Se puso de pie, incrédulo, y cerró con fuerza los ojos.
Pero cuando los volvió a abrir, ahí seguía. Plantado delante de él, inamovible, a pesar de que estaba construido en el extremo más alejado de La Mano de Bronce de todo París, al otro lado del río y más allá de las murallas.
No comprendía cómo había llegado hasta allí, pero por lo menos ya no estaba perdido. Y con sus ventanas iluminadas y sus guardias deambulando, el palacio parecía ofrecerle refugio.
Cruzó el camino embarrado y se adentró bajo la cúpula del pórtico. Las alas laterales del enorme patio le acogieron en un abrazo protector y siguió avanzando hacia el regazo del edificio. La piedra dorada de los muros vibraba con calidez y sus pasos resonaban sobre las losas del suelo como el latido de un corazón gigantesco.
Penetró en el pabellón central, subió los peldaños de la escalinata y al llegar a lo alto se detuvo a mirar el abismo que se abría a sus pies. Tenía la impresión de encontrarse a gran altura, asomado a un foso muy profundo. Se le vino a la mente un sueño que solía tener de niño, una pesadilla en la que su casona familiar se convertía en un lugar mucho más grande, lleno de recovecos y corredores. Las galerías se retorcían sobre sí mismas, las puertas daban a estancias que no correspondían y era imposible subir o bajar escaleras porque los peldaños estaban insertados al revés, en el techo, construidos para hombres que anduviesen cabeza abajo.
Oyó un ruido a su espalda. Un hombre bajito, con grandes orejas de soplillo, el pelo tan rubio que parecía blanco y un jubón rosado, cruzó a paso ligero, lamentándose con un duro acento extranjero de lo tarde que era y de la tarea que aún le quedaba por terminar, antes de desaparecer en una estancia contigua.
Bernard echó a andar detrás de él.
Atravesó una estancia vacía con las paredes revestidas de madera pintada en oro y azul, y otras dos salas sin iluminar, casi a tientas. El palacio aún aguardaba a que María de Médici considerara las obras lo bastante avanzadas como para venir a habitarlo. Pero detrás de una puerta entreabierta se veía luz. Empujó el batiente y se detuvo en el umbral.
Frente a él se abría una galería en penumbra. Ambas paredes, a izquierda y derecha, eran una sucesión de ventanales que a pleno día debían de bañar de luz la sala entera pero a aquellas horas no eran más que negrura. Entre cada uno de los vanos colgaba un cuadro de grandes dimensiones. Habría cerca de dos docenas de lienzos, aunque no podía estar seguro porque la oscuridad devoraba el extremo opuesto de la estancia.
El individuo del pelo blanco trepaba por un andamio levantado frente a uno de los cuadros de la pared de la izquierda. Bernard se le acercó, mientras el hombre se acomodaba en el travesaño de madera iluminado por unas pocas velas y asía una paleta de pintura con un gesto de resignación.
Lo primero que le llamó la atención del lienzo a Bernard fueron las poderosas formas de las mujeres desnudas que surgían del agua en primer plano. Más arriba había un barco, un puñado de damas y gentilhombres y un ángel que sobrevolaba toda la escena tocando las trompetas. El pintor estaba retocando el rostro de un hombre de mirada aviesa y armadura negra que vigilaba toda la escena desde lo alto de la nave.
—Disculpadme, buen hombre. ¿Qué es este lugar?
El pintor parpadeó, desconcertado. Era un tipo joven y el pobre tenía las orejas tan separadas como aspas de molino:
—Es la galería privada de Su Majestad María de Médici y éstos son los óleos del maestro Rubens que ilustran su vida.
Bernard le pidió permiso al pintor, encendió una vela que había rodado al pie del andamio y se alejó unos pasos, abrumado por las formas ondulantes y los briosos colores de los lienzos.
La galería era larga pero estrecha, y los cuadros daban la impresión de desbordarlo todo con sus rojos violentos, su exceso de carnes trémulas y sus sombras profundas. En todos aparecía la misma dama lustrosa. A veces figuraba en el centro de una escena de Corte, rodeada de gentilhombres y prelados de capas rojas. Otras la acompañaban unos personajes cubiertos con retales de tela que apenas les tapaban las vergüenzas y que debían de ser dioses antiguos. En ocasiones, quien aparecía a su lado era un viejo rijoso con pinta de bobalicón. Ofendido, comprendió que representaba al mismísimo Enrique IV.
