Nevaba otra vez. Los copos caían gordos y rápidos como si los estuvieran tirando a puñados desde el cielo, emborronando los rectángulos de luz que dibujaban en el suelo las ventanas de la fonda. Acodado en el alféizar, Bernard vigilaba con la mirada fija, atento a que las calles no se doblaran sobre sí mismas ni cambiaran de dirección. El mundo daba la impresión de estar en orden, y la ciudad parecía de nuevo un lugar sólido y fiable.
Tal vez porque la reina de las hechiceras la había abandonado.
Cerró la ventana. Aún faltaba para la hora, pero no tenía ni idea de cómo se llegaba a Saint-Germain. Más valía pedir indicaciones con tiempo. Asomó la cabeza por la puerta, acarició la espada y la pistola, y concluyó que podía arriesgarse a salir de allí unos minutos para hablar con el mesonero. Luego volvería a encerrarse hasta que llegara el caballo.
Bajó las escaleras muy despacio, sujetándose el costillar. La sala común estaba abarrotada y, después de tantos días aislado en su estancia, le costó adentrarse en el guirigay de risas y voces. El patrón, que iba camino de las cavas cargado de jarras vacías, se detuvo en seco al topárselo al pie de la escalera.
—Vaya. Parece que la visita os ha espabilado.
—Necesito ir al castillo de Saint-Germain. Tenéis que explicarme dónde está —replicó, sin dar pábilo a la charla. No quería que Poullot le hiciera preguntas.
El mesonero captó la urgencia de su tono. Eran unas siete leguas de camino, le dijo, desde la puerta de Saint-Honoré. Seguía dándole detalles cuando la puerta de la calle se abrió y tres hombres arrebujados en sus capas entraron en la hostería.
El patrón alzó la vista para indicarle a uno de los mozos que despejara una mesa, pero el que caminaba al frente del grupo la rechazó con un gesto breve. Se trataba de un fulano moreno y narigudo, y tenía una mueca torcida y desapacible que Bernard conocía: era el italiano que le había recibido las dos veces que había ido a casa de la baronesa de Cellai. El perro guardián de la bruja.
No le cupo duda. Estaba allí para matarle.
Pero aún no le había visto. Aprovechando que las recias espaldas del mesonero le cubrían a medias, inició un repliegue silencioso, tanteando con el talón los escalones. Poullot le observó, extrañado:
—¿Qué demonios os pasa ahora?
Su voz atrajo la mirada del italiano y se acabó el tiempo de los disimulos.
Bernard pegó un salto y salió en desbandada escaleras arriba, tragándose las lanzadas que le daban las costillas. Un revuelo de gritos y carreras estalló a sus espaldas, pero él ni giró la cabeza. No podía perder tiempo ni para respirar. No atinaba a encontrar la llave de su habitación y el perro de la baronesa y sus secuaces estaban casi encima. Por suerte había una puerta entreabierta al fondo del corredor. Una vieja repeinada asomaba la cabeza para husmear el jaleo. Bernard la apartó de un empellón y se arrojó dentro del cuarto junto con ella.
Le pidió la llave a voces, cerró la puerta y empujó una mesa para atrancarla. El italiano y sus matones aporreaban la madera y se escuchaban las voces de Poullot y sus mozos. El mesonero era hombre de armas y no toleraba desórdenes en su establecimiento, pero Bernard no creía que fuera a jugarse el cuello por un simple huésped. Estaba atrapado y la mujer no paraba de chillar.
Se dirigió a la ventana murmurando una plegaria, la abrió de golpe y dio gracias al cielo. La formidable mano de bronce de la enseña de la fonda colgaba justo debajo.
Apretó los dientes, se dio impulso y se sentó a horcajadas sobre el marco de la ventana. Desde allí alargó el brazo bueno, se asió con fuerza a la barra de hierro de la que pendía la mano y se dejó caer. Se le escapó un grito de dolor y apenas pudo sujetarse antes de precipitarse al suelo.
El porrazo había sido fuerte y tenía las dos palmas abrasadas, pero le había dado tiempo a aovillarse y no se había hecho daño en los tobillos. Gateó para incorporarse. Tenía que desaparecer de allí antes de que sus perseguidores salieran tras él. Tal vez a Épernon le hubiera dado tiempo a enviar el caballo.
