Diciembre de 1625
Desde arriba, la comitiva se asemejaba a una procesión de insectos multicolores, incongruentes en el paisaje nevado: los soldados vestidos de azul y rojo, la carroza real, resplandeciente con sus adornos dorados, varios coches más modestos y los gentilhombres a caballo. El sol se estaba ocultando raudo, apresurado por poner fin a otro día de invierno.
Luis XIII había decidido regresar a la capital sin aguardar a Ana de Austria, que le seguiría al día siguiente, y, dentro de la carroza real, Bernard de Serres contemplaba petrificado al soberano, que sujetaba la cortina de la ventana con una mano enguantada. El tiempo infernal de las últimas semanas había destrozado los caminos y el traqueteo era continuo.
El rey no había querido separarse de él desde que habían dejado la cabaña del arlesiano, como si fuera un talismán. Había insistido en que se quedara a su lado incluso mientras su médico le atendía, y había hecho que el físico se ocupara también de sus costillas rotas. Luego habían almorzado una sopa de cebolla y unas perdices en amigable silencio. No parecía importarle que fuera incapaz de pronunciar palabra.
Bernard hubiera preferido hacer el viaje de vuelta a París a caballo, pero Luis XIII había insistido en que le acompañara en su carroza. Allí podría descansar su cuerpo molido y ambos estarían más tranquilos. La verdad era que el monarca llevaba callado casi todo el trayecto. Sólo había hecho un par de comentarios sobre el efecto que las abundantes nieves podían tener en los cultivos que dormían, esperando la primavera, y Bernard lo agradecía. No tenía ganas de hablar. Había pasado todo el día luchando por mantener la espalda tiesa y el semblante amable, pero llevaba el estómago en la garganta. Lo que el cuerpo le pedía era derrumbarse y echarse a llorar como un niño. Había salvado al rey, sí, pero a costa de traicionar a todos los suyos.
Y aún quedaba el juicio. A buen seguro el rey esperaba de él que contase la verdad de lo que había visto. Como si no fuera bastante con que hubiesen capturado a Lessay por culpa suya…
El conde viajaba en otro carruaje, a poca distancia de ellos, custodiado. Bernard pensó en la generosidad con la que le había abierto las puertas de su casa, sin conocerle de nada, cuando había llegado a París, y apretó fuerte los ojos, intentando borrar la imagen de Luis XIII de rodillas y Lessay a punto de atravesarle con la espada.
Ya le había costado bastante explicar aquella mañana su providencial aparición en la cabaña del arlesiano. No sabía ni cómo se le había ocurrido la historia.
Había contado, trastabillándose, que era Lessay quien le había citado allí. Habían tenido una desavenencia unos días antes y el conde le había despedido de su servicio. Pero él había insistido en reconciliarse con él para poder seguir informando al padre Joseph, tal y como había prometido en la celda del Châtelet, y al final su patrón había accedido a verle. Era él quien había elegido aquel lugar y aquella hora.
La historia hacía aguas por todos lados y, por el modo en que el cardenal le había mirado cuando le habían hecho repetirla en su presencia, Bernard estaba convencido de que no acababa de creérsela. No le extrañaba. Como a los jueces les diera por tirar del hilo, iba a ser incapaz de cruzar el río sin mojarse y sin arrastrar con él al fondo a todos los que le habían protegido desde su llegada a París sin sospechar que era un patán que destruía todo lo que tocaba.
Y luego estaban las brujas; sólo pensar en ellas le causaba sudores fríos.
De la baronesa de Cellai no sabía nada de nada. Se la imaginaba agazapada en alguna habitación recóndita del castillo, junto a esas muñequitas que atrapaban el alma de las personas. Pero María de Médici había acudido la primera a las habitaciones de Luis XIII a interesarse por su estado, y había pedido conocerle. Él se había acercado tragándose el miedo y buscando madera que palpar con la mano. Los ojos de la reina madre se habían llenado de súbita fiereza. Le había tocado la cara, como si quisiera aprenderse sus rasgos de memoria, y le había dicho:
—Ya me he enterado de que es a vos a quien debo que mi hijo siga con vida, monsieur. No lo olvidaré, podéis estar tranquilo.
Bernard había respondido con una reverencia profunda, deseando que se lo tragara la tierra. Sólo él sabía que aquella aparente cortesía era una condena a muerte.
No había tenido valor para preguntarle por Madeleine. ¿Con qué excusa podía hacerle una pregunta así en público? Había pasado el resto del día sin saber si estaba viva o muerta o si le había sucedido algo aún más terrible y que no se atrevía ni a imaginar.
Hasta que había bajado al patio, detrás del rey, listo para partir, y mientras aguardaba a que Luis XIII se instalara en el coche, había visto descorrerse el cortinaje de una de las ventanas del primer piso y la había reconocido. Estaba muy pálida y su carita seria era lo más triste que había visto en su vida, pero estaba viva.
El alivio le había inundado el pecho. Pero ella se había quedado mirándole, apenada e inmóvil como una muñeca, y Bernard había sentido que se le pinzaba el corazón. La voz del rey, llamándole por su nombre para que entrara en el coche, le había sobresaltado y casi al mismo tiempo había visto una mano femenina que agarraba a Madeleine por el brazo y la hacía alejarse de la ventana.
No sabía si su intervención había contribuido o no a salvarle la vida pero, en cualquier caso, ahora les pertenecía a ellas.
El traqueteo del coche le devolvió al presente. Luis XIII había soltado por fin la cortina:
—Si queréis, podéis echar una cabezada. Dios sabe cuánto tiempo lleváis sin dormir.
Bernard hizo un esfuerzo por enderezarse. Le cohibía que el rey se mostrara tan cercano:
—Gracias, sire. Me encuentro bien.
Los gruesos labios de Luis XIII se curvaron en una sonrisa tímida:
—Me gustaría recompensaros como os merecéis. Aunque haya sido la Providencia la que os haya llevado al lugar preciso en el momento justo esta mañana, el brazo que blandía la espada era vuestro.
Bernard se revolvió en su asiento. No sabía cómo responder sin enfangarse aún más. Aceptar el agradecimiento del rey por salvarle la vida equivalía a afirmar que Lessay había intentado matarle. Cada muestra de amistad del soberano le convertía en un mayor traidor.
—Sire, yo soy un hombre sencillo. Ni siquiera entiendo muy bien lo que ha pasado.
—No me sorprende. En cierto modo, parece que todo hubiera sido orquestado por los hados. —El rey bajó la voz, como confesando algo deshonroso—. Yo también llegué hasta la cabaña del arlesiano sin saber bien cómo ni por qué. De casualidad. Siguiendo a mis perros.
Tenía un brillo febril en la mirada que alertó a Bernard. El rey había recibido los tres mensajes de Jacobo. Tenía que saber que todo lo que había ocurrido aquella mañana en el bosque estaba escrito. Tenía que saber de su madre y de las brujas. Pero ¿qué quería de él? ¿Que confirmara cuanto temía o que le tranquilizara? Si cuando la vida de Luis XIII aún corría peligro habría sido una locura acusar a la reina madre de hechicería, más lo era ahora. No. Ya había terminado todo. El rey había sobrevivido y con eso bastaba. Lo único seguro era aferrarse a su papel de rústico:
—Mi padre siempre decía que lo que parece casualidad no es más que nuestra ignorancia de los planes de Dios.
Luis XIII se arrebujó en su capa:
—Dios… o el diablo. ¿Quién sabe? —Bernard no habría sabido decir si al rey le había aliviado su respuesta o le había decepcionado. Pero después de un rato de silencio, Luis XIII volvió a mirarle a los ojos, insistente y esperanzado—. Decidme, vos encontrasteis los mensajes del rey Jacobo de Inglaterra. ¿Llegasteis a leerlos?
El corazón comenzó a galoparle descompasado:
—No. —Se mordió la lengua. Luis XIII no se lo iba a creer—. Es decir, sí, los miré, pero como no entendía nada, no hice mucho caso.
El rey le contempló un momento, ensimismado. Bernard intuía que había esperado algo más de su charla. Quizá por eso había insistido en viajar a solas con él en su coche. Y le estaba desencantando.
—Es igual. —El monarca se quedó callado un rato, arrebujado en su capa, antes de hablarle otra vez—: Vuestras tierras están en Pau, ¿no es así? Me gustaría erigir vuestro señorío en baronía, en agradecimiento. Y daros una posición en la Corte.
Bernard se enderezó de golpe, sorprendido. El rey iba a concederle un título. ¿Estaba hablando en serio? Durante un instante se olvidó de sus angustias. Barón de Serres. No sonaba nada mal. Pero fue algo muy breve. ¿De qué valía una dignidad como aquélla si iba a morir sin descendientes en cuanto alguno de los muchos enemigos que se había hecho le pusiera la mano encima? Lo que necesitaba era poner tierra de por medio.
Se armó de valor:
—Sire, os agradezco profundamente vuestra generosidad. No puedo ni imaginarme lo orgulloso que estaría mi padre si viviera, y llevaré el título que me otorgáis con el mayor orgullo. Pero… Me temo que la Corte no es sitio para mí en estos momentos. Si fuera posible, me gustaría dejar París.
Luis XIII no podía tener idea ni de la mitad de la gente que quería verle muerto. No eran sólo las brujas. Bouteville, Marie y seguro que algunos más debían de andar ya detrás de su pellejo. Pero tenía que comprender que su acción le había puesto en una posición muy difícil.
—Está bien. —Parecía decepcionado—. Si eso es lo que queréis.
Bernard tragó saliva:
—Hay otra cosa, sire.
Era algo que llevaba pensando todo el día y que no se había atrevido a decir hasta ahora. Quizá no volviera a tener otra oportunidad.
—Le habéis salvado la vida a vuestro rey, podéis hablar sin timidez, monsieur.
