13

Luis XIII ojeó con desgana el infolio que le había puesto en las manos el abad de Boisrobert:

—«The Tragedy of Macbeth… Actus primus. Scoena Prima». —Estaba escrito en inglés y le resultaba incomprensible más allá del encabezamiento. Alzó la mirada—. ¿Qué pretendéis que haga con esto, monseigneur?

Richelieu hizo un gesto impaciente:

—Boisrobert, mostradle la cita a Su Majestad. Si permitís, sire…

Iban los tres acomodados en un carruaje que los conducía a Saint-Germain-en-Laye entre mullidos almohadones, protegidos de la intemperie como mujeres o blandos galancetes de salón. Pero el secreto de la conversación lo exigía.

El abad se humedeció dos dedos y pasó unas cuantas páginas antes de posar el índice sobre una línea:

—Aquí está: «I have given suck, and know how tender ’tis to love the babe that milks me. I would, while it was smiling in my face, have plucked my nipple from his boneless gums and dashed the brains out, had I so sworn as you have done to this».

—No hablo inglés, abad.

El cardenal abrió un cartapacio de marroquín rojo que llevaba sobre las rodillas y desdobló con parsimonia un papel: el segundo mensaje del rey Jacobo. El de la madre y el niño de pecho. Eran las mismas palabras.

Boisrobert carraspeó:

—En cuanto Su Ilustrísima me enseñó el papel, reconocí el pasaje. Uno no olvida con facilidad algo tan poderoso.

—¿Es un fragmento de una obra de teatro?

—En efecto. En la Corte inglesa existe una afición extraordinaria al arte de Talía. Y este verano, durante mi estancia en Londres junto a los duques de Chevreuse, asistí a decenas de representaciones. Ninguna me conmovió como ésta. El autor murió hace unos años, pero dos de sus amigos publicaron la colección de sus obras. El mismo conde de Pembroke, a quien le están dedicadas, fue quien me regaló el tomo.

Luis XIII enterró la mirada en la arboleda desnuda que transcurría a paso lento al otro lado de la ventana. Le repugnaba que aquel vicioso disfrazado de hombre de iglesia estuviera en el secreto de todo. Pero al final habían encontrado los dos mensajes perdidos de Jacobo gracias a él. Aunque les habían llegado a través de un gentilhombre gascón, a quien el padre Joseph había convencido de algún modo para que colaborara, quien los había encontrado en casa del conde de Lessay había sido un protegido de Boisrobert. Un hombre del regimiento de los Guardias que había aparecido muerto hacía unos días, cerca del río.

Tal vez por eso le parecía entrever entre los rasgos disolutos del abad las huellas de un dolor desasosegante.

Afortunadamente, cuando llegaran a Saint-Germain se desharían de él. Boisrobert seguía camino hasta Inglaterra. A su hermana Henriette le agradaba su compañía y a ellos les convenía tener unos oídos fieles en la Corte de Londres.

—¿Y por qué me envió el rey Jacobo una frase sacada de una pieza teatral? —preguntó—. ¿También sabéis eso?

El abad se revolvió en su asiento, con la desidia propia de un hombre molificado por el libertinaje, y se miró las uñas:

—Se trata sólo de una sospecha, sire. La obra forma parte del repertorio de la compañía teatral de Los Hombres del Rey. William Shakespeare, el autor, la escribió para Jacobo I. Era una de las favoritas del soberano y está ambientada en Escocia, su país natal. —El abad hablaba cada vez más despacio, como si no quisiera llegar a donde sus palabras le iban llevando. Finalmente se quedó callado y le lanzó una mirada de auxilio a Richelieu.

El cardenal se enderezó en su asiento y se estiró las puntas del jubón de terciopelo negro. Sin la sotana roja perdía bastante de la solemnidad que convenía a su posición. Los calzones le daban un aire altivo y desenvuelto con el que Luis XIII no acababa de sentirse a gusto.

—Lo que el abad de Boisrobert quiere decir, sire, es que la tragedia en cuestión trata sobre el asesinato del rey Duncan de Escocia a manos de uno de sus servidores. —Así que eso era. Otro mensaje que hablaba de reyes muertos—. Pero me temo que ésa no es la única coincidencia inquietante.

—¿Qué más hay? —interrogó, clavando los ojos en el abad.

Boisrobert volvió a abrir el tomo por la primera escena:

—Si vuestra majestad se fija en el texto, aquí, en la primera línea, dice: «Thunder and Lightning. Enter three witches». Que en nuestro idioma quiere decir: «Truenos y relámpagos. Entran tres brujas». Son estas hechiceras con sus profecías las que instilan en el corazón de Macbeth el deseo de matar a su rey. —Apoyó los codos sobre el libro—. Pues bien, estas tres brujas reciben una visita un poco más tarde: la diosa Hécate, que, llegada desde el mismo infierno, se proclama a sí misma como su ama.

