Saint-Cloud, agosto de 1589

Los ojos se le estaban cerrando. Por fin. Su Majestad Enrique III de Valois llevaba horas dando vueltas en la cama, enloquecido por el chirriar incesante de los grillos y la caricia untuosa de la almohada. La canícula no le dejaba respirar. Había descorrido las cortinas de la cama y se había desprendido del bonete de noche y de la camisa, pero después de una hora yaciendo inmóvil, con el cuerpo bañado en sudor y envidiando al sirviente que dormía en el suelo, bajo la ventana abierta, había comprendido que no conciliaría el sueño sin ayuda. Había mandado avisar a su médico y éste le había recetado una tisana de hierbas amargas que le había hecho transpirar aún más pero que, finalmente, estaba haciendo efecto.

Lo peor de aquellas insoportables noches de verano eran los fantasmas que a falta de sueño se le colaban en la cama. Los recuerdos de la infancia, la añoranza de la primera juventud y los remordimientos de los últimos años. Los rostros yertos y fríos del duque y del cardenal de Guisa. Sus cuerpos deslavazados tendidos sobre el suelo del castillo de Blois. La excomunión de Roma.

Se agitó sobre las sábanas, sudoroso. No. Él no había pecado. A pesar de lo que hubiera decretado el Papa. Ambos merecían la muerte, duque y cardenal, y él como rey de Francia disponía de autoridad para dispensársela. Le habían humillado, le habían sometido a sus ambiciones y habían conspirado para que su propia capital se sublevase contra él. Aun ahora, con las dos alimañas muertas, París seguía desafiándole detrás de sus murallas. La ejecución de los dos hermanos malditos había sido un acto de justicia.

Los párpados le pesaban más y más. Por dos veces los abrió sobresaltado, inseguro de dónde se encontraba, pero finalmente cayó en un dormir hondo y espeso, y se perdió en un ensueño que le arrancó de aquel dormitorio para llevarle de vuelta al castillo de Blois, a orillas del Loira, donde había pasado el invierno.

Se encontraba asomado a la ventana, en sus aposentos privados. Una luna llena, blanca y brillante como el rostro de un espectro, señoreaba sobre el cielo raso de enero. El aire era cortante y limpio, y no había ni una sola estrella. Los tejados parecían de metal bruñido y las chimeneas y pináculos, dedos azules que apuntaban airados al firmamento.

Era todo muy extraño. Tenía la vaga conciencia de estar dormido, pero en los sueños los objetos nunca eran tan nítidos ni se correspondían de manera tan precisa con la realidad. Se apartó de la ventana y se dirigió a la escalerilla privada que comunicaba sus apartamentos con los de su madre, Catalina de Médici. Allí no había ventanas y no tuvo más remedio que guiarse palpando las paredes con las manos.

Su madre se estaba muriendo. Tras setenta años de constante lucha durante los cuales había visto abandonar este mundo, uno tras otro, a casi todos de los diez hijos a los que había dado la vida, una pleuresía le desgarraba los pulmones. No había podido resistir aquel tiempo tan gélido, y él tenía la sensación de que sólo se agarraba a la vida por pura desesperación, por terror a dejarle solo en el mundo.

Abrió la puerta con precaución y se acercó con pasos quedos al lecho donde yacía aquella mujer tan temida y vilipendiada. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Catalina de Médici ya no era más que una anciana con la tez cerosa y los labios exangües que se iba apagando poco a poco. Un silbido fúnebre se escapaba de sus pulmones. Tenía los ojos cerrados y un brazo fuera de las sábanas oscuras, extendido junto a un pequeño escritorio damasquinado en plata y oro, sobre el que reposaba una carta a medio terminar.

Enrique III inclinó la cabeza para ver a quién iba dirigida y frunció los labios. Iba a romperla en pedazos cuando la voz trabajosa de su madre detuvo su gesto en el aire:

—No la toquéis. Tengo derecho a estar a su lado en el dolor… Eran sus hijos.

Retiró la mano. No por las palabras que acababa de pronunciar su madre, sino por las que se había callado. Por las que habían quedado sobreentendidas, perdidas entre las chirriantes hebras de aire que se escapaban de sus labios con cada respiración.

«Eran sus hijos».

Los dos hombres que él había mandado matar días atrás eran hijos de Anna d’Este, una princesa italiana que había dejado su país poco después que su propia madre, décadas atrás, para casarse en Francia. Era a ella a quien iba dirigida aquella carta de pésame.

Sus hijos. El duque y el cardenal de Guisa. Uno había caído acribillado a cuchilladas. El otro a golpes de alabarda. Luego había mandado que ambos cuerpos fueran descuartizados y sus restos reducidos a ceniza en las chimeneas del castillo para que nadie tuviera la tentación de recuperar los cadáveres ni honrarlos como héroes o mártires.

Clavó una mirada imperiosa en los ojos nublados de su madre y la mantuvo fija hasta que la expresión de reproche de la anciana se replegó, impotente frente al amor inmenso que le profesaba desde el día de su nacimiento. Luego acercó una silla al lecho y la tomó de la mano:

—¿Cómo os encontráis?

La vieja florentina le apretó los dedos con la poca fuerza que le quedaba y sacudió la cabeza. Su voz era apenas un murmullo:

—Desdichado. No sabéis lo que habéis hecho. La muerte de los Guisa será vuestra ruina. Todo está en peligro; vuestro reino, vuestro cuerpo y vuestra alma. —Liberó una mano y le acarició la mejilla, temblorosa. El pecho herido se le agitó en un brusco sollozo—. ¡Mi niño! ¡Mi niño adorado! Y yo no estaré aquí para protegerte…

El rey se revolvió, incómodo por la desmesurada reacción. La enfermedad la hacía desvariar. Pero su congoja le desgarraba por dentro. Le rodeó las manos con las suyas y se las llevó a los labios. Equivocado o no, su amor había sido el único que le había acompañado toda la vida.