—No sé si se trata de un atrevimiento por mi parte. Vuestra majestad ya ha sido suficientemente generosa, pero… Os ruego que tengáis clemencia con el conde de Lessay. —Había ido bajando la voz según hablaba y la última palabra fue apenas un susurro.
La reacción del rey fue inmediata. Se echó hacia delante y sus ojos se convirtieron en dos rendijas negras llenas de odio:
—¿Clemencia? Monsieur de Serres, en casos de lesa majestad, no hay nada más inhumano que la clemencia —escupió entre dientes—. No volváis a pedirme algo así. Ni a pensarlo siquiera.
Bernard agachó la cabeza. Mejor retroceder o empeoraría las cosas aún más:
—Perdonad si os he ofendido, sire. Soy sólo un campesino ignorante.
La voz del rey se tiñó de un odio venenoso:
—Sabed que vuestra fidelidad ciega hacia ese traidor no es ninguna virtud. Si tuvierais idea de todo lo que… —se interrumpió a media frase. La confianza que le había demostrado a lo largo del día se había borrado de su expresión de un plumazo—. No importa. Será mejor que os marchéis de París cuanto antes, ya que tanto lo deseáis. Le escribiré a mi hermana, la reina de Inglaterra. Os encontrará acomodo en la Corte de Londres.
Bernard trató de inclinarse, en agradecimiento, pero con las costillas vendadas sólo consiguió esbozar un movimiento envarado.
—Gracias —dijo sin más. No se le ocurría otra cosa.
El rey se reclinó en el asiento y se subió la capa a modo de embozo, dando la conversación por terminada. Bernard aguardó un buen rato, sin atreverse siquiera a pestañear, y luego descorrió disimuladamente la cortina. A lo lejos se intuían ya las murallas de la ciudad. El crepúsculo le daba un aire fantasmal que le estremeció. Deseó que el carruaje fuera mucho más lento para no tener que llegar nunca.
Inglaterra. Lo mismo le daba un sitio que otro mientras estuviera lejos.
Un cuervo solitario voló hacia la carroza graznando como un loco. Sobresaltado, Bernard corrió la cortina con tanta violencia que arrancó el remate de flecos del cordón y se quedó con él en la mano. Levantó la vista, alarmado.
Pero el rey no se había dado cuenta. Estaba dormitando en su rincón, con la respiración serena y la conciencia, sin duda, tranquila.
El conde de Lessay apretó el puño con fuerza, hasta que los nudillos se le amorataron, y luego abrió los dedos lentamente, extendiéndolos cuanto daban de sí y sintiendo cómo los tendones se estiraban sobre los músculos y los huesos.
El primer acto de un suplicio por regicidio consistía en cortarle al reo la mano que había atentado contra la vida del rey. Eso, si el criminal tenía suerte. Otras veces, el verdugo le atravesaba la palma con un puñal y arrojaba azufre hirviendo sobre la herida.
En la penumbra, apenas podía distinguir las rayas entrecruzadas que le surcaban la palma. La única que sabía distinguir era la de la vida. No parecía muy larga. La recorrió con el pulgar de la otra mano y, de pronto, los dedos empezaron a temblarle y tuvo que cerrar el puño para contenerlos.
Se forzó a no levantar la vista para no ver si sus dos guardianes se habían dado cuenta. La custodia estrecha a la que estaba sometido exigía que permanecieran siempre junto a él, día y noche, dentro de la misma celda, obligándole a mantener el dominio sobre sí mismo sin descanso.
Eran dos fulanos que le habrían destrozado los nervios al mismo santo Job. Uno grande, cachazudo, no paraba de mascar tabaco. El otro, pequeño, con el pelo lanoso de un rubio sucio y los dientes prominentes. Un buey y un borrego. La imaginación no les alcanzaba ni para matar el tiempo jugando a las cartas y desde que estaban allí encerrados no habían interrumpido su vigilancia intensa y muda más que para quejarse por la comida y el frío.
Exasperado, se tumbó sobre el camastro de paja y se cubrió con la capa, tratando de conciliar el sueño. Había pasado ya dos noches dando vueltas en aquella yacija incómoda e infectada de pulgas y apenas había conseguido pegar ojo.
Los dedos se le fueron solos al amuleto que llevaba colgado del cuello. La manita negra de Leonora Galigai. No era que le hubiese protegido mucho, pero acariciarla le llevaba siempre de vuelta a la iglesia de Saint-Séverin y al momento en que Valeria se la había arrebatado, mientras la hacía suya sobre la piedra del altar. Y Dios sabía lo que necesitaba de recuerdos agradables en aquel agujero húmedo y oscuro.
Sus carceleros habían demostrado un negro sentido del humor al encerrarle precisamente en aquel calabozo del Palacio de Justicia. Se hallaba en la misma torre en la que había pasado sus últimos días el capitán de la Guardia Escocesa que le había arrebatado la vida al rey Enrique II en un torneo. En la misma celda en la que había estado recluido François Ravaillac, el asesino de Enrique IV, antes de su ejecución. Cerró los ojos, tratando de no pensar. Deseaba dormir un poco antes de que regresaran los dos consejeros del Parlamento con su escribano y continuaran los interrogatorios.
El día anterior las sesiones habían comenzado antes del alba, en el mismo calabozo. Él lo había negado todo con tan pocas palabras como le había sido posible. No. Jamás había atentado ni planeado atentar contra la vida del rey. Luis XIII se había arrojado contra él sin previo aviso, confundiéndole quizá con un bandido. No había hecho más que defenderse. La herida de Su Majestad era accidental.
Los magistrados no le habían creído, por supuesto. En ninguna cabeza cuerda cabía que el rey hubiese desenvainado contra un súbdito pacífico sin motivo, poniendo su propia vida en la balanza; ni que hubiese confundido con un bandido a un hombre al que trataba desde la infancia. Lessay no podía reprocharles su escepticismo. Ni siquiera él comprendía aún lo que había pasado en aquel claro. Por qué Luis XIII se había arrojado sobre él como un poseído, ni por qué Holland no había aparecido. No le habían permitido comunicarse con nadie desde su detención, ni cara a cara, ni por escrito, así que no sabía nada.
Tampoco tenía mucha importancia. Por una vez en su vida no tenía ánimo de especular. Sabía que estaba condenado. No había vuelto a ver al rey más que unos instantes, antes de subir al coche que le había conducido de Saint-Germain a París. Pero en el modo en que los ojos de Luis XIII habían rehuido los suyos había leído de forma inequívoca su sentencia de muerte.
—¿Qué hacíais en ese lugar cuando todo el mundo os creía en el castillo del duque de Chevreuse? —El más joven de los dos investigadores era un imbécil que por algún motivo pensaba que su situación le daba derecho a hablarle en cualquier tono.
—Me habían llegado rumores de que el rey estaba dispuesto a perdonar mis faltas. Quería presentarme ante él.
—Eso podría explicar vuestra presencia en Saint-Germain, monsieur, pero no por qué os encontrabais escondido en una cabaña abandonada, en mitad del bosque. ¿Estabais aguardando a lord Holland? ¿Por qué? ¿Qué teníais que tratar con él?
—No estaba aguardando a nadie. No sé por qué mencionáis a lord Holland.
Los interrogatorios habían continuado en el mismo tono durante todo el día, con breves descansos, en los que volvía a encontrarse a solas con el bovino y el ternasco. Y él había seguido dando una y otra vez las mismas respuestas, a sabiendas de que no se sostenían, y con la incertidumbre de no saber si los jueces habían averiguado algo que él ignorara.
Aquella mañana, en cambio, había venido a buscarle a primera hora un exento, acompañado por cuatro arqueros, y le había pedido que le acompañara. No le había quedado más remedio que apoyarse en el hombro del borrego para seguirle por las bóvedas del viejo castillo, renqueando, hasta la base de la torre Bombec. Unos escalones les habían conducido hasta el sótano y a una pequeña puerta de gruesa madera que habían tenido que atravesar agachando la cabeza, para acceder a una estancia estrecha, sin ventanas, e iluminada con antorchas.
La colección de ominosos artefactos de cuerda y madera que había en medio de la sala despejaba todas las dudas acerca del lugar donde se encontraba.
Había saludado cortésmente, decidido a no mostrarse intimidado. A buen seguro aquello no era más que la representación teatral que permitía la ley: mostrarle al acusado los instrumentos de tortura para meterle el miedo en el cuerpo y hacer que confesara. No significaba en absoluto que estuvieran dispuestos a aplicarla. Y menos a alguien de su condición.
Acto seguido, los interrogadores le presentaron los instrumentos uno a uno, explicándole cómo se utilizaban. Los terribles borceguíes que destrozaban las piernas, introduciéndose en la carne; la mesa de madera donde tendían a los prisioneros con el torso desnudo para obligarles a tragar cántaros de agua hasta que el estómago se llenaba y boca y nariz quedaban sumergidas; el potro, que dislocaba los huesos; la polea mediante las que se pendía al reo, con los brazos atados a la espalda, para ir suspendiéndole pesas de los tobillos. Lessay los dejó hablar sin pronunciar palabra. Entendía muy bien el porqué de aquella exhibición.
Los jueces no la necesitaban para llevarle al cadalso. Con la palabra del rey y con todos los testigos de que disponían, les bastaba y les sobraba para sentenciarle legalmente a muerte si así lo deseaban. Pero no querían condenarle sin haber obtenido antes la reina de las pruebas: la confesión. Su nombre les intimidaba, tenían miedo de crearse enemigos inconvenientes. Una admisión pública de culpabilidad les exoneraría de toda responsabilidad.
Y, sobre todo, les incomodaba su insistencia en acusar a Luis XIII de haber echado mano a la espada el primero. Toda aquella parafernalia tenía como fin convencerle de que dejara de obstinarse en una versión de la historia que nadie quería oír y declarara que él era el único culpable.
Pero no les iba a dar el capricho.
