El tejado de chamiza de la cabaña del arlesiano estaba hundido bajo el peso de la nieve. La choza se encontraba abandonada desde la muerte del viejo provenzal y, a no ser que alguna bestia hubiera anidado dentro, ningún ser vivo iba a aparecer por allí a aquellas horas del alba.
Lessay puso pie a tierra. Había recorrido más de cuatro leguas en tinieblas desde el valle de Chevreuse bajo la nevada, y ahora amanecía en un mundo blanco y entumecido de sombras plomizas. El cielo tenía el color del acero y los pájaros chillaban desde sus escondrijos.
Caminó hasta la choza, con la respiración caliente del caballo pegada al cuello.
A pesar de sus propósitos de no entretenerse demasiado, llevaba ya casi una semana en el castillo de Dampierre. Se había pasado un día entero aguardando la tormenta que las tres viejas del camino habían pronosticado, con el corazón ensombrecido por la noticia, recibida esa misma tarde, de que su hijo había nacido muerto. Al final no había estallado tempestad alguna, y a la jornada siguiente había resuelto ordenar la partida.
Justo entonces había llegado el billete de la duquesa de Montmorency anunciándole que Holland estaba en París y quería tratar con él en privado. Sin embargo, el inglés tenía miedo de que tanto a él como a Marie les tuvieran vigilados. Por eso ella se había ofrecido a hacer de intermediaria. A Lessay le había parecido una solución prudente. La duquesa estaba al tanto de sus negociaciones de Chantilly y era fiable y discreta.
Había decidido quedarse en Dampierre hasta que pudieran verse, pero no iba a ser tarea fácil. Ni siquiera cuando emprendiera el regreso a Londres. Estaba convencido de que le pondrían una escolta y no le perderían de vista ni a sol ni a sombra. Tenían que buscar el momento antes, pero debían tomar mil precauciones.
Y en cuanto la Corte se había desplazado a Saint-Germain, el bosque se había impuesto como el único sitio donde les sería posible verse a solas. A Lessay se le había ocurrido que aquella cabaña decrépita y apartada de los caminos principales era el sitio perfecto para una cita secreta.
Adosado a una de las paredes de la choza había un cobertizo desvencijado donde el viejo arlesiano que había vivido allí guardaba sus cabras. La puerta estaba atascada y tuvo que forcejear un poco para abrirla. Pero el caballo no quería entrar. Plantado firmemente en el suelo, se negaba a dar ni un solo paso. Tenía los ojos espantados y los ollares temblorosos.
Maldiciendo entre dientes, escrutó la penumbra, buscando qué ocurría. Tardó un rato en verlo. Un zorro muerto. No debía de llevar mucho allí porque había dos pájaros picoteándole los ojos con fruición. Agarró la alimaña por la cola y la arrojó afuera, lo más lejos posible. Esta vez sí, el caballo accedió a entrar en la cuadra.
Le quitó la cabezada, aflojó la cincha y cogió la pistola que llevaba en la silla por prudencia. Los bosques estaban llenos de salteadores de caminos.
Quizá habrían podido buscar un lugar menos solitario para su encuentro, pero no tenían muchas opciones. Toda cautela era poca. Los últimos días le habían llegado a Dampierre unos rumores de los que no sabía qué pensar.
Hacía dos días que el duque de Chevreuse le había escrito para contarle que había mantenido una conversación íntima con Luis XIII y le había parecido intuir que el monarca no estaba seguro de haber obrado bien expulsándole de la Corte. El marido de su prima creía que el rey tenía miedo, sobre todo de haber enfadado a sus parientes y amigos. Estaba preocupado por no parecer débil, pero tenía la intuición de que si él se mostraba humilde y le escribía pidiendo perdón, quizá considerase volver a admitirle en la Corte.
Lessay se había puesto en guardia de inmediato. Aquello le daba mala espina. Conocía lo bastante a Luis XIII para saber que sus rencores eran largos y difíciles de apagar. Y no hacía ni dos semanas que le había quitado sus cargos.
No se atrevía a poner la mano en el fuego y no pensaba tomar ninguna decisión todavía, pero no sería la primera vez, ni la segunda, que Luis XIII fingiera timidez y flaqueza para hacer que un enemigo se confiara y asestarle un golpe inesperado. ¿Y si tenía algo nuevo contra él? Capaz era de haber forzado a Ana de Austria a confesar de qué habían hablado en la granja el día de la cacería del ciervo blanco…
A lo mejor se estaba alarmando por nada, pero lo único prudente era liquidar de una vez aquella entrevista con Holland, llegar a un acuerdo rápido y marcharse de una vez a sus tierras a organizar desde allí lo que fuera necesario, sin remolonear más.
La puerta de la cabaña colgaba de los goznes, atrancada por la nieve. La empujó con cuidado. El chamizo tenía un agujero y la nieve había formado un charco en el centro de la estancia, que estaba emponzoñada de humedad. Confiaba en que Holland no tardara mucho. Se arrebujó en la capa y se sentó en un banco bajo y estrecho que había junto a la pared. A esperar.
Los dos suizos dormitaban apoyados en sus alabardas a la espera de que vinieran a relevarlos con el amanecer. Apenas levantaron la cabeza cuando oyeron el galope del caballo acercándose a la verja del palacio.
Bernard se detuvo. No sabía si tenía que anunciar quién era y a dónde iba o si podía pasar sin más. El viaje había sido un infierno de barro y oscuridad. Le dolía hasta el alma y se había perdido varias veces, pero por fin había conseguido llegar a Saint-Germain cuando apenas clareaba.
—Vengo a ver al rey. Traigo noticias importantes de París.
Uno de los suizos le miró con incomprensión. El otro murmuró algo en su idioma y luego levantó la vista:
—El rey no está —respondió con un acento pedregoso—. Se ha marchado antes del alba.
—¿Cómo que se ha marchado? ¿A dónde?
No lo comprendía. Tras la reja, el patio del palacio se desperezaba. Las dependencias de la servidumbre empezaban a bullir y en las ventanas había luces encendidas. Todo indicaba la presencia de la Corte.
El suizo se encogió de hombros:
—De caza, diría yo. Le acompañaban media docena de hombres nada más y llevaban perros y un pájaro cetrero.
Maldito imbécil. El rey no se había marchado de Saint-Germain, sólo había salido de caza.
—¿De caza a dónde?
El guardia hizo un gesto vago con la mano:
—Al bosque.
—¿Quién iba con él?
Pero el suizo se encogió de hombros otra vez, sin más, y no respondió.
Exasperado, Bernard cruzó entre medias de los dos bárbaros. Nada más verle entrar en el patio, dos guardias de corps vestidos de rojo y azul surgieron de una garita. Le confirmaron lo que habían dicho los suizos. Pero ellos sí sabían quiénes formaban la escolta del rey:
—Hace más de una hora que salió de palacio, junto a monsieur de La Valette y un puñado de monteros.
El frío de la alborada le llenó las entrañas. No podía ser. El rey se había marchado con el marqués de La Valette. El servidor de las brujas. Después de todo lo que había tenido que hacer aquella noche para llegar hasta él… A pesar de sus carreras endiabladas. Había llegado tarde.
