Madeleine arrimó su silla a la del duque de Épernon y le cogió los dedos, secos como sarmientos:
—Hablaba como si intuyera la verdad. Me asusté mucho. Tanto, que se lo conté todo a madame de Montmorency y ahora no puedo dormir pensando en las consecuencias.
—No sufráis. Habéis hecho lo correcto.
—Pero el pobre Serres actuaba con la mejor intención. Se arriesgó a venir a verme porque estaba preocupado por mí. Quería que supiera que la justicia nos había identificado para que me diera tiempo a huir. Y le he pagado delatándole. Soy peor que Judas. —Le costaba contener las lágrimas—. ¿Creéis que corre peligro, que ellas…?
El duque se inclinó sobre ella, acariciándole la mano. Era media mañana, pero no habían mandado descorrer las cortinas para bloquearle el paso al frío, y llevaban un buen rato susurrando en la penumbra como conspiradores:
—Parece un hombre de recursos. Apuesto a que a estas horas ya está bien lejos de París.
—¿De veras lo pensáis? —Deseaba creerle con todas sus fuerzas.
—Sin duda —respondió el duque, rotundo—. Es lo que yo haría en su lugar. Marcharme lejos. Olvidaos de él, tenéis otras cosas más importantes de las que ocuparos.
Madeleine sonrió un poco, por fin. La certeza de monsieur de Épernon le daba esperanzas. Serres también era un hombre práctico, seguro que ya se había puesto a salvo.
Se alegraba de haber descargado su conciencia con el duque. Tenía fama de arisco, pero con ella se transformaba. Su duro acento gascón, tan parecido al de Serres, se llenaba de miel cuando estaban juntos y su rostro perdía rigidez. Sus frecuentes visitas eran de las pocas cosas que aliviaban su soledad en aquella casa de piedra y silencios.
Ahora se había quedado ensimismado, contemplando la lámpara encendida que la criada había colocado en la mesa de trabajo: un león de cristal en cuyo vientre ardía el aceite. Suave por fuera y fiero por dentro. Al cabo de un momento, susurró:
—Mademoiselle, ésta es la última vez que nos vemos.
—¿La última?
—Antes de la ceremonia. —La miró a los ojos—. Yo no voy a Saint-Germain.
Madeleine se cerró bien el chal que le cubría el cuello y tragó saliva. La ceremonia. Llevaban siglos preparándola pero aún no le habían dado ningún detalle concreto. El misterio requería adhesión ciega e ignorancia casi absoluta. Y ella deseaba y temía por igual que llegara la hora de una vez, para poder dejar de especular e imaginar escenarios de pesadilla.
—A mí me gustaría que vinierais. —Su voz resonó aguda—. Estaría más tranquila.
—No puede ser. Lo siento mucho.
Hablaba con tanta firmeza que estaba claro que no iba a servirle de nada insistir. Y tampoco podía decirle por qué desde la noche anterior tenía más miedo que nunca a la prueba que la aguardaba.
La Doncella era el símbolo de la pureza y de la inocencia.
Y ella no sabía si seguía siendo digna. No estaba segura de que su abrazo con Bernard de Serres no la hubiera corrompido. Aquella mañana había descubierto con espanto que tenía en la garganta la marca de sus labios y las sensaciones que había despertado en ella el apasionado beso no dejaban de atosigarla como moscas pegajosas. Volvió a ajustarse el chal, aunque estaba segura de que ya estaba bien tapada. Era imposible preguntarle a nadie sin delatarse.
—Muy bien. Si no queréis acompañarme, no lo hagáis. No os echaré de menos.
El duque rió, encantado con su desplante:
—Así me gusta, que mostréis carácter. Anne estaría orgullosa si pudiera veros.
Otra vez Anne. Siempre se las arreglaba para mencionarla.