Había repetido las mismas respuestas que el día anterior, hasta que el magistrado joven se había acercado a él, untuoso. Tenía un bulto de grasa en la frente del que resultaba difícil apartar la mirada:
—Reflexionad sobre vuestra obcecación, monsieur —le había dicho—. Veo que no os tomáis en serio lo que os acabamos de enseñar. Pero os aseguro que no es ninguna pantomima para intimidaros. El crimen del que se os acusa es muy grave y el canciller ha dado permiso para que se os someta a la cuestión si os empecináis en no confesar.
Lessay achicó los ojos, tratando de averiguar si el patán mentía o si trataba de jugar con él. No tenía la menor idea de si, llegado el caso, sería capaz de resistir las tres sesiones de tormento que permitía la ley. Pero los jueces tampoco podían saberlo. Y si aguantaba, y después de la tortura seguía sosteniendo que era el rey quien le había atacado, la sospecha quedaría en el aire, ponzoñosa, aun después de que le ejecutaran. Y eso era lo último que deseaba nadie. No. Estaba seguro de que no iban a atreverse a tocarle.
Pero, por si acaso, miró de arriba abajo a aquel cretino:
—Pedidle mejor que reflexione al canciller, monsieur. Porque si me asisten las fuerzas, os aseguro que no pienso ayudar al rey a salir de esto con la cara limpia.
Se dio media vuelta en el camastro, incómodo. No sabía cuántas horas habían pasado desde aquella conversación. Era imposible seguir el curso del tiempo en ese hoyo en penumbra. Pero con sólo recordarla, los latidos del corazón le retumbaban en el pecho y la saliva se le hacía hiel. No conseguía dormir.
Escuchó el cerrojo de la puerta y contuvo el aliento. Otra vez.
Pero en esta ocasión no eran los guardias ni los consejeros del Parlamento. Sorprendido, Lessay vio al cardenal de Richelieu entrar en la celda. Llevaba el solideo y la sotana roja. Detrás de él, un guardia sostenía una antorcha.
Se puso en pie, apoyándose en la cama, pero el ministro del rey alzó una mano:
—Descuidad, monsieur, sé que estáis lesionado. Tomad asiento y yo haré lo mismo.
El guardia enganchó la antorcha en el muro y el cardenal se acomodó en una silla. Lessay se sentó en el borde del camastro, sin soltar palabra. La aparición del prelado le había levantado una expectación en el pecho por la que no quería dejarse llevar.
—No aguardaba vuestra visita.
—He estado leyendo vuestras declaraciones, monsieur. —El rostro delgado del cardenal tenía las mejillas más hundidas que de costumbre y las bolsas de sus ojos parecían más oscuras—. Convendréis en que son poco creíbles.
Lessay reprimió una sonrisa. Intuía que su bravata había tenido éxito. El canciller no se atrevía a someterle a la cuestión. No quería arriesgarse a que mantuviera su versión de lo ocurrido y empezaran a correr rumores. ¿Habría pedido él la intercesión de Richelieu o estaría el cardenal allí por orden del rey? Se encogió de hombros, sin contestar.
Richelieu suspiró y les hizo un gesto con la mano a los dos guardias:
—Dejadnos solos. —El cordero y el buey se miraron el uno al otro y abandonaron la celda, arrastrando los pies. El cardenal apenas aguardó a que salieran. Su voz hasta entonces plácida se volvió metálica y urgente—. ¿A qué estáis jugando, monsieur? ¿De veras pensáis que el rey no sabe que estabais conspirando contra él? ¿Que por eso aguardabais a Holland escondido en esa cabaña?
Lessay se preguntó si el inglés no le había traicionado. Al fin y al cabo, no se había presentado a la cita. Miró a los ojos al cardenal, con la misma placidez fingida:
—No sé de qué me estáis hablando.
Richelieu respondió con una lenta sonrisa, calculada para darle a entender que él sí sabía muchas cosas, y que sólo iba a contarle lo que le resultara conveniente:
—No os preocupéis. Holland niega que haya tenido ningún contacto con vos. Y dado que pasó toda la noche y gran parte de la mañana durmiendo en su cuarto, no tenemos motivo oficial para no creerle. Pero vos y yo sabemos que miente. El rey os escuchó pronunciar su nombre y yo no pongo en duda su palabra. —El cardenal se había ido excitando y le señalaba con un dedo acusador, pero de pronto bajó la voz—. Del mismo modo que no pongo en duda la vuestra cuando decís que no fuisteis el primero en echar mano al estoque.
La sorpresa hizo que Lessay abriera los ojos de par en par:
—Sang de Dieu! Entonces…
—¡Entonces nada, monsieur! ¡Eso no os hace inocente! Tratasteis de matar al rey cuando estaba indefenso. Y si uno de vuestros propios gentilhombres no lo hubiera impedido, habríais cumplido vuestro propósito y habríais huido sin dejar rastro. Merecéis la muerte.
Lessay soltó una imprecación, avergonzado de haber mostrado debilidad para nada, y se puso en pie con un movimiento de rabia. La pierna le propinó un latigazo y tuvo que apoyarse en el muro. Al final iba a desear que se la ataran de una vez a un caballo y se la arrancaran de cuajo.
—¿A qué habéis venido entonces, Richelieu? ¿A hacerme perder la entereza?
—He venido a aconsejaros. A ayudaros. —El cardenal hablaba con suavidad, sin dejarse arrastrar por su tono beligerante—. Merecéis la muerte, Lessay, pero no cualquier muerte. Un hombre de vuestro nacimiento no debería sufrir penas infamantes. Os ofrezco morir como corresponde a vuestro rango: por la espada, decapitado, sin que el verdugo os ponga la mano encima.
Lessay no pudo evitar reírse. Tristes bazas las que tenía para negociar. Una oleada de desesperación le subió a la garganta y golpeó la pared con el puño.
—Iros al infierno —masculló. Aunque bajo la luz naranja de la antorcha y vestido con aquellos ropajes rojos, el cardenal daba la impresión de haberlo traído consigo.
—Lessay, ¿os hacéis una idea del suplicio al que os enfrentáis? Reflexionad. Aún podéis morir con honor.
—No necesito vuestras buenas intenciones. Tengo amigos y parientes que intercederán por mí.
Richelieu elevó los ojos al cielo:
—Vamos, monsieur, ¿tan poco conocéis a vuestro soberano? Os tenía por un hombre perspicaz. No sólo habéis atentado contra su vida. Le habéis humillado. Le golpeasteis. Hicisteis que el rey Muy Cristiano se arrodillara ante vos. ¿Tenéis idea de lo que me ha costado arrancarle la oferta que os estoy haciendo?
Lessay se llevó la mano al talismán del cuello, en un gesto inconsciente de protección.
—¿Qué es lo que queréis a cambio?
—Que admitáis vuestra culpabilidad y dejéis de arrojar sombras sobre el comportamiento del rey. Que confeséis qué era lo que ibais a negociar con Holland. —El conde alzó las cejas y el cardenal le apremió—: Aquí no hay jueces ni escribanos, Lessay, estamos los dos solos. Dejad de hacer comedia. Ambos sabemos que no estabais en Saint-Germain para reconciliaros con Su Majestad. ¿Quién más sabía de vuestra cita con el inglés?
—Nadie sabía nada —mintió. Aquella respuesta era una admisión de su cita con Holland, pero el cardenal tenía razón. No tenía sentido seguir negándolo si querían negociar.
Richelieu sonrió:
—¿Nadie? ¿Ni siquiera vuestros amigos de Chantilly? Montmorency, Vendôme, Bouteville… Ah, y el enviado de la gobernadora española de Flandes, el maestro Rubens. —La voz del cardenal estaba cargada de ironía—. Creo que la reunión fue a primeros de octubre, corregidme si me equivoco. Eso es lo que dicen las cartas de España que hemos interceptado y la declaración escrita de Bernard de Serres. ¿Sigue Inglaterra dispuesta a prestaros tropas?
Lessay no se lo podía creer. Hijo de puta. Richelieu se había estado guardando el as hasta el final, riéndose de él, a la espera de que bajara la guardia. ¿Y cuánto tiempo llevaba la sabandija de Serres espiándole, con esa cara de zamarro inofensivo? No se había equivocado tanto con una persona en su vida.
—No es ningún secreto que Rubens estuvo en Chantilly hace un par de meses —replicó—. Acudió a tomar apuntes para un retrato de los duques. Y Holland ha venido a Francia más de una vez para encontrarse con madame de Chevreuse. No hay crimen en ello. Si Serres os ha contado otra cosa, miente.
El cardenal se puso en pie. Una soberbia sonrisa de triunfo se había tragado de golpe toda la falsa humildad tras la que se escondía. Le tenía cogido por los huevos y lo estaba disfrutando.
—Sed sensato, Lessay. No os empecinéis. Contadles a los magistrados algo que estén dispuestos a creer. Decidles que el rey os sorprendió cuando acudíais a negociar con Holland y en un momento de enajenación decidisteis acabar con su vida. Acabemos todos con esto de una vez.
El cardenal se había acercado a él mientras hablaba. Lessay levantó un brazo para advertirle que no diera un paso más, le dio la espalda y apoyó las manos en la pared. ¿Qué se creía el muy malnacido? ¿Que le iba a dar las gracias por obligarle a escoger entre dos formas de deshonor? No quería deberles nada, ni a él ni al rey. Sólo sentía furia y desaliento.
—¿Qué garantía me ofrecéis?
—¿Cómo?
—Si me confieso culpable. ¿Cómo sé que el rey cumplirá su palabra? —Se giró, belicoso—. ¿Cómo sé siquiera que estáis aquí con su consentimiento? ¿Que, aunque confiese cuanto tengáis a bien inventaros, no voy a acabar de igual modo en mitad de una plaza pública con el cuerpo triturado por tenazas y amarrado a cuatro caballos?
Richelieu alzó las cejas:
—Os doy mi palabra.