—¿Y el cardenal de Richelieu? —preguntó, a la desesperada—. ¿El padre Joseph?
En realidad, de poco valían uno y otro sin el rey. Sólo Luis XIII podía ordenar que registraran a una dama de la reina. En su ausencia, la máxima autoridad era María de Médici. Madeleine, la baronesa de Cellai y ella eran ahora mismo intocables, por mucho que se desgañitara acusándolas.
—Su Ilustrísima se aloja en la ciudad, en la calle de la Verrerie —dijo el guardia.
Bernard apenas le escuchó. Lo que hacía falta era encontrar a Luis XIII y prevenirle.
Miró en torno suyo. A un costado del palacio se alzaba un castillo severo e imponente protegido por un foso. Y al otro se abría una inmensidad negra de copas de árboles que se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista y se confundía con lo más profundo de la noche. Era ridículo pensar en encontrar a nadie, buscando al azar, en esa enormidad. Pero si avisaba a Richelieu quizá podrían enviar gente que conociera las rutas de caza favoritas del rey.
No. No podía dar la alarma. Hablar con el cardenal y conducir hasta allí a la guardia era llevarles también hasta Lessay. Y ésa sería la mayor de todas sus traiciones.
No sabía qué hacer. Le resultaba inconcebible que el conde osara cometer el desatino de alzar la mano contra el rey. Pero ¿qué, si no, podía llevarle a aquel lugar, a escondidas, a la misma hora a la que iba a morir el rey?
Entonces cayó en la cuenta. No había necesidad alguna de recorrer el bosque a la desesperada para encontrar a Luis XIII. Él sabía exactamente hacia dónde le conducía su destino y qué era lo que le aguardaba.
—Decidme —le preguntó al soldado—, ¿conocéis un lugar que llaman la cabaña del arlesiano?
Los guardias de corps se miraron el uno al otro. No conocían ningún sitio con ese nombre, pero ante la insistencia de Bernard, se avinieron a preguntar. Un criado viejo envuelto en una deslucida capa de lana se acercó renqueando:
—Monsieur se refiere sin duda a la choza del viejo Batistet. Estará a una media legua, más allá de la charca —explicó—. Era un furtivo que se salvó de la horca porque asistió a Enrique IV en una ocasión en que Su Majestad había perdido su camino. El buen rey le otorgó el derecho a instalarse en el bosque y buscarse la vida a su guisa. Pero hará diez años que murió. Allí ya no hay nadie.
Bernard le echó una última ojeada a las ventanas del palacio, preguntándose dónde se encontrarían las brujas y qué estarían haciendo.
Encaró al viejo:
—Dime, ¿cómo se llega hasta allí?
Escuchó sus explicaciones con toda la atención del mundo. No debía de ser fácil encontrar una choza abandonada en mitad del bosque. Luego amartilló el arma que le había dado Épernon, hizo dar media vuelta al caballo y lo lanzó al galope hacia una de las avenidas que atravesaban el bosque. La fronda se lo tragó en unos instantes. Agachó la cabeza y siguió adelante, por entre las ramas blancas que intentaban agarrarse a sus ropas para detenerle, mientras la espesura salvaje murmuraba contra él.
El perro aulló, asustado, y se paró en seco, pero un solo murmullo de la Arpía le hizo entrar en la estancia con el rabo entre las patas. Era un mestizo negro, flaco y pulgoso. Aun así, a Madeleine le inspiraba ternura. Sus ojos enormes y húmedos le pedían clemencia a ella y sólo a ella. O quizá la miraba porque sabía que iban a compartir destino. Era injusto. A ella por fin le habían explicado lo que iba a pasar. Y por qué la muerte se llevaba a veces a la Doncella. Y la habían ayudado para que no tuviera miedo. Pero nadie había hecho nada para tranquilizar al pobre animal. Dio un traspié en el último escalón. Por suerte, el brazo de la Matrona la sujetaba con fuerza.
Estaban las tres solas.
Se encontraban en un sótano abandonado del castillo viejo de Saint-Germain, justo enfrente del palacio nuevo donde se alojaba el rey. Cuatro antorchas iluminaban la bóveda. A un lado estaban las estrechas escaleras por las que habían descendido y al fondo arrancaba un corredor que se hundía en la oscuridad. En medio de la estancia alguien había dispuesto una mesa baja con los elementos que iban a necesitar: hierbas, hojas, un cuchillo de doble filo y una cesta cubierta con un paño. Al lado, un pebetero humeaba débilmente sobre su trípode, dibujando formas misteriosas en el aire: un pájaro con cabeza de caballo, un fauno, una flor atravesada por una flecha… Sonrió. Todo era tan hermoso… Desde la seda negra y brillante de sus vestidos hasta la humedad que rezumaban los muros de piedra. Todo tenía su propósito y su alma, y contribuía a la armonía del mundo. El frío del aire cortaba la respiración, pero ella sentía el corazón templado gracias al elixir que le había preparado la Arpía.
Nepenthe, la droga que expulsaba la tristeza. Nepenthe para olvidar, para calmar el dolor, para tener sueños placenteros. Una copa para lord Holland, especiada con semillas de adormidera, y una copa para ella, aderezada con pasta de seta matamoscas que anulase el efecto soporífero. Y jengibre, para que la sangre fluyera.
Cómo se enredaban a veces los hilos del destino. El conde de Lessay la había emplazado a ella una vez con segundas intenciones, y ahora era él el engañado. Convertido en un mero instrumento. La Arpía había echado a girar la rueca y las hebras del destino habían empezado a estirarse. No quedaba sino someterse. Igual que cuando Aquella a quien todas habían jurado servir reclamaba la sangre de un hermano, de un amigo o de un hijo. Lord Holland se hallaba sumergido en un letargo profundo del que no iba a poder liberarse para acudir a su cita. Así que Lessay estaba ahora solo, esperando en el corazón del bosque, sin saber que los hados iban a llevar hasta él a otro. Duerme, duerme dulce inglés…
Dejó caer al suelo la bolsa de cuero que llevaba en la mano, y el golpe metálico la sobresaltó. Había calculado mal la distancia. Un sonido vibrante y limpio rebotó en los muros. Esperaba no haber roto el iynx que le habían entregado en custodia. Lo extrajo de la bolsa y lo contempló con reverencia. Era una rueda plana, de oro, con los bordes dentados e incrustada de zafiros que dibujaban el laberinto de la diosa de las encrucijadas. Comprobó los dos agujeros por los que pasaba la trenza de cuero y golpeó la superficie con un dedo, arrancándole de nuevo una vibración tímida. No tenía ningún desperfecto. Respiró aliviada y se lo entregó a la Matrona con una inclinación cortés.
La Arpía se acercó a la mesa de las ofrendas. El perro yacía a sus pies, inmóvil y resignado.
Las tres murmuraron al unísono:
—Adrasteia, adrasteia, adrasteia.
Necesidad. Destino ineludible.
La Arpía asió el cuchillo de doble filo y con la otra mano tomó una rama de laurel, que besó tres veces antes de arrojarla al pebetero. Luego cogió un puñado de sal e hizo lo mismo mientras recitaba:
—Fuego sagrado y multiforme. Esta sangre te abrirá las puertas. Encuentra el camino.