La primera vez que había escuchado el nombre de su ama en labios de aquel hombre se había quedado perpleja por su tono de nostalgia. Pero ya no la sorprendía. Sabía que se habían conocido tiempo atrás, cuando Anne vivía en la Corte, y estaba segura de que habían estado enamorados, aunque él nunca decía nada concreto. Quizá en el futuro le preguntara, cuando el recuerdo de su ama no le hiciera tanto daño.
Sonrió, halagada con la comparación, pero entonces escuchó un rumor a su espalda. Se giró. Una figura vestida con ropas negras acababa de entrar por la puerta del fondo y se acercaba hacia ellos entre un crujir de faldas de seda, solemne como un ánima del purgatorio.
Madeleine tembló, pero cuando la sombría visitante llegó junto a ellos, la luz de la lámpara pintó en el aire las facciones de una dama joven y hermosísima. Iba vestida de luto, con el cabello negro cubierto por un velo, y sonreía, aunque sus ojos, bordeados de sombras, estaban llenos de escarcha:
—Qué oscuro está esto, apenas puedo veros las caras. —Descorrió una de las cortinas—. Mucho mejor, ¿no os parece?
La súbita irrupción de la luz les hizo parpadear a ambos. El duque de Épernon se puso en pie y ella le imitó en el acto. Acababa de adivinar quién era la recién llegada:
—Madame —murmuró, cohibida.
La baronesa de Cellai. Madame de Montmorency le había hablado de ella y le había dicho que habían coincidido en la fiesta de Lessay, pero Madeleine no recordaba su rostro. Aquélla era la primera vez que se encontraba frente a la Arpía.
Inspiró profundamente, tratando de dominar su nerviosismo, y fijó la vista en el fulgor de la lámpara. La luz que ilumina los caminos. «Portadora de la antorcha. Guía nuestros pasos».
La sombría dama le lanzó una ojeada de arriba abajo a monsieur de Épernon y le espetó, sin ceremonias:
—¿Qué hacéis vos aquí?
—Os estaba esperando, madame. Esta carta me llegó anoche. —El duque extrajo unos papeles doblados del interior de su jubón—. Mademoiselle Paulet se encuentra a salvo en Bruselas. No ha querido escribirnos hasta ahora por prudencia.
Se había envarado y su rostro se había vuelto impenetrable. No parecía el mismo hombre de hacía cinco minutos.
La baronesa de Cellai cogió la carta:
—¿Bruselas? Habíamos acordado que el maestro Rubens la acogería en Amberes. —Tenía acento extranjero, pero era menos resonante que el de la madre del rey.
—Cierto, pero hay un brote de peste sin precedentes en la ciudad y han tenido que alejarse para evitar el contagio.
La Arpía ojeó la misiva con rapidez. Tenía varias páginas:
—Es arriesgado, ¿no os parece? En Bruselas, cerca de la Corte, es más fácil que alguien pueda reconocerla. —Alzó la vista—. En cualquier caso, no es culpa vuestra. Os agradezco vuestros desvelos, monsieur.
La frase era amable pero el tono no podía ser más severo. Era evidente que le estaba despidiendo. El duque captó la insinuación pero no mostró prisa alguna por obedecer. Se giró hacia ella con toda la tranquilidad del mundo:
—Adiós, mademoiselle. —La miraba muy serio—. Prometedme que seréis obediente y que tendréis mucho cuidado con todo.
Madeleine estaba perpleja y la solemnidad del duque la intimidaba. Se le hizo un nudo en la garganta y sólo pudo responder con un gesto de cabeza. Monsieur de Épernon les dedicó una inclinación cortés a cada una y se marchó sin decir más, tieso e insondable.
La Arpía le siguió con la mirada, callada. Madeleine estaba fascinada por su belleza serena y su autoridad natural. Los goznes de la puerta chirriaron al cerrarse y la italiana la tomó de la mano. Tenía los dedos fríos:
—Espero que monsieur de Épernon no os haya agitado el ánimo. Madame de Montmorency tiene instrucciones de manteneros alejada del mundo por vuestro propio bien. No sé cómo ha conseguido convencerla ese hombre de que la orden no iba con él.
