París, mayo de 1610

El silencio, denso y profundo, lo envolvía todo como un sudario. Las vidrieras negras que sellaban las ventanas de ojiva hacían imposible adivinar la hora del día y el aire estaba tan inmóvil que hasta las llamas de los cirios parecían moldeadas en cera.

Él siguió avanzando. El frío de las losas grises de la iglesia atravesaba la gastada suela de cuero de sus abarcas de labriego. Diez pasos le separaban apenas del altar.

La figura alta y oscura que aguardaba sobre los escalones, de espaldas a él, se dio la vuelta. Aun así no pudo ver su rostro. La capucha del espeso manto con el que se cubría no dejaba adivinar sus rasgos. Era casi como si la tela estuviera hueca y se sostuviera en pie mediante algún tipo de sortilegio.

Entonces la sombra empezó a hablar. Su voz tenía una sonoridad metálica y un timbre femenino y vagamente familiar:

—Por fin. El campesino ha llegado a su destino.

No podía ver sus ojos. ¿Por qué sentía entonces las pupilas de aquel ser clavadas en las suyas con la fiereza de dos colmillos? Un dolor afilado le atravesó el costado izquierdo, a la altura del pulmón.

La figura encapuchada siguió hablando, con el mismo tono indiferente:

—Será entre el 13 y el 14 de mayo. Cuatro horas después del mediodía. Un gran príncipe, que estuvo prisionero en su juventud, perecerá bajo el puñal de un asesino.

La voz no parecía la misma de antes. Su sonoridad mayestática se había quebrado. De repente tenía la impresión de encontrarse ante una mujer mucho más joven, casi una niña. Levantó la vista e inmediatamente dio un paso atrás, lleno de horror.

La silueta que se alzaba frente a él ya no parecía informe, pero tampoco era la de la adolescente que había imaginado. Envuelta en el mismo manto negro, lo que tenía frente a él era la figura encorvada de una anciana decrépita.

Parpadeó, aterrado, y cuando volvió a abrir los ojos dejó escapar un jadeo. La misteriosa silueta negra no tenía ya nada ni de niña ni de anciana. Era apenas una forma sólida que permanecía ante el altar observándole en silencio, con la majestuosidad intemporal de una estatua clásica.

El dolor en el costado era cada vez más intenso. Apenas podía respirar. Las rodillas no le sostenían. La vista se le nubló.

Pero tenía que resistir. Un instante más. Tenía que saber. Tenía que ver el rostro que ocultaba aquella imagen inaprensible. Sintió algo frío que resbalaba entre sus pies. Una culebra, tan gruesa como su brazo, se enredaba entre sus tobillos desnudos.

Intentó apartarse, asqueado, pero el suelo crujió y una grieta profunda y rápida partió en dos la losa de piedra sobre la que se posaban sus abarcas. Levantó la vista, desesperado. En ese momento la silueta encapuchada alzó muy lentamente las manos y asió la tela que cubría su cabeza para descubrirse…

Se incorporó de un salto y con un gesto brusco descorrió las cortinas del lecho, sofocado. Corrió hasta la ventana y abrió la boca con desesperación para atrapar algo de aire fresco.

Aún no había amanecido. El patio del palacio estaba vacío. Las ventanas oscuras y el silencio pesado de la noche le hicieron vacilar. Ni siquiera se escuchaban los pasos de la guardia. ¿Era aquél el mundo real o seguía atrapado en otro de los turbadores sueños que no le habían dejado descansar en toda la noche?

Ventre saint gris, esto es ridículo.

Inspiró hondo, enderezó la espalda y, con un paso casi marcial, regresó a la cama. Su Majestad Muy Cristiana Enrique IV, Rey de Francia y de Navarra por la Gracia de Dios, aún no había cumplido los cincuenta y siete años. Sin embargo, su cuerpo castigado por las guerras y los excesos amorosos parecía desde hacía tiempo el de un anciano. Y ahora, esos viejos huesos que habían sobrevivido a veinticinco años de contiendas civiles temblaban como los de un adolescente horas antes de su primer combate. Por culpa de una miserable pesadilla.

«Campesino», le había llamado la figura encapuchada.

Sólo una mujer, hacía ya muchos años, acostumbraba a llamarle así a la cara. El campesino, el pariente lejano criado en las montañas, el navarro rústico. Eso había sido él durante su primera juventud para la vieja reina Catalina que, investida de toda la gloria de la estirpe de los Valois, regía por entonces la nación como una viuda negra agazapada en su tela de araña.

Treinta años había ejercido su influencia aquella mujer sobre los destinos de Francia a través de sus siete vástagos. Hasta que el tronco de la dinastía se había secado. Sus hijos habían muerto, uno tras otro, sin descendencia. Y al final, sólo había quedado él, Enrique de Navarra, el primo remoto, el hereje.

Pero de eso habían pasado ya demasiados años para venir ahora a atormentarle en sueños. Sintió de nuevo una opresión en el pecho. Aquellas pesadillas repetidas e indescifrables le provocaban más inquietud que los ejércitos enemigos que le aguardaban al otro lado de la frontera. Cinco días. Sólo le faltaban cinco días para marchar hacia Châlons y ponerse al frente de sus tropas. Para salir de París. Eran la incertidumbre y la espera en la ciudad las que le estaban consumiendo.

Las campanas de la iglesia de Saint-Thomas dieron las cinco. En el exterior se escucharon unas voces y un sonido metálico y gastado. Los hombres de guardia abrían las puertas del Louvre, como todas las mañanas. Los sirvientes que habían pasado la noche en sus casas cruzaban el patio con pasos dormidos, y las voces gruñonas y los alegres saludos trepaban por las fachadas. El aspecto de fantasmagoría de aquel recinto encerrado entre muros grises empezaba a disiparse.

«Será entre el 13 y el 14», había dicho la sombra de su sueño. Ahora recordaba dónde había escuchado antes esas palabras. Hacía unos meses, en la residencia que el acaudalado negociante florentino Zamet poseía a los pies de la Bastilla; una casa confortable y acogedora que el avispado financiero ponía a su disposición cada vez que sentía la necesidad de escapar del ambiente cargado del Louvre.

Aquel día había ido allí a jugar a los dados. A pesar de su reputación de tacaño, Enrique IV era un apasionado jugador y gustaba de apostar fuerte. Rondando la mesa había pasado la tarde un personaje peculiar que no apartaba la mirada de la suya. Un hombre barbudo, con una toga negra de médico y rostro enjuto, llamado Thomassin, de quien se decía que veía al diablo y dominaba el arte de la astrología. El monarca le había gastado un par de bromas de mal gusto. No le agradaban los pájaros de mal agüero.