Se acercó a otro de los cuadros. María de Médici aparecía subida en una nube con las dos tetas al aire. El viejo verde estaba sentado a su lado y parecía que se le iban a salir los ojos de tanto mirarla. Ladeó la cabeza, curioso, y de repente la saliva se le quedó atragantada. Encima de los dos reyes había pintada una dama antigua, protegiéndolos y alumbrándolos con una antorcha. No pudo evitar pensar en lo que le había contado madame de Lessay sobre la diosa terrible de los papeles de Ansacq. Ella también solía llevar una antorcha en la mano.
Respiró hondo. No podía dejar que le apresara de nuevo la demencia. Él no entendía nada de dioses antiguos. La señora del cuadro podía representar cualquier otra cosa. Además, la condesa le había dicho que la tal Hécate tenía tres caras. Tres personas. Como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y que siempre la seguían los perros. Esa mujer de la nube estaba sola y el único rostro que tenía ni siquiera parecía avieso.
Arrancó la vista del cuadro y la posó en la siguiente pintura. La madre del rey aparecía ahora recostada, con los pies descalzos como una menesterosa, acompañada por dos ángeles y tres mujeres que velaban por ella y por un recién nacido que una de ellas llevaba en brazos. A sus pies, vigilante, estaba el perro. Un bicho canijo y enano, que no levantaba una cuarta del suelo y que cualquiera habría podido despachar de una patada.
Sintió un dolor agudo en las costillas y tuvo que inclinarse hacia delante al darse cuenta de que se estaba riendo. Era una risita aguda y chillona, que a él mismo le rechinaba en los oídos, pero no podía contenerla.
Se plantó delante del siguiente lienzo. Allí había un perro más. A los pies de la reina madre. Saltando alrededor de sus faldas mientras el viejo Enrique IV le entregaba a su esposa una bola de esas que llevaban los reyes en las manos como símbolo de poder.
Dos pasos más y las risitas se le secaron en el gaznate.
Aquel cuadro era más ancho que alto y mucho más majestuoso que los anteriores. Tenía pintada una iglesia llena de damas y gentilhombres vestidos con sus mejores galas. Todos miraban a María de Médici, a la que unos prelados vestidos de rojo colocaban una corona sobre la cabeza. Pero no era ella quien ocupaba el primer plano.
Junto al altar, a sus anchas entre reyes y armiños, dos perros de caza cachazudos y satisfechos habían apartado a un lado el manto de flores de lis que recubría las escaleras y se habían acomodado delante de los nobles y los príncipes de sangre real, como si su presencia en un templo sagrado, en medio de una alta ceremonia, fuese lo más natural del mundo.
Se giró como un rayo. A través de las sombras vislumbró al hombrecito del pelo blanco que seguía subido en el andamio, con su apariencia inofensiva. Pero a él no le engañaba:
—¿Es que nadie ha visto esto? —voceó.
El pintor tenía el pincel en el aire, inmóvil, y daba la impresión de llevar un buen rato mirándole. No respondió. En vez de eso, se dejó caer abajo de la estructura de madera, echó a andar con paso ligero y desapareció por la puerta por donde habían entrado hacía un rato.
Bernard pensó en perseguirle pero se sentía atrapado por el torbellino de colores infernales y bestias malignas que le rodeaba. ¿Cómo había llegado hasta allí? Recordaba a Madeleine, estrechándose contra su cuerpo inerte en un jardín oscuro y luego un deambular frenético por las calles sumidas en la niebla, hasta que las paredes doradas del palacio de la reina madre habían aparecido frente a él. Se había sentido acogido. Pero todo había sido una trampa para arrojarle dentro de aquel recinto maléfico.
Corrió hacia el final de la galería y se detuvo horrorizado ante el lienzo que colgaba entre las dos puertas de salida. En un rincón del cuadro, unos forzudos en túnica se llevaban al anciano Enrique IV al cielo. Mientras, un grupo de cortesanos exaltados aclamaba a María de Médici. Tres mujeres rodeaban a la reina para ofrecerle personalmente la bola del poder. Y una serpiente inmunda celebraba con llamaradas el viaje del rey al reino de los muertos.
Bajo la mirada vigilante de dos perros que ocupaban el centro de la escena.