—No. Yo… —Buscó las palabras con cuidado—. La compañía me hace bien…
—Veo que sois leal. Preciosa cualidad… Si se elige el partido adecuado. —La baronesa sonrió para quitarle aridez a sus palabras—. ¿Me acompañáis a dar un paseo por el jardín? El cielo anuncia nieve. Aprovechemos antes de que empiece la tormenta.
—Sí, me gustaría mucho. —Al aire libre se sentiría menos atrapada.
Se abrigaron y salieron al jardín. El cielo parecía casi blanco. Los árboles estaban desnudos y los arriates muertos; sólo resistían algunos arbustos de hoja pequeña y poco lustre. No había nadie afuera, aparte de un par de jardineros que estaban podando los manzanos que había junto a la tapia. La baronesa se giró hacia ella con curiosidad:
—Tenía muchas ganas de conoceros. Era importarte que nos viéramos antes de la ceremonia, ¿no os parece?
—Sí. —Era una respuesta insulsa, pero se sentía encogida. La Arpía provenía de una antigua familia de mujeres sabias que habían aprendido a encauzar el poder de la diosa y por eso ejercían el liderazgo sobre todos sus servidores; era una estirpe que empezaba en algún lugar de Oriente mucho antes del nacimiento de Cristo. Todo lo que decía tenía intención. Y seguro que no se le escapaba nada.
—Estoy muy satisfecha con vos. Me han hablado del notable progreso de vuestros estudios y, sobre todo, de vuestro arrojo personal. Habéis derramado sangre enemiga por iniciativa propia. Supongo que os han explicado que ése era el rito de paso imprescindible. Aquella Cuya Voluntad se Cumple requiere sacerdotisas capaces de sacrificarse.
—Gracias. —Enderezó los hombros, halagada—. La Matrona me lo explicó todo.
—Es una suerte, porque así por fin podemos poner en marcha la ceremonia —dijo la italiana. Se detuvo y Madeleine la imitó—. Partimos esta tarde hacia Saint-Germain.
El corazón le dio un salto:
—¿Esta tarde? ¿Ya?
—Pensé que os alegraría la noticia. Me habían dicho que estabais impaciente.
Madeleine miró a izquierda y derecha, desasosegada. Le daba vergüenza confesar que tenía miedo:
—He estado leyendo mucho. Los textos dicen que la Doncella corre gran peligro.
Madame de Cellai le puso ambas manos en las mejillas:
—Pobre niña. No tenían que haberos permitido leer ciertos libros antiguos. Es natural que estéis asustada. —Le acarició el rostro—. La misericordia no es uno de los atributos de Aquella Cuya Voluntad se Cumple.
Madeleine la escuchaba espantada. ¿Cómo podía decir aquellas cosas tan tranquila? Había esperado que la consolara, no que alimentara sus temores.
—Lo peor es la incertidumbre. No encuentro ninguna descripción concreta de la ceremonia —murmuró.
La italiana volvió a cogerla de la mano y reanudó el paseo:
—Cuanto menos sepa la Doncella, más serena estará. Así es más seguro, ¿comprendéis?
—No mucho. Aunque todo el mundo dice que es por mi propio bien. —A lo mejor, fingiendo resignación, terminaba por sentirla—. ¿No podéis decirme al menos…? Nadie quiere contarme tampoco cómo está previsto que muera el rey.
—No hay motivo alguno por el que tengáis que saberlo. No os concierne y no debe preocuparos.
Madeleine no estaba de acuerdo. No le parecía justo que la duquesa de Montmorency supiera cosas que ella, que iba a participar en la ceremonia, ignoraba. Y sólo porque la consideraban demasiado joven.
Más aún cuando su responsabilidad era tan grande. Ésa era otra de las cosas que le daban miedo:
—¿Y si algo sale mal por mi culpa?
