar una recensión típica, que afirmaba que el libro «había sido concebido en el infierno por un judío renegado y el diablo, y publicado con el consentimiento de señor Jan de Witt». (Jan de Witt es el estadista holandés oponente de los monárquicos cuya habilidad política había contribuido a proteger Holanda de las intenciones agresivas de Inglaterra y Francia; fue el chivo expiatorio favorito de los reaccionarios para explicar los males de la época).

Eran tiempos turbulentos para Holanda, y ni siquiera Spinoza quedó inmune ante los acontecimientos que se desarrollaban en torno a él, como podemos deducir de las teorías políticas de su Tractatus. En este hay una mezcla de quietismo e idealismo, lo cual no impidió que fuera proscrito cuatro años después de su publicación. Los holandeses se vieron envueltos en 1665 en una guerra contra Inglaterra. A los holandeses les fue mejor que cualquiera desde Guillermo el Conquistador (incluyendo Napoleón y Hitler). En cierta ocasión subieron por el Támesis y el Medway, prendieron fuego a la flota inglesa, destruyeron los astilleros y tomaron el puerto de Sheerness. Los cañones holandeses se podían oír desde Londres, donde provocaron el pánico e indujeron al diarista Samuel Pepys a redactar su testamento. Se pergeñó la paz con la ayuda de Luis XIV, pero, en 1672, los franceses reclamaron para sí los Países Bajos españoles (la actual Bélgica) e invadieron Holanda. En la alarma y los disturbios políticos subsiguientes, Jan de Witt fue atacado por las turbas en La Haya y descuartizado. Spinoza se encendió de ira al conocer lo que había sucedido. Fue inmediatamente a su cuarto y fabricó una pancarta en la que escribió «la barbarie más abyecta». Así describió al populacho que había asesinado a Jan de Witt. Spinoza tenía la intención de marchar por las calles y colgar su pancarta en un muro, en el mismo sitio del asesinato de Jan de Witt. Este acto de temeridad suicida fue afortunadamente evitado al descubrir su casero cuáles eran sus intenciones y encerrarlo en su habitación.

Spinoza estaba viviendo dentro de los límites de la ciudad de La Haya. Su primera residencia en el centro de la ciudad había sido una habitación en 32 Stille Verkade, situada por entonces en la orilla de un canal que hoy está lleno de tierra. Pero el cuarto había resultado ser demasiado caro para Spinoza, y se mudó a otro cuarto en Paviljoengracht, en una casa propiedad del pintor Van der Spijk. Esta casa se conserva hoy en día como museo de Spinoza, y allí es posible visitar la habitación de paredes de madera, con su viejo techo de viguetas y un pequeño espejo al lado de la ventana donde Spinoza pasó la última década de su vida.

Según Colerus, que recogió material para su biografía de gente que había conocido a Spinoza, el filósofo iba siempre meticulosamente vestido a pesar de su pobreza. Pero, según otra fuente, «en lo que respecta a la ropa era muy descuidado y su vestimenta no era mejor que la del ciudadano más pobre». ¿Vagabundo o no? A juzgar por sus retratos, probablemente se vistió de manera indiferente.

Spinoza continuó con sus tareas de pulir cristales y escribir. Comenzó el estudio de una gramática hebrea que nunca terminó, pero sí logró completar un Tratado del arco iris, un tema que parece haber suscitado una curiosa fascinación en los grandes filósofos de la época. Descartes, Spinoza y Leibniz, los tres, escribieron acerca del arco iris, y aunque éste no era un asunto filosófico tradicional y no había, por lo tanto, ninguna necesidad de ser fieles a la tradición filosófica de equivocarse en su tratamiento, los tres se las agenciaron para lograrlo.

Para entonces, las obras de Spinoza circulaban en el ámbito privado y un grupo se reunía en La Haya para discutir sus ideas. Dentro de este grupo estaba un rico estudiante de medicina llamado de Vries. Al saber de Vries que Spinoza estaba enfermo y cercano a la muerte, decidió hacerle una donación de 2.000 florines y asignarle una anualidad de 500 florines, pero Spinoza rehusó aceptar e insistió en que la anualidad fuera reducida a 300 florines. Había desarrollado una cierta paranoia en cuanto a comprometer su independencia intelectual y continuó ganándose la vida puliendo cristales. Para entonces había llegado a ser un pensador respetado en todo Europa (los elogios de las autoridades religiosas hablan por sí mismos) y varias personalidades intelectuales fueron a visitarle en su polvorienta habitación.

El más interesante de todos ellos fue Ehrenfried Walter von Tschirnhaus, el científico alemán que, junto con su ayudante alquimista, descubrió cómo fabricar porcelana y montó la producción en Meissen a principios de siglo XVIII, aunque demasiado tarde para hacer una fortuna (murió en 1708). Otro visitante fue Leibniz, por entonces la única mente filosófica comparable a Spinoza en la Europa continental. Spinoza discutió sus ideas con Leibniz e incluso le mostró una copia de su Ética, así como otros papeles inéditos. Leibniz quedó tan impresionado por el material no publicado que empezó a plagiarlo tan pronto como regresó a Alemania.

En 1673, el conde palatino Carl Ludwig ofreció a Spinoza la cátedra de Filosofía de la Universidad de Heidelberg. El puesto le fue ofrecido a condición de que la filosofía que enseñara no contraviniera las enseñanzas de la Iglesia (lo cual indica cuánto había leído el conde de la filosofía de Spinoza). El filósofo tuvo la sensatez de declinar tan prestigioso nombramiento.