Pero el astrólogo no se había azarado. Había seguido observándolo fijamente mientras la partida seguía su curso y sólo al verle ponerse en pie para marcharse se había acercado y, sin mayor ceremonia, le había dejado oír por primera vez una voz cascada y remota:

—Será entre el 13 y el 14 de mayo. Cuatro horas después del mediodía, un gran príncipe, que estuvo prisionero en su juventud, perecerá bajo el puñal de un asesino.

Él se había reído en sus barbas. Había echado la cabeza hacia atrás y había dejado retumbar sus sonoras carcajadas por toda la sala, tratando de encubrir con hilaridad la sensación extraña que tenía en las entrañas, como si dos dedos de uñas afiladas le pinzaran las cuerdas del corazón. El astrólogo no se había inmutado. Sin despegar sus ojos de los suyos se había limitado a añadir: «Guardaos de la primera gran magnificencia a la que asistáis».

No. Aquello no podía ser. Sacudió la cabeza y saltó de la cama, enrabietado con su propio miedo. Apenas se reconocía a sí mismo. Enrique de Navarra, el monarca escéptico que se reía de las supersticiones. El hombre que había cambiado seis veces de religión, siempre a favor de donde soplara el viento. El guerrero que había sobrevivido a conspiraciones de poderosos señores feudales, a conjuras de antiguas amantes y a una veintena de intentos de asesinato. Amedrentado por un mal sueño.

Se dirigió a su gabinete privado, tomó papel y pluma, y se sentó a escribir: «Mi alma bien amada, acabo de despertarme…». Se interrumpió, indeciso entre la necesidad de confesarse y una coquetería de viejo galanteador que le aconsejaba ocultar sus debilidades ante la mujer amada. Por nada del mundo quería arriesgarse a aparecer como un viejo timorato ante la belleza de quince años a la que iba destinada aquella carta, aunque hiciera tiempo que la pasión extravagante de la que era presa le hubiera convertido en el hazmerreír disimulado de la Corte.

La había conocido el año anterior, cuando el invierno daba sus últimos coletazos. El tiempo gélido y las tormentas de nieve le habían impedido salir a cazar en varios días y, aburrido, había decidido colarse en los ensayos del ballet que estaba organizando su esposa la reina. El plato fuerte de la función consistía en un cuadro formado por doce damitas disfrazadas de ninfas, y los entendidos en belleza femenina aseguraban que la mera visión de Angélique Paulet, hija de uno de los secretarios de la Corte, con su cabellera dorada esparcida sobre los hombros, justificaba el espectáculo.

Enrique se había acercado al grupo de ninfas adolescentes entre chanzas. Su instinto de viejo cazador le decía que debía mostrarse inofensivo si no quería asustar a una pieza tan joven. Las doncellas habían respondido con inocencia a sus bromas de viejo verde. Todas, menos Angélique. La hija del secretario real tenía un ingenio picante y rápido, y sus atrevidas contestaciones habrían alterado al hombre más templado. Se relamía ya interiormente, anticipando su victoria, cuando había escuchado una risa infantil, como un sonido de cascabeles.

La hija menor del condestable de Montmorency, una niña llamada Charlotte que aún no había cumplido los quince años, blandía un venablo labrado y le apuntaba al corazón con una flecha de madera dorada. Apenas poseía formas de mujer. Tenía los cabellos rubios, los labios fruncidos en un gesto de concentración y los ojos más grandes del mundo.

En ese momento había empezado su locura.

Para calmar sus ardores, había convertido a la atrevida Angélique en su amante de inmediato. Mientras, su mente trazaba todo tipo de estratagemas para conquistar a la otra.

La dulce Charlotte estaba prometida a François de Bassompierre, uno de los hombres de su círculo más cercano. Así que le había hecho llamar y le había expuesto sin vergüenza el dilema: no quería convertir en cornudo a un amigo, así que le pedía, sin más, que se retirara del juego. Y el futuro marido, hábil cortesano, había renunciado al compromiso. Acto seguido, Enrique le había ofrecido la mano de la adolescente a su propio sobrino, el príncipe de Condé, un jovenzuelo tímido y huraño a quien era sabido que no le gustaban las mujeres, convencido de que éste le dejaría el campo libre sin problemas.

El príncipe había aceptado sin remilgos las cien mil libras de renta que le ofrecía su tío y soberano, así como sus suntuosos regalos de boda. Pero luego, bujarrón o no, se había negado a convertirse en un marido complaciente a los ojos de toda la Corte y se había refugiado en sus tierras con su joven esposa.

Durante meses, el monarca la había perseguido sin descanso. En París, a través de los bosques de Fontainebleau y por tierras de Borgoña, despertando la hilaridad a sus espaldas. Disfrazado de campesino, de lacayo, e incluso ataviado con unas patibularias barbas postizas. En una ocasión había conseguido que su Dulcinea se asomara al balcón, en camisa de noche y con los cabellos desatados. Hasta que el marido, harto del esperpéntico acoso real, había hecho el equipaje y se había instalado con su esposa adolescente en la ciudad de Bruselas.

Una de las capitales del Imperio español.

Una ciudad que pertenecía al enemigo, contra el cual estaba a punto de alzarse en armas el ejército francés.

Para apoyar a sus aliados alemanes, sin duda alguna. Pero también para recuperar a Charlotte.

Depositó la pluma sobre la mesa y se frotó los ojos. Sabía lo que en aquel momento se murmuraba en las calles. No le había resultado fácil ganarse el afecto de los parisinos. A pesar de sus modos cercanos y de su capaz gobierno, su pasado hugonote aún despertaba recelos en aquella ciudad orgullosa de su catolicismo. Y, por encima de todo, el buen pueblo de París no quería otra guerra. Menos aún una guerra provocada por los caprichos de viejo verde de su rey.

Se puso en pie con un suspiro. Al menos había terminado de alzarse el día. Aquélla era la hora a la que solía recibir a sus gentilhombres de confianza, mientras desayunaba un caldo de buey y un pedazo de pan.

Al frente del grupo, aquella mañana, se encontraba su hijo César.

Su Majestad Enrique IV se había casado dos veces. Su primer matrimonio, con una de las hijas de la vieja reina Catalina, había sido largo y estéril. Había durado veintisiete años y su esposa había sido incapaz de concebir herederos. Así que tras la anulación papal, hacía ya una década, había vuelto a contraer nupcias.

Y de la fecundidad de su esposa María, una italiana rolliza y feraz, hija del Gran Duque de Toscana, no tenía ninguna queja. La florentina le había dado ya seis hijos. El mayor, Luis, aún no había cumplido los nueve años. Era un niño serio y tímido que adoraba a su progenitor, y ya sabía sostenerse a caballo con la suficiente destreza como para seguirle cuando salía de caza. Las niñas eran encantadoras y el más pequeño de los varones, Gastón, que apenas contaba dos años, tenía embelesado a todo el mundo con su simpatía y su cabellera de rizos negros. Él, por su parte, era un padre cariñoso y cercano, al que no era raro ver gatear entre los críos o cargándolos a sus espaldas.