Los dedos de la Arpía se tensaron sobre los suyos:
—Nada debe salir mal. Y nada lo hará si os limitáis a seguir las instrucciones que os demos cuando llegue el momento. —La baronesa hablaba en un ceremonioso tono de superioridad—. Imagino que os han explicado que, una vez que se inicie la ceremonia, no habrá ocasión de repetirla si algo falla. La reina de las encrucijadas no se digna a bendecir dos veces la sangre de aquellas que no están a la altura. No sabemos cuánto habría que aguardar para que las estrellas vuelvan a sernos favorables. Lustros tal vez.
Madeleine sabía todo aquello de sobra. Las estrellas se alineaban de modo favorable muy de tarde en tarde y no por mucho tiempo. Desde el día de Todos los Santos, la Madre oscura esperaba su ofrenda, pero sólo hasta finales de marzo, cuando brotara la luna nueva. Si algo salía mal, la Soberana de las Sombras las consideraría indignas. No habría segundas oportunidades. ¿Por qué tenía que recordárselo? Daba la impresión de que la baronesa había acudido a verla sólo para ponerla aún más nerviosa. Pero a lo mejor conseguía que le explicara alguna otra de las cosas que le ocultaban, aunque no tuviera que ver directamente con su papel en la ceremonia:
—¿Ni siquiera podéis decirme quién será el instrumento? ¿Si será alguien que yo conozca?
Las crónicas llamaban «instrumento» a la persona que cometía el regicidio y que a menudo pagaba con su propia vida. Madeleine había intentado sacarle información al respecto a madame de Montmorency, pero su anfitriona se había escabullido con tanta urgencia que la había dejado aún más inquieta. No era más que una intuición, pero estaba convencida de que había algo en lo que iba a pasar que la desazonaba.
El grito agudo de un mirlo la sobresaltó y la baronesa de Cellai la tomó del brazo:
—No insistáis; ésa es mi decisión y de nadie más. La única persona al corriente es madame de Montmorency, y sólo porque tiene un papel que cumplir. ¿Habéis comprendido?
—Sí —respondió, achantada.
—Si me lo permitís, os daré un consejo. Cuando os atenacen las dudas, os ayudará pensar en todo lo bueno que saldrá de la ceremonia, y en que a partir de mañana se acabará vuestra reclusión.
—¿Podré visitar a la duquesa Nicole en Lorena?
—Por supuesto. Todas seremos más fuertes. Y podremos prestarle asistencia política y militar, si hace falta. Su marido dejará de ser un problema.
Lorena era aún una tierra hostil para ellas. Madeleine se había empapado de los viejos anales. Los misterios de la soberana de las sombras eran más antiguos que los cultos paganos de la Grecia clásica, pero desde hacía muchos siglos sólo sobrevivían ocultos en las orillas del Mediterráneo, amparados en las tinieblas. Era la reina Catalina de Médici quien los había traído a su lado de los Alpes cuando se había sentado por primera vez en el trono, junto al rey Muy Cristiano de Francia.
De repente Madeleine se dio cuenta de que sus pasos las habían ido llevando hasta el rincón del jardín donde se había refugiado con Bernard de Serres la noche anterior. El lugar donde había mancillado su pureza. Le asaltó la sospecha de que era la Arpía la que la había conducido hasta allí. No podía dejar que adivinara su zozobra:
—Estoy dispuesta. Es sólo que creía que teníamos un poco más de tiempo.
La baronesa de Cellai se sentó en el banco:
—Madame de Montmorency me ha puesto al corriente de la visita que recibisteis anoche.
