15

Tres golpes secos resonaron en la puerta y el rosario se le cayó al suelo del sobresalto. Alargó el brazo para recogerlo y gritó, sin bajarse de la cama:

—¿Quién es?

No permitía que entrara nadie sin preguntar. Le había dejado claro al mesonero que no quería mujeres cerca. Ni para servirle ni para adecentar el cuarto. Pero no se fiaba de que le obedeciera.

—Soy yo, Poullot —respondió la voz recia del patrón.

Bernard se ató el cordón de los calzones precipitadamente y se puso en pie tan rápido como pudo, agarrándose el costado dolorido.

De niño, cuando se caía de un árbol o regresaba a casa con una pedrada en la frente, su madre siempre le frotaba la herida con una medalla de la Virgen que llevaba escondida bajo las ropas. Decía que las imágenes de la Madre de Dios protegían al cuerpo de todo daño grave. Así que había estado restregándose el rosario por la verga y las pelotas con empeño, mientras rezaba lo más fervorosamente que podía.

Pero se habría muerto de vergüenza de tener que explicárselo a alguien. En cuanto se compuso las ropas, gritó:

—¡Adelante!

Poullot cerró la puerta a sus espaldas y se plantó en mitad de la estancia, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas abiertas:

—Un gentilhombre desea veros.

—¿Qué gentilhombre? —Nadie sabía que estaba allí refugiado, excepto el padre Joseph. ¿Iba a seguir atosigándole? Ya no le quedaban amigos a los que espiar. Pegó un respingo súbito. Las brujas. Podían haber utilizado un conjuro para encontrarle. ¿Y si era un emisario de las brujas? Se le escapó un grito—: ¿A quién le habéis contado que estoy aquí?

El mesonero cabeceó:

—Escuchad, mozo. Os consiento todas las extravagancias mientras no arméis jaleo y sigáis pagando. Pero andaos con ojo. Cada día os parecéis más al fulano por el que vinisteis a preguntar hace dos meses. —Le molestó que Poullot hablara de maître Thomas como de un loco. Ojalá hubiera comprendido él a tiempo la seriedad de sus advertencias. Iba a replicar, pero el posadero se adelantó—. La visita espera. Es un hombre embozado. Viene solo y no me ha dicho su nombre. Pero paga la discreción con escudos de oro. ¿Queréis que le haga pasar, sí o no?

Lanzó una moneda al aire un par de veces y se la guardó de nuevo en la palma con un guiño.

Bernard decidió resignarse a lo que el cielo le tuviera deparado. Si las brujas le habían encontrado, de nada iba a valerle intentar huir. Respiró hondo:

—Que pase.

Poullot salió de la habitación y, al instante, una figura enmascarada, alta y silenciosa, envuelta en un manto negro, ocupó su lugar.

El misterioso visitante comprobó que la puerta estuviera bien cerrada e inspeccionó con cuidado el cuarto, asegurándose de que estaban solos. Todo sin abrir la boca. Bernard no le quitaba ojo de encima. Su actitud y sus andares seguros parecían más los de un gran señor que los de un diablo, pero no había que confiarse.

Finalmente, el extraño se acomodó en la silla y se bajó el embozo. Bernard se quedó de piedra al escuchar el profundo acento gascón:

—Bueno. Por lo menos estáis todavía vivo… —El duque de Épernon se arrancó la máscara, se desembarazó del abrigo y el sombrero, y depositó una pistola sobre la mesa, con parsimonia—. Disculpad, pero un anciano como yo no puede deambular por las calles a solas a estas horas sin algo de protección.

Bernard no daba crédito. Sólo había visto a ese hombre dos veces. Una en el Louvre, la noche de los perros. La otra, hacía unos días, en la puerta del gabinete de curiosidades del hôtel de Montmorency. Pero aquel viejo bravío era inconfundible.

Se puso en guardia. También era el padre del malnacido que había asesinado a Charles.

—¿Qué queréis de mí? ¿Cómo me habéis encontrado?

El duque le escrutaba con fijeza y Bernard se dio cuenta de que estaba descalzo, con la camisa mal remetida y los pelos en desorden.

—Mademoiselle de Campremy me ha dicho esta mañana que os alojabais aquí y he decidido probar suerte. Está preocupada por vos. Parece que anoche fuisteis a verla y mostrasteis un comportamiento un tanto… errático. Que hablasteis de cosas que no deberíais saber.

Bernard sintió que el corazón le latía más fuerte. No se había equivocado. Era un enviado de las brujas:

—No sé de qué me estáis hablando.

—Por supuesto que lo sabéis. —El viejo cruzó una pierna sobre la otra y apoyó un codo en la mesa—. De lo que pasó anoche en el jardín. La brujas. La duquesa de Montmorency. Medea. ¿Fue vuestro amigo quien os habló de esas cosas? ¿El poeta que espiaba a Angélique Paulet?

Bernard se puso rígido:

—El hombre al que mandó matar vuestro hijo. No sabéis cómo lamento no haber sido capaz de arrancarle las entrañas —escupió—. Si habéis venido a pedirme cuentas, estoy dispuesto a desquitarme con vos.