Pero su ternura no se limitaba a sus descendientes legítimos. De la docena de hijos que había engendrado fuera del matrimonio, el monarca no ocultaba su predilección por el joven César, a quien había otorgado el título de duque de Vendôme. Tenía casi dieciséis años y había heredado de su padre un talante directo y unos modales desenvueltos, de los que éste se enorgullecía. Sin embargo, esa mañana el adolescente titubeaba al dirigirse a él:

—¿Pensáis salir a cazar esta tarde, sire?

El rey apuró su desayuno de un trago, se limpió los restos de caldo con el dorso de la mano y sonrió:

—He tenido una noche de mil pares de demonios. Casi no he pegado ojo. Pero nada que me impida salir a buscar unas perdices para la cena después de despachar los asuntos urgentes. —Vio que el joven duque tragaba saliva, indeciso, y le apremió—: ¿Queréis decirme algo?

—Hay una persona a la que me gustaría que escucharais antes de salir hoy del Louvre.

—¿Qué persona es ésa y qué es lo que quiere?

El adolescente clavó la vista en el suelo, antes de contestar:

—Se trata de Isaie de La Brosse. Pero preferiría que fuese él quien os informara. Permitidme guardar silencio hasta entonces.

—Hijo, no tengo todo el día para perderlo en adivinanzas. Decidme de una vez de qué se trata.

Vio como el muchacho se mordía el labio, dubitativo. Isaie de La Brosse estaba al servicio de uno de sus primos, y tenía fama de sabio. No sólo atendía a sus familiares como médico y cirujano, sino que dominaba las matemáticas, la botánica y otras ciencias. También sabía leer los movimientos de las estrellas y elaborar horóscopos. Pero era evidente que a su hijo le azoraba transmitirle su mensaje. Fuera cual fuera el contenido se prometió no reírse en sus incipientes barbas:

—Sire, quizá no deberíais salir hoy del Louvre. La Brosse aguarda en la antecámara para explicaros, si lo permitís, que vuestro horóscopo…

Con una brusca risotada el monarca interrumpió las explicaciones de su hijo y le pasó un brazo por los hombros.

—¡Vaya por Dios! Veo que habéis estado consultando el almanaque esta mañana. Y también que habéis prestado oídos a quien no debíais. Escuchadme bien: La Brosse es un viejo loco, y vos sois demasiado joven y aún os falta sabiduría para discernir ciertas cosas.

—Pero, padre, el viejo dice que si lográis evitar el accidente que os aguarda hoy, viviréis otros treinta años…

—¿Treinta años? Prestad atención a lo que os voy a decir, hijo mío: hace treinta años que todos los astrólogos y charlatanes de la cristiandad me predicen que la fortuna ha decretado mi próxima muerte. Liberati, Perrier, Rodolphus Camerarius, Coeffier… He perdido la cuenta. El año en que finalmente muera, el mundo se hará lenguas de todos los presagios que me habían advertido y se admirará, olvidando todos aquellos de los que me habían hablado en los años precedentes.

Sus gentilhombres corearon su ocurrencia, pero el joven César no parecía convencido:

—Quizá tengáis razón, pero… La Brosse no es un charlatán. Anoche me dijo…

—Vamos a ver —continuó el rey, paciente—, ¿no vaticinaban los sabios que a mí me enterrarían sólo diez días después que a mi predecesor en el trono? ¿Y no lleva el viejo Enrique III veintiún años pudriéndose en una fosa de Compiègne, mientras que yo estoy aquí, discutiendo con vos, cuando debería estar ocupándome de los asuntos de gobierno? ¿Qué más prueba queréis de que esos augurios no son más que dados lanzados al aire por locos y charlatanes ladinos en busca de fama y fortuna?

Finalmente, despidió a su hijo y al resto de los hombres y se encerró a trabajar en su gabinete con los jefes militares. Apenas quedaba tiempo para ultimar los preparativos antes de la partida hacia el frente. Pero la respiración le pesaba y a cada hora que transcurría le resultaba más difícil mantener la fachada de falsa jovialidad con la que había acogido los temores del joven César.

«El campesino ha llegado a su destino».

La voz de la vieja reina Catalina se enredaba en sus pensamientos y le impedía concentrarse. No había mentido al afirmar que los presagios le habían acompañado durante treinta años sin jamás cumplirse. Pero nunca habían sido tan ominosos, tan insistentes. Nunca habían penetrado de aquella manera en sus sueños.

No se le iba de las mientes que, dos semanas atrás, había tenido otra pesadilla, igual de viva y escalofriante. Se había visto a sí mismo paseando por París. Se encontraba junto a un mesón cuya macabra enseña lucía un corazón coronado y atravesado por una flecha. De repente, el edificio había comenzado a desmoronarse, sin hacer ningún ruido. Él había intentado escapar, pero los muros se habían derrumbado sobre su espalda y había quedado atrapado, sofocándose, solo, sin que nadie acudiera en su auxilio.

A los pocos días, otras dos tétricas coincidencias habían vuelto a perturbar su ánimo.

Como todas las primaveras, se había plantado en el patio del Louvre un árbol de mayo esbelto y frondoso, símbolo de la renovación y la fuerza del reino. Un ejemplar magnífico. La mañana estaba tranquila y luminosa. No corría ni una sola gota de viento. Pero, de repente, el árbol había caído a sus pies, fulminado, mientras él cruzaba por delante. Se había reído, como siempre, intentando calmar la emoción de sus hombres. Sin embargo, más turbado de lo que quería dejar ver, había puesto una excusa cualquiera para alejarse de allí y se había refugiado en la Gran Galería para calmarse paseando. A los pocos pasos se había detenido un segundo ante la obra de un artesano encargado de elaborar un escudo de armas ornamental para la reina; y entonces había sentido como si alguien hubiera dejado caer una piedra en el fondo de su estómago. Aquel ignorante había cometido un error inexplicable. Las armas de su esposa María aparecían ceñidas por un cordón blanco y negro. El símbolo de las viudas. Había dado orden de traer a aquel hombre a su presencia de inmediato, pero nadie había podido localizarlo.

De cualquier modo, ninguna de esas advertencias le había marcado el alma como el sueño de aquella noche, habitado por esa figura siniestra que ocultaba el rostro bajo un capuchón y le hablaba con una voz conocida.

Imposible seguir trabajando con el espíritu invadido por visiones negras de reinas viudas, iglesias sombrías y losas frías como lápidas de cementerio que se quebraban bajo sus pies al paso de las serpientes. Tenía que salir a distraerse.