Lessay resopló, sardónico. Sentía el contacto del amuleto de Leonora Galigai como si el plomo le ardiera contra la piel. Luis XIII también les había hecho una promesa a los magistrados que habían juzgado a aquella mujer. Les había pedido que la condenaran por «lesa majestad divina y humana» para dar ejemplo, nada más, asegurándoles que él le conmutaría la sentencia en pena de prisión.
Los magistrados le habían creído. Pero al final no había habido indulto y Leonora había terminado en la hoguera.
Le pegó un tirón al talismán, de pura impotencia. La cadena de oro se rompió y se encontró con la manita negra en la palma.
Todo aquello parecía una mala farsa. Leonora Galigai había intentado comprar su vida con un conjuro desesperado y había fracasado porque el rey no la había creído. Ahora, sin embargo, ocho años después, a Luis XIII le torturaban los remordimientos. Había caído en la superstición hasta el punto de convencerse de que era la maldición de aquella mujer lo que le impedía hacerle un hijo a su esposa. Lessay estaba seguro de que si la florentina volviera a ofrecerle una oportunidad, el rey le otorgaría la vida sin dudarlo a cambio del viejo cordón.
Y él, que lo había tenido en su poder, se lo había entregado en un arrebato de cólera a María de Médici para que lo destruyera.
Richelieu seguía plantado frente a él, aguardando. Maldito fuera. Apretó el puño, deseando tener fuerzas para hacer añicos el condenado amuleto.
Y de repente sintió un aleteo en el estómago. Abrió los dedos de la mano, excitado. Le daba miedo pensar siquiera en lo que se le acababa de ocurrir. Era una apuesta arriesgada. Si fallaba, ya podía despedirse de cualquier misericordia. Pero tenía que intentarlo.
Alzó la vista y extendió el brazo, mostrándole el amuleto a Richelieu.
—¿Reconocéis esto?
El cardenal lo acercó a la luz de la antorcha. Tardó un poco en contestar:
—Desde luego. Es el talismán de…
Lessay no le dejó acabar. La impaciencia le podía:
—Llevádselo al rey. Y decidle que también yo tengo un trato que proponerle. Pero que el precio es más alto. —Hizo una pausa—. Quiero la vida.
Luis XIII se acodó en la ventana de su gabinete. Sentía como si el tiempo hubiera retrocedido casi una década. Tenía quince años otra vez y, asomado a ese mismo lugar, trataba de decidir si debía concederle la gracia a Leonora Galigai, tal y como les había prometido a los jueces, o dejar que la ajusticiaran.
Nunca hubiera pensado que tendría que volver a enfrentarse al mismo dilema. ¿Se trataba de una burla del cielo o de una segunda oportunidad?
Imposible saberlo. Lo único cierto era que en lo alto conocían el secreto que llevaba guardado, como una mancha de hollín en el alma, sobre lo que había ocurrido de verdad en Saint-Germain. No le había dicho a nadie que él había sido el primero en empuñar el arma. Que el miedo y la superstición le habían llevado a atacar al conde de Lessay, cuando éste ni siquiera había sacado su espada de la funda.
Aunque intuía que el cardenal lo sabía. Él era el único que podía entender qué significaba que todo hubiera ocurrido precisamente en la cabaña del arlesiano. El único que había oído hablar del licueducto. Y después de regresar al palacio, había sentido su curiosidad de inmediato. Por eso había querido volver a París en el acto, antes de que el bosque le susurrara sus secretos al prelado y a todos los que le acompañaban.
Por un momento había pensado, tontamente, que el gentilhombre que le había salvado la vida podría comprenderle. Él tenía que saber hasta qué punto habían sido todos piezas de un destino oscuro. Pero Bernard de Serres había resultado ser un espíritu sencillo, que ni siquiera entendía lo que había pasado. Y que parecía más preocupado por que le concediera la gracia a Lessay que agradecido de su favor. Le había ofrecido alojamiento en el Louvre cerca de su pabellón, porque el muchacho no tenía a dónde ir, pero ahora ansiaba deshacerse de él en cuanto fuera posible e Inglaterra era la mejor solución. En cuanto les ofreciera su testimonio a los jueces y rodara la cabeza del conde.
Exhaló otro suspiro, hondo y solitario. Su madre le había invitado a almorzar en sus apartamentos y hacía un rato largo que le esperaba. Pero temía el breve trayecto hasta su estancia y los asaltos de los nobles que, sordos a su categórica determinación, llevaban dos días acosándole para pedirle la gracia para el criminal. Los Rohan y los Montmorency, su propio hermano Gastón, los bastardos Vendôme; individuos que le resultaban odiosos y otros que gozaban de su aprecio, como Chevreuse o Hercule de Montbazon. El mismo marqués de La Valette. Aquella mañana, a la salida de misa, había tenido que enfrentarse a la condesa de Lessay, que se había arrojado a sus pies y le había suplicado entre lágrimas, asistida por una sobrina del cardenal. Incluso a su misma madre había tenido que prohibirle que volviera a mencionar el nombre de Lessay si quería recibir sus visitas.
Aquel enjambre de inoportunos que le mantenía cercado en sus apartamentos era lo que le había decidido a ceder a las insistencias del cardenal, empeñado en que le permitiera visitar al conde en su celda y tratar con él. Si conseguía que confesara de una vez, terminaría el purgatorio.
Pero el regreso de Richelieu no le había traído más que duda y zozobra, en la forma de un objeto cuya vista le había producido de inmediato un nudo en el estómago: el talismán que la italiana Leonora llevaba colgado del cuello día y noche cuando él era un niño.
—Monsieur de Lessay dice que lo encontró entre las posesiones de la vieja de Ansacq —le había explicado el cardenal—. Y asegura que tiene en su poder otro objeto de Leonora Galigai que apareció en el mismo sitio. Algo que la italiana os arrebató antes de su ejecución y cuyo valor sólo vuestra majestad conoce. No ha querido decirme más, insiste en que es un asunto confidencial. Le he permitido ponerlo por escrito, en privado, por si realmente era importante.
Richelieu le había tendido un papel lacrado. Era obvio que se moría de curiosidad por saber lo que decía. Él se había quedado inmóvil, sin atreverse a cogerlo. No podía ser. Al final, se lo había arrancado al cardenal de las manos de golpe y le había pedido que le dejara a solas.
Lo había leído con el corazón temblando y sus sospechas se habían confirmado. No sabía cómo conocía Lessay la historia, pero el malnacido aseguraba que tenía en su poder el cordón con el que Leonora Galigai había anudado el destino de su dinastía, así como el conjuro escrito de la mano de la bruja. Se ofrecía a entregárselos. Y prometía secreto absoluto. A cambio de que le perdonara la vida.
La misma oferta que hacía ocho años.
Se apartó de la ventana y apoyó las manos en la mesa. Aún tenía muchas dudas sobre lo que había sucedido en el bosque de Saint-Germain, dudas para las que a buen seguro nunca encontraría respuesta. Pero una cosa sabía con absoluta certeza: Lessay había querido matarle. De rodillas, como a un esclavo. Lo había visto en sus ojos. Le había visto preparar la estocada. Y ahora pretendía comprar su salvación cínicamente. ¡Una muerte digna era ya más misericordia de la que merecía! Tanta desvergüenza le sublevaba.
Pero no hacía menos real su antigua culpa ni sus remordimientos. Ni el recuerdo de Leonora. ¿Y si Dios sólo le había mostrado clemencia en Saint-Germain para darle la ocasión de ejercerla a su vez? ¿Y si estaba ofreciéndole una oportunidad de enmienda?
El cardenal decía que los reyes estaban más expuestos a la cólera divina que los particulares. Y él había pensado tantas veces que no era la maldición de Leonora, sino el cielo, quien no le permitía tener herederos… Para castigarle por lo que había hecho.
Quizá si ahora le daba la oportunidad de recuperar el cordón, era que por fin había aceptado su contrición. Por fin iba permitirle proporcionarle un Delfín a Francia.
Los dedos de la mano zurda se le enredaron en las agujetas de seda gris que usaba para atarse los calzones aquel día. El cordón que le había robado Leonora Galigai era de color verde, con hilos de oro; no se le había olvidado. Por más que el tiempo hubiera difuminado algunos detalles de su memoria, estaba seguro de que lo reconocería si lo viera.
Con la esperanza palpitándole en el pecho, mandó llamar al cardenal, que aguardaba en la antecámara.
—Si fuera verdad que Lessay tiene en su poder algo que me pertenece —preguntó sin más preámbulo—, algo que incumbe al bien de la Corona y de toda la nación, ¿consideraríais una claudicación por mi parte concederle la vida?
Richelieu torció la cabeza. Sufría por no saber qué le ocultaba. Pero había secretos que no estaba dispuesto a compartir con nadie:
—Consideraría que vuestra majestad se comporta con sabiduría —respondió por fin el cardenal—, ya que puede hacerle pagar su crimen al conde de igual modo, encerrándole a perpetuidad en cualquier prisión y quitándole la libertad de disfrutar de la vida que le concede; y al mismo tiempo, obtener el reconocimiento de la nobleza de la Corte por su misericordia.
Confortado por la aprobación de su ministro, le pidió que le acompañara, mientras meditaba sus palabras, y descendieron la escalerilla que conducía a los apartamentos de la reina madre. La había mantenido a distancia desde el regreso de Saint-Germain, sin una verdadera razón.
Aquél era otro tiznón de sucio bochorno. ¿Cómo había podido dejar que la superstición le arrebatara de un modo tal que había llegado a creer posible lo innombrable? Fuera Dios o el diablo quien le había conducido hasta la cabaña del arlesiano, nada había tenido que ver su madre con lo que había ocurrido entre él y Lessay. Era una ignominia haberla pensado capaz de la abominación criminal de la que su corazón la había creído responsable.