El duque no movió ni una ceja:

—Monsieur de La Valette es bastante mayorcito para resolver sus asuntos privados sin tener que llevar a su padre pegado al culo, gojat. Al buscarle querella no hicisteis más que cumplir con un amigo. Igual que mi hijo cumplía con su deber cuando le mandó matar. No tengo nada contra vos.

—Le mató para que no le llevara al rey los papeles del rey de Inglaterra. Los papeles en los que el rey Jacobo le advertía contra las brujas que buscan su muerte y contra su propia madre…

No necesitó que el viejo duque se lo confirmara. Al pronunciar las palabras en voz alta, todos los dislates que habían estado arrancándole bocados de cordura durante días habían cobrado sentido de golpe. La madre asesina del mensaje inglés. La bruja Hécate. Las hechiceras de los cuadros. Todas malditas. Y el marqués de La Valette era su servidor. Quizá también lo fuera el anciano que seguía contemplándole impasible, acodado a la mesa.

Enterró la cara entre las manos. No, ésos no eran razonamientos propios de un cristiano. El posadero se lo había advertido. Diu vivant. ¿Y si se estaba volviendo loco de verdad? Se arrojó contra el duque y le agarró de la botonadura del jubón:

—¿Quién os ha enviado? ¿Habéis venido a torturarme antes de llevarme al infierno?

Épernon intentó sacudírselo de encima, sin éxito. Levantó la mano derecha. Y en su mejilla restalló un bofetón, sonoro y humillante:

Diu me dau, mossiu! ¿Queréis tranquilizaros?

Bernard se llevó la mano al carrillo, desbarajustado. Normalmente le habría arrancado la cabeza a cualquiera que le hubiera tocado la cara. Pero aquel golpe inesperado le había sacado de un empellón del torbellino de enajenación en el que se estaba ahogando. Como a un borracho espabilado de un guantazo. Estaba casi agradecido.

El duque se puso de pie, cruzó hasta la ventana y permaneció un rato contemplando la noche, con las manos enlazadas tras la espalda. Luego se giró de golpe y Bernard tragó saliva. Había visto halcones observando con más piedad el señuelo cuando les quitaban la capucha:

—Mañana a primera hora el rey va a morir —anunció—. Y es muy probable que mademoiselle de Campremy también pierda la vida.

Ahora estaba claro. Aquél no era el duque de Épernon sino un diablo que había adoptado su forma para venir a burlarse de él. No había otra explicación. Esperó a que empezara a reírse y su rostro se contorsionara, transformándose y revelando su verdadera identidad. Pero su visitante seguía mirándole con la misma seriedad.

—¿Qué burla es ésta, monsieur? Por lo más sagrado que no comprendo lo que buscáis.

—Pues es muy sencillo. Quiero que me ayudéis a impedir que esta madrugada ocurra lo que está escrito.

Bernard se apoyó en el respaldo de la silla. Su corazón era un huracán. Aquello tenía que ser algún truco. Decidió encastillarse:

—Yo no sé nada de ninguna conjura contra el rey.

—¿Conjura? Nadie os está hablando de política, gojat —replicó el duque, el diablo o lo que fuera—. Os estoy hablando de sangre. Es su sangre lo único que les interesa.

Con infinito cuidado, convencido de que la respuesta iba a ser una carcajada descreída, Bernard preguntó:

—¿A las brujas?

Silencio.

El viejo le observaba bajo un ceño huraño, sin despegar los labios. Pero no le contradecía. En vez de asustarse, Bernard sintió que la losa que le aplastaba el pecho desde hacía días se descomponía y se hacía arenilla a sus pies. El duque no se reía de él. No estaba loco:

—Claro que son las brujas… Estaba todo en los mensajes. La reina de la hechicería, la señora de la muerte… La madre… —El alivio le podía más que la prudencia. Soltó una carcajada de pura excitación y arrancó a hablar sin orden ni concierto, atropellando unas palabras con otras en su afán por regurgitarlo todo. De los cuadros del palacio de María de Médici, de las tres caras de las brujas, de las calles que se contorsionaban para impedirle encontrar el camino, de la duquesa de Montmorency y del lienzo de la maga que había asesinado a sus hijos, de la noche en que la baronesa de Cellai había dominado a los perros con una mirada, de su voz sombría pronunciando la sentencia: «Enemigo». Agarró al duque de una manga—. Por eso no dejo que se me acerque ninguna mujer. Por cada brujo, diez mil brujas. Me lo dijo el cura de Ansacq. Aunque él sólo hablaba del diablo, no de esa hechicera de los caminos. Pero sabía que ninguna mujer era de fiar. Y Madeleine tampoco. Me entregó un talismán la otra noche. Me dijo que era para protegerme, pero llevaba el símbolo de la rueda y las serpientes…

Había ido bajando la voz, invadido por el desaliento. Madeleine, tan dulce y tan inocente. Lo único bonito que le había pasado desde que había puesto el pie en París. Y ella también era una bruja.

Épernon se arrancó su mano de la manga:

—Curas de pueblo. Necios y fanáticos. Si hubiera estado allí, le habría prendido fuego a la aldea entera.

—Pero tenían razón. Madeleine de Campremy y su ama eran brujas. —Bajó la voz, reflexionando—. Aunque quizá no fuera culpa suya. El padre Baudart me explicó en Ansacq que las mujeres por naturaleza son más receptivas al maligno.