Se puso en pie, decidido, y entonces fue cuando recordó. La piedra que se había resquebrajado a sus pies en el sueño… La conocía. Había caminado sobre ella en la vida real. Y había sido el día anterior, al inicio de la gran solemnidad que había reunido a toda la Corte en la basílica de Saint-Denis. Camino del altar, se había fijado en que una grieta profunda atravesaba una de las losas del suelo, cruzándola de arriba abajo. Justo debajo se encontraba la cripta donde descansaban los cuerpos de los reyes de Francia. Sus acompañantes habían insinuado, cómo no, que aquello tenía que ser un mal presagio. Hastiado de tanta superstición y tanto augurio sombrío, él no había hecho caso y la había pisado con determinación. Pero por lo visto el episodio se había colado en sus sueños por la noche.

—Maldita ceremonia de Consagración. Al final va a terminar conmigo —gruñó.

Era costumbre, desde los tiempos remotos de los mezouingios, que los nuevos reyes de Francia acudieran a la catedral de Reims al ocupar el trono para sellar ante el altar su pacto con la divinidad en una ceremonia que los sacralizaba y los investía de poder taumatúrgico y de una potestad de orden celestial sobre sus súbditos.

Si estaban casados, sus esposas eran ungidas junto a ellos. La autoridad invisible que aquel rito ancestral confería a la reina podía resultar providencial si el monarca fallecía antes de que sus hijos alcanzasen la mayoría de edad, o si por cualquier otro motivo la esposa del soberano tenía que hacerse cargo temporalmente del Gobierno.

Pero Enrique IV había sido coronado años antes de su matrimonio con María. Y aunque desde su llegada a Francia ella había empezado a exigir una ceremonia de Consagración propia, él siempre se había resistido con la excusa de que era un rito costoso e innecesario.

Lo cierto era que no confiaba en las cualidades de su esposa. Él era un hombre de acción, amante de la vida al aire libre por encima de todas las cosas, madrugador y siempre en movimiento. Sus modales llanos, que podían confundir a quien no le conocía, escondían un carácter firme y una mente perspicaz, a la que sólo apartaban de sus objetivos las trampas que ponía a su paso su arrolladora sensualidad. María, en cambio, era una mujer indolente y glotona que dormía hasta bien entrada la mañana. Poseía un talante altivo y distante, y tras sus estallidos de furia se agazapaba un corazón frío. Tampoco tenía demasiadas luces.

Ésa era la principal razón por la que nunca había querido asociarla a su Gobierno. Dios sabía bien cuánto había odiado en tiempos a la vieja reina Catalina. Sobre todo durante los cuatro largos años de guerra civil en los que había sido su rehén. Habían sido enemigos más de media vida. Pero nadie podía negar que había sido una mujer inteligente y capaz, sibilina. Tanto, que él la llamaba madame Serpiente. Había sabido mantener su influencia, desde las sombras, mientras sus hijos reinaban, uno detrás de otro.

María era italiana, como ella. También había nacido en Florencia y la sangre de los Médici corría por sus venas, igual que por las de la antigua reina madre. Pero ahí terminaban los parecidos.

Sin embargo, después de nueve años de insistencia, ataques de ira y persecuciones, había terminado por ceder, obligado por las circunstancias. La guerra le obligaba a alejarse de París durante una temporada incierta. El Delfín, el pequeño Luis, ni siquiera tenía aún nueve años. Alguien tenía que ser la cabeza visible del Gobierno en su ausencia. Y si había algo que temía más que la ineptitud de su esposa era la avidez de la alta nobleza. Con su propio sobrino desafiándole desde la casa del enemigo español y negándose, empecinado, a cederle a su adorada Charlotte, Enrique no podía confiar en ninguno de sus parientes. María era su única opción.

Así que había nombrado a quince gentilhombres para que la acompañaran en un Consejo de Regencia y había accedido a que se celebrara la condenada Consagración, que aunque no otorgaba más que un poder simbólico, pesaba con la autoridad de lo sobrenatural en el ánimo del pueblo. Ahora se daba cuenta de que la decisión, tomada a regañadientes y sin mucho convencimiento, era lo que le estaba trastornando el ánimo.

A pesar de que, al final, la ceremonia había resultado espléndida. Él mismo había acabado dejándose contagiar por el regocijo del pueblo. La más alta nobleza del reino, los príncipes y los obispos habían desfilado, cubiertos de sedas, encajes y piedras preciosas, ante los ojos maravillados de sus súbditos, que gritaban vivas a los soberanos y se precipitaban a recoger, anhelosos, las monedas de oro y plata que llovían a sus pies.

La imagen de María, ataviada con el más suntuoso manto de armiño y flores de lis que jamás se hubiera visto, se le había grabado en la mente. Radiante, majestuosa, solemne, transfigurada, mientras el cardenal de París depositaba sobre su frente la corona de la Consagración. Por primera vez en su vida, le había parecido una mujer hermosa.

Con un sonido gutural, el hombre del pelo rojo arrojó un grueso esputo de saliva amarillenta entre sus pies. Llevaba cerca de doce horas apostado frente al foso del Louvre. De madrugada, sus ropas raídas poco habían hecho para protegerle del frío húmedo que trepaba desde el río. A aquella hora de la tarde, sin embargo, el sol pegaba con fuerza. Tenía la boca seca. Pero los tres cuartos de escudo que le quedaban en el bolsillo no daban para muchos lujos. Ni siquiera soñaba en malgastarlos en vino.

Se frotó los labios agrietados con una mano ennegrecida y se dejó caer en el suelo, apoyando el dorso contra el parapeto del foso.

Las campanas de Saint-Germain dieron las tres de la tarde. El hombre del pelo rojo introdujo una mano en el bolsillo de sus calzones, fijó la mirada en la puerta de salida de la residencia real y siguió aguardando.

Hercule de Rohan ascendió trabajosamente la amplia escalinata de mármol que conducía al primer piso del Louvre. La maldita gota le estaba matando. Después de varios meses sin incomodarle, se estaba cobrando el precio del festín del día anterior y todos sus réditos acumulados.

Se dejó caer en uno de los bancos del rellano con un resoplido y le preguntó al primero que pasó dónde se encontraba el rey. La respuesta, «en los apartamentos de Su Majestad la reina», le hizo exhalar un segundo gruñido. El mensaje que traía era de los que debían entregarse con discreción, y ni la discreción ni la diplomacia eran su fuerte.

Bastaba un rápido vistazo a su figura para maravillarse de lo acertados que habían estado sus padres al otorgarle el nombre de pila. Hercule era un hombre corpulento, con un torso poderoso, una tupida barba entre rubia y cana, y unas mejillas sonrosadas y llenas de hombre satisfecho. Con algo más de cuarenta años y a pesar de su aspecto de leñador disfrazado de príncipe, aquel vividor que ostentaba el título de duque de Montbazon presumía de una larga lista de cargos y honores. Su linaje era tan antiguo que se perdía en los territorios de la leyenda y su fidelidad al rey, que le consideraba uno de sus amigos más cercanos, no se había tambaleado nunca.