Dejó caer el cuchillo tan rápido que Madeleine apenas pudo seguirlo con la vista y, de un solo movimiento, degolló al perro con terrible pericia. La sangre del animal se extendió por el suelo igual que una flor que se abriera al sol y empapó el borde del vestido de la Arpía, que levantó el cuchillo como si fuera la hostia consagrada. Unas gotas de sangre cayeron en el pebetero.
Las tres recitaron de nuevo:
—Adrasteia, adrasteia, adrasteia.
La Matrona alzó el iynx y tiró de las cuerdas. La rueda comenzó a girar con rapidez. Emitía un sonido ululante y ominoso. La oscuridad que las rodeaba se hizo más densa y las antorchas temblaron.
Madeleine se acercó al pebetero. En un impulso súbito se quitó los zapatos y hundió los pies en la sangre del perro. La Arpía la estaba mirando a los ojos, implacable, pero una sonrisa de ánimo se abría camino en su gesto.
La sangre caliente en los pies, la fraternidad de la Arpía, la música celestial de la Matrona. El corazón de Madeleine estaba a punto de estallar, pleno. Recitaron juntas:
—Tú que abres la tierra, conductora de cachorros, que todo lo dominas, caminante, tricéfala, portadora de luz y Virgen venerable; te invocamos, cazadora de ciervos, dolosa, polimorfa. Te invocamos.
Con un gesto decidido, la Arpía cogió el brazo de Madeleine, alzó su cuchillo chorreante de sangre y le hizo dos tajos en la muñeca formando una cruz. Luego repitió la operación con el otro brazo. Ella no sintió dolor alguno, sólo la frialdad de la hoja.
Alzó el brazo derecho y dejó caer unas pocas gotas en el pebetero. Adrasteia.
Luis XIII levantó el brazo y liberó a la prima de azor de su caperuza:
—Muy bien, preciosa, vamos allá.
El ave giró la cabeza, alerta, y sus ojos naranjas se encogieron. Era un animal espléndido, que había criado con el mayor mimo monsieur de La Valette.
El marqués había llegado a Saint-Germain con el ave la noche anterior. Había hecho que dos de sus volateros la trajeran de Angulema para poder ofrecérsela y hacerse disculpar su participación en un duelo en el Pré aux Clercs días atrás. El enfrentamiento no había dejado muertos y la justicia había hecho la vista gorda, pero aun así La Valette había tenido la delicadeza de solicitar su perdón personal.
Luis XIII había aceptado el obsequio, agradecido. Era el azor de mayor tamaño que jamás hubiera visto. Para un cetrero apasionado como el marqués, no debía de ser fácil desprenderse de un ejemplar así.
Los monteros soltaron a los perros de la correa y los tres echaron a correr entre los árboles, con las narices en el suelo, salpicando nieve. En cuanto la primera corneja levantó el vuelo, Luis XIII dejó partir al azor.
El pájaro se escabulló entre las ramas bajas y la rapaz la persiguió como un dardo azulado, sorteando los árboles con endiablada precisión.
—¡Vamos! —El rey azuzó a su montura tras el cascabeleo del bordón y la prima. Los demás le siguieron. El marqués de La Valette y sus volateros, a caballo; a la carrera los cuatro monteros.
Durante el crepúsculo del día anterior había vivido las horas más largas y sombrías de su vida. Por momentos había creído que iba a morir ahogado en su angustia, incapaz de soportar el tormento incesante de los presagios y los fantasmas de traición. El cardenal embaucado, las fechas cumplidas, un enemigo llegado a través del agua durmiendo en su mismo palacio y las sospechas inmundas sobre su madre…
Para engañar a la angustia se había aferrado a la compañía del marqués de La Valette y a una interminable conversación sobre cetrería, y le había sorprendido lo fácil que le resultaba hablar con aquel hombre de su común afición. Se había sentido a gusto en su sociedad y en la de sus volateros; dos hombres entecos, serios y sentenciosos, padre e hijo, fuente inagotable de anécdotas y útiles artimañas.
Cuando al romper del alba el marqués había propuesto salir a volar a la prima de azor, antes de que la Corte despertara, sin la compañía ruidosa de gentilhombres y damas, había reflexionado un momento.
Una escueta partida de caza. Quizá eso era lo que su asesino aguardaba. Se imaginó un tirador embozado, apostado en la espesura. Y en vez de asustarle, la posibilidad de enfrentarse a su destino le había enardecido, alzando parte del peso funesto que le oprimía el alma. Se había ceñido una espada, pero no quería escolta. Un gentilhombre que compartía su pasión, dos cetreros avezados, sus perros y sus monteros eran compañía más que suficiente.
La prima de azor había atrapado a la corneja justo en el linde de una charca de unos doscientos pies de ancho que poblaban las ánades en verano. Pero ahora estaba helada y cubierta por la nieve, y ni siquiera se distinguía dónde estaba la orilla.
Luis XIII desmontó y le hizo una seña a La Valette para que le siguiese. Hasta que el ave se hiciera a él, la presencia de su antiguo dueño la pondría en confianza, aunque el marqués no pudiera llamarla a su puño. Tenía el brazo izquierdo inutilizado y envuelto en vendas por culpa de las heridas que se había llevado en su reciente duelo.
El rey introdujo la mano en la buchaca para ofrecerle al azor un trozo de carne y, de repente, un aullido estremecedor hizo temblar el aire.
Levantó la cabeza. Uno de los perros, plantado en medio de la espesura, alzaba la garganta al cielo. Los otros se mostraban también inquietos. Habían dejado de rondar en busca de presas y tenían la cola y las orejas gachas. De pronto uno de ellos se quedó clavado en el sitio, como si hubiera localizado un rastro, y de inmediato echó a correr, ladrando con escándalo. Los demás le imitaron.
Luis XIII se sacó el guante cetrero, dejó el ave a cargo de los hombres del marqués y saltó de nuevo a caballo. Los perros habían echado a galopar sobre la charca helada, a través del claro, ignorando las voces de los monteros. Vaciló. Su yegua iba herrada con ramplones para el hielo, pero una cosa era el peso de un sabueso de apenas treinta libras y otra un jinete y su montura. Los ladridos sonaban cada vez más frenéticos, encendiéndole la sangre. ¿Qué tipo de rastro podía haberles enloquecido así? Su excitación era contagiosa. Tamborileó sobre las riendas. Sentía la vida bullirle entre los dedos y sofocar los desasosiegos de la noche.
No dudó más. Echó el caballo hacia delante, ignorando los gritos de advertencia a sus espaldas.
—¡Sire! —La voz del marqués de La Valette resonó alarmada—. ¡Por el amor de Dios, deteneos! ¡No sabéis si el hielo puede aguantar!
Por toda repuesta, puso la yegua al galope y giró la cabeza:
—¡Rodead la charca si tenéis miedo, marqués! ¡Yo os espero al otro lado!
La Valette avanzó al paso, timorato, y el rey lanzó una carcajada, riéndose de su apocamiento. Estaba cerca del centro del lago. Entonces escuchó un crujido seco y la yegua perdió un pie. El suelo se estaba abriendo.