De pronto, un brusco ataque de tos sacudió el cuerpo de la anciana, con tanta violencia que parecía que iba a arrancarle el pulmón a pedazos. Él se levantó y gritó que llamaran al médico Cavriana. Su madre le miraba con ojos desesperados, y entre espasmo y espasmo mascullaba algo ininteligible. Tuvo que inclinarse sobre ella para comprender:

—Tenía que haberlo sabido… Tenía que haberlo previsto… Estaba escrito.

Intentó calmarla, en vano. La anciana le apretó la mano con más fuerza. Fijó en él sus pupilas dilatadas y declamó con voz tétrica y solemne unas palabras que no eran suyas:

París conjura una gran muerte cometer, Blois la verá surgir a pleno efecto. El grande de Blois a su amigo matará. El reino dañado y doble duda.

Un pellizco de desasosiego le retorció las tripas con tanto ahínco que sintió que se quedaba sin aliento. Se llevó las manos al estómago, pero el dolor no remitía. ¿Qué le estaba pasando? Bajó la vista y sólo entonces se dio cuenta de que tenía ambas palmas bañadas en sangre. Estaba tan sorprendido que no podía gritar ni pedir socorro, y la mancha roja de su jubón crecía y crecía…

Se sentó en la cama de golpe, desorientado y jadeando, y una bocanada de aire pegajoso se le coló en la garganta. El sol brillaba con fuerza. Châteauvieux, su gentilhombre de cámara, le informó de que eran cerca de las siete y media.

Parpadeó, tomándose su tiempo para recordar dónde se encontraba. Sí. Estaba en el castillo de Saint-Cloud. El pabellón en el que se había instalado se asomaba imperioso sobre el Sena y desde sus ventanas se divisaban los contornos difuminados por el sol de los campanarios y las almenas de su París. Habían llegado hacía dos días a las inmediaciones de la capital y sus tropas y las de su nuevo aliado, su primo Enrique de Navarra, se preparaban para asaltar la ciudad y someterla de nuevo a la obediencia.

Aún tenía el corazón acelerado. En sus treinta y siete años de vida no recordaba un sueño como ése. Hasta que el dolor del vientre le había hecho despertarse, poco había tenido de ilusión. Había vuelto a vivir con toda precisión, paso por paso y palabra por palabra, la última visita que le había hecho a su madre aquel invierno, antes de que la enfermedad la privase del habla y la muerte se la llevase. Lo único distinto había sido el angustioso momento en que las manos se le habían llenado de la sangre de su vientre justo antes de despertar… ¿Qué podía significar?

A pesar del calor, sintió un escalofrío. Era como si desde más allá de la tumba ella siguiera vigilándole, empeñada en seguir guiándole y protegiéndole, igual que había hecho en vida, con un amor tan extremo que había terminado asfixiándole.

Pidió que le trajeran agua para asearse y ropa limpia, y en cuanto su gentilhombre abrió la puerta para dar las órdenes, el joven conde de Auvergne se coló en la habitación. El rey sonrió. La compañía de su sobrino Charles era siempre bienvenida.

El mozo era el bastardo de su hermano mayor, muerto hacía quince años, y Enrique III lo había criado junto a él en la Corte, igual que si fuera un hijo. Aunque con su carita redonda, sus mofletes llenos y sonrientes y esa nariz respingona se parecía mucho más a su madre, la saludable hija de una familia burguesa, que a los frágiles Valois. Acababa de cumplir dieciséis años y aquélla era su primera campaña militar. Seguro que contaba las horas que faltaban para el asalto de París.

Le indicó con un gesto de la mano que se acercara y el adolescente cruzó la estancia en dos zancadas, reprimiéndose a ojos vista para no saltar de impaciencia. Enrique III había accedido a dejarle luchar en la compañía de su favorito, el duque de Épernon, aunque le había pedido a éste que no le quitara el ojo de encima. Su sobrino era joven y fuerte y se sentía invencible. Pero estaba más verde que el trigo de mayo. Exactamente igual que él cuando había dirigido sus primeras campañas, a la misma edad.

Por entonces aún se creía invencible. Había crecido rodeado de alabanzas. Cortesanos, embajadores y sirvientes le habían ensalzado desde niño por encima de sus hermanos. Se había hecho hombre escuchando elogios a su hermosura, su inteligencia, su carácter seductor y su amor por la música y las letras. Y cuando por fin había empuñado las armas, los homenajes no habían hecho sino arreciar. Los corifeos se habían desgañitado cantando su valor y su fuerza, su prudencia digna de un viejo capitán. ¿Cómo habría podido comprender que sus victorias le debían mucho más a las instrucciones de los experimentados generales que le guiaban de la mano que a su mérito personal?

O que un día el amor rendido del pueblo y la nobleza se convertiría en odio y desprecio. Que se vería obligado a huir de su propia capital acosado por tenderos, criados y menestrales. Que los parisinos, azuzados por los ultracatólicos del clan de los Guisa, iban a saltar a las calles acusándole de bujarrón infame, dispuestos a arrancarle del trono.

El pueblo le exigía virtudes viriles, belicosas, recias. Pero su salud era frágil y el único ejercicio que toleraba era la danza. Los torneos, la caza, la equitación y los juegos de pelota le dejaban exhausto durante días, acrecentaban la proporción de bilis negra de su organismo y acentuaban su predisposición melancólica. Poco a poco, su interés por la erudición y las artes se había convertido también en motivo de murmuración. Igual que su casta afición por la compañía de las damas, su empeño en vestir con elegancia y pulcritud o la vehemencia de sus amistades masculinas. Para los autores de los nauseabundos panfletos que habían acabado por volver al pueblo de París contra él, todo eran signos de enfermiza voluptuosidad. De que era un pusilánime, indigno de reinar. El último eslabón de la dinastía de los Valois, débil y corrupto, al que Dios había castigado con la esterilidad.

Él amaba a su mujer, Luisa de Lorena. Se había casado con ella por inclinación. Era dulce, alegre, comprensiva. Pero Dios se negaba a darles hijos. Y mientras Francia se desangraba, desgarrada por las guerras de religión desde hacía casi treinta años, y ni católicos ni hugonotes confiaban en su rey.