Con un suspiro de resignación reunió arrestos para ir poniéndose en pie. Había otra razón por la que remoloneaba ante la idea de presentarse ante María de Médici. El día anterior, durante la ceremonia de Consagración, Hercule había ocupado un lugar de honor en la galería acristalada, apiñado junto al rey y otros grandes de la Corte. Con tan mala suerte que cuando se había apoyado en el cristal, para intentar ver mejor, el ventanal había saltado en pedazos sobre las cabezas de la reina, el arzobispo y un buen puñado de invitados. El monarca había tenido que sostenerle de un brazo para que la inercia y la sorpresa no le precipitaran a él también galería abajo.

Al menos no había sido el único que había deslucido la ceremonia con un comportamiento de patán. Los embajadores de Venecia y de España casi se habían sacado los ojos en una de las naves de la basílica por un asunto de precedencia.

En fin, no había más remedio que afrontar a la reina. Se estaba animando a levantarse del banco cuando oyó una voz conocida:

—Me alegra ver que os encontráis perfectamente. El incidente de ayer no os ha dejado ni cortes ni rasguños, por lo que veo.

Hercule alzó la cabeza y reconoció al duque de Épernon, que subía los últimos peldaños del primer tramo de la escalinata.

—Gracias —respondió, seco. No estaba seguro de que el interés del recién llegado no encerrara una burla camuflada. Más que preocupándose por su salud, seguramente estaba regodeándose en su torpeza. Al fin y al cabo, nunca se habían llevado bien. Pero no había forma de estar seguro. Épernon tenía un temperamento vivo y ardiente. Ni siquiera los reyes a los que había servido se habían librado de sufrir alguna vez sus estallidos de furia. Pero poseía toda la sutileza que a él le faltaba.

Físicamente, tampoco podían ser más distintos. Aunque el recién llegado estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta años, parecía el más joven de los dos. Alto, esbelto, con unos modales elegantes y refinados, más propios del reinado anterior que del ambiente relajado de la Corte de Enrique IV, vestía siempre con una discreción que contrastaba con los colores chillones que favorecía Hercule.

Era, en efecto, un hombre de otra época.

De modesto origen gascón. El joven Épernon había llegado a París con una bolsa medio vacía y un corazón lleno de ambición cuando apenas contaba quince años. Intrépido, inteligente y dotado de una belleza distinguida, había acabado por llamar la atención del rey Enrique III, el último de los monarcas de la dinastía de los Valois. El último de los hijos de la vieja reina Catalina que habían ido ocupando el trono, uno tras otro, sin que su simiente diera fruto.

Épernon había sido el predilecto entre los favoritos de Enrique III, el príncipe consentido. Resuelto, capaz y dispuesto a todo, se había convertido en el brazo derecho de aquel soberano sin hijos, frágil y lleno de extravagancias, atacado por todos los frentes y asediado por parientes de varios bandos que competían por hacerse con la corona a su muerte.

El duque había demostrado una inquebrantable fidelidad, siempre y contra todos, recompensada con una lluvia de dignidades, riquezas y tierras. El soberano lo adoraba. El pueblo le llamaba el Medio Rey.

Pero cuando Enrique III de Valois había designado como heredero a su primo Enrique de Navarra, en su lecho de muerte, el hugonote al que su madre llamaba despectivamente «el campesino», Épernon se había negado a jurarle lealtad.

Tras la sucesión, la ruptura había sido inmediata. En reacción, el nuevo rey había tratado de recortar su inmenso poder para hacerle menos peligroso. Y, enfurecido, Épernon había acumulado las traiciones, los contactos con el extranjero, los falsos arrepentimientos y las revueltas durante años.

Enrique de Navarra se había mostrado paciente. No porque sintiese ningún afecto hacia él. Sino porque a un súbdito como ése, poderoso e ingobernable, era mejor tenerle cerca que lejos; de su lado, mejor que en su contra.

Al final la perseverancia del rey había dado fruto y Épernon había acabado por regresar a la Corte, amansado, al menos en apariencia. Duque y par del reino, poseedor de inmensas riquezas, gobernador de numerosas plazas fuertes, coronel general de la Infantería y caballero de las Órdenes más prestigiosas, bajo su apariencia de respeto, el soberbio gentilhombre no había dado su brazo a torcer. Había acatado al monarca, pero no sin antes dejarle claro que no por ello contaba con su amistad.

Hercule prefería no tratar con él más que lo imprescindible. Pero tampoco tenía motivo alguno para rechazar el brazo que ahora le ofrecía para ayudarle a caminar, por humillante que fuera aceptar la asistencia de un hombre que le sobrepasaba quince años en edad.

Entraron juntos en los apartamentos de la reina. El lugar estaba concurrido. Un grupo de gentilhombres charlaba a los pies del gran lecho de aparato sobre el que reposaba María de Médici, y el rey se encontraba entre ellos.

Hercule se acercó a saludar a la reina, mohíno. Junto a la cama, encogida entre los brazos de un sillón, la acompañaba su amiga inseparable, la horripilante Leonora Galigai, una mujer fea, de tez cetrina, aficionada a la astrología y a la cartomancia, que se había criado junto a María de Médici en Florencia. Ejercía el cargo de camarera mayor, poseía un apartamento de tres habitaciones, contiguo al de la reina y, aunque estaba casada con un arrogante matamoros italiano, derrochador y jactancioso, gustaba de permanecer en la sombra. Tenía un carácter áspero y discreto, apenas salía de palacio y cuando lo hacía llevaba siempre el rostro cubierto por un velo tupido. A Hercule le ponía los pelos de punta.

Por suerte, tras su triunfo del día anterior, la reina estaba de buen humor. No hubo recriminaciones por el incidente que había provocado durante la ceremonia. Tan sólo una cálida felicitación por la floreciente belleza de su hija Marie, que como otros niños de la Corte había formado parte del cortejo real. Hercule agradeció los halagos. La pequeña no había cumplido los diez años, pero era una muchachita despierta, de inteligencia viva y rápida, muy distinta a él. Una auténtica perla, que quizá en un futuro no muy lejano pudiera tentar a alguno de los hijos naturales del monarca.

Éste se encontraba singularmente pálido y agitado, y paseaba de un lado a otro con semblante nervioso. De repente se detuvo frente a él, como si acabara de darse cuenta de su presencia, y sin preámbulo alguno le espetó:

—¡Ah, duque! Perfecto. ¿Qué haríais vos? ¿Saldríais a tomar el aire?