Con un impulso, ayudó al animal a enderezarse y le obligó a seguir galopando, huyendo hacia la orilla, entre la nieve que le espolvoreaba el rostro, animándolo a voces para alejarse del peligro. Más cerca ya de la ribera, el hielo volvió a hacerse más sólido. Luis XIII felicitó a su montura con una palmada y buscó al marqués con la cabeza.
Pero su accidente había disuadido del todo a La Valette, que dio marcha atrás y puso a su caballo al galope por la orilla, seguido por sus hombres. Los monteros echaron a correr tras ellos.
Luis XIII no se detuvo. Los perros continuaban camino a través de la espesura, aunque los ladridos habían ido apagándose y la marcha de sus formas pardas también parecía más lenta. Los siguió con la misma ansia con la que ellos perseguían su rastro, volcando en la carrera toda su angustia y su impaciencia. Era algo que había aprendido de niño. Cuando el alma le hacía sufrir, él respondía sometiendo a su cuerpo al esfuerzo de la intemperie y el ejercicio violento. Hasta lograr que se adormeciera, aturdida de agotamiento.
Sentía frío y calor al mismo tiempo, los ojos le lloraban y le invadía un desahogo salvaje. Giró la cabeza por última vez. Había perdido a La Valette y a los monteros. Pero no le importó. Conocía bien aquella zona del bosque, ya encontraría el camino de vuelta.
Bernard galopaba enloquecido por un camino totalmente blanco, sin ninguna huella de pisadas. De repente desembocó en una encrucijada que el viejo no había mencionado. Detuvo su montura y se quedó inmóvil, escuchando el aire helado del alba. Nada. Ni el crujido de una rama. Avanzó al paso, con precaución, hasta situarse en el centro del cruce de caminos y miró a su alrededor. La claridad comenzaba a pintar más nítidos los contornos de las cosas, pero todavía era un mundo lleno de sombras.
Lo más lógico era seguir adelante. Si no, el criado le habría advertido. Aun así, había algo que le compelía a detenerse en medio de aquellos cuatro caminos, como si alguien estuviera tratando de murmurarle un secreto y él no supiera hacia dónde tender la oreja para escuchar.
No tenía tiempo de sandeces. Se decidió a seguir de frente y chasqueó la lengua, pero el caballo que le había robado a Bouteville, agotado, tardó en reanudar su avance.
Entonces le pareció oír, hacia el este, el ruido de unas voces humanas amortiguadas por la distancia. Levantó la cabeza. ¿Sería la partida del rey? Dudó. Aguzó el oído de nuevo y algo más al norte oyó unos ladridos ominosos y urgentes. Su corazón latió con más fuerza sin que supiera por qué. No había nada más natural que unos perros de caza en un bosque. Pero a él le daba la impresión de escuchar a los heraldos de las brujas.
Las sombras oscuras de los perros aparecían y desaparecían entre las ramas, pero sus ladridos excitados no se interrumpían nunca. Estaban muy cerca. Luis XIII sentía que le iba la vida en alcanzarlos. Azuzó aún más a su yegua. Las gotas de agua que su avance febril arrancaba de las ramas le golpeaban el rostro. Adelante, adelante.
De pronto, los ladridos cesaron. Un poco más allá se distinguía un claro. Puso la yegua al paso y se acercó. En medio había una choza casi derruida. De inmediato reconoció la casita de Batistet, un trampero que le regalaba trufas para aliñar la carne que cazaba cuando era niño. Hacía años que había muerto, y él no había vuelto por allí.
Los tres perros aguardaban en la misma linde del bosque, observando la cabaña con las orejas en punta, las fauces babeantes y la cola entre las patas. Nunca los había visto así. Dudoso, se bajó de la yegua e hizo ademán de acercarse a ellos con la palma extendida.
Los sabuesos le ignoraron, como si no le conocieran.
Entonces recordó, y la sangre se le heló en las venas. A Batistet le llamaban el arlesiano. «Arlés no muestras…»
Y de repente temió que sus perros no hubiesen llegado hasta allí siguiendo ningún rastro, sino poseídos por algún demonio que les había obligado a arrastrarle hasta aquel lugar. A solas.
Sonó un crujido y se refugió en la espesura, llevándose la mano a la empuñadura de la espada. Había alguien dentro de la cabaña. La puerta colgaba, podrida, y no se movía, pero por el hueco vio salir una figura armada, envuelta en una capa de piel y un sombrero. ¿Un fantasma? Quien fuera iba murmurando algo que cortó el silencio del alba blanca:
—Ya era hora de que os decidierais a dejar las sábanas, Holland. ¿Para qué diablos os habéis traído esa jauría de perros?
Luis XIII guiñó los ojos. Él conocía aquella voz que le confundía con otro. Y no era un espectro. El pulso le martilleaba en los oídos. ¿Lessay? No. No tenía sentido.
El hombre de la cabaña se detuvo junto a la puerta, inmóvil, escrutando la espesura. Luis XIII le vio echarse la capa a un lado y aflojar la espada, despacio. Era él. Habría reconocido hasta en el infierno su modo sinuoso de moverse.
Los perros aullaron al unísono y el rey apretó con fuerza la empuñadura de su ropera. Lessay le había confundido con el licueducto. Desde la cabaña, sólo veía su figura entre la sombra de las ramas, como un doble de Holland, a quien a todas luces estaba aguardando.
—Arlés no muestras que se perciba el doble —recitó, en voz baja.
Lessay, a quien él mismo había desposeído de sus honores.
—Fuera de su cargo se verá desarmado…
No era más que un necio. Había perdido meses aferrándose a la presencia de Richelieu, convencido de que si no le alejaba de su lado, la profecía no se cumpliría. «Viejo cardenal por el joven embaucado…» Pero Nostradamus sólo alertaba del engaño que le iba a impedir a Richelieu encontrar las cartas que le habrían advertido a tiempo de quién era su verdadero enemigo. Un enemigo que le odiaba y deseaba verle muerto, que conspiraba para sentar a otro en su trono.
Y que aguardaba la llegada del licueducto, en la cabaña del arlesiano. «…Y liqueducto y Príncipe embalsamado». Él era quien quería verle embalsamado. Él y toda su calaña de malditos conspiradores. Y ninguno de los sabios a los que había consultado había sabido advertirle.
Sus propios perros le habían traído hasta el lugar donde iba a morir. Así estaba dispuesto que sucediera. Había sido un iluso al pensar que sus desvelos podían torcer lo que estaba escrito en los astros. Hasta sus fieles animales se habían plegado a la voluntad de una fuerza superior.
Sintió ganas de reír e increparle a los cielos.
¿Por qué no le habían advertido? Lessay era sólo un hombre, aunque fuera mejor esgrimista que él. Si hubiera sabido que le iban dar la oportunidad de morir por las armas, no habría pasado tantos meses penando sin sueño. Eso era a todo lo que tenía que enfrentarse si lo deseaba. A un hombre y su espada.
Tragó saliva. No quería morir a los veinticuatro años, maldito, y sin haber engendrado siquiera un heredero. Pero tenía que acabar con la incertidumbre de una vez por todas. Costara lo que costase. Un rey no podía ser esclavo del miedo.
Dio un paso adelante, mostrándose, y la insufrible gallardía del rostro de su enemigo se convirtió en estupefacción. Se miraron a los ojos, solos en el silencio helado del páramo. Lessay estaba desconcertado. Mejor, quizá la sorpresa jugara a su favor.