Corrió hasta la esquina, asomó la cabeza y escupió un reniego. Junto a la puerta de la cuadra se alzaba una silueta oscura, con la capa sobre un hombro y la mano en la guarda de la espada. Adiós montura.
Tenía que alejarse de allí. Cruzó la calle en diagonal, amparándose en las sombras, y se precipitó bajo los muros de la abadía de Saint-Nicolas des Champs. Apenas tuvo un instante para respirar. La puerta de la posada se abrió de un empellón arrojando luces, gritos y figuras oscuras a la noche. Y al tipo del establo no se le había escapado el ruido de sus zancadas. Al menos cuatro hombres avanzaban a paso ligero en su dirección.
Echó a correr pegado al muro y dando resbalones sobre la nieve. En la primera esquina giró a la derecha. Sus pasos resonaban en la noche, dejando un rastro fácil para sus perseguidores, pero no tenía la sangre fría necesaria para calmarse e intentar escurrirse en silencio. Atravesó una vía más ancha esquivó a una pandilla de juerguistas nocturnos y siguió corriendo hasta perderse en una maraña de callejones.
Se encontró en un pasadizo estrecho y negro. A su derecha dormía una fila de viviendas a oscuras, con las contraventanas cerradas. A la izquierda corría un muro de piedra. Al fondo, el resplandor tímido de un farol parecía indicar la presencia de una calle más ancha. Se detuvo, rogando por que el sigilo le ayudara a escabullirse. Y entonces distinguió, con claridad, una voz con acento italiano dando órdenes a sus perseguidores para que se separaran. Casi de inmediato dos siluetas oscuras se recortaron frente a él, a la salida del callejón.
Se quedó inmóvil, pegado al muro de piedra, sin atreverse a dar un solo paso cuyo sonido pudiera delatarle. Vio a los dos hombres hablar en voz baja. Uno de ellos se quedó de guardia en el sitio, pero el otro se adentró en la calleja y echó a andar directo hacia él. Bernard se adosó con más ahínco a la pared y palpó una especie de nicho. Se deslizó dentro del hueco y descubrió que era el vano de una cancela cerrada con candado. Guiñando los ojos creyó distinguir al otro lado un gran patio y decenas de cruces de piedra sobre las que se había ido posando la nieve. Un cementerio.
Respiró hondo, haciendo por calmarse. El tipo que se había quedado en la calle del fondo había desaparecido de su vista, aunque seguro que seguía por allí, rondando arriba y abajo. El otro avanzaba con tiento por el callejón, cada vez más cerca.
Bernard calculaba que se encontraba entre las calles de Saint-Denis y Saint-Martin, las dos vías paralelas que atravesaban la ciudad de norte a sur. Seguramente, los dos matones habían decidido separarse para apostarse cada uno en una de ellas, cortándole toda salida. Y aún había otros dos que no sabía dónde le aguardaban, pero seguro que rondaban cerca. Tenía que hacer algo o se quedaría atrapado en la ratonera.
La negrura le hacía invisible y pronto se tragaría también al tipo que se acercaba. Esperó, sin respirar, cavilando a toda prisa. Si aguardaba a que pasara a su lado podía disparar la pistola de Épernon a bocajarro, pero el estallido alertaría al resto de los sicarios.
Las luces de la calle del fondo volvieron a iluminar al fulano que se había quedado allí de guardia y luego sus pasos volvieron a alejarse, esta vez calle arriba. El otro ya estaba casi encima de él. Esperó hasta que se puso a su altura. No era más que una sombra densa, que apestaba a tabaco y humedad, y un resplandor intermitente largo y plateado junto al costado. Dos pasos más. Pasaba de largo. Le daba la espalda.
Era el momento.
Le saltó a los lomos como un oso, derribándole el sombrero y rodeándole el cuello con el brazo derecho para impedirle gritar. El tipo era fibroso y bastante más bajo que él. Luchó con denuedo, intentando estamparle contra el muro, revolverse. Pero Bernard aguantó. Apretó y apretó con fuerza, tratando de sofocar los sonidos guturales que emitía. Poco a poco su presa cejó en su resistencia. Escuchó el sonido de la espada al soltarse de su mano, y luego sintió que las piernas del matón flojeaban y que dejaba de pelear por completo.