Madeleine se puso colorada y se sentó a su lado, con el estómago hecho un nudo de nervios. No sabía qué decir. Se llevó la mano al cuello. No podía dejar de revivir lo que había ocurrido allí, el abrazo ansioso de Serres, su boca…
Entonces empezó a notar una leve presión en la garganta; algo que impedía el paso normal del aire y que iba creciendo poco a poco. Giró la cabeza, asustada. La Arpía tenía los ojos cerrados y la cara vuelta hacia el cielo blanco, indiferente. Pero Madeleine sentía su espíritu despiadado hurgando dentro de ella. Y le hacía daño. No sabía cómo decirle que no había nada más. No habían ido más allá. Era virgen. Virgen.
La sensación opresiva desapareció de golpe. Apenas había durado un momento y no estaba segura del todo de que no hubiera sido su imaginación. Boqueó, tratando de calmarse.
La Arpía se dirigió a ella como si no hubiera sucedido nada. Su voz era un susurro acariciante:
—En realidad, también quería hablaros de un asunto muy grave que os concierne.
—¿A mí? —Tragó saliva, acorralada.
—Nunca debisteis involucrar a ese Serres en vuestro acto de venganza. No sé cómo os han identificado, pero supongo que os dais cuenta de que si os apresa la justicia no podremos llevar a cabo la ceremonia. Por eso tenemos tanta prisa.
Madeleine enterró la barbilla en el forro de su capa para ocultar su turbación:
—No lo pensé en su momento.
—Pues hay que pensarlo todo. Entiendo que sintáis que podéis confiar en él. Habéis sufrido mucho y Serres ha estado a vuestro lado. Pero es muy peligroso. Ya visteis lo que pasó anoche en cuanto os dejasteis conmover. Los suspiros castos son materia de poemas pastoriles. En la vida real las cosas pasan de otra manera. Ni vos sois una dama inaccesible en lo alto de un balcón ni él un caballero andante que vaya a conformarse con una prenda atada al brazo y vuestros buenos deseos. Ya tenéis edad para comprenderlo. No es la primera vez que os ponéis en riesgo y esta vez sabéis lo que está en juego. —Hizo una pausa que a Madeleine se le hizo eterna—. No pienso permitir que nos acarreéis la ruina sólo porque no sois capaz de prevenir que un mozo caliente os arremangue las faldas.
Las duras palabras cayeron en su conciencia como piedras.
—Lo siento mucho. Yo no sabía…
Notó que se le arremolinaban las lágrimas en los ojos. La Arpía suavizó el tono:
—Sois muy joven y Anne os tuvo demasiado tiempo aislada sin conocer vuestro destino. Es comprensible que cometáis algún error. Pero no olvidéis nunca que os va la vida en defender vuestra virginidad.
Ella enrojeció de nuevo:
—Serres nunca… Os aseguro que nunca he corrido riesgo a su lado… La culpa fue sólo mía. No es ninguna amenaza, os lo prometo. —Se limpió las mejillas con una esquina de la capa.
Un jardinero encorvado que arrastraba una cesta llena de ramas las saludó con una inclinación de cabeza. La italiana la tomó de la mano, con un gesto maternal:
—Escuchad. No somos ermitañas que vivamos aisladas. Todas tenemos amistades, obligaciones, personas a las que debemos lealtad… Una vida sometida a las leyes de los hombres. Pensad en las capas de una cebolla. Las exteriores representan vuestra posición visible en el mundo, con sus distintas facetas. Las capas intermedias esconden vuestros secretos personales, ocultos a los ojos del público, cada vez más y más recónditos. Algunos son niñerías sin importancia. Otros podrían acarrear la perdición si se conocieran: ambiciones particulares, lealtades ocultas, falsos amores, traiciones… Incluso crímenes. —La baronesa le acariciaba la mano y su voz seguía siendo amable, pero Madeleine no dudaba de que se refería a la muerte de Cordelier—. Ni vos sois una tímida doncellita incapaz de hacerle daño a una mosca, ni yo soy tan sólo una devota dama de Ana de Austria, como cree el mundo. Pero todo eso: nuestros sentimientos, nuestras aspiraciones, nuestras fidelidades, por lejos que estén de la superficie, por intensamente que nos afecten, no son más que capas de la cebolla. Lo importante es el corazón. Nuestra condición de sacerdotisas de la señora de las profundidades y las tres caras. Todo ha de subordinarse a su servicio. Y nadie debe levantar nunca la última capa de nuestros secretos. Nadie debe llegar a vislumbrar el corazón. Ni amantes, ni familia, ni amistades. Necesito saber que entendéis lo que está en juego, que puedo confiar en vos.