—Y «Hekate» es la palabra clave que el rey Jacobo eligió para encriptar su tercer mensaje —apostilló el cardenal, solemne—. Es obvio que no se trata de una casualidad.

Luis XIII chascó la lengua. No necesitaba que le refrescasen la memoria. El tercer mensaje: «Inter festum omnium sanctorum et primam martis lunam veniet tenebris mors adoperta caput». Había sido Richelieu quien había desentrañado la palabra clave escogida por el enrevesado monarca inglés para componer su aviso. «Hekate». La diosa del inframundo.

Y allí estaba otra vez.

—Condenado hereje… —masculló. La lengua se le embrolló, tartamuda—. ¿Qué objeto tienen estos juegos? ¿Enajenarnos a todos a base de supersticiones aun en el lecho de muerte?

El cardenal se inclinó hacia delante y adoptó el tono de humildad aduladora bajo el que se parapetaba siempre que él alzaba la voz:

—Quizá tengáis razón. No podemos descartar que el rey Jacobo delirase. Pero el asesinato de sus dos mensajeros dice a las claras que no podemos desdeñar sus advertencias. Y sabemos que el difunto monarca era un estudioso de la hechicería. Un hombre docto. El tratado de Demonología que escribió en su juventud es una obra destacable y ha tenido una influencia señalada en los tribunales ingleses.

—No es su erudición del rey Jacobo lo que pongo en duda, monseigneur, sino su cordura —replicó, brusco—. Los estudios pueden convertir a un necio en el hombre más sabio de la cristiandad, pero no pueden hacer que deje de ser un necio.

Volvió a fijar la vista en la ventana con determinación. Había salido de París para escapar de la opresión del Louvre y de sus recuerdos. No para cargar con los fantasmas de otro.

El cardenal le hablaba de la instrucción de Jacobo, pero se callaba que el sabio monarca había tenido parte en la muerte de decenas de mujeres escocesas acusadas de hechicería. Sólo porque una terrible tormenta había puesto en peligro su flota durante una travesía entre Dinamarca y las costas británicas, cuando aún era tan solo el rey de Escocia y no se había ceñido la corona de Inglaterra. El difunto soberano había asistido en persona a los interrogatorios y a las sesiones de tortura, convencido de que las encantadoras no sólo habían invocado la tormenta sino que habían moldeado una figurita de cera con su efigie y luego la habían derretido al fuego para acabar con su vida.

Y su convicción no había hecho sino acrecentarse cuando una de ellas le había susurrado al oído, en mitad del proceso, los detalles íntimos de la conversación que el rey había mantenido con su esposa durante su noche de bodas.

Una de las primeras medidas que Jacobo había adoptado al sentarse en el trono inglés había sido endurecer las penas por brujería. Había hecho arrojar al fuego los libros que refutaban las creencias en la hechicería y sus poderes. Y hacía pocos años había prestado su apoyo al conde de Rutland, padre de la esposa del duque de Buckingham, para que condenaran a muerte a dos mujeres acusadas de hechizar y causar la muerte de otro de sus hijos.

Luis XIII cruzó los brazos sobre el pecho y entrecerró los ojos. La cuestión era que los tres mensajes del rey Jacobo habían llegado por fin a sus manos. Y en contra de lo que había esperado, no habían supuesto reposo alguno para su espíritu. Más bien al contrario.

Sólo de pensar que el conde de Lessay los había tenido escondidos todo ese tiempo, se le sublevaban los ánimos. El muy zorro le había hecho creer que su intromisión en el asunto de Ansacq no había tenido más razón que su interés personal en la damita. Y ahora aparecía aquello en su poder. Era demasiada casualidad.

Un bache más profundo que los demás sacudió la carroza con violencia y a punto estuvo de darse con la cabeza contra el cristal. El abad se escurrió de su asiento y tuvo que agarrarse del brazo del cardenal. Luis XIII golpeó con un guante la ventana de vidrio y dio orden para que el coche hiciera un alto. No quería a Boisrobert sentado frente a él por más tiempo.

El abad bajó del carruaje abrazado a su volumen de teatro inglés. Un lacayo de unos veinte años, con los labios gruesos, los cabellos tostados y un bigotito incipiente, le aguardaba junto a la portezuela. Luis XIII le observó sostenerle el estribo a su amo, con un turbio malestar, que se acentuó cuando Boisrobert le estrechó el hombro al mozo para darle las gracias.