Una culpa más que añadir a los malditos mensajes del rey Jacobo, que le habían trastocado la cabeza con cuentos de brujas, amenazas en latín y falsas profecías, hasta hacerle cometer el pecado de ir al encuentro de su propia muerte, acometiendo arrebatado al conde de Lessay.
Miró de reojo al cardenal. Le habría gustado conocer qué pensaba de todo aquello. Pero si ni siquiera cuando su vida corría aún peligro se habían atrevido ninguno de los dos a dar voz a sus temores sobre el significado que podía tener el mensaje de la madre asesina, menos aún podían hacerlo ahora, que había quedado claro que lo habían malinterpretado. Estaba convencido de que Richelieu sentía un deseo tan ardiente como el suyo de enterrar en lo más profundo aquellas inmundas sospechas.
Cierto era que aún quedaban enigmas relacionados con las endemoniadas cartas inglesas. Aunque no contuvieran más que paparruchas, los asesinatos de los mensajeros y el paje del rey Jacobo habían sido reales, las idas y venidas de Angélique Paulet igualmente misteriosas… Quizá con el tiempo lograsen resolver el enigma. Pero no había ningún indicio de que tuvieran nada que ver con su madre.
Iba tan ensimismado que se sobresaltó al toparse con dos damas a los pies de la escalera. Una era la duquesa de Montmorency, que se retiró de inmediato con una disculpa. La otra, una jovencita desconocida, con un bonete en la cabeza, que se limitó a mirarle despavorida. Pasó por delante de ellas, rápido, antes de que la duquesa se atreviese a importunarle con más peticiones de clemencia.
Richelieu le dijo al oído:
—Se trata de mademoiselle de Campremy, sire. La damita de Ansacq. Desde que le disteis permiso para regresar, la protegen los duques de Montmorency. Vuestra madre también le ha tomado afecto. Circulan rumores sobre ella. —El cardenal bajó la voz—. Dicen que es hija de monsieur de Épernon.
El rey giró la cabeza. La duquesa de Montmorency había cogido de la mano a la muchacha y le murmuraba algo al oído. ¿Cómo se atrevían a traérsela a su propia casa para que le acusara con esa mirada silenciosa?
—¿Por qué no habla? ¿Me tiene miedo?
—No puede, sire. Ha perdido la voz.
—¿Muda? ¿Acaso…? —Le habían dicho que en Ansacq no habían llegado a torturarla. Pero quizá sólo la impresión del proceso, el miedo, en un alma tan joven…
—No sabría decirle a vuestra majestad, pero creo que ha sido algo reciente. Nada que tenga que ver con lo que ocurrió.
Luis XIII sacudió la cabeza. Qué sabía el cardenal… Todo tenía que ver. Aquella niña era otra inocente a la que había estado a punto de enviar a la hoguera. Su presencia allí parecía un aviso más de la Providencia, que le exigía que sacrificara su rencor y sus deseos de venganza a cambio de un heredero.
Se detuvo antes de atravesar la puerta que daba acceso a los apartamentos de su madre:
—Monseigneur, quiero que regreséis al Palacio de la Cité. Decidle a Lessay que si es algún tipo de treta no tendré misericordia. Pero que si es verdad que tiene lo que dice, le concederé la vida.
La baronesa de Cellai atravesó la puerta principal del hôtel de Lessay, en silencio. El vestíbulo estaba en penumbra y su sombra flotaba dentro del círculo de luz tembloroso del candelabro que portaba el lacayo que la había recibido. Iba envuelta en una capa de piel de lobo que le arrastraba por el suelo, con el semblante escondido bajo la capucha, y podía sentir la desconfianza que emanaba del cuerpo del sirviente igual que si se tratara del olor a podredumbre de un cadáver. Pero no quería mostrar el rostro si no era necesario.
Llevaba días sumida en una nube de humor tan negro que ni siquiera había salido de casa, temerosa de que su ira asomara por debajo del hábito de devota que estaba obligada a revestir en público. Estaba débil, agotada y vacía. Le había costado horas decidirse a realizar aquella visita.
Alzó la vista antes de emprender la subida de la escalera de piedra. La barandilla labrada y los sólidos peldaños se iban difuminando hacia arriba en un vacío de oscuridad solemne. La saboreó con fruición.
Era la segunda vez que entraba en aquella casa. La primera, había sido la noche de la fiesta de los astros. Volvió a ver en su mente a los invitados pavoneándose por las salas suntuosas, iluminadas por innumerables lámparas de brazos, compitiendo por hacerse notar. A los sirvientes atareados que atravesaban a toda prisa el suelo ajedrezado de losas blancas y negras. La casa rezumaba vida, música y excitación.
Ella, en cambio, había tratado de pasar desapercibida mientras buscaba a la Doncella entre el gentío. Había salido de su reclusión sólo para verla, aunque fuera a distancia. No se había permitido más que la licencia de zaherir el orgullo de un pobre astrólogo, por el placer estéril de discutir con alguien, sin creer siquiera en las tesis que defendía.
Pero luego la noche se había torcido de golpe, hasta acabar en desastre.
Había accedido a acompañar a Lessay a la soledad del jardín porque sabía que maître Thomas había escapado a los dos asesinos de Mirabel y sospechaba que él le protegía. Pero sus acusaciones y amenazas la habían alarmado mucho más de lo que había dejado entrever, y había cometido el error de provocarle en vez de calmarlo. No le había quedado más remedio que adormecer su voluntad para asegurarse de que no la atacara de momento, confiando en que lograría encontrar al secretario de su marido a tiempo.
Cuando se había tropezado con maître Thomas de regreso a los salones no había podido creer en su fortuna. Y no había querido dominar el impulso pueril de demostrarle al conde de lo que era capaz. De enseñarle a respetarla.
El pobre escribano era quien había sufrido las consecuencias. Se vio a sí misma agazapada en la pequeña escalera de servicio, tanteando con las manos las paredes para filtrar el ruido de las decenas de inocentes que se divertían, desenfrenados. Su ira había explotado incontenible al encontrar por fin el escondite de aquel desgraciado. Había sacrificado sus fuerzas con gozo, obligándole a someterle su albedrío y a darse muerte a sí mismo.
Había pagado muy caro el alarde. Y no sólo en su cuerpo. Había pasado días encerrada, combatiendo los delirios y la fiebre, hasta que había logrado volver a cerrar su espíritu a la oscuridad y a los aullidos que se habían colado en su alma mientras las entrañas de maître Thomas ardían. Las puertas entre este mundo y el otro no se abrían nunca impunemente.
Pero eso no era lo más grave. Durante su postración, no sólo se había desencadenado el desastre de Ansacq, sin que ella pudiera hacer nada, sino que los nudos con los que mantenía dormida la desconfianza de Lessay se habían desatado. A partir de ese momento había tenido que sobrevivir con las pocas fuerzas que le restaban hasta que llegara el momento de derramar la sangre del rey, debilitada y vulnerable, perdida toda posibilidad de control real sobre quienes la rodeaban.
Y todo había culminado en ese momento incomprensible, en los sótanos del castillo viejo de Saint-Germain, en que las hebras del destino se habían deshecho entre sus manos frente al grito mudo de la Doncella aterrorizada y la mirada desorientada y yerma de la Matrona. El vacío había sido tan lacerante como si le hubieran arrancado las vísceras de cuajo.
Se arrebujó en la capa, presa de un intenso escalofrío, y saludó con un gesto a una muchacha de aspecto fresco y desenvuelto que había salido a buscarla al rellano.
Madame de Lessay la aguardaba en su dormitorio. Estaba envuelta en una gruesa piel de marta y tenía el cabello sujeto con unas simples cintas. Parecía un pajarillo indefenso. Un candelabro con tres velas blancas le iluminaba el rostro pálido y con una mano acariciaba un cartapacio negro que había sobre la mesa a la que estaba sentada. Le hizo un gesto para que se sentara a su lado:
—Os agradezco que hayáis venido finalmente, madame.
La baronesa se bajó la capucha con parsimonia:
—Disculpad lo intempestivo de la hora. He venido tan pronto como me ha sido posible. —No era verdad. Había estado a punto de no responder al billete, nervioso y apresurado, que aquella mujercita le había enviado a media tarde, pidiéndole que fuera a verla para tratar de un asunto urgente que requería discreción absoluta. Pero al final la curiosidad la había derrotado. Los ojos se le fueron al vientre que la condesa protegía con una mano crispada—. Siento mucho vuestra pérdida.
Madame de Lessay asintió, en silencio, y agarró la mano de su criada. Casi sin darse cuenta, Valeria permitió que su conciencia se deslizara hasta tocar la de la dama y se dejó invadir por el dolor que le había dejado ese hijo que habían enterrado sin siquiera ponerle nombre. Ella sabía desde hacía tiempo lo que iba a suceder. Lo había visto en los sueños que la esencia de beleño negro le provocaba a su amante las noches que pasaban juntos. Pero ¿de qué habría valido anunciarle que la vida de su primogénito iba a truncarse antes de llegar a ser? ¿Que la guardiana de las puertas no iba a permitirle cruzar con éxito al mundo de los vivos? No había nada que nadie pudiera hacer.
Su anfitriona extendió una mano menuda y volvió a señalar la silla:
—Por favor, sentaos.
Sus enormes ojos de cierva brillaban, inquisitivos. Tenía la frente despejada y la boca pequeña. Valeria se imaginó a Lessay besando aquellos labios suaves con la misma voracidad con que mordía los suyos y se le escapó una sonrisa incrédula. Aquella damita no era más que una niña que había crecido encerrada en un convento y no sabía del mundo más que lo que le contaban sus poetas.
—Espero de todo corazón que el rey se apiade de vuestro marido, madame —le dijo—. Rezo por ello varias veces al día.
—Gracias. Me conmueve vuestra preocupación. Supongo que tratabais al conde a diario en la Corte —contestó la condesa, con una singular reserva—. Decidme, ¿le conocéis bien?