Se apartó de un salto y recorrió la sala en sentido contrario, lacerándose las costillas en su agitación. Mirara donde mirase las brujas le tenían rodeado. En un rincón devanaban sus hilos las tres parcas de las que le había hablado la condesa. Más allá, tres mujeres sobrevolaban el nacimiento de María de Médici, y otras tres mujeres desnudas velaban sobre la reina niña en otro rincón. Bernard trotaba de un lado a otro, dando tumbos como un ratón ciego.
¿Cómo era posible que todo aquello estuviera allí en medio, en un palacio real, a la vista de todo el mundo?
Bruja. La dueña de aquella casa era una bruja. Como Anne Bompas y la baronesa de Cellai. Y Madeleine y la duquesa de Montmorency. Igual que Marie, que le había embaucado con sus encantos y le había hecho traicionar al rey. Y la condesa de Lessay, que había parido un hijo muerto. Igual que la joven esposa del barón de Brindos, que había azuzado a su perro faldero para que volviera loco a sus sabuesos, allá en sus tierras, buscándoles la perdición a él y a su propio marido, y Ana de Austria, que le había forzado a beber un brebaje compuesto de chocolate para someterle a sus designios. Todas eran brujas.
Todas.
Y querían arrastrarle a su aquelarre.
Se detuvo, jadeante, frente al más terrible de todos los cuadros. Ante sus ojos horrorizados, la reina madre se dirigía hacia un templo redondo, escoltada por una multitud de hechiceras y seres diabólicos que empuñaban antorchas y culebras como si fueran armas. En el interior del edificio, una diosa velada la aguardaba, confundida entre las sombras.
Estuvo a punto de caer de rodillas, pero logró controlarse. El pintor. ¿Dónde estaba el pintor? Corrió hacia el andamio para hacerle bajar aunque fuera a rastras. Le iba a hacer confesar y le iba a llevar ante el rey para que le diera explicaciones.
Entonces se acordó de que le había visto salir de la sala. Daba igual. Le esperaría el tiempo que hiciera falta. Acercó la vista al cuadro y guiñó los ojos, asqueado por las carnes enfermizas de las tres mujeres desnudas que saludaban al barco desde el agua. Había pinceladas amarillas, rojas, hasta verdosas. ¿Quién podía pintar algo tan repugnante?
Sintió que iba a vomitar allí mismo si seguía mirándolas. Se dio media vuelta.
Y se topó con el careto mostachudo y picado de viruelas de un guardia con facha de malas pulgas. A cada costado llevaba a otro fulano con la misma pinta de sieso que él. Y detrás del trío se escondía el pintorzuelo del diablo, burlándose de él con su hocico arrugado y esas orejas puntiagudas.
—¡Es él! —gritó Bernard—. ¡Está al servicio de las brujas! ¡Hay que detenerle e interrogarle!
Pero los guardias no se movían.
No le quedaba más remedio que atrapar él mismo al pintor. Si daba ejemplo, los otros le seguirían.
Se arrojó contra él sin pensárselo, pero los guardias cerraron filas y se interpusieron entre ellos. Descorazonado, comprendió que aquel trío también servía al maligno. Intentó desenvainar la espada, pero antes de que pudiera siquiera esbozar el gesto sintió un golpe seco en la mandíbula. El mundo se volvió negro y cuando volvió a abrir los ojos le tenían agarrado de ambos brazos. Algo brillante y plateado se escapó de sus dedos y tintineó a sus pies. El medallón de Madeleine. Lo había llevado aferrado en el puño todo aquel tiempo. Uno de los guardias lo recogió del suelo, lo contempló con aprecio y se lo guardó bajo la casaca.
Le sacaron de la galería agarrado del cuello y de los brazos, y le arrastraron escaleras abajo. Una vez en la calle, le arrojaron al suelo y, después de patearle un par de veces, le amenazaron con meterle en una mazmorra para los restos si regresaba. Bernard se quedó quieto y encogido, convencido de que habían terminado de partirle los huesos que le quedaban enteros, hasta que se dio cuenta de que se llevaban su espada. Se incorporó gritando que estaba al servicio del conde de Lessay y que lo iban a pagar caro, sin importarle lo humillante de la mentira.
Los tres hombres se miraron, dudosos, y al final le arrojaron la ropera a un par de pasos. A Bernard le temblaba todo el cuerpo. Le costó volver a envainar el arma y tuvo que recostarse contra el muro que rodeaba al palacio para recuperar la respiración.