La reina intervino antes de que Hercule tuviera tiempo de opinar:

—El rey está pensando en ir a visitar a su superintendente de Finanzas, que se encuentra enfermo. Yo pienso que esa visita no va a hacer más que ponerle de peor humor. Quedaos junto a nosotros, sire.

El monarca parecía no escuchar a nadie. Casi entre dientes murmuró:

—Sí, el aire fresco me hará bien. —Alzó la voz—. ¡Preparad mi carroza!

Pero no se decidía a partir. Tan pronto se acercaba a las mujeres para comentar los detalles del gran desfile que aún estaba por celebrarse para festejar la coronación de la reina, como se arrodillaba junto a sus dos hijos pequeños a jugar un rato. Hercule decidió llevarle aparte y confiarle de una vez su mensaje, seguro de que le ayudaría a determinarse. Le susurró que quería hablarle en privado y el rey le pidió que le acompañase a su gabinete.

Cuando por fin se quedaron a solas, el fornido noble se dejó caer en una silla, haciendo uso de la libertad a la que el rey le autorizaba cuando no estaban en compañía, se desabrochó el jubón y con una amplia sonrisa se dispuso a borrar de un plumazo la expresión sombría de su señor: le había arreglado un encuentro en casa del banquero Zamet con la hermosa Angélique, la pícara ninfa que le mantenía entretenido con sus favores, aunque siguiera suspirando por la inalcanzable Charlotte de Montmorency.

Pero el monarca no reaccionó. Hercule le vio encogerse sobre sí mismo, como si sufriera un vahído. Se puso en pie para sostenerlo:

—¿Qué os ocurre? ¿Os encontráis bien?

Enrique IV alzó su rostro macilento. Dos profundos surcos morados subrayaban una mirada febril. Se apoyó en la pared, con la frente entre las manos, y murmuró:

—Dios mío… Tengo algo aquí dentro que me está trastornando… No sé lo que es, pero no puedo salir del Louvre.

Hercule frunció el ceño un momento y luego rió:

—Lo que tenéis ahí dentro se cura con un poco de aire fresco y un buen revolcón. ¡Vamos!

El rey se giró. Tenía el gesto poco convencido. De pronto se quedó petrificado, con los ojos clavados en su escritorio:

—¿Qué es eso? —Sobre la superficie de madera había un papel plegado y con el lacre intacto—. No estaba aquí esta mañana.

—Alguien lo habrá traído mientras estabais ausente. —Hercule cogió el papel de la mesa y se lo entregó—. Pero hacedme caso. Es normal que estéis revuelto por dentro antes de partir a la guerra. Más aún si no paráis de reconcomeros a solas, pensando en la mujer de vuestro sobrino. Venga, dadle una alegría al cuerpo y se os quitarán las penas.

Enrique IV no contestó. Desplegó el papel, mudo, y con un gesto mecánico se lo dio para que lo leyera. Era una nota breve, de una sola línea. Sin firma: «Sire, no salgáis esta tarde».

—No lo comprendo. ¿Qué significa? —preguntó Hercule.

—Significa —respondió el monarca con un timbre vibrante—, que o bien mi hijo César es un cretino ignorante, convencido de que me está haciendo un favor, o que alguien me está gastando una broma muy pesada. Ventre saint gris, esto se ha terminado. ¿Quieres que salgamos? Pues venga, ¡ven conmigo! Vamos a ver a mi ninfa.

En cuatro zancadas se plantaron de nuevo en los aposentos de la reina. El rey reclamó la compañía de los allí presentes. Liancourt, Mirebeau, Roquelaure, Lavardin, todos ellos fieles desde los viejos tiempos. También le hizo un gesto al duque de Épernon y comenzó a descender las escaleras del patio sin volver la vista atrás. Hercule les siguió trabajosamente, sufriendo cada vez que el peso de su cuerpo enorme caía sobre su pie derecho.

La carroza estaba ya dispuesta. El capitán de la Guardia esperaba firme junto a la puerta para acompañarles.

—¡Fuera de aquí! —le espetó el soberano—. No quiero saber nada ni de vos ni de vuestros hombres. Buscaos otra cosa que hacer si estáis aburridos.

El oficial, desconcertado, intentó protestar:

—Sire, la ciudad desborda de extranjeros y desconocidos que han acudido a los festejos de la Consagración. Las calles no son seguras. Dejadme acompañaros con mis hombres.

—No seáis zalamero, capitán. —Enrique IV había recuperado su buen humor como por arte de magia—. Llevo más de cincuenta años guardándome yo solo. Creo que podré sobrevivir unas horas más.

Hercule le vio alzar la cabeza un momento antes de penetrar en el coche. Hacía un día espléndido. Cálido y lleno de luz. Un leve viento de poniente arrastraba hasta allí los aromas de los campos próximos, mitigando el hedor del patio siempre sucio.

—Vamos, messieurs. —El rey se instaló al fondo de la carroza y ordenó retirar los manteletes de cuero para que pasara el aire. Indicó a Épernon, en un signo de deferencia más, que se sentara a su derecha. Hercule se acomodó a la izquierda de su señor. Con un poco de esfuerzo, los siete hombres lograron encontrar hueco en el vehículo. Un grupo de gentilhombres de menor categoría se dispuso a acompañar al coche a caballo, mientras los sirvientes lo seguían a pie.

Justo antes de dar la orden de partir, el monarca hizo una última pregunta:

—¿A qué día del mes estamos?

—Estamos a 13, sire —respondió uno de sus acompañantes.

—No —intervino Épernon—. A 14.

—Eso es. Veo que estás pendiente del almanaque… —Y luego añadió con una risa extraña—: «Será entre el 13 y el 14».

Sus acompañantes le miraron, sin comprender. Por toda explicación el rey gritó:

—¡Vamos, fuera de aquí!

A las cuatro de la tarde el hombre del pelo rojo observó cómo la carroza real cruzaba el foso del Louvre. Se puso en pie, con calma, y se dispuso a seguirla. En circunstancias normales su presencia habría llamado la atención. No era alguien que pasara fácilmente desapercibido, con sus seis pies y medio de altura, su torso corpulento, su traje verde y su barba rojiza. En una ocasión, una niña apenas destetada le había preguntado si acaso era el diablo.

Pero París estaba lleno de forasteros. Gente de los más variopintos pelajes se paseaba por las calles contemplando las decoraciones y los arcos de triunfo recubiertos de flores que se habían alzado para celebrar la coronación de la reina. Así que nadie prestaba atención al coloso que seguía el rastro de la carroza real con una determinación fija, un par de pasos por detrás de los lacayos, sin esconderse y sin revelar ninguna emoción.