Valeria se puso en guardia. La pregunta ocultaba un recelo que no podía precisar pero que no eran celos de esposa. Se concentró, en vano. Los pensamientos de la condesa eran un torbellino impenetrable.
—Apenas —respondió, con cautela. Hablar de Lessay reavivaba aún más su bilis negra. Si todo hubiera salido bien, ese hombre debería estar ya muerto y enterrado—. Le estoy muy agradecida por su generosidad tras la muerte de mi esposo, pero tenemos pocos intereses en común. Llevo una vida muy recogida.
—Yo también quería mucho a monsieur de La Roche. Era tan cariñoso, tan sabio… —La condesa se cubrió la boca con un pañuelo—. Cada vez que me acuerdo de la muerte tan terrible que tuvo…
Las lágrimas le rodaron por las mejillas y Valeria la observó en silencio. La condesita no lloraba sólo por La Roche. El niño muerto y la inminente ejecución de su marido habían exacerbado sus nervios. Pero había algo más… Otra pena. Otra muerte que le lastraba el alma. Le era imposible ver claro.
—Terrible en verdad. Fue muy doloroso.
Madame de Lessay alzó los ojos con una insólita expresión de suspicacia y pidió a la criada que las dejara solas. Posó la mano sobre el cartapacio que había sobre la mesa y, en cuanto la muchacha cerró la puerta, espetó sin preámbulos:
—Aquí hay algo que seguramente os interese. —Abrió el portafolios. Dentro había varios papeles. Escogió uno y se lo entregó sin decir nada.
Valeria no necesitó leer más de dos líneas. Era una de las cartas que su marido le había escrito a Lessay antes de morir. Era tan agresiva como se había imaginado. La acusaba de ser un instrumento del demonio y de querer acabar con su vida. ¿Cómo habían llegado esos papeles a manos de la condesa?
Lo depositó sobre la mesa, fingiendo indiferencia:
—Es una lástima que el conde no destruyera estas cartas. ¿Por qué conservar testimonios de lo enturbiado que tenía mi esposo el juicio en sus últimos días y manchar así su memoria?
La mujercita tenía el chal agarrado con una mano. La miraba con dureza:
—Yo no sé si vuestro esposo tenía sano el juicio o no, madame. Sólo sé lo que decía en esas cartas. Y hay algo más. —Escogió otro papel y leyó, con voz temblorosa—: «Yo te ato, Michel, ato tus palabras y tus acciones, así como tu lengua…».
Valeria lo reconoció en el acto. Era el conjuro que había deslizado bajo la almohada de su marido y que maître Thomas le había robado. Madame de Lessay no conocía su letra. No podía estar segura de que lo hubiese escrito ella. Pero lo sospechaba.
—Será mejor que no sigáis leyendo. Hay cosas con las que no se juega —advirtió, con acento duro. La condesita la miró, asustada, y dejó caer el papel encima del montón como si quemase. Ella le dedicó una sonrisa pérfida—. ¿No me digáis que os he intimidado? ¿No creeréis en hechicerías?
El susto hizo que los pensamientos de madame de Lessay se fundieran en un solo punto gris, que concentró todo su miedo y su indignación:
—¿Eso qué más da? Lo que importa es que al parecer vos sí. Aunque lo que haya escrito en este papel sea un disparate, demuestra que deseabais la desgracia de vuestro esposo. Y no hace falta creer en la magia para administrar venenos —replicó, sofocada—. Había resuelto ser diplomática, pero no puedo. Fingís piedad, inocencia… cuando habéis sido la destrucción de un hombre bueno.
La voz se le quebró. Volvió a esconder la boca en el pañuelo y Valeria volvió a entrever otra pena con el rostro de otro muerto en sus llantos, pero no podía concentrarse en eso ahora. Estaba tentada de levantarse, apoderarse del paquete y arrojarlo al fuego. Bastantes problemas le había causado su infausto marido para dejar que siguiera complicándole la vida desde la tumba.
Aunque la culpa había sido sólo suya. Era ella, que siempre se preciaba de tenerlo todo bajo control, quien se había equivocado una y otra vez. Había creído dominar a su marido a través del amor y la admiración que le inspiraba, a su secretario mediante el miedo, y a Lessay por la fascinación que sentía por ella. Pero todos se le habían escabullido entre los dedos, uno detrás de otro. Sobre todo el conde.
Había creído que con hacerle sentir que estaba en sus manos sería suficiente para engatusarle. Le había ayudado a descifrar a medias los documentos de Anne Bompas con los que se había presentado en su casa para que creyera en su buena voluntad, y en la iglesia de Saint-Severin había jugado a un juego peligrosísimo, provocándole y poniéndose a su merced de forma temeraria, para hacerle creer que la había atrapado. Había calculado que bastaría con descubrirle su condición de espía del rey de España, por arriesgado que fuera, para convencerle de que le había entregado todos sus secretos, y que así dejaría de escarbar en sus asuntos. Que el éxtasis de sus noches de lujuria ataría su voluntad igual que doblegaba los ardores de su cuerpo siempre ansioso.
Soberbia arrogante…
Ella, que exigía celo y vigilancia a todo el mundo, se había confiado hasta la insensatez, desoyendo a su intuición y manteniendo su relación oculta, no sólo ante el mundo, sino ante sus hermanas de sangre negra, escuchando más a la carne que a la razón, segura de poder controlarle. ¡Cómo se arrepentía!
Buceó en los ojos de aquella mujercita incauta y vio más incertidumbre de la que mostraba su vehemencia. La condesa no estaba del todo segura de sus acusaciones. Tenía miedo y estaba perdida.
Dulcificó la expresión y colocó una mano sobre las suyas:
—Madame, no nos tratemos como enemigas. He venido a ayudaros en lo que dispongáis. Decidme qué queréis de mí.
La condesita parpadeó, medrosa, y Valeria dejó que su conciencia fluyera de nuevo, entrelazándose con la de la dama e infundiéndole serenidad y confianza. Sus ánimos dispares se deslizaron juntos, creando una ilusión de amistad y buena voluntad que la decidió a hablar:
—Esta tarde el rey me ha concedido diez minutos para visitar a mi esposo en su calabozo. He ido con la muerte en el alma, pensando que era una despedida. Pero… —Hizo una pausa, buscándole la mirada, sorprendida aún de lo que iba a decir—. El conde dice que el rey ha aceptado perdonarle la vida si le entrega un objeto que lleva años buscando. O más bien, si le hacemos creer que se trata de ese mismo objeto. Porque el original ha desaparecido. Yo no sé si ha perdido el juicio, no entiendo nada de lo que está pasando, pero…
Rompió a llorar otra vez. Valeria había oído que también había llorado a los pies del rey, pidiéndole gracia, y que Luis XIII ni siquiera había tenido arrestos para mirarla a los ojos.
Le estrechó la mano, compasiva:
—¿Qué objeto es ése?
Los ojos de la condesa parpadearon, en alerta:
—Me ha hecho jurar que no se lo contaría a nadie.
—¿A nadie excepto a mí?
—Dice que sois la única persona que ha visto el original. Que podéis ayudarme a engañar al rey.
—Ya veo.
—También me ha advertido de que dudaríais si auxiliarnos o no. Y me ha dicho que, a cambio de vuestra colaboración, os ofreciera esto —añadió la condesa con hilo de voz, empujando los papeles hacia ella—. Que el cielo me perdone si sois culpable y estoy ayudando a libraros de un justo castigo. Ojalá le hubiera hecho caso a mi esposo y no los hubiese leído.
Valeria tuvo que hacer un esfuerzo para no tocarlos:
—Decidme lo que tengo que hacer.
La condesita se puso en pie y le pidió que aguardara. Iba a buscar algo a su gabinete.
En cuanto la vio salir por la puerta, Valeria se levantó también, agitada.
Adivinaba perfectamente lo que iba a intentar Lessay. No tenía claro cómo pensaba hacerlo, pero era obvio que lo que pretendía era entregarle al rey un cordón falso. En secreto, sin que María de Médici tuviera posibilidad alguna de enterarse y descubrir el engaño. Un cordón que convenciera a Luis XIII de que se había deshecho la maldición que pesaba sobre él y valía la pena tratar de engendrar un heredero.
Heredero que jamás vendría, por supuesto. La Matrona se había asegurado de ello al arrojar a las llamas el cordón auténtico. Pero eso era lo de menos para el éxito de la jugada.
Cerró la tapa del cartapacio que contenía los papeles con los que Lessay pretendía ganarse su colaboración y posó una mano encima. El conde era un diablo audaz. Si el rey descubría la burla, la carnicería que le esperaba haría palidecer la tinta con la que habían descrito el tormento de Ravaillac. Pero el ardid era tan simple y tan tortuoso al mismo tiempo que se habría carcajeado si no hubiera tenido que batallar con la cólera.
Era la misma ira que había sentido en la casa de Auteuil, al darse cuenta de que Lessay se estaba burlando de ella. De que ya no tenía el cordón. Había entendido en el acto que su peligroso juego había llegado demasiado lejos. Revivió la burla y las amenazas del conde. La grotesca aparición de Bernard de Serres. La certeza de que lo estaba poniendo todo en riesgo.
Cuando Lessay había regresado a su habitación, desafiante y obcecado en su desobediencia, después de dejar escapar al intruso, había comprendido sin duda ninguna que tenía que convertirlo en su instrumento.
Y de inmediato había sabido que Aquella Cuya Voluntad se Cumple aprobaba su decisión. En el momento en que había sentido en sus labios el sabor de la sangre de su amante, su corazón se había congelado y en su pecho había anidado la risa implacable de las Erinias.