Apartó la mirada, con disgusto.

La vida del rey Jacobo también había estado llena de pecados inmundos. Quizá ésa era la razón profunda por la que había empleado sus últimas energías, antes del tránsito definitivo, en advertirle de lo que le aguardaba. Algo que su vigilancia y su experiencia le habían hecho capaz de leer en los astros y en las profecías de Nostradamus, pero que ellos no lograban ver. Seguramente confiaba en que la redención fuera menos difícil si lograba salvar de la muerte a otro rey cristiano.

La breve comitiva volvió a ponerse en marcha. No eran muchos, porque había decidido salir del Louvre muy temprano, antes del amanecer. La mayoría de los miembros del Consejo y lord Holland, que por fin se había decidido a hacer pública su presencia en París, les seguirían por la tarde, junto a la reina y sus damas.

El cardenal posó una mano sobre sus papeles, ahora que estaban a solas, y le miró con gravedad:

—Sire, hay otro asunto importante que tratar… Las fechas que el rey Jacobo indica en su misiva… Suponiendo, claro está, que hagan referencia a este año… —Richelieu trastabillaba—. No hay que caer en la superstición, pero… Deberíamos reforzar vuestra seguridad. No deberíais salir a la calle sin una fuerte escolta. Un loco con un puñal en la mano puede esconderse en cualquier sitio. Pensad en vuestro padre. Él se equivocó al descartar los avisos del cielo y de los sabios que habían interpretado sus señales… Quizá no deberíamos cometer la misma temeridad.

Era raro ver al cardenal enredarse con las palabras. El rey Luis se preguntó si tendría miedo de espantarle. A lo mejor era sólo que le avergonzaba mostrarse crédulo delante de él. Estuvo a punto de sonreír. ¿Qué sabría el cardenal de credulidad? Él no se pasaba las noches despierto, luchando contra una superstición ponzoñosa, temiendo que en cuanto cerrara los ojos regresara la angustia de los remordimientos y las pesadillas; no había visto a un hombre que amaba retorciéndose en el suelo como un poseído y hablando con la voz de un muerto.

Aunque no le habría importado saber qué era lo que le quitaba el sueño a su ministro. Sabía que no dormía apenas. ¿Sería su propia seguridad lo que le preocupaba?

Richelieu sabía que en cuanto él muriera llegarían las hienas a arrojarse sobre los despojos. Igual que había ocurrido tras el asesinato de su padre. La alta nobleza de Francia y los príncipes de la sangre. Buitres y carroñeros. Y su ministro estaba en la lista negra de casi todos. Si él moría, ni siquiera el sostén de la reina madre, que siempre le había protegido, sería suficiente para salvarle.

Quizá por eso podía confiar en él. Las suertes de ambos estaban unidas.

—No, cardenal. Un rey no puede mostrarse jamás como si tuviera miedo de su propio pueblo —repuso, firme—. No habrá más medidas de seguridad que las ordinarias. Mi vida está en manos de Dios.

El prelado abrió la boca para replicar pero sus objeciones se perdieron en el aire. Su expresión revelaba un respeto sincero, que le reconfortó una pizca el alma.

Clavó la vista de nuevo en el paisaje escarchado y el silencio se hizo denso. «Viejo cardenal por el joven embaucado». Hasta el mismo Michel de Nostredame había presentido que su destino y el del prelado estarían unidos hasta la muerte.

¿Sería verdad lo que temía Richelieu? ¿Sería el soldadito que había escamoteado las cartas que la duquesa de Chevreuse había enviado a Inglaterra el joven embaucador del que hablaban los versos de Nostradamus? Lo que estaba claro era que su engaño les había impedido cortar de raíz la conjura que se estaba fraguando. ¿Habría empezado a cumplirse la profecía?

De lo que su ministro no se había atrevido a decir nada, en cambio, era de la madre asesina contra la que parecía advertirles Jacobo. Ni siquiera la había mencionado. ¿Cómo atreverse a nombrar en voz alta tamaña abominación? Había abismos a los que nadie quería asomarse. Ni el cardenal se atrevía a insinuar nada, ni él habría admitido que lo hiciera.

Luis XIII sabía que su madre no le amaba. No le había amado nunca. Y él tampoco había logrado nunca quererla. De su primera infancia no recordaba más que a una mujer fría que acudía a visitarle a Saint-Germain dos o tres veces al año. Y tras la muerte de su padre apenas se había mostrado más cercana. Había crecido leyendo en sus ojos decepción y desprecio en lugar de afecto. Atormentado por el modo en que le arrebataba la palabra en público y por el desdén con el que le enviaba a jugar a los jardines, igual que a un infante irresponsable, cuando él pretendía asistir a las sesiones del Consejo, ya adolescente, haciéndole enrojecer de vergüenza. En una ocasión había llegado a agarrarle del brazo para expulsarle de la sala a tirones, sin importarle que hubiera una docena de testigos delante asistiendo a su humillación.