Luis XIII se desembarazó de la casaca y desenvainó la espada, dominando el temblor de su cuerpo con la pura fuerza de su voluntad.
Madeleine temblaba de frío en el sótano húmedo, orgullosa de su entereza y de que la ceremonia siguiera su curso. La Arpía sacó de la cesta las dos figuritas de cera y se las entregó. Representaban a la Víctima y al Instrumento. La de Luis XIII estaba de rodillas, con la cabeza inclinada hacia delante, ofreciéndose en sacrificio. La de Lessay tenía las manos alzadas y los dos puños cerrados. Ambas tenían atado alrededor del cuello un pelo robado a su respectivo dueño; el hilo de su destino.
Las tres sacerdotisas cantaron:
—Kolossoi, kolossoi, kolossoi.
Madeleine alzó las muñequitas. La sangre le corría por los antebrazos. Sentía el vestido empapado y la cabeza ligera. Se preguntó cuánto aguantaría antes de desmayarse; cuánto, antes de morir desangrada. No tenía miedo. En su pecho sólo había aceptación. Adrasteia.
El gemido espeluznante del iynx la espabiló. La Matrona seguía estirando la cuerda y haciendo rotar la rueda, infatigable, para que el destino no parara de girar y la sangre real atrajera a la Destructora de Rostro Severo y Grito Penetrante.
Madeleine respiró hondo. Era su turno. Recitó con voz pastosa:
—Desde las profundidades se levanta tu fuerza. Desde el subsuelo, tráenos tu luz.
La Arpía le clavó tres alfileres a cada figurita. Uno en la cabeza para nublar la mente, otro en el corazón para exaltar el odio y el tercero en el vientre para alimentar la ira. Luego las cogió con suavidad de entre los dedos de Madeleine y las aplastó una contra otra muy cerca del fuego. La cera comenzó a deshacerse de inmediato y a gotear en el pebetero:
—Espada de Hécate de los caminos, préstanos tu ira. La ira que te anima cuando atraviesas las encrucijadas de la tierra y el infierno, coronada de serpientes. Furia y fuego sagrado. Haz que les consuma la violencia. Adrasteia.
Lessay vio a Luis XIII arrojarse contra él lleno de furia y soltó un reniego incrédulo. Dio varios pasos atrás, como un novicio, descompuesto por la sorpresa, y tardó unos instantes preciosos en desenvainar su propia espada.
El rey cerró el espacio. Tenía la mirada candente de un iluminado. Las espadas se tocaron. Aquello iba en serio. Lessay intuyó la pared de la cabaña a su espalda y blasfemó una vez más, enfadado consigo mismo, al ver que se había encerrado solo. Tenía que salir de ahí como fuera.
Amagó un ataque a fondo, quedándose corto a propósito, esperando que el rey retrocediera y le abriera hueco para escabullirse. Pero Luis XIII ni siquiera se inmutó y él a duras penas consiguió replegarse sin que le tocara, perdiendo otra vez posición.
El rey no cesaba de acosarle con una determinación temeraria. No medía las distancias, entraba en su espacio y abría la guardia continuamente, ofreciéndole mil ocasiones de acuchillarle si hubiera querido. Parecía poseído. Trató de calmarlo:
—¡Sire! ¡Esto es una locura!
Su voz despistó al rey un brevísimo instante y Lessay no dudó. Pegó un tirón de su capa, la lanzó contra la punta del rey, envolviéndola, y embistió contra él, con la guarda por delante, decidido a salir de aquella posición aunque fuera por fuerza bruta. Pero los pies se le hundieron en la nieve, ralentizándole. Le dio tiempo a ver venir la estocada baja, pero no a apartarse. La hoja de su contrincante le atravesó el muslo.
Se revolvió como pudo para quitárselo de encima y recuperar la distancia. Ambos jadeaban. Se quedaron plantados el uno frente al otro, vigilándose. Luis XIII tenía la mirada determinada y predadora.
Lessay se afirmó en guardia. Un hilo de sangre le corría por la pierna derecha y ensuciaba la nieve bajo sus pies. La rabia le aceleró el pulso.
Le estaba bien empleado, por cretino.
El rey no era ningún diestro de armas. No había blandido una espada desde las cuatro lecciones de rigor que había recibido de crío. Tenía que haberle puesto en su sitio en un abrir y cerrar de ojos. Pero no se había atrevido. Una especie de respeto supersticioso le había paralizado.
Necio y mil veces necio.
De eso era de lo que se estaba aprovechando ese cabrón. Se sabía intocable. De ahí le venía ese valor temerario. Le miró a la cara. El hijo de puta seguía mudo y tenía una mueca ferviente y casi jubilosa, tan incomprensible como su aparición repentina en aquel lugar.
Pero no era momento de hacerse preguntas. Luis XIII volvía al ataque y la herida de la pierna le empezaba a arder. Tenía que templarse. Con la pierna a rastras no tenía ninguna posibilidad de huir. Su única opción era hacerle razonar. Pero la mera visión de aquel rostro santimonioso le enturbiaba el pensamiento y le encendía una hoguera en el pecho. Una ráfaga de viento sacudió las ramas desguarnecidas de los árboles y se coló en el claro, barriendo la superficie nevada y salpicándole el rostro. Era como si con cada uno de los cristales de agua helada se le fuera clavando en la carne una sensación de ira ingobernable.
Dieron un par de pasos, en círculo, tentándose los filos. Aquel ruin se equivocaba de cabo a rabo si creía que le iba a dejar volver a tocarle.
Luis XIII se abalanzó de nuevo contra él, con el mismo valor ciego, y esta vez Lessay no dudó. Al infierno con todo. Dejó que el rey entrara en su terreno, con toda la sangre fría del mundo y, en el último instante, con un movimiento veloz desvió su estocada. Le tenía al alcance. Le agarró la mano de la espada con la zurda y le descargó un tajo sobre un lado de la cabeza y, casi de inmediato, un golpe seco en la mandíbula con el pomo de acero.
El rey se tambaleó, aturdido por el impacto, y cayó de rodillas.
Lessay le arrancó el estoque de la mano y retrocedió dos pasos. Quedaron de nuevo el uno frente al otro, en silencio. Tres aullidos de perro se elevaron a coro.
Bajó la vista. En el suelo sucio se mezclaban los chorreones pisoteados de su propia sangre con la sangre del rey, que goteaba lentamente de la hoja de su espada.
La sangre del rey se hacía esperar y las antorchas llevaban un rato temblando, amenazando con apagarse. Madeleine las observaba preocupada. Su propia sangre seguía corriendo y tenía los brazos cada vez más pesados. Entonces la intensidad de la luz empezó a aumentar. Creció y creció hasta acabar en una explosión cegadora. Parpadeó, sorprendida y esperanzada. La sangre fluía. Venía la diosa.
El aire se solidificó al compás del ulular del iynx. Trató de mover un brazo, pero le costaba un esfuerzo extraordinario, igual que si estuviera debajo del agua. Todo el cuerpo le cosquilleaba como si mil hormigas se pasearan por su piel desnuda.