No quedaba sino aceptarlo: el rey no engendraría ningún heredero. Ana de Austria no sería regente. Gastón heredaría la corona, como María de Médici deseaba, convencida de que con su hijo favorito en el trono, ella sería la más fuerte de las dos. No tenía sentido retrasar el momento de hacer correr la sangre del rey. Y aquella decisión era suya y de la guardiana de las sombras. Así que había impuesto el sacrificio del conde, sin importarle suscitar descontento entre algunas de sus hermanas, para echar tierra con su muerte sobre sus propios errores y sus imprudencias.
Y había fallado. Lessay continuaba vivo. Luis XIII continuaba vivo. Y la señora de las tinieblas las había dejado solas. Nada había cambiado. Y casi podían sentirse afortunadas de que sólo la Doncella hubiera quedado marcada. La Matrona seguiría rumiando sus agravios contra su hijo, mientras su influencia se iba debilitando día a día. Y ella se encontraba varada en aquella Corte extranjera, junto a una desdichada y solitaria reina española que no tenía autoridad ni influjo alguno. Obligada a seguir refugiada en las sombras si no quería alejarse del poder…
Se le revolvió la sangre y levantó un remolino que estuvo a punto de apagar las velas de la estancia. Pero unos pasos quedos la obligaron a calmarse y se alisó la falda, expectante.
La condesa traía otro envoltorio de tela. Lo depositó sobre la mesa. Dentro había una docena de cordones, en diferentes tonos de verde y con distintos trenzados, entretejidos de hilos de oro. De oro eran también los herretes que traía en la otra mano, con forma de estrella y con un diamante engarzado. Le pidió permiso para cogerlos. Si no recordaba mal, poco o nada se distinguían de los de Luis XIII.
—Los cordones los han comprado las criadas en distintos comercios para no levantar sospechas. Los herretes son los que le regalé a mi esposo este verano. No los ha lucido nunca. Decía que estaban pasados de moda. Parece un juego del destino que ahora puedan servir para salvarle la vida… Me ha repetido que son los que tenemos que utilizar.
—Muy convincente.
—También tengo esto. —Estiró un pliego mil veces arrugado y se lo mostró un momento sin entregárselo. Era el conjuro de la agujeta, escrito de puño y letra de Leonora Galigai—. Al parecer debería convencer a Su Majestad de que el cordón es el auténtico.
Desde luego. Hacía más de ocho años que el rey no había visto las agujetas que Leonora le había robado. Con que se parecieran lo suficiente, los herretes de diamantes y el texto de Leonora harían el resto.
La estratagema sólo tenía un fallo. Requería la colaboración de alguien que hubiera visto el cordón auténtico y supiera cómo era. Y Lessay sólo la tenía a ella, que lo había tenido en sus manos en la iglesia de Saint-Séverin, con tiempo de observarlo con atención.
—Tenéis muy buena mano en esta partida, madame. ¿Comprendéis lo que es todo eso?
—Me lo imagino. No quiero saber más.
Valeria observó el contenido del paquete bajo la mirada inquieta de la condesa. Casi podía tocar su miedo. La dama no era boba. Sabía que podía engañarla. Debía de ser muy extraño poner la vida de un ser querido en manos de alguien de quien recelaba tanto.
Paladeó el momento con deleite. Lessay tampoco confiaba en ella. Pero al final no le había quedado más remedio que rendirle todas sus armas. Demostrarle que ya no era un peligro para ella. A cambio de la esperanza de su ayuda. Sin garantías.
Y sin saber que era ella quien había decretado su sacrificio en Saint-Germain.
Sintió un cosquilleo placentero y alzó la mirada.
La condesita aguardaba, sin atreverse a decir más. Valeria sonrió con turbiedad:
—Comprendo la suspicacia que sentís hacia mí, madame. Pero pensad que vuestro esposo amaba al mío como a un padre. ¿Creéis que si sospechara que tuve algo que ver con su muerte confiaría en mí para algo así? —Acarició morosamente los cordones—. ¿Que pondría su vida en mis manos?
—Supongo que no.
Aunque atreverse siquiera a solicitar su complicidad para perpetrar aquel engaño, después de haberle escamoteado el cordón auténtico en las narices, requería no poca desfachatez.
Inclinó la vista y escogió una de las trencillas de seda:
—Éste.
—¿Estáis segura?
—Sí. Ahora sólo tenemos que hacerle tres nudos, a la misma distancia unos de otros. Así, mirad.
—¿Cómo sabéis…?
Valeria posó dos dedos sobre los labios de la condesa:
—No hagáis más preguntas. —Depositó el cordón en su palma y le cerró la mano suavemente en torno a la seda de la trencilla—. Ponedle los herretes y llevádselo al rey. Y podéis decirle a vuestro marido que estamos en paz.
Bernard anudó el cordón de las alforjas y le echó un último vistazo a aquel cuarto frío, ubicado bajo los tejados del Louvre, que Luis XIII le había asignado a su regreso de Saint-Germain.
Se había pasado varios días sin hacer más que dormitar y gemir, como un alma en pena, esquivándose de la vista de todos y fingiendo unas fuertes fiebres, para no tener que responder a las preguntas de los dos consejeros del Parlamento que habían acudido a tomarle testimonio. Quería retrasar en lo posible el momento de consumar su traición, pero al tiempo rogaba por que todo acabara de una vez y el rey le permitiera abandonar la Corte y escapar de la venganza segura de las hechiceras.
Sólo a media mañana del tercer día, uno de los guardias que vigilaban su puerta le había dado la noticia de que Luis XIII le había concedido la gracia a Lessay. No habría juicio.
El alivio le había desatado el nudo que tenía en el estómago y que apenas le había dejado roer algo de comida desde hacía una semana. Llevaba veinticuatro horas engullendo sin parar y, ahora, con la panza repleta, incluso empezaba a contemplar la perspectiva de instalarse en Londres con algo más que mustia resignación.
Se marchaba de París casi tan ligero como había llegado, pero sólo en apariencia.
Luis XIII le había recompensado con diez mil libras contantes y sonantes. En las caballerizas reales le aguardaban un caballo y una montura. Y ahora era el barón de Serres.
Lo único de valor que había tenido que resignarse a dejar atrás era el broche de esmeraldas que le había regalado el hermano del rey. El día anterior había mandado a buscar sus pertenencias a la Mano de Bronce. Pero el bribón del posadero decía que no recordaba haber visto ninguna joya. No le había quedado más remedio que consolarse pensando que Charles se estaría riendo a carcajadas de su infortunio desde donde estuviera.
Abrochó las correas de cuero de las alforjas. En el respaldo de la silla tenía la espada y la ropa de abrigo, y sobre el asiento descansaban el sombrero y una carta. La habían introducido por debajo de su puerta por la noche, mientras dormía.
Se la había enviado Madeleine de Campremy y la había leído por lo menos diez veces. Desplegó el papel de nuevo:
Amigo mío, perdonadme que os haga llegar mis palabras de este modo furtivo, pero aunque quisiera, no me sería posible hablaros cara a cara. Seguramente nunca más tendré la oportunidad, ni volveré a cantar o a leer mis libros favoritos en voz alta junto al fuego, como tanto me gustaba hacer en mi vieja casa de Ansacq. Pero eso es algo que ni os incumbe ni debe preocuparos.
Quizá nunca volvamos a vernos. He oído decir que os marcháis a Inglaterra. Os deseo la mejor de las fortunas. Nadie conoce mejor que yo vuestro arrojo y vuestra nobleza, porque a nadie habéis dado más pruebas. Me rescatasteis de la peor de las muertes y me protegisteis entre vuestros brazos, me consolasteis con la mayor honestidad durante el largo y doloroso camino a Lorena y habéis encubierto mis imprudencias con la lealtad y la firmeza de un hermano.
Merecéis una vida larga y feliz, y una mujer que tenga libertad para amaros.
No os olvidéis de mí. Siempre seréis mi caballero andante.
No entendía nada. Leía aquellas palabras y le parecía oír otra vez a la zagala que había conocido en la fiesta de Lessay, inocente y alegre, y con la cabeza llena de libros de caballerías. Era una carta tan dulce… Estaba llena de buenos deseos y sólo le decía cosas bonitas. ¿Cómo era posible que esa niña fuese una hechicera? ¿No le guardaba rencor por haberle salvado la vida al rey? Y si no quería que se preocupara por ella, ¿para qué le decía esas cosas tristes? Le hacía pensar en la última imagen que guardaba de ella, solitaria y muda, en la ventana del castillo de Saint-Germain. Libertad para amarle… Y le pedía que no la olvidara.
Dobló el papel, pensativo, y de pronto la puerta de la habitación se abrió sin previo aviso. Escondió la carta a su espalda, por instinto, dispuesto a increpar a quien fuera que se había tomado la libertad de entrar sin llamar, pero se quedó mudo al ver en el umbral a la duquesa de Chevreuse.
Tenía la sensación de que habían pasado siglos desde la última vez que se habían visto. Marie vestía un opulento vestido de Corte, de color gris brillante, con el cuello almidonado desplegado en abanico en torno a su rostro. Llevaba los cabellos adornados con perlas. Toda ella parecía una alhaja preciosa.
Su voz también cortaba como un diamante:
—¿Qué ocultáis ahí? ¿Otro mensaje robado? Vuestro amo el cardenal debe de encontrar muy provechosa vuestra costumbre de espiar la correspondencia ajena.
—Se trata de una carta privada, madame, nada que os incumba.
Marie se adentró en la habitación y Bernard dio dos pasos atrás, intimidado. Si alguna vez había tenido algo que reprocharle a aquella mujer, se le había olvidado, después de todo lo que había pasado en los últimos días. Pero no entendía qué podía venir a buscar a la habitación de un traidor. Nunca hubiera imaginado que quisiera volver a mirarle a la cara.
La observó mientras acariciaba con la punta de los dedos la pluma de su sombrero, la guarda de su espada… Por último, la duquesa fijó la mirada en las alforjas:
—Vaya. Veo que ya lo habéis dispuesto todo. Tenéis prisa por quitaros de en medio…
—No hay nada que me retenga aquí ya, madame.