Los seguidores de la religión reformada le consideraban un enemigo y seguían a su primo, el rey Enrique de Navarra, quien después de cinco cambios de confesión se había convertido definitivamente en su caudillo. Por su lado, los católicos recelaban de su tibieza en la persecución de los protestantes y la defensa de la fe de Roma, y habían puesto su confianza en el poderoso duque de Guisa. Y su esterilidad envenenaba la situación todavía más.

El rey de Navarra era su pariente más cercano por línea paterna, su heredero legítimo si no tenía hijos, según las leyes de Francia. Pero la mayor parte de la nación no estaba dispuesta a aceptar a un hereje como soberano. Y el clan de los Guisa había comprendido que aquélla era su oportunidad.

Nadie habría podido prever, medio siglo atrás, cuando la familia de los Guisa había empezado a entroncar con las dinastías reales de los Valois y los Estuardo de Escocia, que prosperarían como una mala hierba, ni que sus zarcillos acabarían enroscándose sobre los cabujones de la corona de Francia con tanta firmeza como para arrancársela de la cabeza a su legítimo dueño.

Eran inmensamente ricos, disponían de tropas, tenían fama y poder, presumían de descender del mismísimo Carlomagno; y los católicos los consideraban los salvadores de la fe. París los veneraba. Cuando la primavera anterior la capital se había alzado en armas, erizada de barricadas, el duque de Guisa se había paseado por el centro de la ciudad, desarmado y vestido de blanco inmaculado, recibiendo la ovación y el homenaje del pueblo. Mientras que a él, el legítimo soberano, no le quedaba más remedio que escapar a escondidas.

Se había refugiado en el castillo de Blois, deshonrado y vencido.

Solo.

Hacía años que había perdido a sus mignons. Sus favoritos, hermosos y fieros como dioses del Olimpo. Arrogantes y refinados. Dispuestos a morir y a matar por un elogio de su soberano, un malentendido o un simple capricho. Pero sus vidas habían sido tan breves como las de deslumbrantes estrellas fugaces.

En los últimos tiempos su única fuerza era su gran favorito, el duque de Épernon. Pero la primera condición que habían impuesto los Guisa para pactar y calmar al pueblo de París había sido que le alejara de la Corte. Luego le habían obligado a cederles todo el poder efectivo y le habían convertido en una marioneta; un prisionero.

Hasta que su soberbia los había traicionado. Se habían confiado. Le despreciaban de tal modo que eran incapaces de imaginar que pudiera tener la audacia de enfrentarse a ellos por sí solo. Ni siquiera habían imaginado que ya había determinado, en el secreto de su corazón, que tenían que morir.

La madrugada del 23 de diciembre había convocado al duque de Guisa a sus habitaciones. Una docena de hombres de su leal guardia gascona, los Cuarenta y Cinco, que el duque de Épernon había reclutado para él, le esperaban escondidos, con los aceros en la mano. Le habían acribillado al pie del lecho real, inmisericordes, y luego habían hecho lo mismo con su hermano el cardenal.

Allí había terminado para siempre su insolencia.

Se sacudió sus sombrías meditaciones. Su sobrino reía y charlaba animoso como si llevara horas despierto. Un gentilhombre, ataviado con el uniforme de terciopelo negro, birrete y cadena de oro que vestían quienes estaban a su servicio directo, entró en la estancia con ropas limpias entre las manos, para que pudiera cubrirse mientras desayunaba y le preparaban el agua para el aseo. Todas las prendas eran de color morado. Aún guardaba luto por la muerte de su madre.

El joven Auvergne se las arrebató al recién llegado con un gesto rápido y se las tendió sin parar de hablar sobre los preparativos del asalto. Mientras él permanecía con su pequeña corte castrense en el castillo de Saint-Cloud, a las afueras de París, sus ejércitos y los de su aliado Enrique de Navarra se desplegaban en torno a las murallas de la capital.

—Sire, me gustaría solicitar vuestro permiso para reunirme lo antes posible con monsieur de Épernon. Aunque el asalto no tenga lugar hasta mañana o pasado, estoy seguro de que aprendería mucho del arte militar asistiéndole también mientras dispone las tropas en torno a las murallas.

Enrique III suspiró, resignado. Era una crueldad retener junto a él todo el día a un muchacho de esa edad, ansioso por empezar a darle brillo a su nombre.

—Está bien, conde, marchaos. Id a que os preparen el caballo y las armas.

El adolescente le dio las gracias, entusiasmado con el permiso y el tratamiento. Apenas hacía unos meses que llevaba el título de conde. Lo había heredado de su abuela Catalina, quien siempre había sentido debilidad por él. Se despidió sin demorarse un instante y el monarca terminó de vestirse, pensativo. Le costaba hacerse a la idea de que su madre estaba muerta, después del encuentro tan vívido que había tenido con ella en sueños. Aún estaba espantado de lo real que había sido la ilusión y del dolor auténtico que había sentido en el estómago mientras las manos se le llenaban de sangre.

Apuró el caldo del desayuno. Necesitaba hacer de vientre. Ordenó que le trajeran la silla, todavía taciturno.

«París conjura una gran muerte cometer, Blois la verá surgir a pleno efecto».

Meses después aún recordaba con desagrado las enigmáticas sentencias que había pronunciado su madre antes de morir. Las había reconocido de inmediato. Eran versos de Michel de Nostredame. Su madre conocía las centurias del sabio provenzal de memoria. Incluso les había llevado a él, a sus hermanos y a su primo Enrique de Navarra a su casa de la Provenza a conocerle, cuando eran niños, para que le revelase sus porvenires.