Madeleine notaba una tensión latente bajo el tono mesurado de las palabras de la baronesa. Quería borrar la mala impresión que le había causado:
—Os prometo que a partir de ahora seré prudente —titubeó. Le costaba articular las palabras que la Arpía esperaba que pronunciara—. No volveré a ver a Bernard de Serres.
Se miraron un rato largo, ella desolada, la Arpía inquisitiva:
—Está bien. Aprecio vuestra renuncia en su justa medida. Yo también soy una mujer. —Le acarició el pelo, compasiva por fin—. No he venido a amonestaros. Estamos a punto de afrontar algo muy grande juntas y no estaba previsto actuar con tanta precipitación. Habría sido mejor si hubierais tenido más tiempo para prepararos.
Madeleine también habría querido disponer de más tiempo. Ahora que había llegado la hora, el miedo se había comido toda su impaciencia. Pero quería disimularlo:
—Creí que estabais contenta de mi iniciativa y de que todo se pudiera poner en marcha de una vez…
—Me complace que hayáis mostrado carácter. Doncella, Madre y Arpía, las tres deben derramar sangre con sus propias manos antes de ser dignas de intermediar entre el reino de los muertos y este mundo. Pero normalmente es un momento que se prepara con cuidado, no el producto de una fuga imprudente para satisfacer un odio personal delante de testigos.
Otra vez la estaba regañando. Nada le parecía bien:
—Pues la Matrona me felicitó sinceramente —replicó, contrariada—. Me dijo que había sido muy valiente y que estaba orgullosa de mí.
—Es posible. Pero que una persona apruebe una acción no la convierte en menos temeraria.
—María de Médici no es una persona cualquiera. Es la Matrona. La madre del rey. —Sabía que estaba siendo impertinente pero estaba frustrada. La Arpía era demasiado exigente—. Y se alegró de que hubiera acabado con la vida de un hombre que le había hecho tanto daño a Anne. Ella también la quería mucho. Y mi ama la quería a ella. Hasta había hecho dos muñequitas iguales para protegernos a las dos. Estaban dentro de un estuche que…
Se mordió la lengua. La baronesa la miraba tan concentrada que le dio miedo haberse pasado de la raya. A lo mejor le disgustaba que hubiera intimado demasiado con la Matrona. Madame de Montmorency le había contado que había habido tiranteces entre ellas desde la llegada de la baronesa a París, en primavera, a causa de unos cuadros que María de Médici había hecho colgar de las paredes de su palacio.
La duquesa pensaba que tampoco era tan grave, porque sólo los iniciados podrían interpretar los símbolos que encerraban. Pero, según la Arpía, eso era lo de menos. Los lienzos mostraban cosas que debían permanecer siempre ocultas. E incluso había obligado a la reina madre y al pintor a destruir algunos.
De pronto la italiana la tomó por la barbilla y la obligó mirarla a los ojos. Madeleine se asustó, recordando la sensación de ahogo de hacía unos instantes. Pero después de bucear en su mirada un momento, la Arpía sólo musitó:
—Estabais junto a ella cuando quemó las agujetas del rey.
—Sí —admitió, incómoda. No entendía por qué la baronesa le daba esa importancia. Al principio, cuando había visto a la reina madre arrojar aquel cordón al fuego, Madeleine no había comprendido nada, pero María de Médici se lo había explicado. Aquello era parte de su venganza. Con ese gesto se aseguraban de que Luis XIII, que tanto daño les había hecho a ambas, no pudiera concebir herederos, ni siquiera en el breve tiempo de vida que le quedaba.