Pero ni en los peores momentos, ni a pesar de las vejaciones, ni cuando se había alzado en armas contra él, había olvidado que se trataba de su madre. Que honrarla y respetarla era su deber ante Dios. Por eso había perdonado lo imperdonable y le había devuelto el lugar que le correspondía en la Corte, aunque su mutuo rencor no se hubiera extinguido y quizá no se extinguiera nunca.

Una madre capaz de matar a su propio hijo… El mero hecho de pensar en ello, sin pruebas de ningún tipo, era un oprobio y un pecado sin nombre.

Las ruedas del carruaje tamborilearon sobre un puente de madera. Estaban cruzando el Sena. Al otro lado, las terrazas del palacio donde había pasado sus primeros siete años de vida se desgranaban unas sobre otras hasta besar la orilla del río, a la sombra del austero castillo de los antiguos reyes capetos. Casi habían llegado. Y aún le quedaba un asunto que discutir con el cardenal:

—Anoche estuve hablando más de una hora con el duque de Chevreuse.

Richelieu parpadeó un par de veces, despertando de alguna cavilación, pero sus labios dibujaron de inmediato una sonrisa lenta:

—¿Le dijisteis que temíais haberos equivocado con Lessay?

—No con esas palabras. Me quejé de vos. Le dije que erais quien me había aconsejado mano firme, pero que yo tenía dudas. Y después de muchos rodeos le pregunté si él también pensaba que Lessay estaba en situación de causarme problemas y si no debería haber sido más paciente con él. —Sonrió a su vez—. Creo que le dejé pensando que estoy arrepentido y que tengo miedo de las consecuencias.

—Eso es lo que queríamos. Tened por seguro que a estas alturas el contenido de vuestra charla íntima ya ha dado la vuelta por medio París y va camino de Dampierre. Lessay no tardará en enterarse.

Ojalá Richelieu tuviera razón. A cada hora que pasaba se arrepentía más de no haber devuelto a Lessay a su celda de la Bastilla después de su duelo con Rhetel. Cuando le había escrito para expulsarle de la Corte y desposeerle de sus cargos, en lo único en lo que había pensado había sido en quitárselo de en medio, en deshacerse de él de una vez y alejarle de la reina, sobre quien ejercía una influencia impropia. Sólo Dios sabía sobre qué habían estado conspirando los dos, paseando a solas, el día de la caza del ciervo blanco…

Pero pocos días después había llegado el cardenal a advertirle de que Holland estaba de incógnito en París. Su ministro había espiado una conversación privada que había mantenido con la duquesa de Chevreuse. Al escuchar lo que les había oído hablar sobre Lessay, se había dado cuenta del grave error que había cometido dejándole ir.

El conde no era peligroso por sí solo. No tenía fuerzas suficientes para causarles problemas. Pero era amigo de ingleses y españoles. Montmorency le escuchaba. Y era obvio que estaba coaligado con más gente. Quizá incluso con su propia madre…

Además, no podía olvidarse de que los mensajes de Jacobo habían aparecido en su casa… ¿Cómo saber si no había estado detrás de todo desde el principio?

Había pensado en fingir que le perdonaba e invitarle a regresar a la Corte, para detenerle e interrogarle. Pero Lessay no era ningún imbécil. Si sospechaba, huiría al extranjero.

Tenía que ser paciente para hacer que se confiara. Tender un cebo. Y aguardar.

Sabía que Lessay se había detenido en el castillo de Dampierre, camino de Bretaña. El duque de Chevreuse era un buen amigo del conde. Así que había empezado a hablarle en confidencia de sus dudas. A insinuarle que quizá estaría dispuesto a perdonar, pero no quería que nadie se enterara para que no le creyeran débil. Y le había solicitado consejo, rogándole discreción, seguro de que no tardaría en hacerle llegar los rumores al traidor, con la mejor de las intenciones.

—Seguid mostrándoos indeciso con Chevreuse, sire —le aconsejó Richelieu, con voz briosa—. Decidle que quizá le tenderíais la mano a Lessay, si os pide perdón y se muestra contrito, pero que no queréis mostraros blando, sino generoso.