El duque le miró como si tuviera ganas de pegarle otra vez, pero al final se conformó con soltar un resoplido sarcástico, antes de volver a acomodarse en la silla y mirarle con interés.

—Vuestras sandeces no me interesan. Pero habéis nombrado a la baronesa de Cellai. ¿Por qué? ¿Qué tiene ella que ver con Ansacq o con los papeles de Inglaterra?

—No lo sé. No tengo ni idea de qué tiene que ver con nada. Pero siempre he sabido lo que era. Desde antes de la noche de los perros. Desde que… —Iba a mencionar a maître Thomas, cuando un escrúpulo absurdo le detuvo. No sabía qué sentido tenía la lealtad a aquellas alturas. Pero había prometido no decir nada—. No puedo contároslo.

El duque encogió los ojos un instante y sacudió una mano:

—Está bien. Guardad vuestros secretos. Aunque poco os quiere el azar si os ha llevado a cruzaros con ella en mal momento. De cualquier forma, hay un vínculo entre todas esas mujeres que sin duda os habrá llamado la atención. —Bernard se le quedó mirando. La respuesta debía de ser más obvia de lo que parecía porque Épernon se impacientó—. ¡La baronesa de Cellai, madame de Montmorency, la reina madre! ¿Qué es lo que tienen en común?

No lo sabía. Las tres mujeres no podían ser más distintas. Además, el tamborileo de las uñas del duque sobre la mesa le estaba poniendo nervioso. Se aventuró:

—¿Son extranjeras? —El viejo alzó los ojos al techo y Bernard se apresuró a puntualizar, convencido de que iba por el buen camino, aun sin saber a dónde le llevaba—: Son italianas.

—Siempre son italianas —confirmó Épernon, lóbrego—. Vienen del sur, del Mediterráneo, y de aún más al oriente. De los montes de Tesalia y las costas del Egeo. Igual que las lenguas y los cultos paganos. Está en su sangre… En el alma maldita de su estirpe.

Bernard no sabía dónde estaban todos esos lugares, lejos de Francia probablemente. Pero se sorprendía de no haberse dado cuenta antes. Italianas. Todo el mundo sabía que los italianos eran envenenadores, adivinos y nigromantes. Con más razón tenían que serlo sus mujeres. Entonces cayó en la cuenta:

—¿Y madame de Chevreuse?

El duque parpadeó, desconcertado, como si le hubiera hablado en otro idioma:

—¿Qué pasa con madame de Chevreuse?

—Que no es italiana. Nació a pocas leguas de París y tiene sangre bretona.

—¿De qué diablos me estáis hablando?

—¡Me hechizó nada más llegar a París! Si no hubiera sido por su culpa, no habría…

Un sonido alborozado interrumpió sus explicaciones. El duque se estaba riendo de él. Bernard cruzó los brazos, ofendido, pero fue Épernon quien atajó su propio regocijo dando un palmetazo sobre la mesa:

—¡Basta! Las sandeces que os haya hecho hacer lo que tiene la cabritilla entre las piernas son cosa vuestra. Bien iría el mundo si cada mujer que enreda a un mancebo inexperto fuera bruja. Prestad atención de una vez. No estáis en vuestras montañas. Olvidaos de las mozas que acaban en la hoguera por no haberse dejado hincar por algún fanático y de las viejas curanderas. Nadie hace un pacto con el maligno a cambio de un par de vuelos nocturnos en escoba si por las mañanas tiene que seguir destripando terrones en el culo del mundo. —El duque agachó los hombros y su voz se convirtió en un susurro rasposo—. Os estoy hablando de poder de verdad. De ocupar tronos y someter la voluntad de los guerreros más poderosos. De un puñado de almas en deuda eterna con el Tártaro.

Bernard comprendió:

—Como vos y vuestro hijo. Madame de Chevreuse me dijo que teníais un demonio que os protegía y que por eso vuestros enemigos no habían logrado nunca acabar con vos.

El duque le lanzó una ojeada fulgurante:

—Yo no soy más que un servidor. Como el flamenco, ese Rubens que pintó el cuadro de la duquesa de Montmorency y ha decorado la galería de la reina madre. Él sirvió en Mantua en su juventud, antes de que nadie conociera su nombre, en la Corte de la hermana de María de Médici. Yo me encontré con mi destino en el Louvre —explicó, con una mueca turbia—. Cuando conocí a la reina Catalina tenía más o menos vuestra edad. Y una ambición que habría podido devorar el mundo. Ella era ya la viuda vestida de negro. Madre de dos reyes y de una reina. Pocos hombres habrían podido resistirse a sus promesas… No tardé mucho en hacer el juramento. Un juramento más inexorable que cualquier pacto de vasallaje de los tiempos antiguos. Inextinguible. Un juramento ante la diosa de sangre negra capaz de llenar de horror a Lucifer.

Bernard tragó saliva y un sabor a hierro le humedeció la garganta. La solidez de las palabras de Épernon estaba despejando la bruma que le ahogaba, dando realidad a la amenaza que hasta ese momento sólo había existido en su cabeza.

—Entonces es verdad. La reina madre se ha entregado a la magia negra. Eso es lo que descubrió Charles —musitó—. Sang de Diu, ¿cómo puede una madre desear la muerte de su propio hijo?