Siempre había sido aficionada a las artes ocultas. Uno de sus tesoros más preciados era un libro de astrología con páginas de bronce dorado en el que las constelaciones estaban representadas mediante círculos móviles. Ella misma era capaz de establecer horóscopos, manipulándolos, y junto a su hôtel particular había hecho construir una columna de cien pies de altura que servía como observatorio astronómico. Cuando viajaba llevaba consigo una cajita de ciprés llena de ídolos antiguos y amuletos misteriosos, y le gustaba rodearse de magos y nigromantes. En una ocasión habían encontrado en las habitaciones de su consejero, el florentino Cosme Ruggieri, una estatuilla de cera con el corazón atravesado con agujas.

Eran esas historias las que habían hecho que su madre inspirase un temor supersticioso entre el pueblo y sus enemigos, inescrutable, tras sus velos de viuda. Había quien la llamaba la Serpiente Negra.

Y Enrique III no se sentía con autoridad para condenarlos. Él mismo, que conocía la dulzura y el amor de que era capaz su madre, había sentido en ocasiones que no eran sólo los lazos del afecto filial los que le ataban a ella, sino una maraña de hilos viscosos de los que las parcas no le permitirían liberarse jamás.

Sabía de sobra que sus enemigos se reían de su misticismo. De sus ayunos, de sus encierros monacales y de los azotes disciplinarios que se propinaba y le dejaban la espalda sangrando. De las noches que pasaba en vela, recitando letanías sobre lechos de paja. Creían que sólo buscaba conmover a Dios para propiciar la concepción de un heredero.

Y en parte tenían razón.

Pero ninguno de ellos podía saber que todo brotaba de otro temor, mucho más inexpresable, un temor vago al que no habría sabido poner nombre, que le producía su propia familia y contra el que sentía la necesidad íntima de exorcizarse. Ni siquiera la muerte de su madre le había liberado de sus fantasmas secretos. Tenía la impresión de que la sangre de los Guisa había conjurado algún tipo de poder maligno que acechaba sus pasos y que si la anciana había regresado en sueños había sido sólo para advertirle.

Sacudió la cabeza. No podía dejar que le invadieran los temores supersticiosos. No estaba dispuesto a volver a ser el monarca débil de los últimos años. Se sentó en la silla, dándole vueltas a la idea de marchar al encuentro de las tropas que el duque de Épernon comandaba en su nombre y encabezar el asalto a París. Así impediría que el rey de Navarra recolectara todos los honores de la victoria. Volvería a ser un príncipe guerrero.

Paladeaba su nueva determinación cuando monsieur de Bellegarde y su procurador general le pidieron permiso para interrumpirle. En la antecámara aguardaba un monje dominico recién llegado de París. Decía que traía cartas de dos prisioneros de la Liga católica.

—Hacedle pasar. Le recibiré ahora mismo. Y traedme también papel y pluma. Quiero escribirle a mi esposa.

Aunque temiera por él, su dulce reina se sentiría orgullosa cuando le contara que había decidido volver a capitanear a los ejércitos de Francia.

Jean-Louis de Nogaret, duque de Épernon, se enderezó sobre el lomo de su montura y clavó la vista en la ciudad que se alzaba tras las murallas buscando los torreones afilados del Louvre. Ahí estaba. Ceñudo y erguido junto al río. Aguardando su regreso. Después de más de un año.

No se había molestado en ponerse armadura. Aunque no eran aún las nueve de la mañana, el sol empezaba a pegar con fuerza y los pocos disparos que llegaban hasta las inmediaciones de su posición se quedaban cortos. Puso el caballo al trote y continuó con la inspección de los arrabales del norte de la ciudad tratando de localizar la mejor ubicación para sus tropas. No había ni un alma a la vista, aparte de los soldados. Quienes tenían a dónde ir se habían marchado ya y el resto permanecían encerrados en sus casas, aterrorizados por la cercanía del ejército.

El ataque estaba previsto para el día siguiente. La culminación de dos meses de victorias continuas sobre la Liga de los ultracatólicos. El rey se había mostrado inseguro de que fuera el momento de arremeter contra París. Pero el bribón de Enrique de Navarra lo había dejado muy claro el día que habían llegado a la vista de las murallas, con su desvergüenza habitual. ¿Qué sentido tenía, cuando uno pretendía a una moza, no atreverse a ponerle la mano en el seno?

Cuando finalmente el monarca había accedido, Épernon había sentido una alegría indisimulada y un estremecimiento. Desde que ordenara la muerte de los Guisa, su rey parecía investido de un valor y una determinación nuevas. Pero ni él ni ninguno de sus consejeros eran conscientes de la terrible osadía que había supuesto acabar con los dos hermanos. Y la vieja Catalina ya no estaba para protegerle.

Acarició las crines de su caballo con un gesto distraído. Catalina de Médici había sido quien le había introducido en el servicio del joven Enrique III hacía casi tres lustros, cuando ambos tenían poco más de veinte años, él no era aún más que el humilde señor de Caumont, y no poseía más que un caudal de orgullo y un corazón lleno de ambición por todo pertrecho.

Habían tardado en acomodarse el uno al otro. El rey recelaba de la recomendación de su madre y a Épernon le había costado hacerse a las peculiaridades del soberano. Enrique III era un hombre refinado hasta el extremo y él estaba todavía por desbastar. Un día se había ganado una regañina por entrar con el jubón desabrochado en sus apartamentos, y no había dudado en marcharse de malos modos, voceando que prefería regresar a su provincia antes que aguantar ni una sola recriminación en público.

Pero su rey, paciente, había mandado a buscarle.

Desgraciadamente, el puntilloso cuidado de la etiqueta y el vestuario no era la única singularidad de Enrique III. Nadie habría levantado una ceja sólo porque se disfrazase de mujer durante las fiestas del carnaval; la mitad de los hombres hacían lo mismo, aunque pocos lograban imitar los ademanes del bello sexo con tanta gracia como el monarca. Tampoco era infrecuente que un cortesano se colgara una perla discreta de la oreja. Pero a ninguno se le había ocurrido nunca prenderse largos pendientes de esmeraldas, ni encargar joyas iguales a las suyas para que las lucieran sus favoritos.