Luis XIII achicó los ojos. No necesitaba que Richelieu le aleccionase en cuestiones de disimulo. Sin darse cuenta se había puesto a repiquetear con los dedos sobre la banqueta. De repente se sentía mucho más animoso. Era un alivio poder pensar en enemigos con rostro y nombre propio, a los que poder hacer encarcelar y detener con las armas. Los hombres de carne y hueso no le asustaban.

Pero había más. Una satisfacción mucho más íntima.

Jamás había sentido simpatía por Lessay. Ni siquiera cuando compartían juegos de niños. Ya entonces sospechaba que se reía de él a sus espaldas, igual que sus hermanos bastardos. Y aun así, llevaba toda una vida soportándole a su lado.

El cabrón era muy listo. Desde muy joven había aprendido a quedarse justo un paso por detrás de la raya de lo improcedente para no darle motivos claros de descontento. Pero él sentía su desdén. Sentía que le observaba, con su corazón tibio, burlándose de los torbellinos que padecía el suyo.

Y ahora, por fin, tenía algo de verdad contra él.

La carroza inició el ascenso a la abrupta colina del castillo. El cardenal preguntó:

—¿Tiene vuestra majestad pensado cenar con lord Holland esta noche?

—Qué remedio —rezongó—. Si tiene a bien salir de bajo las faldas de su concubina.

—De todos modos, haga lo que haga, le tendremos vigilado. Incluso cuando deje París. Podemos asignarle una escolta honorífica que le acompañe durante el camino de vuelta y que nos dé noticia de todos sus movimientos. Si intenta ponerse en contacto con Lessay o con cualquier otro lo sabremos.

—Supongo que he de creeros. Aún estoy esperando a que alguien me explique cómo es posible que hace dos días se encontrara en los baños de Féval, refocilándose con madame de Chevreuse, cuando le creíamos todavía en un puerto inglés. Y que en octubre estuviera de visita en Chantilly negociando a saber qué sin que nadie se enterase de nada.

Richelieu tuvo la finura de no intentar replicar. Lo agradeció. Bastante cuesta arriba se le hacía ya tener que mostrarle hospitalidad al inglés. Todavía le ardían las tripas al recordar que el duque de Buckingham había tenido la desfachatez de pedirle permiso para volver a pisar Francia hacía unas semanas. Y con sus aires de barbilindo y sus modales afeminados, Holland se le parecía enormemente. Pensándolo bien, no era tan raro que hubiese cometido la estrafalaria memez de presentarse en secreto en París.

Un pensamiento desagradable le cosquilleó la boca del estómago. Holland había cruzado el canal dos veces sin que nadie lo supiera. ¿Quién le aseguraba que Buckingham no era capaz de hacer otro tanto? Ya había recorrido Francia y España de incógnito hacía sólo un par de años, junto al príncipe de Gales. Se lo imaginó, con sus ropajes cosidos de perlas, en la proa de una nave, surcando las aguas rumbo a las costas de Calais, y el aliento se le secó en la garganta. Holland también había llegado surcando las aguas. Conducido por el agua.

«Liqueducto».

Y había venido a reunirse con sus enemigos. A tratar entre risas de su muerte. Richelieu lo había escuchado en persona. Y antes de eso, lo había oído en sus sueños: «Matar al rey».

El repicar de los cascos de los caballos sobre los adoquines le anunció que habían entrado en el patio de palacio. El carruaje se detuvo. Se fijó en que el cardenal le miraba con curiosidad y se preguntó si el desasosiego se le leería en el rostro.

Holland era el licueducto. Y en unas horas, estaría a su lado.

Se estremeció. «Y liqueducto y Príncipe embalsamado».

¿Y si el cardenal tenía razón y era verdad que la profecía de Michel de Nostredame había empezado a cumplirse? Si no fuera así, ¿por qué iba haberle advertido la Providencia?

La puerta del carruaje se abrió desde fuera y el rostro rozagante de François de Baradas asomó de inmediato, atento y obsequioso. Su joven gentilhombre ni siquiera tenía recuerdo alguno del ataque que había sufrido la noche que había cenado a solas con él. ¿Habría sido también un ensueño?

Se puso en pie y descendió los escalones, controlando la emoción.

Si lo que se avecinaba no era más que una rebelión de su nobleza, aliada con los ingleses, ¿de dónde le venía esa certeza lóbrega de que era su alma la que estaba en peligro?

Quizá las hechiceras de los mensajes de Jacobo no fueran más que la obsesión de un pervertido supersticioso. Pero él no podía desprenderse de la convicción de que algo tenían que ver con sus atormentados sueños, con el recuerdo insistente de Leonora Galigai y su maldición. Y con la voz que hacía días le había anunciado desde el otro mundo: «Muy pronto».