—Los deseos de María de Médici no tienen ninguna importancia, gojat. Lo que va a ocurrir no es decisión suya. Aunque fuera su hijo bienamado, tendría que entregarlo. El momento ha llegado. Está escrito en los astros. La reina de los muertos reclama la sangre de un rey ungido.

—Pero ¿para qué?

—Es la ofrenda que exige a cambio de su favor. Aunque los siglos hayan relegado al olvido a la soberana de las sombras, incluso los reyes de los hombres le están sometidos. —El duque se encogió de hombros—. Y debe de ser difícil saciarse sólo a base de sacrificios de perros y libaciones de miel, supongo.

—Pero ¿qué tiene que ver en esto Madeleine?

—No es difícil de adivinar. La señora de las encrucijadas tiene tres rostros. Por eso entre sus siervas elige a tres sacerdotisas: doncella, madre y arpía. Sabéis quién es la madre. Imagináis quién es la arpía, aquella a la que más teméis.

—Y ella es la doncella… —murmuró Bernard desolado.

—Es una niña inocente —replicó el duque, con una intensidad fiera—. Hace sólo dos meses no sabía nada de nada. Ni por qué había venido a París ni cuál era su destino.

Bernard se indignó:

—¿Y quién tiene la culpa de que se halle en poder de las brujas? ¡Estaba a refugio en Lorena! Si vuestro hijo no la hubiera traído de vuelta para entregársela a madame de Montmorency…

—No sabéis de lo que habláis. La duquesa de Lorena es hija de Margarita de Mantua. La sobrina carnal de María de Médici. ¿Tengo que explicaros qué significa eso? La niña sólo aguardaba en Nancy a que llegase su hora.

—Pero ¿qué tiene ella que ver con todas esas grandes señoras italianas? No es más que la hija de una modesta familia de Picardía.

—Mademoiselle de Campremy es hija de un gentilhombre francés, en efecto. Pero su madre era una dama provenzal. Su sangre viene de la Liguria.

Bernard sintió un estremecimiento al pensar en el modo en que los tentáculos de la fatalidad los habían estrangulado a todos. Pensó en la fiesta del conde de Lessay. En los invitados bailando la volta. Charles y él, juntos, contemplando cómo revoloteaban las faldas de las mujeres, y Madeleine con las mejillas encendidas por la risa y la emoción.

—Pero ¿por qué la han elegido a ella? —insistió—. ¿No hay más doncellas con la sangre envenenada en ese aquelarre? ¿O es que el demonio ya las ha poseído a todas?

Épernon tardó en responder y Bernard frunció la frente. Que le ahorcaran si el viejo no estaba conteniendo la risa:

—Satanás no me ha hecho parte de sus victorias galantes, desgraciadamente… Pero ella estaba marcada por los astros desde el día de su nacimiento. Hace quince años. Un 14 de mayo. —El duque pronunció la fecha con solemnidad y luego se quedó callado, aguardando algo. Bernard no sabía qué esperaba—. Diu vivan, gojat! Es el día en que murió Enrique IV. La niña nació mientras corría la sangre real.

—Así que siempre ha sido bruja…

—En cierto modo. Pero al arrancar una vida humana con sus propias manos, ella misma selló su destino.

Una vida humana… Bernard recordó a Madeleine arrodillada junto al cadáver de Cordelier, con las manos teñidas se sangre. Alzó la vista, despavorido:

—Acaso… ¿Acaso va a matar ella al rey? ¿Para vengarse de lo que ocurrió en Ansacq? ¿Por eso teméis por su vida?

—Ya os lo he dicho. Ni la política ni el rencor tienen nada que ver con lo que va ocurrir —respondió el viejo, con voz opaca—. Está escrito en los astros. La soberana de las sombras reclama un sacrificio de sangre real. Y la ceremonia es peligrosa. Sobre todo para la Doncella.

Bernard se frotó los brazos para ahuyentar un soplo de frío. No quería ni imaginarse a qué tipo de abominaciones iban a entregarse las tres mujeres para provocar la muerte del rey.

—¿Y a vos qué se os da, monsieur? —espetó de malos modos, desasosegado—. Decís que estáis al servicio de esas hijas del infierno pero venís a contarme sus secretos. No sé si queréis que pierda la poca razón que me queda o si sois un producto de mi imaginación.

El duque se incorporó de golpe. Nadie debía haberle hablado en ese tono en lustros. Le miró con desdén, caminó hasta la ventana y cruzó los brazos, torvo:

—Sois demasiado joven. No sabéis nada. Apuesto a que aún creéis que habéis encontrado a la mujer de vuestros sueños cada vez que dais con una que os deja que se la metáis. —Alzó el ceño sombrío y sus ojos oscuros le taladraron—. Yo he vivido treinta veces más que vos. Y he amado a dos personas en toda mi vida. La primera era mi rey, y le enviaron a la muerte de la mano de un monje fanático armado con un cuchillo. A la otra, la envenenaron en una mazmorra de Ansacq como si fuera un perro callejero. Pero si puedo evitarlo, nadie va a tocarle un pelo a mi hija.

—¿Madeleine es vuestra…? —Estaba seguro de que había comprendido mal. Estaba tan aturdido que ni le salían las palabras.