—Y supongo que no os dijo por qué tenía tanta prisa en arrojarlo a las llamas, nada más recibirlo de manos de monsieur de Lessay, ¿verdad? —preguntó la baronesa—. Se calló que lo único que quería era hacerlo desaparecer antes de que yo me enterara de que lo había encontrado.
Madeleine la miró, boquiabierta:
—No sé lo que queréis decir. Ella me dijo que…
—Dejadme que os cuente algo, niña. Hace unos pocos meses nadie en la Corte sabía de la existencia de ese cordón, aparte de Luis XIII. Y si él no se lo hubiese revelado a Ana de Austria este verano y ella no hubiese confiado en mí, yo no me habría enterado nunca tampoco. Comprendí que la historia era real nada más escucharla, pero lo natural era asumir que las agujetas se habían perdido para siempre o que habían acabado en el fuego después de que Luis XIII ordenara la ejecución de Leonora Galigai. No le di más vueltas. Pero me equivocaba. Leonora le había encargado a Anne su custodia. Y ella no se lo había dicho a nadie porque había prometido guardar el secreto. Incluso ante María de Médici. Luis XIII también había detenido a su madre tras mandar asesinar a Concino Concini. Había decidido expulsarla de la Corte y exiliarla al castillo de Blois, bajo vigilancia. María estaba desesperada e incluso temía por su vida. Estoy segura de que Anne no confiaba en que no utilizara el cordón para negociar en su propio provecho si llegaba a saber de su existencia, deshaciendo el conjuro si hacía falta. O que en el futuro, el interés dinástico o una reconciliación pudieran llevarla a devolvérselo a su dueño. Al fin y al cabo son madre e hijo. Afortunadamente, Anne lo conservó todo este tiempo. Sin deshacer el maleficio pero sin destruir el cordón tampoco. A la espera. Hasta hace un par de meses. Sabía lo importante que era. Las estrellas se estaban alineando y el tiempo corría. Comprendió que tenía que informarnos antes de que el rey muriera. Por eso, cuando vinisteis las dos a París en septiembre pasado, lo trajo consigo. —La baronesa hizo una pausa para asegurarse de que estaba siguiéndola—. Por desgracia, después de la fiesta de los condes de Lessay yo caí muy enferma. Anne sólo pudo hablar con María de Médici y, sabiamente, no quiso entregarle el cordón sin antes consultarme a mí. Y cuando salió corriendo de vuelta a Ansacq, tras vos, no se atrevió a dejarlo en casa de la duquesa de Chevreuse y volvió a llevárselo consigo junto al resto de sus pertenencias de importancia.
—¿Y vos nunca supisteis nada?
—No. Y nunca lo habría sabido de haber sido por la Matrona. Me lo ocultó a propósito porque sabía que si el cordón caía en mis manos desharía el hechizo. Y eso era lo último que ella quería. Así que se calló y se limitó a rezar, rogando por que el fuego que había arrasado vuestra casa de Ansacq lo hubiera destruido.
—Pero al final lo descubristeis.
La Arpía achicó los ojos, complacida:
—Querida niña. Apenas nos conocemos. Pero os aseguro que no resulta fácil ocultarme secretos durante demasiado tiempo. —Le acarició el rostro y Madeleine se estremeció. Estaba segura de que a la baronesa se le escapaban muy pocas cosas. Pensó en cómo le había arrancado la verdad sobre lo que había ocurrido con Bernard, hacía un momento. No se imaginaba que se atreviera a tratar del mismo modo a la reina madre, pero quién sabía.
—¿Y qué hicisteis?