Por las calles de París circulaban incluso unos desvergonzados sonetos en los que el poeta Ronsard se despedía, melancólico, de los coños y antros velludos de las damas de la Corte, relegados al olvido por los culos calvos de los mignons del rey. En palabras del embajador español Bernardino de Mendoza, el gran problema de Su Majestad consistía en que «no disimulaba lo que era».

Durante un tiempo, al empezar a recibir las muestras de predilección del monarca, ostentosas y exageradas, Épernon no había sabido si sentirse triunfante o avergonzado. Pero el rey no había tardado en domesticarle. Y en unos años había colmado todas las ambiciones que pudiera alimentar, no ya un simple cadete de Gascuña, sino un grande de Francia. Nadie podía soñar con acumular más títulos y honores. Le debía todo lo que era.

Guiñó los ojos y escrutó de nuevo el movimiento incesante que se percibía tras las murallas. Al otro lado se preparaba para la defensa un pueblo enardecido. Por el Papa, que había excomulgado a Enrique III tras la ejecución de los Guisa y su pacto con los herejes hugonotes. Por el miedo legítimo a la venganza del soberano, que a buen seguro iba a hacerles pagar caro las humillaciones a las que le habían sometido. Y sobre todo, por Anna d’Este y su hija Catherine, la madre y la hermana del duque y el cardenal asesinados por el rey en Blois.

Sus informadores contaban que la madre, perdido todo pudor, arengaba al pueblo desde los altares. La hija recorría en carroza las calles de la capital, con unas tijeras en la mano, proclamando que pensaba hacerle la tonsura a Enrique III y encerrarlo para siempre en un monasterio antes de que la atrapara y la hiciera arder en la hoguera. Y él habría dado con gusto varias pintas de sangre a cambio de que su capacidad para despertar el fanatismo de los parisinos fuera lo único que hiciera peligrosas a aquellas dos mujeres.

Ellas eran quienes le habían hecho temblar cuando había recibido la noticia de la muerte de los Guisa a manos de su rey. Su reacción inmediata había sido tratar de protegerle. Los Cuarenta y Cinco guardias de los que disponía no eran suficientes, así que había enviado a Blois cien arcabuceros gascones. Luego había corrido a poner a Enrique de Navarra, el reyezuelo de los hugonotes, al tanto de lo sucedido, y proponerle una alianza para afrontar unidos a la Liga católica y recuperar París.

Rió con ganas, contemplando con codicia las torres y las almenas de la capital. Que se desataran todas las furias del infierno y echaran espuma por la boca todos los que le aborrecían. Los que le llamaban Príncipe de Sodoma, brujo, sanguijuela y arpía cortesana. Los que distribuían panfletos ilustrados en los que aparecía con forma de demonio peludo y los que decían que había pagado todos sus títulos y riquezas con el culo. Que rabiaran y que soltaran todas las barbaridades que se les pasaran por la imaginación, porque iban a cerrarles la boca de una vez por todas. Adversis clarius ardet.

Echó un vistazo al otro lado del río, donde se distinguían con claridad los movimientos de los ejércitos aliados del rey de Navarra. Desde que habían firmado la paz, el hereje se mostraba como el súbdito más ferviente de Enrique III. Le llamaba «mi hermano» y «mi señor».

Que hiciera cuantas zalamerías quisiera. A él sólo le importaba que estuviera dispuesto para lanzar el ataque al día siguiente.

Había prisa.

Porque a Enrique de Navarra no le quedaban muchos días de vida. Estaba escrito en los astros. Y sin el penacho blanco de su rey guiándoles al corazón de la batalla, los herejes perderían la mitad de su valor. Había que ganar la guerra ahora.

De pronto, un ruido de cascos de caballo al galope le obligó a apartar la vista de la ciudad. El jinete venía por el camino de Saint-Cloud y llegaba gritando que traía un mensaje urgente para monsieur de Épernon. Un frío funesto le paralizó el corazón:

—¡El rey está herido! ¡Un monje de París le ha clavado un cuchillo en el vientre!

La noticia le llegó a Enrique de Navarra una hora antes del mediodía, cuando regresaba a su tienda de campaña después de inspeccionar las líneas. Su avanzadilla estaba instalada en pleno Pré aux Clercs, en las puertas mismas de la ciudad, y la moral de los hombres estaba tan alta que ni siquiera se molestaban en responder a los disparos de los parisinos con más que carcajadas.

El sol de agosto empezaba a achicharrarle el pellejo dentro del peto de la armadura. Hacía rato que sólo pensaba en arrancárselo y mojarse el gañote con un buen trago de vino antes de reunirse con sus oficiales para preparar el asalto, cuando un caballo irrumpió al galope en el campamento y el jinete saltó al suelo. Sin tiempo para respirar, le habló al oído.

El navarro no lo dudó ni un momento. Pidió un caballo a voces y, acompañado de dos docenas de fieles, puso rumbo al castillo de Saint-Cloud a galope tendido. Las dos frases del mensajero habían sido breves y urgentes: «Han herido al rey de una cuchillada en el vientre. Os pide que acudáis junto a él».

Ni una palabra más. La emoción y la incertidumbre apenas le dejaban pensar. Ni siquiera llegaba a distinguir qué sentía ni qué deseaba. No estaba preparado para algo así.

En invierno, nada más recibir la noticia de la muerte de los Guisa, había comprendido que su momento había llegado. Si alguna virtud le había dado Dios era la perspicacia para distinguir la ocasión a la mínima señal. Así que, después de años de guerras contra las tropas del rey, había proclamado en voz muy alta que la hora de la paz y la reconciliación había llegado. Francia tenía que dejar de sangrar.

Al reencontrarse con su primo Enrique III había llorado de alegría. Habían pasado juntos parte de la infancia y de la adolescencia. Pero la guerra, la religión, el odio partisano y los amigos y parientes asesinados les habían mantenido separados durante trece largos años. Ahora, por fin, les unía un propósito común: acabar con la Liga de los ultracatólicos, desmoralizados y perdidos tras la muerte de los Guisa.