Spinoza continuó escribiéndose con un amplio abanico de intelectuales eminentes. Entre ellos, su viejo amigo Heinrich Oldenburg, a quien había conocido en Rijnsburg. Varios años antes, Oldenburg había sido nombrado primer secretario de la Royal Society de Londres. Nadie parece haber objetado a que este ciudadano holandés continuara en su puesto durante la guerra de Inglaterra con Holanda; ni a nadie pareció extrañarle que continuara escribiéndose con su amigo holandés Spinoza. La guerra hacía que el correo se retrasa un poco pero, por lo demás, no interfirió en la comunicación entre los dos. Sorprendentemente, su intercambio de ideas, que a cualquier censor que se preciara habría parecido ser un código evidente, no indujo a la sospecha de que uno de ellos fuera un espía. Uno tenía que hacer mucho más (o menos) en ese tiempo para llamar la atención, como Spinoza habría de descubrir poco después.

En mayo de 1673, Spinoza recibió una invitación del hombre de Estado francés Condé para visitarle en Utrecht y conversar sobre sus ideas. Utrecht estaba cerca pero bajo ocupación francesa. Spinoza recibió papeles de salvoconducto y se puso en camino para reunirse con este personaje, amigo de Moliere y Racine. Al llegar a Utrecht, Spinoza se encontró con que Condé se había tenido que marchar por asuntos de Estado. Después de quedarse por allí durante unas semanas, Spinoza regresó finalmente a La Haya, donde rápidamente se dispararon rumores que afirmaban que era un espía francés. Las cosas tomaron pronto un cariz peligroso. (Solo había transcurrido un año desde el linchamiento de Jan de Witt). Spinoza pensó que la respuesta a los rumores era muy simple: marcharía por las calles anunciando a la plebe que no era un espía. Por fortuna, su paciente casero consiguió encerrarle otra vez; con el tiempo se olvidó el asunto.

Hasta el día de hoy persiste un elemento de misterio en este episodio. Ha sido sugerido seriamente que Spinoza fue enviado para llevar a cabo negociaciones políticas secretas con Condé en nombre del gobierno holandés, pero esto es inimaginable dadas las circunstancias políticas, muy complejas y delicadas por entonces. Sí es posible que Spinoza, siendo un emisario tan poco probable, hubiera recibido el encargo de emprender el viaje confiándole algún tipo de mensaje secreto. Hacía poco que Spinoza había cumplido los cuarenta. Las largas noches de pensamientos solitarios y el ganarse la vida con su trabajo de pulir lentes empezaban a mellar su débil constitución. Es probable que sus pulmones resultaran afectados por la inhalación constante de polvo de cristal. Empezó a sufrir de tisis, una devastadora enfermedad asociada a la tuberculosis. La figura frágil y consumida de Spinoza comenzó a verse cada vez menos por su barrio hacia el verano de 1676, y cuando llegó invierno se quedó en la cama. Su salud empeoró rápidamente.

Spinoza murió el domingo 21 de febrero de 1677, mientras su casero estaba en la Iglesia. Le atendía en aquel momento un amigo de muchos años, el doctor Meyer. Una curiosa historia cuenta que, al morir Spinoza, el doctor Meyer desapareció con las monedas que había en la mesa y con un cuchillo de mango de plata. Esto es absurdo, aunque puede ser posible. Tan posible como que el cleptomaníaco doctor birlara también los varios centenares de lentes inacabadas que más tarde cayeron en manos del astuto anticuario Cornelius Van Halewijn.

De cualquier modo, la mayoría de la gente tenía la impresión de que Spinoza no dejó mucho al morir. Su avariciosa hermanastra Rebeca pensó que esta vez no valía la pena acudir a los tribunales. Pero estas informaciones coligen con el hecho de que Spinoza dejo una biblioteca de 160 libros cuyo «catálogo se conserva». Una colección semejante podría haberse vendido por una buena suma en aquella época, cuando los libros encuadernados en piel se usaban incluso para leer, además de como decoración. Spinoza dejo también varias obras no publicadas, incluso la obra maestra por que siempre será recordado, la Ética. Estas obras, junto con sus cartas, fueron editadas como Opera posthuma el mismo año que murió, pero fueron publicadas anónimamente puesto que Spinoza dejó dicho que deseaba que ninguna doctrina recibiera su nombre. Según el albacea de su testamento: «En la undécima definición de las pasiones en la Ética, donde explica la naturaleza de la ambición, acusa abiertamente de vanagloria a quienes actúan de esta suerte».

El año siguiente, las autoridades hicieron lo posible por defraudar los últimos deseos de Spinoza atrayendo tanta atención como pudieron hacia su Opera posthuma. La obra de Spinoza fue identificada con su autor y prohibida, sobre la base de que «debilitaba la fe y denigraba la autenticidad de los milagros. Toda su obra fue declarada «profana, atea y blasfema». Nacía el spinozismo. Y para ayudarle en su ventura, el enciclopedista francés Bayle definió unos pocos años más tarde, en su Dictionnaire, el spinozismo como «la hipótesis más monstruosa imaginable, la más absurda». (Una opinión tristemente poco liberal, viniendo de alguien que, debido a sus ideas, había encontrado ventajoso vivir en la tolerante Holanda). La crítica que recibió la obra de Spinoza por parte de gente de alto nivel continuó hasta bien entrado el siglo siguiente, cuando nada menos que Hume la describió como una «hipótesis nefanda».

Indiferente a semejantes críticas ya muerto, como probablemente lo fue en vida, Spinoza yace enterrado en Nieuwekerk (la iglesia nueva) situada en la plaza Dam en el centro de Amsterdam.