El coche entró en la calle de la Ferronnerie, una vía estrecha que bordeaba el cementerio de los Inocentes. El rey estaba animado y daba la impresión de haber olvidado todas sus inquietudes. No había informado a nadie de su destino final. Cada vez que se le antojaba cambiar de rumbo, se limitaba a asomar la cabeza y gritar una orden al tronquista que conducía la carroza montado en uno de los caballos. Saludaba con entusiasmo a los conocidos que se cruzaban con ellos. Bromeaba. Hacía sólo unos instantes había extraído de un bolsillo una carta del frente que no había tenido tiempo de leer:

—Dime tú lo que pone, Épernon. Me he dejado los anteojos en mi gabinete. —Rodeó el cuello del duque con el brazo derecho. Con el izquierdo se apoyó en el hombro de Hercule, quien tuvo que hacer un esfuerzo para contener un resoplido de irritación. Aquel intrigante no merecía semejante muestra de amistad por parte de su señor. Desvió la mirada hacia el exterior, con la excusa de averiguar por qué el coche había detenido su marcha.

Se encontraban parados al lado de un mesón que tenía por enseña un corazón coronado atravesado por una flecha. La calle era angosta y tanto las fachadas de las casas como el muro del cementerio estaban invadidos por tenderetes amontonados los unos sobre los otros. Frente al vehículo real, una carreta cargada de heno y otra repleta de toneles de vino obstruían el paso. El conductor se ciñó a la derecha mientras el séquito que seguía a la carroza se adentraba en el camposanto para anticiparse y esperar a su señor al otro extremo de la calle. Únicamente dos lacayos permanecieron junto al rey. Uno de ellos se adelantó a ladrar una serie de órdenes a quienes impedían el paso. El segundo se rezagó sólo un instante para ajustarse una liga que estaba a punto de perder.

En ese momento, Hercule vio aparecer una extraña figura junto al estribo derecho, en el breve espacio vacío que quedaba entre el coche y la pared. Un hombre con el pelo rojo que se agarraba con la mano diestra al carruaje, retrepado sobre la rueda. Llevaba un cuchillo en la izquierda. No tuvo tiempo de reaccionar.

El hombre dejó caer el brazo sobre el costado del rey, cerca de la axila. Enrique IV abrió unos ojos llenos de asombro y, apenas empezó a pronunciar las palabras «estoy herido», una segunda puñalada, algo más baja, le atravesó de nuevo el jubón. Hercule logró arrojarse sobre su señor, a tiempo sólo de detener el tercer golpe con el brazo. El resto de la compañía, desprevenida, vio tarde la veloz agresión. Todo había ocurrido en apenas dos segundos:

—No es nada —murmuró el rey—. No es nada…

Un chorro de sangre espumeante de color rojo vivo brotó de entre sus labios. Épernon se incorporó violentamente y trató de sostener al monarca entre sus brazos, mientras la voz resignada de otro de los gentilhombres rogaba:

—¡Sire, acordaos de Dios!

Pero Su Majestad Muy Cristiana Enrique IV ya no le escuchaba.

El hombre del pelo rojo ni siquiera pensaba en huir. Permanecía inmóvil, con el cuchillo ensangrentado en la mano y el éxtasis del iluminado en la mirada. Uno de los gentilhombres de a caballo se arrojó sobre él, le arrebató el cuchillo y alzó la espada lleno de rabia. Pero la voz del duque de Épernon resonó poderosa:

—¡No lo matéis! ¡Os va en ello la cabeza! —Era imprescindible conservar al asesino con vida si querían interrogarle.

Se escuchó entonces un estruendo de cascos de caballos y alaridos airados. Hercule, que aguantaba al rey contra su pecho, alzó la cabeza. Por el fondo de la calle desembocaban una decena de hombres a pie, acompañados de un par de jinetes, todos con los aceros desenvainados y el sombrero calado hasta los ojos, clamando por la muerte del asesino y prestos a abalanzarse sobre él. ¿De dónde demonios habían salido?

Uno de los gentilhombres de la escolta real espoleó a su montura, espada en mano, y les hizo frente. Y antes de que Hercule pudiera comprender lo que ocurría, los desconocidos acallaron sus gritos, se dieron media vuelta y se escabulleron entre la multitud alborotada.

El hombre del pelo rojo estaba rodeado. Alguien le propinó un fuerte golpe en la nuca con el pomo de la espada y le arrastraron fuera de allí. El desconcierto y el desorden crecían por momentos entre los viandantes. Varias mujeres lloraban. Unos se empujaban para acercarse a la carroza y otros intentaban abrirse paso a codazos para alejarse de allí.

Sólo Épernon mantenía la sangre fría. Arrojó su capa sobre el cuerpo del rey para ocultarlo a la vista del pueblo, se puso en pie y clamó con voz tranquila:

—¡El rey sólo está herido! ¡No ha sido nada grave! —Inmediatamente se giró hacia ellos—. ¡Cubrid la carroza, messieurs!

Los manteletes de cuero se abatieron en un instante y el coche se abrió paso al galope rumbo al Louvre, pasando por encima de cuantos se encontraban en su camino. Penetraron en el patio del castillo a las voces de «¡Vino y un cirujano!».

Pero ni el uno ni el otro eran ya necesarios. Hercule tomó el cuerpo del rey entre sus brazos y con la ayuda de otros tres hombres lo transportó escaleras arriba y lo depositó en su lecho con el jubón desabotonado y la camisa empapada en sangre.

La conmoción había envuelto los apartamentos reales en un silencio denso intercalado de súbitos estallidos de llanto, ruidos de carreras y gritos que repercutían desde otras estancias. La reina irrumpió corriendo en la habitación, lívida. A la vista de la sangre que teñía las sábanas y del rostro de su esposo que empezaba a adoptar el color de la cera, estuvo a punto de desmayarse entre los brazos de su inseparable Leonora. La dama a duras penas lograba sostenerla:

—¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo? ¡Id a buscar al Delfín!

Poco después, un niño de ocho años y medio, pálido y asustado, penetraba en la cámara real. El capitán de la Guardia lo condujo frente al lecho donde reposaba el cadáver. El crío se aproximó con paso rígido. Permaneció unos instantes en silencio, contemplando a su padre con las pupilas dilatadas. Luego se giró hacia la reina y pronunció, serio:

—Si yo hubiera estado allí, con mi espada, habría matado a ese hombre. —Su voz tenía una fiereza infantil, pero su mirada insegura buscaba aprobación. Incluso ante los restos de su progenitor, el niño temía la censura de su madre, casi siempre distante y áspera.

Pero la reina se había derrumbado a los pies del lecho, entre sollozos, y no tenía ojos para su hijo. El canciller real dio dos pasos al frente:

—Ruego a vuestra majestad que me excuse, pero éste no es momento de lágrimas.

María alzó la visa y el duque de Épernon intervino a su vez:

—Dejad que sea el pueblo quien llore, madame. Vos tenéis que cumplir con vuestro deber y haceros cargo de Francia.