Se habían arrojado el uno a los brazos del otro, emocionados, y en primavera sus tropas, unidas, habían atravesado Francia encadenando una victoria tras otra, derribando las plazas fuertes de la Liga como meros castillos de naipes. La autoridad moral del rey de Francia y la energía del rey de Navarra, hermanadas, despertaban el entusiasmo del pueblo. Sólo dos meses habían tardado en llegar a las puertas de París.

Y ahora, de repente, todo corría el riesgo de derrumbarse.

Llegó tan rápido como pudo a Saint-Cloud y ascendió los escalones que conducían a los apartamentos del soberano de tres en tres. Un guardia escocés le salió al paso. La herida del rey no era grave, le informó, pero estaba celebrándose una misa junto a su lecho.

Enrique de Navarra y sus compañeros decidieron aguardar, para no verse mezclados en una ceremonia católica, mientras el soldado les ponía al tanto de lo ocurrido.

A primera hora de la mañana un monje dominico llegado de París había solicitado hablar a solas con el rey fingiendo que le traía cartas de dos prisioneros de la Liga católica. Se había presentado con el nombre de Jacques Clément y, tras entregarle dos mensajes falsos, le había pedido hablarle en secreto. El rey había hecho que su procurador y monsieur de Bellegarde se apartaran y, en cuanto se había acercado a él, el fraile había sacado un cuchillo del hábito y le había apuñalado en el vientre. No había intentado huir, sino que se había quedado inmóvil, con los brazos en cruz, orgulloso de su acción. Los guardias le habían dado muerte de inmediato. En cuanto al estado de Su Majestad, los cirujanos opinaban que la herida era benigna.

El navarro escuchaba sin interrumpirle, inseguro de si la ligereza que sentía en el pecho era hija de la trepidación o del alivio. En cuanto las puertas de la cámara real se abrieron, pidió que le anunciaran.

Enrique III yacía sobre el lecho, pálido y con los ojos entrecerrados. A sus pies se encontraban el joven conde de Auvergne y media docena de favoritos. Entre ellos, agarrado a uno de los postes de los pies de la cama, con el ceño sombrío y la mirada turbia, estaba el duque de Épernon, que alzó la vista al oír sus pasos y se le quedó observando fijamente con tal expresión de odio que por un momento el navarro temió que fuera a acusarle de haber armado él al monje.

No acababa de fiarse de él. Aunque hubiera luchado a su lado los últimos meses. A su lado, pero no a sus órdenes. Eso se lo había dejado claro desde el primer día, celoso de que pudiera desplazarle en el favor del soberano.

Pero el de Épernon no era el único rostro turbado. Los allí reunidos estaban todos tan inquietos como si la tierra estuviera temblando bajo sus pies. O como si no creyeran que la herida de Enrique III fuera tan benigna como los cirujanos afirmaban.

Se arrodilló junto al rey y le besó las manos. Éste sonrió, disimulando el dolor:

—Hermano mío, ya veis lo que han hecho conmigo nuestros enemigos.

Hacía mucho calor en aquella estancia cerrada y en la frente del monarca se habían formado gruesas gotas de sudor. Sus manos, sin embargo, estaban frías. Enrique de Navarra murmuró unas palabras de consuelo. Le recordó el diagnóstico de los físicos y le aseguró que sobreviviría.

Quería creerlo de verdad. Le necesitaba a su lado por más tiempo. Los católicos moderados, que se habían unido a sus fuerzas combinadas, no le seguirían a él solo. Si quería que los franceses llegaran a aceptarle en el trono un día, era imprescindible que el pueblo les viera luchar hombro con hombro, que les viera vencer juntos.

Pero su primo negó con la cabeza:

—Ha llegado el momento de que recojáis mi herencia. La justicia quiere que me sucedáis en este reino. Pero tendréis muchas dificultades si no os resolvéis a cambiar de religión. Os exhorto a ello, por la salvación de vuestra alma y por el bien que os deseo. —Alzó la voz y pidió a todos los presentes que se acercaran al lecho. Épernon obedeció el último, torvo—. Os ruego, como amigos míos que sois, y os ordeno, como vuestro rey, que reconozcáis tras mi muerte a mi hermano, aquí presente… y que para satisfacerme y para cumplir con vuestro deber le prestéis el juramento en mi presencia.

Un escalofrío súbito recorrió el cuerpo del monarca y Charles de Auvergne alzó la vista, perdido, buscando al duque de Épernon. El bochorno de aquella noche de agosto estaba a punto de hacerles sofocar a todos y el adolescente llevaba más de una hora abrazado a los pies de su tío y soberano para proporcionarle calor.

Épernon le tranquilizó con un gesto de cabeza y se dirigió a los guardias:

—Avivad el fuego y traed otra manta.

Sólo quedaba una ventana abierta. A través de los postigos de madera un rayo de luna pálida trazaba un camino ceniciento sobre el suelo. El duque se acercó y la cerró también. Era lo poco que podía hacer ya por su rey. A primera hora de la tarde, su estado había empeorado súbitamente y los dolores se habían vuelto atroces. El final estaba cerca.

Regresó junto a la cama para abrigarle él mismo. Enrique III tenía el rostro más enjuto que nunca y las mejillas cubiertas de una áspera sombra negra. Hacía un rato que había perdido los sentidos de la vista y el oído, justo después de recibir la extremaunción, pero aún podía sentir la presencia de quienes le acompañaban en su última hora.

Al menos, los físicos le habían dejado por fin tranquilo. Un poco antes de la medianoche el duque había estado a punto de retorcerle el cuello a maese Hortoman, el médico personal de Enrique de Navarra. El maldito hereje había partido a pasar revista a las tropas y les había enviado a su matasanos, que no había tenido mejor idea que ordenar que administraran al rey un enema que casi de inmediato había vuelto a brotar por la herida de su vientre.