—Tuvimos una discusión muy tensa. Ella estaba convencida de que el cordón había desaparecido para siempre en el incendio. Yo, en cambio, tenía esperanzas de encontrarlo aún. De que Anne lo hubiera puesto a salvo en otro sitio. Y todavía teníamos tiempo. Vos acababais de escapar de Ansacq. Hice lo posible por indagar, con precaución… Sabía que si ella le ponía la mano encima antes que yo, lo destruiría.
—Y teníais razón. El cordón no había ardido —exclamó Madeleine, comprendiendo—. Anne lo había escondido en su estuche rojo, detrás de la chimenea. Pero Serres lo encontró a tiempo y se lo entregó al conde de Lessay antes de que mi casa se quemara.
—En efecto. Y María de Médici fue lo bastante hábil para averiguarlo, de algún modo, y conseguir que el conde le entregara el estuche la misma mañana en que vos acudisteis a conocerla. Por eso arrojó el cordón al fuego de inmediato, antes de que yo pudiera enterarme.
La baronesa se quedó callada, esperando a que dijera algo. Madeleine tenía la impresión de que era una especie de prueba, pero no sabía cómo salir con bien de ella. Entre traicionar a la Matrona, que tan comprensiva se había mostrado con ella, y contrariar a la Arpía, tenía que haber un término medio. Mejor quitarle hierro al asunto:
—¿Y eso es muy grave? ¿Qué nos importa a nosotras si el rey tiene hijos o no?
—Escuchad, estamos a punto de entregarle la vida del rey a la señora de las sombras. El trono va a quedarse vacío. Y puesto que Luis XIII no tiene hijos, será su hermano quien le suceda. Pero si Ana de Austria estuviera embarazada, Gastón no podría ser coronado. Habría que esperar al parto. Y si Aquella Cuya Voluntad se Cumple hiciera que la reina alumbrara un varón, habría sido un juego de niños quitar de en medio a ese principito inconstante y conseguirle la regencia a ella, igual que la conseguimos para Catalina y la propia María de Médici durante la minoría de sus hijos. —La italiana hablaba con tanta seguridad como si los deseos de la madre oscura y los suyos fueran uno, y estuviera en su poder manipular las hebras que regían el azar del sexo del heredero—. El rey de España nos habría ayudado a sostenerla y yo habría estado a su lado para guiarla. Habríamos tenido trece largos años para crecer y prosperar. En cambio, cuando Gastón gobierne, reinará la incertidumbre más completa. Su madre cree que puede dominarle, pero no se da cuenta de que se deja influenciar por cualquiera. En su empeño por seguir ocupando el primer plano político a toda costa, la Matrona nos ha puesto las cosas mucho más difíciles a todas.
—Comprendo —dijo Madeleine, débilmente. Aunque la verdad era que todas esas consideraciones políticas se le escapaban, la lucha soterrada por el poder que creía percibir entre la baronesa de Cellai y la reina madre la dejaba aún más intranquila. No debía de resultarles fácil encontrar un punto de acomodo. Si a ella, que no era nadie y estaba abrumada por todo lo que le estaba sucediendo, le costaba tanto obedecer sin rechistar, para una reina coronada y madre de reyes como era María de Médici debía de ser casi imposible someterse dócilmente a los designios ajenos; y la Arpía no parecía de las que ejercían la autoridad con guante de seda.
La italiana pareció percibir su inquietud y le dio un beso cariñoso en la mejilla:
—Era importante que conocierais la verdad, pero todo eso es agua pasada. Ahora hay que dejar de lado las rencillas. —Se levantó del banco—. Es hora de prepararnos para el viaje.
Madeleine se puso de pie a su vez. De repente, le invadió un desamparo tan espeso que podía mascarlo entre los dientes. No estaba segura de si era pura, no sabía por qué su vida corría peligro durante la ceremonia…
La baronesa la cogió de las manos:
—Querida niña. No voy a pretender medir mi incertidumbre con la vuestra. Yo siempre supe cuál era mi destino. Pero voy a confesaros algo: yo también tengo miedo cada vez que miro a la Guardiana de los Muertos a la cara.