Pero no hacía falta. Al duque le brotaban a borbotones, tumultuosas y apasionadas.

—Primero mataron a mi rey. Enrique III era mi soberano. Y ellas sabían que haría lo imposible por evitar que lo tocaran. Por eso me engañaron cuando hace treinta y cinco años llegó también la hora ineludible de derramar sangre real. Me dijeron que habían elegido al rey de Navarra. Si la reina Catalina hubiera sobrevivido unos meses más… Nadie se habría atrevido a rozarle un pelo de la cabeza, a pesar del asesinato de los Guisa. Pero Catalina no resistió. Y la vieja Anna d’Este, Matrona maldita, no perdonó la muerte de sus hijos.

—¿La muerte de Enrique III fue también cosa de hechicería?

Pero el duque seguía ensimismado:

—No quise seguir sirviéndolas. Me marché. Pero con los años dejé que mi pequeña Anne me fuera amansando. Y ellas fueron pacientes. Me querían de vuelta a su lado. Quizá sea verdad que me protege un espíritu infernal, después de todo. —Lanzó un resoplido sardónico—. O tal vez, simplemente, era demasiado poderoso, y preferían reconquistarme antes que deshacerse de mí. Habían pasado los años. Las malnacidas que habían acabado con la vida de mi señor estaban ya todas bajo tierra, devoradas por los gusanos. A mí aún me ataba mi juramento. Y Enrique IV me odiaba. Me temía, pero me odiaba. Quería roerme hasta el último hueso de las alas. Me lo estaba arrebatando todo, bocado a bocado. Y hacía veinte años que debía estar muerto. ¡Buen pago le dio Ravaillac por sus todas sus felonías!

Apenas se había movido. No había descruzado los brazos y tenía los hombros encogidos, agazapado como una alimaña, sumergido en sus recuerdos; en un pasado que de alguna forma estaba ligado con la suerte de Madeleine, la de Luis XIII y con la suya propia.

De pronto levantó la cabeza con un gesto belicoso:

—¿No sirven vino en esta posada?

Bernard se acercó a la puerta del cuarto y asomó la cabeza por primera vez en tres días para llamar a voces a un mozo. En menos de un minuto había una jarra y dos vasos de loza encima de la mesa.

El duque se había mantenido de cara a la ventana, ocultando el rostro, pero en cuanto se quedaron solos regresó a su asiento y le invitó a que ocupara una segunda silla que había traído el mozo. Parecía mucho más templado:

—La niña vino al mundo a la misma hora en que yo sostenía el cuerpo agonizante de Enrique de Navarra. Pero, por lo visto, aún no se fiaban de mí. —Le pegó un trago largo al vino—. El horóscopo la señalaba sin lugar a dudas. Era una de ellas. Y lo tenían fácil para engañarme. Yo estaba atrapado en París, asegurándole la regencia a María de Médici, y Anne estaba muy lejos. Hacía muchos años que había regresado a la Provenza y no pisaba la Corte. Yo llevaba meses sin verla. Así que me dijeron que ni la madre ni la criatura habían sobrevivido al parto. Se la dieron a los Campremy para que la criaran y Anne se instaló con ellos, como si fuera su ama.

—¿Estáis hablando de Anne Bompas? ¿La mujer que murió en la prisión de Ansacq? —Le costaba contener el tono de incredulidad.

Épernon sonrió con tristeza:

—Me tuvieron engañado quince años. Y ni siquiera se atrevieron a contármelo a la cara. No supe nada hasta hace poco más de dos meses. El día de San Miguel. Angélique Paulet citó a monsieur de La Valette en una fonda del muelle del Heno. La baronesa de Cellai le aguardaba allí, escondida en las sombras, como siempre, para revelárselo. Anne y la niña estaban a punto de llegar a París y no podían guardar el secreto más tiempo. —El duque tomó otro sorbo de vino y se lo pasó de mejilla a mejilla antes de tragárselo y dejar escapar una risa brusca—. ¿Os dais cuenta? Esa extranjera recién llegada, esa impertinente, que ni siquiera había visto la luz del día cuando yo ya era el hombre más poderoso de Francia, sabía que mi mujer y mi hija estaban vivas, mientras yo lo ignoraba. Tal vez no sea justo cargar al mensajero con las culpas, menos aún cuando es carne de tu carne, pero en mi vida le he lanzado a nadie más injurias que las que le arrojé a mi hijo cuando vino a contármelo.

Bernard abrió la boca. El día de San Miguel… Su primer día en París. La buhardilla de Charles, el juego de la gallina ciega en el Louvre, la lucha a muerte con los matones de los Quinze-Vingts, y la partida de cartas en el hôtel de Chevreuse… Así que ésa era la misteriosa cita entre Angélique Paulet y La Valette que había traído a Charles de cabeza tanto tiempo. Con razón había llegado el marqués a casa de Marie con ese humor agrio y provocador.

Pero no se le había borrado del todo el recelo:

—¿Y tanto afecto le habéis cogido a una hija de cuya existencia no habéis sabido en quince años como para desafiar a las brujas por ella?