Le acarició la cabeza como a un niño, tratando de reprimir el llanto. El monarca llevaba el pelo cortado al ras del cráneo desde que la cabellera empezara a clarearle, hacía ya años. Siempre había sido meticuloso con la pulcritud de su apariencia. Y le había enseñado a serlo a él también. Que tuviera que morir sudando como un puerco y arrojando líquido por todos los orificios era una mofa cruel. Le besó la mano con devoción y las lágrimas le emborronaron los ojos.

En cuanto había visto al jinete de Saint-Cloud irrumpir entre sus tropas aquella mañana, había comprendido. Antes incluso de arrear como un loco a su montura y atravesar a galope tendido las líneas de soldados de vuelta al castillo. Ni siquiera el primer pronóstico de los médicos le había hecho dudar. Su rey iba a morir. No tenía ninguna duda.

Quien había armado de acero y fanatismo al monje de París no erraba nunca y no conocía la misericordia.

No se había separado de aquel lecho de muerte más que lo imprescindible para salir a aliviarse y a beber algo de vino con el que reponer fuerzas. Los demás entraban y salían, cariacontecidos y temerosos unos, rabiosos los demás, por haberse visto obligados a prestar juramento al hereje aquella mañana. Él también había jurado. Por no contrariar a su rey ni causarle dolor en sus últimos momentos. Pero que el diablo se lo llevase si pensaba agachar la cabeza como un cordero en el degolladero.

Las oraciones de los dos monjes arrodillados a los pies de la cama se habían adueñado del silencio de la estancia, porfiadas, como si tuvieran en verdad algún poder para librarles a todos del infierno. La noche avanzaba indiferente y la agonía de su señor parecía no tener fin. Sus labios balbuceaban incoherentes y en un momento dado le vio alzar una mano para persignarse por última vez.

Los dedos pálidos del monarca se alzaron hasta su frente, se deslizaron sobre sus ojos ciegos, descendieron sobre el pecho y allí se detuvieron, para siempre, sin llegar a trazar el listón transversal de la cruz. Uno de los frailes le cerró los párpados.

El duque se incorporó y se apartó de la cama, tambaleándose, luchando por encontrar un ápice de resignación en su espíritu. Pero la mano se le iba una y otra vez hacia el costado izquierdo. Tenía tantos enemigos que había adoptado la precaución de llevar siempre consigo una daga de hoja muy fina, afilada como la de un verduguillo y con la empuñadura breve y delgada, perfecta para camuflarla entre las ropas.

La rabia le ahogaba. Le habían engañado. Le habían tenido embaucado todos aquellos meses, asegurándole que era la sangre del otro la que buscaban y su señor estaba a salvo, para que se mantuviera manso. Pero le habían mentido. Al final le habían hecho pagar la muerte de los dos Guisa. La vieja Catalina había temblado con razón por la vida de su hijo. Ella sí había visto lo que iba a suceder.

Introdujo la mano en el ajustado jubón y agarró el pomo de la daga con toda la fiereza de la desesperación. De un movimiento brusco, la extrajo de entre sus ropas y dejó caer el brazo con fuerza. La hoja se quedó clavada en el batiente de madera de la ventana, vibrando.

Él se quedó contemplándola unos instantes, luego, se derrumbó sobre la pared y escondió la cabeza entre los brazos, sollozando de impotencia.

El ataúd esperaba en el patio del castillo sobre un coche tendido de telas moradas y tirado por ocho caballos con gualdrapas del mismo color. Bajo el cielo anubarrado, veinticinco gentilhombres aguardaban para escoltar el cuerpo de Su Majestad Enrique III hasta Compiègne y enterrarlo en la abadía que había fundado su antepasado Carlos el Calvo hacía seis siglos, en espera de que el fin de la guerra permitiera conducir sus restos al panteón real de Saint-Denis, al norte de París. Tres mil soldados abandonaban Saint-Cloud junto al cadáver y al duque de Épernon.

El joven conde de Auvergne observó a Enrique de Navarra terminar de abotonarse la ropilla violeta. Nunca se había imaginado que pudiera haber un monarca tan desguarnecido. Ni siquiera disponía de ropa con la que vestir de luto y había tenido que apropiarse de la del difunto y hacérsela ajustar al cuerpo.

El navarro tenía planeado acompañar al cortejo sólo unas pocas leguas y luego decidiría junto a sus consejeros hacia dónde dirigirse. Lo importante era alejarse de París. Con su menguada fortuna no podía sostener a las tropas reales, y los parisinos, que no lo ignoraban, podían organizar una salida contra ellos en cualquier momento.

Al muchacho aún le costaba pensar en aquel hombre como en el nuevo rey de Francia. Pero había decidido unir su destino al suyo. Su tío le había pedido antes de morir que le fuera leal y le mirara como un nuevo padre, y él pensaba cumplir su juramento. Y quizá fuera un iluso, pero guardaba esperanzas de que quien había sido el servidor más fiel de Enrique III cumpliera el suyo.

Abandonó la habitación discretamente y cruzó varias salas hasta llegar a la estancia en la que el rey había entregado el alma hacía tres días. Empujó los batientes de la puerta, tan silenciosamente como pudo. De espaldas a él, junto a la ventana, un hombre delgado, vestido de impecable terciopelo morado, contemplaba los preparativos de la partida del cortejo fúnebre.

—¿Monsieur?

El duque de Épernon giró la cabeza con la rapidez de un ave de presa:

—¿Qué hacéis aquí?

El adolescente tragó saliva. El duque estaba intratable desde la muerte del rey. Se había encargado personalmente de enterrar el corazón del difunto en la iglesia de Saint-Cloud, en un rincón discreto y sin ninguna señal, para que sus enemigos no pudieran vandalizarlo, pero, aparte de eso, había hecho poco más que deambular por las salas del castillo, sin hablar con nadie. Ni siquiera había participado en los acalorados debates de los demás nobles.

Apenas había recibido la noticia de la muerte del rey, Enrique de Navarra se había presentado en Saint-Cloud rodeado de leales. La Guardia Escocesa le había recibido de rodillas y los hugonotes que le acompañaban ostentaban una actitud altiva, conscientes de que escoltaban al nuevo soberano. Pero Charles d’Auvergne se había fijado en que por debajo de sus jubones asomaban coletos de cuero y cotas de malla.