Miró a las otras y vio a la Matrona entregarle el iynx a la Arpía. Madeleine tenía la impresión de que los pies de las dos mujeres no tocaban el suelo. Las antorchas temblaron de nuevo, imperiosas. Era la señal.
Las tres sacerdotisas se arrodillaron en el suelo de piedra luchando contra el inmenso peso del aire.
La Matrona se levantó, lenta y majestuosa, con los brazos en alto:
—Bienvenida, Hécate terrorífica. La curva del cielo se borra. Las estrellas no brillan. La luz de la luna se esconde y la Tierra se agita. Tu rayo revela la esencia de todas las cosas. Bienvenida, Hécate terrorífica.
La Arpía se incorporó también y comenzó a tirar de las cuerdas del iynx. La música era ahora más apremiante, más rápida. Madeleine trató de alzarse pero las piernas no la obedecían. Sintió una fuerza avasalladora inundarle el pecho y tirar de su alma hacia arriba, hacia arriba. ¿Sería la muerte ya? Había perdido tanta sangre que no era imposible…
No le importaba. Era el hilo de su sangre el que traía a la señora de los caminos al mundo. Ahora, el de la Matrona las ataría a todas el tiempo necesario para que se impregnaran de su poder, hasta que la Arpía considerara que ya era suficiente y les proporcionara el último hilo, el que debían cortar para devolver a la Diosa al inframundo.
De pronto se encontró flotando en el techo abovedado de la estancia. Abajo seguía su cuerpo arrodillado e inmóvil, sangrando. El humo endulzado con especias dibujaba olas en el aire sobre las que cabalgaban niños desnudos cubiertos de oro. Un caballo hecho de luz pisoteó las olas y un niño le lanzó flechas de oscuridad. Madeleine gritó exultante.
Desde arriba vio cómo la Matrona se acercaba a la mesita, cogía el cuchillo de doble filo y, con pulso firme, se hacía dos cortes en cada brazo:
—Adrasteia!
Luis XIII estaba a sus pies.
Había perdido el sombrero y la hoja de la espada le había abierto una brecha en la cabeza. La sangre fluía aparatosa, pero la herida no parecía grave. Era el golpe lo que le mantenía postrado y aturdido, con las manos en el suelo y la frente gacha.
Lessay tenía una espada en cada mano. Apoyó la del rey contra el suelo, la pisó y partió la hoja en dos. Luego arrojó los trozos lo más lejos que pudo.
El viento se había arremolinado a ras del suelo blanco y el enardecedor ulular de los perros se había acallado. La pierna le abrasaba. Aún le bullía la sangre, pero eso no le impedía darse cuenta de la enormidad de lo que había hecho.
¿Y ahora qué? Luis XIII no iba a perdonarle nunca que hubiera alzado la mano contra él. La humillación. Cada segundo que el malnacido pasaba arrodillado en la nieve, a su merced, era un segundo que agravaba su condena. Le daban ganas de sacudirle para levantarle de una vez.
Echó un vistazo de reojo al desvencijado establo. Podía subir al caballo y quitarse de en medio lo más rápido posible. Pero irían a por él. Si no le atrapaban de inmediato, irían a buscarle a Dampierre o le interceptarían camino de Bretaña. Y de poco iba a servirle alegar que no había hecho más que defenderse. Si Luis XIII había intentado matarle cuando él aún no había movido ni un solo dedo, no iba a dejarle escapar ahora. Y podía tergiversar cuanto quisiera lo ocurrido. Era la palabra de un conspirador contra la del monarca soberano.
El corazón le latía a ritmo de galope de carga. No había más que cuatro personas que supieran de su presencia allí. Tres eran amigos. Conspiradores, como él. Bouteville, Holland, la duquesa de Montmorency. Ninguno de ellos hablaría.
La cuarta persona era el rey.
Tembló al darse cuenta de lo que estaba pensando. Con un solo gesto podía salvar su propio cuello y poner en el trono a Gastón. Sin que nadie se enterara.
El hombre que tenía a sus pies iba vestido de paño rústico. Nada indicaba que fuera una persona de calidad. En la espesura se escondían salteadores que podían haberle confundido con un cualquiera. La culpa recaería sobre quienes le habían dejado solo. Y aunque descubrieran las huellas de su caballo en la nieve, en cuanto tomara el camino real, el rastro se volvería imposible de seguir.
Luis XIII levantó la cabeza. La sangre le cubría parte del rostro y tenía la mirada convulsa y desorientada de un animal silvestre atrapado en una red. Clavó sus ojos oscuros en los suyos:
—¿Oís eso…? —preguntó, agitado—. Una música… Es como un chirrido… Unas voces de mujer…
Lessay tardó en contestar. Le costaba sacar las palabras de la garganta:
—Es el viento. Y los perros que aúllan.
El rey parecía confuso, perdido en alguna realidad de su imaginación.
Sintió un ramalazo de piedad y sus dedos se encogieron en la empuñadura de la espada, dubitativos. El miserable no era más que un desgraciado carcomido por la infelicidad. Pero entonces Luis XIII parpadeó con fuerza, luchando contra el ensueño que le tenía atrapado. Y de inmediato su mirada se volvió dura e inclemente.
No. Con otro tipo de hombre, quizá habría una posibilidad de negociar. Pero no con Luis el Justo. Tentó la culata de la pistola con la zurda, pero enseguida descartó la idea. Podía haber gente cerca. Tendría que ser con la espada.
Luis XIII había comprendido lo que ocurría. Intentó incorporarse, aturdido aún, y trató de agarrarle de un brazo para sostenerse, pero se tambaleó y volvió a hincar una rodilla en el suelo. Era el momento. Lessay alzó la espada y apoyó la punta en el pecho de Luis XIII. Su enemigo le miró a los ojos, digno y desafiante, y él respiró hondo.
Estaba a punto de hacerlo.
Iba a matar al rey.
El marqués de La Valette contuvo el aliento y alzó una mano para prevenir a sus hombres, que aguardaban más atrás, ocultos entre la arboleda con los caballos y las armas en la mano. El rey, indefenso, tenía una rodilla en el suelo y la espada de Lessay se apoyaba sobre su pecho.
Hacía un rato, cuando los perros habían empezado a agitarse, a la orilla de la charca, se le había puesto la piel de gallina. Había llegado el momento.
Los monteros se habían quedado atrás, incapaces de seguir a los caballos, pero ellos habían logrado que el rey no les tomara demasiada ventaja. Habían llegado a la vista del claro justo a tiempo de ver a Luis XIII y a Lessay caminando en círculos, el uno frente al otro, agazapados y listos para saltarse al cuello. El conde cojeaba, pero el rey se movía sin maña, abriendo espacios por doquier. No tenía ninguna opción.
La noche anterior, la Arpía le había dicho que no se preocupara. Los astros estaban alineados. La sangre correría. Pero él no las había tenido todas consigo hasta ese momento. De una ojeada rápida había calibrado la situación. El caballo de Lessay no estaba a la vista. Mejor. Eso les daba tiempo de sobra, cuando ocurriera lo inevitable, para no dejarle escapar.
Las órdenes habían sido claras. La Corte no podía permitirse un regicidio misterioso e inexplicado. Richelieu y sus fieles estaban en guardia, después de recibir los mensajes del rey Jacobo. Las sospechas y las salpicaduras podían llegar a cualquier sitio, incluyendo a María de Médici. Era imprescindible ofrecerle al pueblo un culpable.