Hercule de Rohan inclinó la cabeza en señal de respeto cuando el maestro de ceremonias depositó el cetro real sobre el almohadón color púrpura que sostenía en sus brazos. Tardó unos segundos en alzar la vista. Los necesarios para parpadear con fiereza y liberarse de las lágrimas que le arrasaban la mirada.

La basílica de Saint-Denis estaba tapizada por completo de negro. El coro, la capilla ardiente, los ornamentos, los cirios, los blasones que decoraban las paredes. Incluso la reina iba vestida de negro.

Tradicionalmente, siempre había sido el blanco el color del luto de las reinas de Francia. Hasta que medio siglo atrás, al enviudar, la reina Catalina de Médici había elegido vestirse según la costumbre italiana. Y María había decidido imitarla.

Hercule se preguntaba hasta qué punto estaba dispuesta a seguir los pasos de su compatriota. La vieja Catalina había mantenido su influencia en los asuntos de gobierno durante treinta años, y habría que ver si María era capaz de resistir siquiera hasta el final de su propia regencia.

El maestro de ceremonias retiró reverencialmente el manto de oro y terciopelo que cubría el féretro real y gentilhombres de cámara y arqueros lo alzaron del suelo. Hercule se unió al cortejo, junto al resto de los grandes señores que portaban los símbolos reales.

No lloraba sólo la pérdida de un amigo y compañero de armas. También se lamentaba por sí mismo. Los príncipes de sangre real, los grandes señores y la propia camarilla de la reina aguardaban ansiosos a que el cuerpo de Enrique IV descansara bajo tierra para empezar a descuartizarse entre ellos. Y aquella perspectiva, después de tantos años de acomodo, le producía una invencible pereza.

Pero ni su sincera tristeza ni su desánimo impedían que su mente de viejo cortesano se perdiera en cálculos y combinaciones. Por lo pronto el duque de Épernon era quien contaba con toda la confianza y la gratitud de la reina. Él había sido el más hábil y el más rápido en actuar tras la muerte del rey. En sólo dos horas había desplegado a la Infantería, había tomado el control de París y había convencido al Parlamento para que otorgara a la viuda una regencia que ni magistrados ni nobleza tenían claro que le perteneciera por encima de los primos del rey, que llevaban su sangre.

Nadie había tenido demasiado tiempo en aquel día frenético para el niño triste y asustado que deambulaba por los pasillos del Louvre en busca de consuelo. Sólo después de cenar, el pequeño Luis se había atrevido a acercarse a su madre para pedir con voz tímida que coronasen a su hermano menor en su lugar. Tenía miedo de que le mataran si subía al trono, como habían hecho con su padre.

En cuanto al asesino, había resultado ser un pobre iluminado llamado François Ravaillac. Había sido condenado al terrible suplicio de morir desmembrado por cuatro caballos. Y ni las amenazas ni la tortura habían logrado hacerle confesar la existencia de cómplice ni instigador alguno. Dios, decía, era el único que había guiado su mano para evitar que Francia entrara en guerra con otras naciones católicas.

El cortejo fúnebre llegó junto a la fosa para poner punto final a los dos meses de fastos fúnebres que habían transcurrido desde el asesinato. El penúltimo acto había tenido lugar hacía sólo unas horas, cuando los monjes de la abadía habían rodeado el ataúd, se habían acercado a oler el cadáver y habían proclamado, graves, que los más grandes reyes no estaban hechos de una materia diferente a la de los más pequeños habitantes de la tierra. Pero el ceremonial había empezado el mismo día de la muerte del soberano.

A medianoche, Enrique IV había sido despojado de sus vestimentas, revestido con un jubón blanco y tendido de nuevo sobre su lecho. Cuatro médicos y veinticinco cirujanos habían abierto el cadáver y le habían extraído las entrañas. Luego, el cuerpo había sido embalsamado y expuesto en un féretro sobre una cama recubierta con un manto dorado, frente a un gran ventanal desde el que se vislumbraba el Sena.

Mientras, los artesanos se afanaban en confeccionar un maniquí de mimbre y cera, utilizando como molde la máscara mortuoria del rey. Una vez finalizado lo habían vestido con un manto de púrpura y armiño, sembrado de flores de lis, y la Guardia lo había acomodado sobre un gran lecho de aparato. Durante dos semanas se le habían servido almuerzo y cena, igual que si estuviese vivo, para dejar patente mediante aquel rito ancestral que la monarquía era algo sagrado, tocado por una autoridad sobrenatural que nunca se desvanecía. Sólo cuando, tras el plazo establecido, el Delfín se había acercado a la efigie de su padre, disimulando su espanto, para rociarla con agua bendita, habían dado comienzo los auténticos funerales.

Sólo restaba un problema. La basílica de Saint-Denis albergaba la necrópolis de los reyes de Francia desde hacía casi mil años. Sin embargo, el predecesor de Enrique IV, Enrique III de Valois, había muerto en tiempos de guerra civil, lejos de París, y había sido inhumado de manera provisional en la abadía de Compiègne a la espera de que las circunstancias hicieran posible su traslado al panteón real. Pero veinte años después nadie había cumplido con el trámite. Épernon, su antiguo favorito, había recibido el encargo de realizar el traslado lo antes posible para que los despojos del último de los Valois ocuparan la tumba de los reyes antes que los de su sucesor.

Ahora, al pie de la fosa, mientras el féretro real descendía al interior de la sepultura, Hercule recordó la vieja profecía de la que se habían reído tantas veces y sintió que un escalofrío le recorría la espalda. El viejo augurio decía que Enrique IV sería enterrado sólo diez días después de que su predecesor en el trono ocupara su tumba.

Hacía menos de dos semanas que el duque de Épernon había depositado los restos del monarca al que en su juventud había servido con tanta devoción en aquella misma cripta. Veinte años después, la predicción se había cumplido.

Las piernas le temblaron un instante y se santiguó con presteza. Agradeció que la voz ronca y profunda del gran chambelán resonara en las paredes de la nave y le sacara de sus siniestras ensoñaciones:

—¡El rey ha muerto!

Un silencio glacial acogió aquella voz terrible.

Un heraldo avanzó entonces hasta el centro del coro y proclamó a su vez:

—¡El rey ha muerto, rogad todos a Dios por su alma!

Por tres veces repitió la misma invocación, ante la concurrencia arrodillada.

Entonces, el gran chambelán introdujo el brazo en la fosa, extrajo el bastón de mando de su interior y gritó, con voz jubilosa:

—¡Viva el rey Luis Muy Cristiano, decimotercero de ese nombre, por la Gracia de Dios Rey de Francia y de Navarra, nuestro alto Soberano, Señor y Buen Amo, a quien Dios otorgue una muy dichosa y muy larga vida!