Lo dejó caer al suelo, no sabía si vivo o muerto, y salió corriendo en dirección contraria a donde estaba apostado su compinche, sin preocuparse por el ruido. Ni siquiera se detuvo a mirar en la esquina. Giró hacia el sur, tratando de pensar. Oyó voces, no sabía de quién, y volvió a meterse entre las callejas del barrio del mercado y la iglesia de Saint-Eustache.
Necesitaba refugio. Y un caballo. Y no llevaba ni una moneda encima. Pero conocía a alguien que vivía allí al lado y que sólo unos días atrás le habría prestado asistencia sin un parpadeo. Ahora no estaba ni siquiera seguro de que quisiera recibirle en su casa, pero no tenía otra opción.
Llegó al hôtel de Bouteville resollando. El portón estaba cerrado y tuvo que gritar para despertar al portero.
—¡Abridme! ¡Me persiguen! Tengo que ver a monsieur de Bouteville. ¡Inmediatamente!
El vigilante entreabrió la puerta. Le reconoció y le dejó pasar sin alharacas. Al poco, un criado salió a buscarle. Su señor dormía en la habitación de su esposa. ¿Estaba seguro de que sus asuntos no podían esperar? Su rostro debía de hablar muy claro porque ni siquiera tuvo que insistir. El lacayo le dijo que le siguiese, le instaló en una antecámara del primer piso, arrojó un par de troncos a la chimenea para avivar los rescoldos y fue a buscar a su señor.
En cosa de unos minutos, apareció Bouteville. Traía el pelo aplastado y los ojos entrecerrados y legañosos, y venía envuelto en una bata de rica tela roja, tiritando de frío y mascullando. Bernard no quiso darle tiempo a que despertara:
—Ya imagino que he dejado de ser bienvenido en esta casa, monsieur. Pero necesito un caballo. Es una cuestión de vida o muerte. Os ruego que me asistáis esta noche y os juro que no os importunaré nunca más.
Bouteville se arrebujó en su bata y guiñó los ojos varias veces:
—Sang de Dieu, Serres, ¿qué os ocurre? Parece que os persigue el diablo.
Le miraba muy serio, con una desconfianza impropia de la espontaneidad amistosa con la que le trataba siempre. No sabía qué le habría contado exactamente Lessay, pero estaba claro que sabía de su desgracia.
Se planteó decirle la verdad. Que no le perseguía el diablo sino los enviados de una diablesa. Y que había varias vidas en juego aquella noche. Entre ellas, la del rey. Pero no se atrevía. Y no sólo por miedo a que le tomara por demente.
Aunque la mano ejecutora fuese la de un esbirro, Bernard no sabía si lo que acechaba a Luis XIII era una conjura de Corte. Y no se le habían olvidado ni la conversación que había interrumpido en Chantilly, con aquellos enviados extranjeros, ni el rapapolvo de Lessay después de que perdiera las cartas de la reina en el camino de Argenteuil. Los papeles que le habían robado podían comprometer a mucha gente, le había advertido.
Además, la duquesa de Montmorency estaba implicada. Épernon se lo había confirmado. No podía esperar que Bouteville tomara partido por él contra su pariente.
Tenía que ceñirse al plan. Detener a las hechiceras sin complicar a ninguno de sus viejos amigos:
—No puedo decíroslo. Lo siento. Pero necesito vuestra ayuda —insistió, atropellando las palabras—. Necesito ese caballo.
Bouteville no le quitaba ojo:
—Está bien. Hagamos una cosa. Vamos a sentarnos juntos. Y vos vais a calmaros, a ver si hay algo que sí podáis contarme. —Le hablaba en un tono apaciguador, como a un animal asustado o a un desequilibrado.
Le indicó una silla y llamó al criado y le pidió que trajera una botella de hipocrás. A Bernard le bailoteaban los pies. Quería decirle a Bouteville que tenía prisa y que no había tiempo para charlas, pero no quería que desconfiara más de él, así que se sentó, apoyándose en el brazo de la silla con cuidado y sujetándose el costado. Su anfitrión alzó las cejas, curioso.
—He tenido problemas —rezongó por toda respuesta. No iba a decirle que se había machacado las costillas rodando por unas escaleras mientras peleaba con Lessay.