La otra orden había sido aún más insistente. No podían arriesgarse a que la justicia apresara al asesino. El Instrumento debía morir en el sitio. Lessay estaba metido en demasiadas intrigas. La Arpía no quería juicios ni interrogatorios que pudieran sacar a la luz cualquier nombre inconveniente.
Todo debía quedar sellado en aquel claro.
Ya no se oían los perros. Bernard puso el caballo al paso, convencido de que se había perdido otra vez, aguzando el oído para recuperar el rastro. Y, casi sin darse cuenta, se encontró al borde de un claro.
Lo que vio le dejó sin habla.
Lessay y Luis XIII, solos, en mitad de la nieve, frente a una cabaña desvencijada.
El conde había hecho al rey arrodillarse a sus pies. Le tenía sujeto por un brazo y llevaba la espada desenvainada en la mano. Boquiabierto, le vio alzar el arma con intención inequívoca.
No tenía tiempo de intentar comprender. Hundió los talones con fuerza en los ijares de su caballo y se abalanzó en tromba contra ellos:
—¡Por el amor de Dios, monsieur! ¡Teneos!
En algún momento, su mano se había apoderado de la pistola. Disparó por encima de la cabeza de los dos hombres, para achantarlos. Lessay retrocedió al oír su voz y echó mano a su vez a un arma de fuego. Bernard frenó a su caballo y saltó al suelo justo a tiempo. El tiro del conde se perdió en algún sitio por encima de las orejas del animal.
El brinco hizo que las costillas se le clavaran en el torso, se encogió de dolor y no pudo evitar cerrar los ojos. Los reabrió de inmediato, temiendo encontrarse con la punta de la espada de Lessay en la garganta. Sabía lo rápido que era.
Con alivio comprobó que el conde tenía la guardia en alto, pero seguía clavado en el sitio, con el gesto demudado. Bernard desenvainó y se interpuso frente al rey, estremecido al ver su rostro cubierto de sangre y el suelo manchado.
—¿Habéis perdido la cabeza, monsieur? ¿No veis lo que estáis haciendo? ¡Es el rey! —gritó.
Lessay soltó un bufido de incredulidad:
—Hijo de perra. —Le hablaba a él, pero sus ojos insistían en buscar a Luis XIII a sus espaldas—. Tenía que haberte matado.
Y parecía dispuesto a solucionar el descuido en aquel mismo instante, porque antes de poder reaccionar, Bernard se encontró su hoja a dos palmos de la cara y comprendió que había fracasado. Había intentado salvar al rey y proteger a su patrón al mismo tiempo… pero para eso habría tenido que llegar antes. Su carrera salvaje a través del bosque había sido inútil. Al rescatar a Luis XIII cuando tenía ya la espada en la garganta, había condenado a Lessay. El rey iba a exigir que el conde pagara.
Por supuesto que Lessay le quería muerto.
Pero ¿por qué estaban solos? ¿Dónde estaban los monteros del rey y el marqués de La Valette?
Paró la primera estocada, sin saber siquiera cómo, y sólo entonces cayó en la cuenta de que el conde estaba herido. La pernera derecha de sus calzones tenía una mancha oscura y se movía con rigidez, más lento que de costumbre. Tenía que aprovecharlo. Aunque tuviera molidos la mitad de los huesos, sus piernas estaban sanas y él era el más fuerte de los dos.
Seguramente fueron sólo segundos, pero él los sintió como una eternidad. De repente tenía mil ojos y mil brazos. Le daba tiempo a apartarse, a interceptar cuchilladas, incluso a respirar un par de veces antes de intentar un ataque propio. Con el rabillo del ojo vio al rey incorporarse, lacio como un espantapájaros, y buscar sostén junto a la cabaña. La distracción estuvo a punto de costarle cara y el filo de la espada de Lessay le desgarró una manga. El juego de piernas de su rival era cada vez más lento, pero seguía teniendo el brazo rápido.
Entonces le pareció oír unas voces, a lo lejos. ¿Serían los monteros? Tenían que haber oído los disparos. Atajó una estocada, a un par de pulgadas de sus tripas, y antes de que el conde pudiese liberar la espada se arrojó contra él, agarrándole el brazo, acometiendo con toda su potencia. La treta funcionó. A Lessay le falló la pierna herida y los dos rodaron por el suelo. Manotearon, tratando de acortar el agarre de los estoques y sujetar la mano del contrario. Las voces del bosque eran cada vez más claras y llamaban al rey.
Sólo se le ocurría una cosa para tratar de enmendar el desaguisado antes de que llegaran. Relajó la presa del brazo de Lessay y murmuró a toda prisa, antes de que éste pudiera acuchillarle:
—Coged mi caballo y huid.
El conde no dudó ni un segundo. Un golpe en la cara, un empujón y una patada, y se había escabullido. Bernard se aovilló, fingiendo más dolor del que sentía, pero cuando volvió a abrir los ojos se dio cuenta de que algo había salido mal.
Lessay no se había marchado. Estaba de pie, pero seguía junto a él, inmóvil.
Levantó la vista.
El marqués de La Valette, a caballo, hacía frente al conde, cortándole la salida. Unos pasos por detrás se acercaban otros dos jinetes, espada en mano. Uno de ellos rodeó a Lessay, impidiéndole retroceder, y el segundo se dirigió directamente hacia él.
El marqués de La Valette saltó al suelo antes de que Lessay pudiera lanzarle una estocada al caballo y uno de sus hombres le imitó, a toda velocidad, mientras el otro se encargaba de mantener apartado al campesino.
La aparición de Serres, galopando a través del claro como un jinete del Apocalipsis, le había dejado paralizado. Se había planteado intervenir a la desesperada. Pero él tenía un brazo inútil y sólo disponía de dos hombres. El gascón y Lessay también eran dos. Era imposible prever cómo podía terminar aquello. Y las voces de los monteros se escuchaban ya a poca distancia.
Sólo le quedaba tiempo de cumplir la última orden de la Arpía y matar a Lessay antes de que pudieran atraparle.
El conde permanecía inmóvil, con la espada apuntando al suelo, dudando entre seguir luchando o aceptar que estaba atrapado. Le miraba fijamente, con un gesto de interrogación ofendida, como pidiéndole explicaciones. Con motivo. Aunque tenían cuentas pendientes, La Valette nunca había pensado que las liquidarían de ese modo. Pero había órdenes que no se podían discutir.
Se escuchó un rumor entre los árboles y los monteros irrumpieron en el claro, con las escopetas listas y expresión de alarma, tratando de descifrar lo que estaba ocurriendo.
La Valette avanzó un paso, con precaución, y señaló a Lessay con la espada:
—Este hombre ha atacado al rey.
Serres lanzó una exclamación. Uno de los monteros le encañonó y él les hizo una seña a sus dos servidores, que se situaron a espaldas del conde. Lessay estaba cansado y herido. Al menos, acabarían rápido. Les indicó con un gesto de cabeza a sus segundos que se preparasen.
Y justo en ese instante resonó en el claro la orden, firme y soberana:
—¡Que nadie lo mate! ¡Le quiero vivo!