No era una prevención vana. Los católicos ya estaban arrepentidos del juramento que habían realizado el día anterior. Los despojos del monarca difunto yacían aún sobre el lecho. El murmullo incesante de las oraciones de los monjes llenaba la estancia. Y los fieles de Enrique III arrojaban sus sombreros al suelo, jurando que preferían morir de mil muertes antes que prestar obediencia al hereje. La rabia de Épernon había ido más allá de la insolencia. Cuando el rey de Navarra le había puesto la mano en el hombro, para consolarle, se la había sacudido y había mascullado entre dientes:

—Tendríais que estar vos en su lugar.

Charles d’Auvergne se había quedado sin aliento. Pero, a Dios gracias, nadie más que él, que estaba a su lado, lo había oído, y el navarro había tenido la sensatez de tomárselo como un arrebato provocado por el dolor.

Poco a poco la tormenta de descontento que azotaba las filas de los hombres de Enrique III había empezado a amainar.

Unos pocos, como Hercule de Rohan, un grandullón sin dobleces, joven y alegre, habían decidido apoyar al navarro sin ambages. El resto había acabado por ceder después de dos días de negociaciones y regateos. Enrique de Navarra había prometido instruirse en la religión de Roma, y los católicos habían dejado ver sus cartas, exigiendo honores y solicitudes particulares a cambio de no provocar un estallido feudal. Uno tras otro, príncipes, duques y mariscales habían ido firmando la Declaración por la que reconocían a Enrique de Navarra como nuevo rey de Francia.

Todos menos uno.

El duque de Épernon había puesto un pretexto fútil, una cuestión de preeminencia que nadie había terminado de creerse, y se había negado a añadir su nombre al del resto.

Charles de Auvergne no lo comprendía. Sabía que Enrique de Navarra y el duque no se apreciaban demasiado, que en los últimos meses sólo habían sido aliados de conveniencia. Pero, aun así, el día anterior había visto al nuevo rey tragarse el orgullo y acercarse a Épernon para preguntarle por qué no había firmado y rogarle que se quedara a su lado. Juntos, le había dicho, destruirían a la Liga ultracatólica y vengarían al monarca asesinado.

Épernon le había mirado como si ni siquiera entendiera de qué le estaba hablando, y le había reiterado su intención de marcharse de Saint-Cloud al día siguiente y llevarse consigo el cuerpo de Enrique III.

Ahora mismo le contemplaba a él de un modo muy parecido. El brío habitual de su mirada se había apagado y tenía las mejillas descoloridas:

—¿No vais a decirme qué queréis?

El muchacho enderezó el torso:

—Monsieur, sabéis que mi afecto por el rey era sincero. Era como un padre para mí. Y yo sé que vuestra devoción era igual de auténtica. —El duque parpadeó, sin decir nada, y el adolescente se animó a seguir—: ¿Por qué no queréis uniros a nosotros para vengar su muerte? El rey de Navarra ha prometido instruirse en el catolicismo. Si vos le abandonáis, otros os seguirán y su ejército se debilitará todavía más. Él solo no puede nada contra la Liga, pero juntos aún podríais tomar París y…

Épernon alzó una mano para interrumpirle. Tardó en hablar y Charles d’Auvergne temió que sólo estuviera cogiendo fuerzas para expulsarle a voces de la estancia pero, en vez de eso, esbozó una sonrisa desengañada:

—¿De veras creéis que el rey de Navarra tiene intención de convertirse? ¿Y perder el apoyo de los hugonotes? Ese rústico es más listo que todos los grandes de Francia juntos. Y no tiene interés por vengar a nadie. Vendería a su hermana sin pestañear a cambio de que los parisinos le reconocieran como rey.

—Pero ¡monsieur! ¡Dicen que el prior del convento de dominicos al que pertenecía el asesino ha celebrado la muerte del rey desde el púlpito! ¡Que fueron los jefes de la Liga quienes azuzaron al monje y trastornaron su conciencia! ¡Que la hermana y la madre de los Guisa animan a los parisinos a festejar el crimen! —A medida que hablaba, su indignación crecía y su voz insegura de adolescente iba alzando el tono. Los ojos se le humedecieron—. ¡No puedo creerme que prefiráis recluiros en vuestra provincia a llorar! ¡Se lo jurasteis al rey antes de que muriera!

Habría seguido clamando pero no tuvo ocasión. Épernon se abalanzó sobre él, sujetándole por el cuello de la camisa. Su rostro, a un par de dedos del suyo, seguía pálido, pero sus ojos oscuros quemaban. Era alto y mucho más fuerte que él. Tuvo que agarrarse a uno de los postes de la cama para mantenerse erguido y levantó una mano para defenderse.

Pero con la misma rapidez con que se había echado sobre él, Épernon aflojó la presa. Parecía arrepentido de su violento impulso. Relajó la mandíbula y le plantó las dos manos sobre los hombros:

—Reconocí ante mi rey que el navarro era el heredero legítimo de la corona y lo mantengo. —Hablaba con voz sorda, concienzuda—. Pero Enrique III le exhortó también a que se convirtiera. Mientras siga una religión diferente a la mía, mi conciencia me impide permanecer a su lado.

Había terminado en un tono solemne y rígido que al joven Auvergne, incluso cegado por la indignación y la pena, le sonó a falso. Había algo más. Algo que el duque se callaba.

Iba a replicar, testarudo, cuando un clamor de salves, acompañado de un ruido de armas, ascendió desde el patio. Enrique IV, rey de Francia y de Navarra por derecho de sangre y por la voluntad de su nobleza, acababa de salir del castillo para permitir que las tropas mostraran también su acuerdo por aclamación.

—Vamos, jeune homme —le conminó el duque, girándose hacia la puerta—. No podéis hacer esperar a vuestro rey. Y a mí me aguarda un largo viaje.