Pero Bouteville debía de conocer ya la historia, porque torció los labios, tanteándose el bigote entumecido por el sueño, y no insistió. Esperó a que el criado llenara las dos copas y depositara sobre la mesa la botella de cristal esmerilado:
—Lessay me arranca los huevos si se entera de que os tengo aquí sentado bebiendo vino —le advirtió, con el primer amago de sonrisa que Bernard le veía—. No tenéis buena apariencia. ¿Estáis enfermo?
La misma inflexión cautelosa.
—El conde os ha contado…
Bouteville asintió:
—He pasado un par de días con él en Dampierre. Hemos tenido tiempo de hablar de vuestras hazañas. —Le miró con severidad—. Lo de las cartas de la reina no pasaría de ser una imprudencia boba, si cuando os las robaron no lo hubieseis ocultado. En cuanto a lo de la casita de Auteuil… Tendréis que darme una buena explicación si queréis que os ayude. ¿Qué demonios hacíais allí escondido?
A Bernard las piernas le seguían tamborileando. No tenía tiempo de mostrar contrición ni de dar explicaciones. Ni mucho menos podía decir la verdad.
—Monsieur de Lessay lo sabe. Se lo dije.
—Ya. —El tono seguía siendo reticente—. Esperaba que tuvierais otra explicación. Más cuerda.
—Lo siento. Podéis pensar de mí lo que queráis. Pero tengo que llegar a Saint-Germain. Sólo os pido que me prestéis un caballo. O unas monedas para conseguir uno. Os aseguro que después de esta noche no volveréis a verme la cara nunca más, ni vos ni el conde.
Bouteville le pegó sorbo a su copa, meditabundo, y un brillo granuja le atravesó la mirada:
—Entonces, ¿es verdad? ¿Los sorprendisteis juntos? ¿Lessay se ha estado trajinando a la baronesa de Cellai todo este tiempo?
Bernard se impacientó. Bouteville no le escuchaba. No le estaba tomando en serio. ¿Y cómo podía hablar de la italiana con esa ligereza?
—Imprudente —advirtió, con los dientes prietos—. No mentéis siquiera a esa mujer.
La carcajada de su interlocutor le desconcertó:
—¡Cristo, con el perro guardián! Y luego dicen que sois un indiscreto que ha perdido el seso. No os preocupéis. Ya sé que lo mantenían en secreto para guardarle a ella la reputación. —Bouteville alzó los ojos, incrédulo—. ¡Y el cabrón de Lessay llevaba poniéndola de cara a La Meca desde que salimos de la Bastilla! Dice que preparaba unos brebajes afrodisíacos que le provocaban un furor inextinguible. Y que se dejaba hacer de todo.
Pronunció el final de la frase sílaba a sílaba, dejando que la última vocal colgara en el aire y le miró, expectante, incitándole a que negara o confirmara la historia.
Pero Bernard sólo quería salir de allí cuanto antes:
—Os lo suplico, prestadme el caballo y dejadme ir. —Bajó la voz. Su conciencia le impelía a darle otro aviso—. Y olvidaos de esa mujer.
—¿Qué decís? ¿Ahora que se ha quedado sin nadie que la consuele? ¿Dejar que vuelva a los rezos? Con la de cosas que se pueden hacer de rodillas… —Estalló en una nueva carcajada, pero se enfrió de golpe al ver que Bernard no le seguía. Cabeceó, decepcionado, y se levantó de la silla—. En fin, vos sabréis. Mandaré que os preparen ese caballo. Pero es el último favor que os hago. No volváis a recurrir a mí. Si Lessay no confía en vos, me fío de su juicio.
Bernard se puso en pie detrás de él. Lo sensato era aceptar su ayuda y salir corriendo de una vez, sin enredar más. Pero aquel hombre había sido todo generosidad con él desde su primer encuentro. Aunque le hubiera retirado su amistad, no podía dejar que se metiera en la boca del lobo. Se interpuso ante la puerta:
—Monsieur, dejad que os devuelva el favor. Escuchad mi consejo. No os acerquéis a la baronesa de Cellai. No os dejéis cegar por la lujuria. Es una bruja. Os hechizará como ha hechizado a Lessay. —El ansia por hacer que le creyera le había vuelto la voz rasposa—. Decís que el conde os hablado de ella. Decidme, ¿os ha contado acaso que tiene el poder de convertir en eunucos a los hombres? ¿Que envenenó a monsieur de La Roche? ¿Eh? ¿Os ha contado eso?