El duque apoyó ambas palmas sobre la mesa de un golpe:

—La niña no es sólo hija mía. Es la hija de Anne. Yo me enteré de lo que estaba ocurriendo en Ansacq demasiado tarde, cuando el proceso se hizo público en París. Pero madame de Montmorency estaba en Chantilly. Ella sabía lo que estaba pasando. La reina madre también lo sabía y tampoco abrió la boca. No les importó sacrificar a Anne porque ya no la necesitaban. Dejaron que la torturaran. La dejaron morir… —La rabia se le escapaba a escupitajos entre los dientes—. Y la muy necia se resignó para no revelar sus secretos. ¡Os juro que si me hubiera enterado a tiempo me habría colado en ese calabozo y la habría estrangulado por cretina! Madeleine es su hija. Tiene su fuego. Y si tengo una oportunidad de arrebatársela al infierno, no la voy a dejar pasar.

A Bernard no le daba tiempo a pensar. Se le mezclaban las imágenes de la criatura inocente que había viajado junto a él a Lorena con el rostro maldito de la baronesa de Cellai y el eco de la sentencia de muerte que había pronunciado contra él. Madeleine era una de ellas, era su aliada…

—¿Sabe ella…?

—No —le cortó el viejo, seco—. ¿Qué bien podría hacerle? Ya está bastante asustada. Si sobrevive, ya habrá tiempo. Pero para eso, como os he dicho, necesito vuestra ayuda.

Bernard hizo reparar a su interlocutor, con un gesto de los brazos, en su estancia revuelta y su propia facha desastrada. Le daban ganas de echarse a reír:

—¿Qué ayuda puedo yo ofrecerle a nadie, monsieur?

Épernon chascó la lengua con desdén:

—¡Oh, monsieur, no os preocupéis! No voy a pediros nada que esté fuera de vuestro alcance. En realidad, es curioso que para impedir una catástrofe baste con algo tan sencillo. —Recorrió con la punta de un dedo el borde de su vaso de loza antes de fijar en él una mirada impasible—. ¿No lo comprendéis? Lo único que tenéis que hacer es sacudiros la modorra, calzaros esas botas que tenéis tiradas bajo la cama y marchar a Saint-Germain a advertir al rey.

Ya no cabía ninguna duda. Lo que tenía enfrente era un diablo. Y se había colado en su cuarto sólo para burlarse. Se cruzó de brazos:

—Así que vivimos en el mundo al revés y yo no me había enterado. Ésa debe de ser la razón de que un duque y par del reino necesite venir a una fonda a pedirle a un desarrapado que le haga de correveidile para poder hablar con el rey. ¿Por qué no lo hacéis vos mismo?

—No habéis comprendido nada, monsieur. No puedo permitirme que ellas sepan de mi intervención. Yo estoy dispuesto a hacer los baúles para el infierno cuando haga falta. No tengo miedo. Pero, además de Madeleine, tengo tres hijos legítimos. Y os aseguro que si descubren que he roto mi juramento, la muerte es lo menos fiero que les espera. La señora a la que sirvo no sabe lo que es la clemencia.

Mort de Diu! De modo que, para proteger a vuestra familia, ¿soy yo quien tiene que acabar en el infierno? ¿Me habéis tomado por un mártir o un majadero?

Una sonrisa lenta se dibujó en las comisuras de los labios del duque. A medida que se ampliaba, más siniestra resultaba:

—Creí que no necesitaba decíroslo. Vos no arriesgáis nada, monsieur, porque ya estáis muerto. —Hizo una pausa para asegurarse de que había comprendido—. La baronesa de Cellai no os va a dejar escapar. Lo sabéis tan bien como yo. El mesonero me ha dicho hace un rato que habéis perdido la razón. Pero vos y yo sabemos que no es verdad. Os la están arrebatando. La Arpía os está extraviando dentro de vuestra propia mente. Y Átropos la implacable tiene ya las tijeras en la mano.

Se hizo el silencio. El duque tenía razón.

Esconderse no iba a valerle de nada, igual que no le había valido a maître Thomas. Pero aún podía salvar a Madeleine. Podía evitar la muerte del rey. A lo mejor, si lo lograba, su alma no se iba de cabeza al infierno cuando las brujas se la arrebataran.

—Supongamos que me convencéis. Supongamos que salgo corriendo ahora mismo y llego a Saint-Germain antes del amanecer. ¿Y si el rey no me recibe? Y si lo hace, ¿cómo va a creerme? Si os hago caso, me van a correr a gorrazos. Eso es lo único que va a pasar.

La breve risa del duque sonó como un ladrido:

—Monsieur de Serres, no estáis hablando con una tierna adolescente con la cabeza llena de libros de caballerías. Si el rey no os atiende, acudid al cardenal. O al padre Joseph.

Bernard se puso en guardia:

—¿Qué queréis decir?

—Que aunque la niña se haya tragado el cuento ese de que os dejaron libre después de jurar que no sabíais nada de la muerte de Cordelier, vos y yo sabemos que eso no es posible. Ni el padre Joseph ni nadie es tan idiota como para poner en libertad al principal sospechoso de un crimen y darle la oportunidad de que huya. Aunque vos, curiosamente, no habéis huido. Si estáis en la calle con la cabeza sobre los hombros, sólo puede ser porque habéis comprado vuestra vida de algún modo. Y yo me apuesto la mía a que si delatáis a alguien el cardenal os escuchará. ¿Me equivoco?