Al menos las calles parecían todas en su sitio otra vez. Si seguían sin moverse, quizá pudiera regresar a su refugio en La Mano de Bronce. Pero no se atrevía a despegar la espalda del muro. Las brujas podían verle.
Intentó serenarse. No. No estaba loco. Sabía lo que había visto. La reina de las brujas estaba presente en aquellos cuadros.
Repitió las palabras una y otra vez entre dientes para que la idea no se le escapara y empezaba a tranquilizarse cuando una sombra agachada salió del palacio arrebujada en un manto. Bernard reconoció el pelo blanco y las orejas voladoras. No lo dudó. Cruzó la calle, le siguió unos pocos pasos y, en cuanto el tipo se detuvo frente al portón de una casa, se abalanzó sobre él, ignorando las punzadas que le acuchillaban el torso. Le arrojó a un callejón maloliente y le propinó varias patadas para que no gritara. Luego sacó la espada y posó la punta sobre el pecho de su prisionero. La luna creciente asomó un momento entre las nubes y pudo verle la cara de pavor pero, en cuanto regresó la oscuridad, el pintor volvió a ser una sombra más oscura que las otras, sin rasgos humanos.
—¡Confesad! ¿Quién sois?
—¡No me hagáis daño! —respondió la voz extranjera, aterrada.
—¡Decidme quién sois!
Un silencio, y la voz regresó, suplicante:
—Mi nombre es Van Egmont. Trabajo para el taller del maestro Rubens. Por favor, no me hagáis daño.
—Decidme la verdad. ¿Sois un brujo?
—¿Cómo?
El pasmo del tipo parecía auténtico. A lo mejor servía a los designios de las brujas sin saberlo. Por si acaso, le pegó un par de sopapos, para que no le diera por mentirle:
—¡Os he preguntado que si sois brujo!
—¡No sé de qué estáis hablando! —chilló el pintor—. Dejadme ir, por el amor de Dios.
—¿Creéis que soy un necio? He visto los perros, las antorchas y las serpientes. Hay brujas por todas partes. ¡Las tres mujeres de los antiguos! —Le pinchó el pecho con la punta de la espada—. Y vos estabais allí, pintando.
—Os juro que no sé de lo que habláis. Yo sólo soy un ayudante. Estaba retocando unos detalles, nada más. —El prisionero hablaba muy rápido. De pronto bajó el tono de voz, persuasivo—. ¿Os disgustan los perros? ¿Es eso? ¿Os gustaría que le pidiera al maestro Rubens que no pintara perros nunca más?
Cap deu diable. Ese renegado se estaba riendo de él. O le tomaba por orate, como los guardias. Se arrodilló frente a él, le agarró por el pescuezo y acercó su rostro al suyo, tanto que, aunque seguía sin poder verle la cara en la negrura, podía respirar su aliento.
—Si no me decís la verdad, por lo más sagrado que os muelo a palos hasta que no os quede un solo diente en la boca.
—Por el amor del cielo, os lo ruego, no me matéis… ¡Os juro que no entiendo lo que queréis de mí! —exclamó, desesperado—. Sabía que este encargo iba a ser un infierno desde el primer día… Y ahora me va a costar la vida… ¡No sé qué queréis saber!
Bernard escuchó un ruidito agudo y sintió unas sacudidas espasmódicas. El hombre estaba llorando y los sollozos le agitaban el cuerpo. Le propinó un bofetón para que dejara de gimotear:
—¿Problemas? ¿Qué problemas?
—No sé, han sido tantas cosas… Hace más de tres años que empezamos el trabajo en nuestro taller de Amberes. —El pintor volvió a quedarse callado y Bernard presionó el estoque para recordarle que seguía allí. Su prisionero reaccionó de inmediato—. ¡Los cambios, los cambios! Todo el tiempo había que hacer cambios… Cada pocos días llegaba una carta de María de Médici con nuevas propuestas y exigencias… Jamás he visto al maestro tan preocupado por una comisión. Desechaba los bocetos una y otra vez. Pasaba noches sin dormir, encerrado en el taller.
Nada de eso le interesaba. Él quería saber de las brujas:
—¿Qué más?
—El contrato. También ha habido problemas con eso… —respondió el pintor, rendido—. El contrato estipulaba que al maestro le encargarían otros veinticuatro lienzos dedicados a la vida del difunto Enrique IV, pero Richelieu ni siquiera ha mostrado interés por la memoria que le entregamos en abril…
Más detalles inútiles.