Bouteville le puso una mano en el hombro:
—Serres, ¿estáis seguro de que os encontráis bien? En este estado no deberíais salir corriendo a ningún sitio.
¿No iría a arrepentirse de lo del caballo? Sacudió la cabeza con energía:
—Eso da igual. No puedo quedarme aquí. No lo comprendéis. —Le agarró del brazo y le miró fijamente a los ojos—. La baronesa de Cellai me persigue para matarme porque he descubierto su secreto.
Una nueva carcajada:
—Mort de Dieu, ¿hasta ese punto le avergüenzan sus revolcones con Lessay?
Bernard parpadeó con pasmo. Era inconcebible que alguien pudiera bromear sobre aquello. Le clavó una mirada aún más intensa y le apretó el brazo:
—No es asunto de jácara, monsieur.
Bouteville asintió, como dándole la razón, pero tenía una incomprensible expresión de piedad en la mirada y Bernard se daba cuenta de que estaba disimulando:
—Serres, intentad calmaros y escuchadme. Estáis enfermo. No os encontráis en condiciones de ir a ningún sitio. Voy a mandar llamar a un físico. En cualquier caso, es mejor que os quedéis aquí esta noche.
—¡Imposible! —gritó. Pero Bouteville alzó un dedo admonitorio que dejó claro que no admitía réplica.
Bernard se desesperaba. No podía perder más tiempo. Si no había más remedio, tendría que confesar lo que estaba en juego. Entonces le asaltó un pensamiento desasosegante. ¿Y si Bouteville no pretendía asistirle? ¿Y si era todo un ardid para que no llegara a su destino?
Claro. Eso era. Por eso se empeñaba en retenerle. Le había estado sonsacando, tratando de que dijera cuanto sabía sobre la baronesa de Cellai. No había duda. Estaba confabulado con su prima, la duquesa de Montmorency, y con el resto de las brujas. Qué incauto había sido.
Tenía que disimular. Relajó los músculos y fingió que acataba la decisión de su anfitrión.
En ese momento la puerta se abrió de nuevo y el mismo lacayo de antes introdujo a un recién llegado, chorreante y lleno de barro. Bernard lo reconoció de inmediato. Era uno de los gentilhombres de Lessay, uno de los que habían partido con él hacia Bretaña. Un buen tipo que le había ayudado a encontrar su sitio durante sus primeros días en París. Ahora, sin embargo, le miraba con la frente arrugada, preguntándose sin duda qué pintaba allí.
Bouteville le saludó con cordialidad:
—¡Monsieur du Perrier! Vaya nochecita para viajar.
—Traigo noticias —respondió el otro, y le entregó un billete lacrado—. Me he tomado la libertad de pedirle al hombre de la puerta que me preparen una montura fresca.
Bouteville les dio la espalda a ambos y leyó el mensaje en silencio.
—¿Salís ya de vuelta? —preguntó después—. Es más de medianoche.
—Monsieur de Lessay quiere continuar camino para Bretaña mañana. Ya llevamos cinco días en Dampierre. Y con la nevada que está cayendo, mejor no remolonear. ¿Hay respuesta? —preguntó, indicando con la cabeza el billete que Bouteville conservaba en la mano.
Éste negó con la cabeza y se lo guardó en el bolsillo de la bata.
—Tomad algo caliente por lo menos antes de marchar —le dijo, propinándole una palmada en el hombro—. Lucien, acompaña a monsieur du Perrier a la cocina.
El viajero le dio las gracias y se marchó tras el criado, sin dirigirle a él ni un saludo. A Bernard no le importó. Sólo podía pensar en una cosa. En unos minutos habría en el patio un caballo ensillado. Aguardando.
—Serres… —La voz de Bouteville sonaba dubitativa—. Antes me habéis dicho que queríais un caballo para ir a Saint-Germain.
—Así es.
—¿Por qué a Saint-Germain? —insistió Bouteville—. ¿Qué os lleva allí?
Tenía una mano en el interior del bolsillo donde había guardado el billete de Lessay y su actitud era diferente. Suspicaz. ¿Qué diablos habría leído? Bernard no sabía qué contestarle.