El tono era desdeñoso y desaprobador. El viejo zorro sabía que era un traidor:

—Está bien —se resignó—. ¿Qué he de decir? ¿Qué es lo que va a ocurrir mañana?

Y entonces, para su pasmo, el duque suspiró, le mostró ambas palmas y confesó, con la mayor simpleza:

—No lo sé.

—Os estáis riendo de mí.

—Os lo juro por mis hijos. No lo sé —recalcó, haciendo énfasis en cada sílaba—. Sé que será mañana al alba. Pero eso es todo.

A Bernard se le escapó una risita nerviosa:

—¿Qué queréis que haga entonces, monsieur? ¿De verdad pretendéis que me presente ante el rey para contarle que su madre practica las artes oscuras y planea matarle para ofrecer su sangre en sacrificio, sin más?

—No, claro está. María de Médici es intocable sin pruebas. —El duque se quedó un instante pensativo—. Una lástima… Si mi hijo no hubiera sido tan diligente y le hubiera permitido a vuestro amigo entregar los papeles que llevaba consigo, esos que hablaban de la madre asesina, todos habríamos salido ganando. Vos no tendríais que llorar su pérdida y el rey estaría ya en guardia contra su madre.

Bernard alzó la cabeza:

—¿Y si os digo que el rey tiene esos papeles?

El duque le miró, escamado:

—¿Qué estáis diciendo?

—Que tiene las cartas de Inglaterra.

—¿Estáis seguro?

—Más que seguro. Las cartas que hablan de la bruja Hécate y de la madre dispuesta a asesinar a su hijo a partir del día de Todos los Santos. Encontré una copia entre los papeles de Charles. Y yo mismo se la hice llegar.

Una alegría salvaje se pintó en el rostro del viejo:

—Magnífico. Nada podría convenirnos mejor. Vuestras advertencias no les sonarán a nuevo. Además, ¿cómo no prestar oído al hombre que les ha permitido echar mano a los mensajes del rey Jacobo después de tanto tiempo? Aun así, atacar de frente a la madre del rey sería insensato. —Hizo una pausa y le miró, cargado de intención—. Pero hay otra… Una extranjera sin apenas nombre ni protectores de relevancia.

Bernard sintió cómo todo el dominio de sí mismo que le quedaba se le escurría patas abajo.

—¿La baronesa de Cellai?

—¿Os asusta? Demostráis que estáis cuerdo. Pero ahora está débil. Y seguirá débil hasta que corra la sangre del rey. Ésa es quizá la única razón por la que seguís vivo. Ahora no puede malgastar sus fuerzas. —Sonrió, mostrando los dientes—. Acusadla a ella. Decid que habéis oído que trama la muerte del rey y que practica la hechicería. Luis XIII os creerá. Trata de ocultarlo, pero la reina de las serpientes lleva meses susurrándole al oído. No tengo duda de que los malos sueños y las premoniciones le devoran. Y os aseguro que si esta noche registran con cuidado las pertenencias de la baronesa encontrarán pruebas más que suficientes de vuestras palabras. Para que la ceremonia pueda celebrarse, las tres sacerdotisas deben reunirse a solas. Si ella está retenida, no ocurrirá nada.

—Pero ¿evitará eso la muerte del rey? Aunque detengan a la baronesa, si hay un asesino pagado o un fanático… Quiero decir, ¿qué impide que un Ravaillac se acerque a Luis XIII y le apuñale mientras registran a la bruja?

El viejo respondió con una terrible indiferencia:

—Para seros franco, monsieur, eso no me preocupa. Si ellas no pueden reunirse mientras ocurre, la muerte del rey no tendrá mayor trascendencia que la vuestra o la mía. Y mi hija estará a salvo.

Bernard reflexionó unos instantes en silencio. A él no le dejaba tan tranquilo eso de permitir que mataran al rey, y la encomienda no le parecía tan sencilla como al duque:

—Muy bien. Digamos que corro a Saint-Germain y que acuso a la baronesa de cualquier barbaridad. Supongamos, como vos decís, que me conocen y me hacen caso. ¿Cómo se supone que la he descubierto? ¿Qué digo si me preguntan?

Épernon sacudió una mano:

—Qué más da. Inventaos cualquier cosa. Que os beneficiáis a su criada de confianza y ella os lo ha contado, por ejemplo. Da igual que la sirvienta lo niegue si descubren pruebas. Y creedme, las descubrirán. Para que la reina de las sombras pueda arrebatarle el alma al rey, la Arpía debe atrapar antes su alma en una figurita de cera moldeada con sus propias manos. Y jamás le confiaría a nadie algo tan valioso. Lo tendrá con ella.

Un escalofrío le erizó la espalda. Épernon estaba muy seguro de lo que decía. Si de verdad encontraran algo así entre las pertenencias de la baronesa de Cellai, esta noche sería bastante para expulsar a la baronesa de la Corte. Tal vez incluso para encerrarla o para enviarla a la hoguera. Por primera vez entrevió una posibilidad de salvación también para él. Quizá no estuviera condenado, después de todo. El corazón empezó a latirle más fuerte.

—¿Y la reina madre?