—¡No me interesan los contratos! Algo tenéis que saber, algo que sea importante. —Le zarandeó un poco más, casi por inercia—. Si los cuadros ya están entregados y colgados, ¿qué hacéis vos aquí todavía? ¿Y por qué seguís trabajando en ellos?
—El maestro me ordenó quedarme tras su marcha, en junio —hipó el pintor—. La reina madre le dejó a deber quince mil libras. Permanecí aquí para reclamar el pago y para aguardar instrucciones sobre la segunda parte del contrato. Mientras, le estoy dando unos retoques a un par de cuadros que tienen problemas. Uno de ellos es en el que estaba trabajando hace un rato.
—¿Qué le pasa?
—La última capa se había craquelado. Una de las modificaciones de última hora… El caballero de Malta al principio no era un caballero de Malta. Lo que el maestro había pintado era una dama con una corona y una antorcha en la mano, siguiendo las instrucciones de la reina madre…
Bernard se arrodilló y le agarró de las ropas:
—¿Una dama con una antorcha?
—Sí. No sé si representaba a la diosa Diana o a Vesta guiando a la reina hasta su nuevo hogar… Nunca estuvo muy claro. El maestro la pintó con unos rasgos severos y casi amenazantes —balbuceó el pintor—. La cuestión es que, tres días antes de partir, llegó un correo urgente de la reina madre, exigiendo que pintáramos encima cualquier otra cosa. Lo único imprescindible era que hiciéramos desaparecer a la diosa. Así que el maestro se acordó de que una galera de la Orden de Malta había acompañado a María de Médici hasta el puerto de Marsella y se apresuró a esconder a la diosa detrás del caballero que habéis visto.
A Bernard se le había secado la garganta. Habló con voz ronca:
—¿Y vos? ¿Qué es lo que estabais haciendo con el cuadro?
—Retocarlo, ya os lo he dicho —respondió el hombrecillo, ansioso—. Quizá el aprendiz se equivocó al preparar la mezcla. No lo sé. Algún error debido a las prisas… Apenas dio tiempo a que se secara la pintura. Es como si los pigmentos del rostro del caballero de Malta no se hubieran fijado bien… Hay que mirar con atención, pero a la luz de las velas se ven las sombras del rostro de la diosa que asoman por debajo. Estaba tratando de corregir el efecto.
Bernard no podía creerse tanta estupidez. Aquel mentecato no se daba cuenta de a lo que se estaba enfrentando:
—Necio. ¿Qué es eso que me cuentas de pigmentos y de aprendices? ¿No ves que es todo obra de las brujas?
—¿Qué brujas, monsieur? Yo no sé nada de brujas…
Le agarró de los pelos, desquiciado:
—¡Dime la verdad sobre las brujas!
—¡No sé nada! ¡Os juro que no sé nada!
El pintor trataba de encogerse y hacerse diminuto entre sus garras. Murmuraba algo, pero los sollozos apenas permitían entenderle y Bernard tardó un poco en darse cuenta de que estaba rezando en su idioma.
Lo soltó de un empujón, se dejó caer contra la pared y escondió la cabeza entre los brazos. ¿Y si era verdad que no estaba cuerdo? Escuchó un rumor a su espalda, como de un cuerpo arrastrándose, y luego unos pasos a la carrera y, cuando se dio la vuelta, el pintor había escapado. Qué más daba.
Echó a andar arrastrando la espada, esperando casi que el suelo se abriera a sus pies y se lo tragara entero. Los ojos de un gato callejero refulgieron un instante en la oscuridad y su mente evocó los ojos venenosos de la baronesa de Cellai. Volvió a escuchar la sentencia de muerte que había pronunciado contra él hacía apenas unas noches.
Charles había tenido suerte. Él por lo menos había muerto con la espada en la mano.
Frente a la puerta de Saint-Michel, una sombra se desgajó de las murallas y se acercó a él con paso ondulante. Era una moza de más o menos sus años. Se abrió el manto que la cubría y le enseñó las carnes. Llevaba las tetas a la vista y sonreía. Paralizado, la vio humedecerse los labios con su lengua de hechicera.
De pronto la zagala se pegó a él y le puso la mano entre las piernas. Bernard sintió un asco irreprimible y le propinó un revés con la guarda de la espada.
La bruja cayó al suelo y él se quedó mirándola, espantado.
Agachó la cabeza y echó a correr.