Un sonido de cascos repiqueteó sobre el empedrado del patio. Las manos le sudaban. Una pavesa saltó de la chimenea al suelo. Bouteville le hizo gesto de que aguardara, agarró el atizador y se inclinó sobre el fuego para recolocar los troncos. Bernard se llevó la mano a la pistola que llevaba sujeta a la cintura. Era ahora o nunca.
Dos pasos rápidos y, antes de que su anfitrión tuviera tiempo de incorporarse, le descargó un golpe sobre la nuca con la culata. Bouteville dobló las rodillas e hizo ademán de agarrarse a la repisa de la chimenea. Bernard no tuvo más remedio que propinarle un segundo culatazo, menos fuerte. Esta vez su víctima cayó de hinojos sobre el suelo, antes de derrumbarse del todo, sin hacer casi ruido.
Bernard jadeó hondo, sin acabar de creerse lo que acababa de hacer. Se agachó y le puso una mano en el cuello. Gracias al cielo. Seguía respirando. Pero ya podía darse prisa la baronesa de Cellai si quería ser ella quien le arrebatara la vida, porque el primer duelista de Francia le iba a poner bien caro el privilegio en cuanto se despertara.
¿Qué demonios le habría enviado Lessay que le había vuelto tan suspicaz con él de repente? Una infracción más o menos no tenía importancia a esas alturas. Introdujo la mano en el bolsillo de Bouteville. Desdobló el billete y leyó:
Madame de Montmorency lo ha arreglado todo. Al alba, en Saint-Germain, en la cabaña del arlesiano. Iré solo. Después me marcho a Bretaña sin perder tiempo. Os escribiré en cuanto pueda.
Lessay estaba en Saint-Germain… Por eso Bouteville había querido saber qué iba a hacer él también allí. Volvió a dejar el papel en su sitio. Salió de la habitación y bajó las escaleras sin encontrarse con nadie. Un palafrenero acababa de ajustarle la cabezada a un caballo en el patio, bajo un techado a resguardo de la nevada, que no había aflojado ni un ápice. Se acercó a él con paso tranquilo:
—Éste me lo llevo yo. Prepárale otro a monsieur du Perrier.
El mozo no puso ningún problema. Bernard calzó el estribo y se izó sobre la silla. La casa seguía tranquila. Con suerte, le dejarían un buen rato de ventaja.
Atravesó el portón y puso el caballo al trote, presa de una turbación sin nombre. «Al alba en Saint-Germain, en la cabaña del arlesiano». En el pecho le retumbaba el eco insistente de otras líneas igual de oscuras, que anunciaban la muerte del rey: «Arlés no muestras que se perciba el doble; Y liqueducto y el Príncipe embalsamado».
«La cabaña del arlesiano… Arlés…». Aquello no podía ser casualidad. ¿Y qué demonios hacía Lessay rondando por Saint-Germain, la misma madrugada en que las brujas habían dispuesto la muerte de Luis XIII, cuando hacía una semana que había partido hacia Bretaña? ¿Qué iba a hacer allí que requería tanto secreto?
Entonces lo supo.
«Fuera de su cargo se verá desarmado». Eso era lo que decía el verso anterior. Charles y él habían dado por sentado que se refería al cardenal. Sólo porque Nostradamus hablaba de un cardenal en la primera línea de la cuarteta. Pero todo el mundo lo sabía. Las profecías eran traicioneras. Y se habían equivocado. Porque la hora de la muerte del rey había llegado y nadie había destituido a Richelieu de su cargo.
Lessay en cambio sí había perdido cargos y honores. Y ahora anunciaba su presencia encubierta aquella misma madrugada en Saint-Germain, donde se encontraba Luis XIII, y en un sitio que llamaba la «cabaña del arlesiano». Y una de las hechiceras era quien lo había arreglado todo.
No entendía cómo ni por qué, era demasiado descabellado, pero la horrible certeza le agarró de las tripas. Era Lessay quien iba a matar al rey.
Atravesó el puente y la puerta de Saint-Honoré, y partió al galope. Se inclinó sobre las orejas del animal y murmuró una oración. Corre, caballo, corre. De la fuerza de aquellos cuatro cascos que volaban sobre la tierra, arrancando puñados de barro y nieve, dependía la salvación del rey, la de Madeleine, la de Lessay y la suya propia.