Una mueca tensa, que habría sido difícil de calificar de sonrisa, estiró las comisuras de los labios de la duquesa:
—Así que vuestro plan es instalaros en Londres…
—El rey me envía junto a su hermana, la reina Henriette.
—Ya. —Marie jugueteó con el collar de perlas que llevaba al cuello e inclinó la cabeza a un lado, con inocencia—. Una lástima que no vaya a poder ser…
—No os entiendo.
—Me refiero a vuestro plan de salir corriendo a esconderos entre las faldas de la reina de Inglaterra. Me temo que no va a poder ser. Anoche le pedí a lord Holland que le hiciera ver al rey la absoluta imposibilidad de admitir ni a un francés más en la Corte de Londres. Y menos a un aventurero, un duelista que tuvo que huir de sus propias tierras y que hace sólo unos días intentó matar al marqués de La Valette.
Bernard la contemplaba mudo, perplejo por la ligereza con la que la duquesa le anunciaba que había desbaratado todos sus planes de huida. Se dejó caer en la cama:
—No puede ser verdad. Nadie me ha dicho nada.
—Supongo que os lo anunciarán en cualquier momento. Yo he querido adelantarme por si se olvidaban de deciros a qué se debe el cambio. Para que sepáis que no os olvido.
Bernard alzó la vista:
—Madame, sé que no vais a creerme. Pero os juro por lo más sagrado que jamás tuve intención de traicionar ni a monsieur de Lessay ni a nadie. Si la fatalidad no hubiera…
—¿La fatalidad? Golpeasteis a monsieur de Bouteville por la espalda. ¿Qué tiene eso que ver con la fatalidad? Actuasteis con intención. Igual que cuando aceptasteis entregar la correspondencia de la reina. —Marie se iba acalorando, dando suelta a todo su rencor—. Admitidlo. Nadie os robó las cartas, ¿verdad? Se las entregasteis al cardenal. Tened la gallardía de confesar, al menos.
—Os doy mi palabra, madame. Esas cartas me las robaron. ¿De qué me valdría seguir fingiendo a estas alturas?
—¡Mentís! —escupió—. ¡Mentís y habéis mentido siempre!
—Os juro que nunca le he deseado ningún mal al conde. Nadie se ha alegrado más que yo de la gracia del rey.
Fue como si hubiera pinchado a una víbora con un palo:
—¿La gracia del rey? ¿A la prisión perpetua en un torreón de Vincennes le llamáis gracia?
—La muerte es irreversible, madame. De la prisión se puede salir.
—Por supuesto que se puede salir —replicó Marie, venenosa—. El rey es un pobre enfermo. Morirá más pronto que tarde. Y aún antes que eso nos desharemos del cardenal. Mi primo no va a dejarse la vida en Vincennes, contad con ello. Saldrá de allí de una forma u otra antes de lo que imagináis.
Bernard debatía en su mente el modo de hacer comprender a Marie que nada le alegraría más, cuando de repente, con el rabillo del ojo, vio un extraño junto a la puerta. Giró la cabeza. Había un guardia plantado en medio del umbral. Alzó las cejas e intentó avisarla. Pero Marie guardaba tanto coraje que no percibía sus advertencias. El soldado esperaba en imperturbable silencio, pero a buen seguro no se había perdido sus últimas palabras.
Optó por ponerse en pie y acercarse a él:
—¿Queríais algo de mí?
—Os ruego que me acompañéis, monsieur —respondió el soldado—. El padre Joseph du Tremblay quiere hablar con vos.
Giró la cabeza. Marie les miraba sin inmutarse, altiva y con el pecho agitado. Bernard saludó profundamente, se caló el sombrero y abandonó el cuarto, preguntándose qué iba a ser de él si su hermosa enemiga no le había mentido y era verdad que se negaban a acogerle en Inglaterra.
Descendió las escaleras tras el guardia, cavilando. Podía regresar a sus tierras y gastar parte de su dinero en arreglar la casona familiar. Había estado deseando volver desde que había puesto el pie en la capital. Pero le aterrorizaba pensar que podía conducir a las brujas hasta su familia. No se atrevía a pensar siquiera hasta dónde podía llegar su venganza.
Era muy extraño. En apenas unos meses había vivido más de lo que le convenía a cualquier hombre en toda su vida. Cualquier maestro de escuela le diría que estaba equivocado, que las experiencias eran una suma, y muy ventajosa además. Pero en las tripas él se sentía menguado, comido por las restas. Había perdido a Charles, la libertad de volver a su hogar, el honor que había dejado tirado en la profundidad de un calabozo del Châtelet y hasta la fe en las enseñanzas de su padre, que solía decir que el único método seguro para no tener problemas en esta vida era no buscarlos.
Porque era mentira. De nada servía proponerse no meterse en líos, pues ya se las arreglaría el mundo para arrastrarle a uno, igual que un río crecido a los brotes más nuevos.
Y ahora el destino iba a complicársele todavía más…
Su guía le condujo hasta la pequeña galería de la planta baja, a la puerta del jardín. El día estaba muy frío y en el cielo no había más que unas pocas nubes blancas. Distinguió a un monje de hábito gris que leía su breviario mientras paseaba entre los parterres. El padre Joseph. El fraile maldito que le había obligado a convertirse en un delator. El capuchino mandó al soldado que les dejara solos:
—Buenos días, monsieur. Tenía ganas de volver a veros. —Le tomó del brazo, igual que si fueran viejos amigos—. Lamento profundamente las condiciones de nuestro primer encuentro… En fin, espero que comprendáis que todo fue por el bien del rey y de Francia.
—¿Para qué me habéis mandado llamar? —gruñó Bernard.
El capuchino cabeceó, desaprobando su impaciencia, pero cedió:
—¿Es vuestro sincero deseo trasladaros a la Corte inglesa?
Así que él iba a ser el encargado de darle la noticia. Se encogió de hombros:
—De lo que tengo ganas es de marcharme de París. La vida palaciega no es para mí.
—Eso es exactamente lo que me decía el rey hace unos instantes. Sois un hombre que ama la vida al aire libre, igual que él. Su Majestad se pregunta si en su deseo de favoreceros no os causaría un menoscabo enviándoos a Londres. —El capuchino estrechó la presa en la que encerraba su brazo derecho y acercó su rostro al suyo—. Un hombre tan joven como vos, seguro que ambiciona gloria y acción. Ilustrarse con las armas.
—Con gusto me uniría a cualquier regimiento si Francia estuviera en guerra, padre.
El monje le propinó unas palmaditas sobre el dorso de la mano:
—Mi inocente muchacho, Francia no está en guerra, pero debería estarlo. Contra el infiel, que vive instalado en los Santos Lugares y domina el Mediterráneo oriental. No hay mayor enemigo. Hace años que le rezo a nuestro Señor para que los creyentes de todas las naciones unan sus fuerzas en una justa milicia contra el Turco —suspiró—. Desgraciadamente, desde que Su Majestad tuvo que enfrentarse a la avidez del rey de España en el norte de Italia, la primavera pasada, la alianza cristiana contra el infiel parece cada día más difícil.
—El caso es que de momento no hay guerra —insistió Bernard.
—No, no la hay. Pero eso no significa que haya que dejar a los mahometanos campar a sus anchas. Por eso los Caballeros de San Juan cumplen la santa misión de proteger a los cristianos que habitan las costas, luchar contra los piratas berberiscos y hostigar las ciudades moras.
—¿En barco? —preguntó, alarmado. Estaba viendo dónde quería ir a parar ese monje visionario y tenía que pararle los pies de inmediato. Una cosa era irse lejos de París y otra muy distinta acabar en el fin del mundo, en una galera enviada a pique por una escuadra de infieles. ¿Tantas ganas tenía Luis XIII de deshacerse de él?
—Desde la isla de Malta —confirmó el capuchino—. ¿Sabéis dónde se encuentra?
—No. Ni siquiera he visto nunca el mar, padre.
—Sois un hombre del sur. Os encontraríais a gusto en el Mediterráneo. Y el Gran Maestre de la Orden es un francés de Toulouse. El rey os ha escrito una carta de recomendación para que se la entreguéis a vuestra llegada, si la propuesta de marchar os seduce. —Bernard aceptó el papel lacrado que le tendía el capuchino, demasiado aturdido para replicar—. Por supuesto, si preferís permanecer en París o regresar a vuestras tierras, sois libre de actuar como os plazca. Pero yo en vuestro lugar consideraría dónde se puede lograr más honor. Meditadlo con calma.
El capuchino le propinó unas palmaditas en el rostro y, sin más palabras, se despidió y se alejó por el sendero.
Bernard se quedó inmóvil, observándole, con las botas bien plantadas en tierra firme, preguntándose cómo sería sentir el agua bajo los pies.
Cerró los ojos y se imaginó que se encontraba en el puerto de Marsella, embarcando en una galera. Hacía calor. Los chillidos de los pájaros rompían la quietud del aire, la espuma le salpicaba el rostro, el aire sabía a sal, y los cánticos rudos de los marineros espantaban toda la incertidumbre del corazón de los navegantes. Justo entonces, un soplido de viento apartó una nube del cielo y el sol del mediodía le besó los párpados.
Sonrió. En las islas del Mediterráneo no debía de llover ni nevar nunca. Y estaban lo bastante lejos como para confiar en que ninguna maldición le seguiría.
Se llevó una mano al bolsillo donde había guardado la carta de Madeleine, recordando las palabras que le había escrito: «Merecéis una vida larga y feliz, y una mujer que tenga libertad para amaros».
Probó a pronunciar el nombre de la isla en voz alta, saboreándolo:
—Malta.
Y no necesitó darle más vueltas. La imaginación se le llenó de misteriosas reinas moras de ojos negros vestidas con gasas transparentes, tesoros arrebatados a los infieles y combates victoriosos contra los piratas.