—Ni siquiera necesitáis nombrarla. Basta con que detengan a la otra. Ya pensarán ellos por sí solos en los mensajes de Jacobo. No vais a contarles ninguna historia que les resulte extraña. María de Médici ya le otorgó su confianza a otra compatriota hace años. Otra italiana aficionada a las artes ocultas que acabó en la hoguera por orden del rey. El recuerdo de esa vieja historia servirá para dar mayor credibilidad a vuestras palabras.

Bernard se puso en pie y echó a andar por el cuarto. El duque guardaba silencio, consciente a buen seguro del torbellino en el que estaba sumido.

Tenía miedo. Mucho miedo. Pero no quería morir acurrucado como un conejo. Se asomó a la ventana y volvió a sentir un estremecimiento al recordar su deambular extraviado por las calles de aquella ciudad fantasmal. Después de traicionar a todos sus amigos, había pensado que ya no podía caer más bajo. Y se había equivocado. Además de traidor, se podía ser cobarde.

Pero aún estaba a tiempo de lavar su honor. Quizá incluso de salvar la vida. Él había llegado a París con la aspiración de servir al rey. Y eso era lo que iba a hacer.

Apoyó las manos sobre la mesa, determinado:

—¿Estáis seguro de que me decís la verdad, monsieur? ¿Estáis convencido de que no sabéis quiénes ni cómo van a matar al rey?

—No estoy acostumbrado a repetir las cosas. Si os digo que no sé nada es que no sé nada.

Bernard se incorporó, sacó el hato en el que guardaba sus pertenencias de debajo de la cama y de un zarpazo extrajo los papeles de Charles. Deshizo la cuerda que los anudaba y los esparció por el suelo hasta que encontró el que buscaba. Regresó a la mesa y se lo plantó al duque delante de las narices:

—Supongo entonces que tampoco sabéis de qué habla esto.

Épernon leyó en voz baja.

—¿Qué demonios…?

—Es el tercer mensaje de Inglaterra. El único que llegó a las manos de Luis XIII. —Bernard no recordaba ni la mitad de las explicaciones de Charles. Pero sabía que trataban de la muerte de otros tres reyes. Le contó al duque, de mala manera, lo que guardaba en la memoria, y éste pareció captar la esencia sin problemas—. Supongo que ahora podréis decírmelo. ¿Cómo va a morir el rey?

El duque volvió a leer los cuatro versos, esta vez en voz alta:

Viejo cardenal por el joven embaucado,

Fuera de su cargo se verá desarmado,

Arlés no muestras que se perciba el doble;

Y liqueducto y el Príncipe embalsamado.

Arrojó el papel sobre la mesa:

—No entiendo ni una palabra.

—¿Estáis seguro?

Mal de terre! ¿Cuántas veces voy a tener que responder a esa pregunta para que os convenzáis, gojat? —Bernard no sabía si fiarse o no. El duque se dio cuenta. Le indicó con un gesto que volviera a tomar asiento e inclinó el torso sobre la mesa—. Lo único que os puedo decir es que ninguna de ellas se manchará las manos. Será otra persona. Alguien que se le acercará durante las horas de la madrugada para cumplir con lo que está escrito. Y habrá sangre. No será un envenenamiento, no morirá ahogado. Necesitan que corra la sangre. Porque del mismo modo que la muerte del rey resulta intrascendente sin ceremonial, el ceremonial sólo es un rito vacío sin su sangre. No puede llevarse a cabo. Pero no sé qué ocurrirá. Quizá todo tenga la apariencia de un accidente, como la lanzada que acabó con Enrique II en un torneo. Tal vez sea un demente, como Ravaillac, o una conjura de Corte. Lo ignoro. Si han escogido esta madrugada es porque los hilos del destino ya están entretejidos. Ya no pueden dar marcha atrás. La reina de las sombras aguarda la sangre del rey en unas horas y no admite dudas ni errores. Saben que si esta noche fallan, no les otorgará otra oportunidad. Pero si queréis llegar a tiempo a Saint-Germain, no tenemos tiempo para adivinanzas.

El duque hablaba con pasión y urgencia. Bernard asintió, convencido, y casi fervoroso:

—Está bien. Estoy dispuesto. Pero necesito una montura.

El viejo se puso de pie y se envolvió otra vez en su capa:

—No os preocupéis. Bajad a los establos dentro de una hora. Tendréis un caballo ensillado esperándoos. Mientras tanto, tomad. —Le entregó la pistola que había dejado encima de la mesa al llegar.

Bernard dudó:

—¿No necesitáis protección para el camino de vuelta?

El duque volvió a colocarse el antifaz y el chapeo negro sobre la cabeza.

—Vos tenéis más necesidad de guardaros que yo —advirtió. Otra vez parecía un diablo de incógnito—. Enterrar clavos en el suelo y coser los ojos de un animal indefenso mientras se murmuran invocaciones no son los únicos métodos con los que se puede acabar con la vida de un hombre.

—¿Queréis decir…?

—Que armar unos cuantos brazos está al alcance de cualquiera. Y que si yo he averiguado dónde estabais escondido, ella también lo hará. No creo que quiera dejar ningún cabo suelto antes de mañana. Sed precavido.

Bernard aguardó a que el duque cerrara la puerta a sus espaldas. Luego rescató las botas de debajo de la cama, se ciñó la espada y la pistola, y se apostó en la ventana a contar los minutos.