Madeleine bailaba alborozada en el aire. El aullido del iynx la acunaba y hacía flotar sus ropas negras en un remolino hermoso y turbulento. No quería mirar hacia abajo por miedo a que su cuerpo genuflexo la reclamara. Había perdido tanta sangre que no debía de faltar mucho para que llegara la muerte y, cuando sucediera, quería estar volando.
Entonces, inesperadamente, la música se detuvo.
Durante un instante interminable, el aire fue perdiendo solidez. Las antorchas temblaron enloquecidas y acabaron por apagarse del todo, dejando un vacío negro. Madeleine cayó y cayó hasta aterrizar en su propio cuerpo con un golpe que la dejó aturdida y temblorosa.
Un ataque de tos incontrolable la sacudió. Le dolían todos los huesos y el efecto de las drogas había desaparecido de repente. Algo le aprisionaba los pulmones por dentro. Puso las palmas de las manos en el suelo encharcado de sangre y trató de respirar con serenidad, pero boqueaba igual que un pez fuera del agua.
No entendía nada. Apenas había empezado a sentir el poder de Aquella Cuya Voluntad se Cumple y la Arpía no se había cortado aún. No podía haber concluido ya todo.
Hubo un momento de silencio y la voz de la Matrona susurró en la oscuridad:
—¿Qué ha pasado? Nos hemos quedado solas.
La diosa las había abandonado, Madeleine también lo sentía. Levantó la cabeza. La única luz visible era la de la llama del pebetero. Apenas alcanzaba a iluminar débilmente el rostro de la Arpía, que tenía las cejas fruncidas y los labios apretados:
—El instrumento no ha podido arrancarle la vida al rey —murmuró—. Todo ha sido en vano.
En vano. Su iniciación, sus penurias, la muerte de Anne. Todo en vano.
¿Habría sido culpa suya? Estaba convencida. La Diosa Terrible las había abandonado porque no era pura. Quiso preguntarles a la Arpía y a la Matrona. Intentó hablar. Movió los labios, pero no emitió ningún sonido. Se llevó las manos a la garganta y trató de gritar.
Nada.
Había salido el sol. Las siluetas de los árboles trazaban franjas de color gris metálico sobre el suelo del claro nevado y un fogonazo de luz ascendía entre las ramas desnudas, pero Bernard tenía más frío que nunca.
Estaba sentado en un tronco caído, frente a la cabaña del arlesiano, con las rodillas encogidas. Las carreras dementes de la noche y la madrugada no le habían dejado sentir el tiempo glacial. Pero ahora que todo había terminado, el frío del amanecer se le había colado de golpe en el cuerpo. Encogió los dedos de los pies y se frotó los brazos, ojeando con envidia la gruesa casaca del hombre que le vigilaba.
No había podido hacer nada para ayudar a Lessay. Encañonado de cerca por uno de los monteros, no había tenido más remedio que permanecer inmóvil, aguardando el inevitable desenlace. El conde había hecho amago de hacer frente a La Valette con escasos ánimos. No tenía opción. Le rodeaban seis hombres. Al final, había entregado él mismo la espada.
A Bernard también le habían pedido la suya, por prevención, y aunque le trataban con deferencia, le habían dejado al lado un montero armado con una escopeta que no le quitaba ojo de encima.
Seguían todos en el claro, aguardando la llegada de la Guardia de Corps. El marqués de La Valette había mandado a uno de sus hombres a buscarla, encomendándole discreción. Lo más prudente era que el rey regresara escoltado, pero no querían revuelo. A Luis XIII le habían enjugado la sangre y no tenía más que un corte superficial bajo del pelo. Se encontraba dentro de la cabaña, reponiéndose, y Lessay estaba encerrado en el cobertizo, vigilado estrechamente.
Una nube densa de vaho le brotó de los labios y Bernard se quedó mirando hasta que se disolvió. No era sólo el frío lo que le tenía entumecido. Aquella calma súbita le aturdía. ¿Había terminado todo? El rey estaba vivo. Quién sabía lo que comprendía Luis XIII de lo que había pasado en aquel claro, pero si el duque de Épernon no había mentido en la posada, estaba a salvo, las hechiceras habían perdido su oportunidad. ¿Qué harían ahora? ¿Le aguardarían en Saint-Germain para vengarse por haberles robado la vida del monarca?
Había escapado de ese pozo negro en el que había estado sumido durante días, con la razón extraviada, haciéndole ver magas e hijas del maligno en cada esquina. Temblaba sólo de pensar que había estado a punto de acabar como el pobre maître Thomas. Pero no sabía si de verdad había logrado desprenderse de la inmunda tela de araña en la que le había tenido atrapado la Arpía, o si sólo era que las hechiceras estaban exhaustas después de aquella noche y tarde o temprano volverían a por él. Prefería no pensar.
Levantó la cabeza. Alguien salía de la cabaña. Se tensó involuntariamente. El marqués de La Valette. El servidor de las brujas. El asesino de Charles. Convertido en protector del rey, ahora que sus propósitos habían fracasado. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, recuerdo de su enfrentamiento en el Pré aux Clercs, y venía hacia él:
—Monsieur de Serres, el rey desea veros.
—¿A mí?
—¿Qué os extraña? Quiere daros las gracias. Le habéis salvado la vida —Sonrió. La mueca, con aquellos dientes separados, resultaba casi amenazadora. Bernard se puso en pie, titubeante—. No os preocupéis. No le he dicho nada.
No le entendía:
—¿Nada? ¿Nada de qué?
—De vuestro intento de dejar escapar a Lessay en el claro. —El marqués se plantó a un paso de él—. Algunos lo considerarían una traición, pero al fin y al cabo, comparado con el servicio que habéis prestado, se trata de una falta menor… No merece la pena ni mencionarla.
Bernard sacudió la cabeza ¿Era una amenaza? No tenía fuerzas para enfrentarse a más intrigas:
—Dejadme pasar, por favor.
El marqués se quedó quieto, mirándole fijamente a los ojos:
—Debisteis matar a Lessay y acabar con todo cuando tuvisteis la oportunidad. Le habríais hecho un favor. —Otra vez aquella sonrisa—. Vos sois el responsable de que el rey le haya atrapado vivo. ¿Sabéis cuál es la pena para los regicidas, tengan éxito o no en sus propósitos?
Por supuesto que lo sabía. Descuartizamiento en plaza pública. Después de un espantoso suplicio. Se quedó mirando la mueca insidiosa del marqués, tan difícil de interpretar. No sabía si se estaba regodeando o si por el contrario le estaba recriminando por haber abocado a Lessay a algo así. Intentó razonar:
—Pero a un hombre de la posición de Lessay… A alguien de su alcurnia jamás le aplicarían una pena infamante… Su Majestad no…
Las frases se le quedaban a medias. La Valette no respondió. Sólo se encogió de hombros y echó a andar hacia la cabaña, dándoles la espalda a él y a su desazón.
Bernard le siguió, arrastrando los pies. Le había salvado la vida al rey. Luis XIII quería agradecerle personalmente su comportamiento. Pero si ése era el sabor de la victoria y el deber cumplido, tenían un regusto más amargo de lo que nunca hubiera imaginado.