Bernard salió a la calle y alzó los ojos para despedirse de la enseña de La Mano de Bronce. El enviado del padre Joseph se había presentado hacía un rato a recoger los dos mensajes de Inglaterra. Pero no tenía nada claro que su deuda fuera a quedar saldada. Ahora se daba cuenta de lo poco creíble que iba a resultarle al capuchino su oportuna ruptura con Lessay. ¿Y si pensaba que lo había provocado todo para escabullirse del compromiso de espiarle? O, peor aún, que no era más que un truco y le había contado todo lo que había pasado en la prisión al conde.
No había opción. Tenía que avisar a Madeleine para que huyera antes de que fuera demasiado tarde. Pero no se decidía a alejarse de la posada. Tenía un miedo espantoso a que le volviera a pasar lo mismo que aquella mañana y no ser capaz de encontrar el camino de vuelta.
Antes de abandonar la habitación había estado rezando como no lo hacía desde la infancia. Con las rodillas hincadas en el suelo y la cabeza baja, había repetido una y otra vez las cuatro plegarias que se sabía, esperando que sus ruegos desenredaran el laberinto en el que se había convertido la ciudad.
Cogió aliento. La noche estaba nublada y oscura, pero el trayecto era breve y casi todo en línea recta.
No tenía sentido remolonear más. Se santiguó y echó a andar, sin mirar atrás, con una mano pegada a la pared para no desviarse. En el bolsillo se había guardado un rosario y de vez en cuando repasaba las cuentas entre los dedos para que le ayudara a resistir la hechicería que le tenía atenazado. No le cabía ninguna duda. Estaba seguro de que todo era obra de la baronesa de Cellai. Era ella quien había tendido aquella maraña de hilos para perderle, para conducirle al corazón de su red y atraparle.
Pasó frente a la entrada principal del hôtel de Montmorency con la zancada rápida y la cabeza gacha, de modo que no le reconocieran. Dobló la esquina y siguió arrimado a la pared del jardín igual que una rata, hasta que dio con la pequeña puerta. No había nadie a la vista y el farol solitario de un albergue, al otro lado de la calle, apenas alcanzaba a diluir la niebla creciente.
Tomó una lenta bocanada de aire, para no castigarse las costillas. Era la segunda vez que aguardaba la aparición de Madeleine delante de aquella portezuela. Pensó en la otra vez que se habían citado allí, en el humor tan distinto que traía entonces. Aquella aciaga tarde había sido el principio del fin, el comienzo de su ruina.
Las campanas del monasterio de los Mantos Blancos tocaron a vísperas con inesperada claridad en el aire frío e inmóvil de la noche. Era la señal.
La puerta se abrió y Bernard atisbó una mano pequeña y blanca que le hacía señas al resplandor de un farol. Con un solo paso se coló dentro del jardín y Madeleine echó la llave. No se le veía el rostro; lo tenía medio escondido por la capucha de una amplia capa que arrastraba por el suelo.
Sin decir nada, le guió por un sendero pegado al muro hasta un rincón donde era imposible que les vieran desde la casa, dejó el farol sobre un banco y se bajó por fin la capucha. Sus hermosos ojos dorados estaban rodeados de sombras. Seguro que los fantasmas no la dejaban dormir.
—Aquí podemos hablar tranquilos. —El aliento se le escapaba en pequeñas explosiones—. Me tenéis inquieta. ¿Qué necesitabais decirme?
Le miraba a los ojos, nerviosa.
—Ha pasado algo —respondió, y se quedó callado. Aquello no iba a ser fácil.
—Por Dios, me estáis asustando, hablad de una vez.
Bernard dio gracias por la penumbra que le tapaba la cara. La historia que había preparado para ocultar su traición hacía aguas por todos lados.
—La justicia sabe lo que pasó en casa de Cordelier —confesó, sin más rodeos.
Ella dio un paso atrás y su rostro se perdió en las sombras:
—¿Van a detenerme?
—¡No! —Quería tranquilizarla, pero la verdad era que no tenía ninguna certeza—. No de momento, creo. No lo sé seguro…
Silencio. Y al cabo de un instante, la vocecita vacilante de Madeleine:
—¿No me habéis delatado, verdad?
—Por supuesto que no —respondió, vehemente.
—¿Entonces…?
—No os asustéis, pero el otro día me detuvieron por la calle y me condujeron al Châtelet —explicó a toda velocidad, saltando sobre los detalles más difíciles de justificar—. Me dejaron toda la noche en una celda y por la mañana vino un monje capuchino a interrogarme. Un tal padre Joseph. Dijo que estaba al servicio del cardenal. Alguien ha debido de identificarnos porque conocía también vuestro nombre. Pero os aseguro que no conté nada. Le dije que no sabía de qué me hablaban.
—¿Y os creyó?
Había tanta esperanza en aquella pregunta que a Bernard se le partió el alma:
—No lo sé. El caso es que me dejaron ir. A lo mejor no estaban tan seguros como querían hacerme creer… —Metió la mano en el bolsillo y apretó el rosario. Mentía por un buen motivo. Estaba seguro de que el cielo le perdonaría—. Pero tenéis que tener cuidado. Deberíais iros de París. Por si acaso.
Madeleine se acercó a él y el fuego de la llamita volvió a reflejarse en sus ojos bruñidos:
—Gracias —respondió, simplemente.
—Era mi deber avisaros.
—No. —Madeleine sonrió, con dulzura. Se arrimó todavía más y sus rostros quedaron a una pulgada—. Gracias por no contarles lo que pasó de verdad. Por protegerme.
Pobre inocente. Ya estaba otra vez con sus fantasías de caballeros de reluciente armadura. Si sospechara lo que había sucedido en realidad… La vergüenza y la cercanía de Madeleine le tenían aturullado. Cerró los ojos.
Y entonces, de la manera más inesperada, sintió el roce de sus labios. Fue un beso tímido y casto, y aunque sus cuerpos no se estaban rozando siquiera, la notó temblar.
Madeleine tenía la boca tan suave y jugosa que le apetecía mordisqueársela, pero se contuvo. Fue ella quien entreabrió los labios y le abrazó la primera. La presión palpitante de su cuerpo era tan insistente que no pudo por menos que apretarla contra su pecho.
Tanteó sus labios con la lengua y ella le imitó. Recorrió su figura con las manos y Madeleine le acarició el torso y los brazos tímidamente. ¿Hasta dónde quería llegar? Metió una pierna entre las suyas. Ella no protestó y dejó que la acariciara a placer. Bernard empezaba a ponerse nervioso. Aquello debería estar volviéndole loco de deseo. Pero su cuerpo no reaccionaba. Tenía la verga más flácida que la piel mudada de una culebra.
La agarró de las caderas y la estrujó contra él, desesperado. Enterró la boca en el hueco de su cuello y le dio un par de chupetones violentos. Nada. Entonces se dio cuenta de que Madeleine le estaba clavando un codo con firmeza en el pecho y se agitaba entre sus brazos, tratando de apartarle. Tuvo miedo de haber sido demasiado bruto. La había asustado:
—No, no, no puede ser… —balbuceaba, angustiada. La soltó de inmediato y la vio cubrirse la cara con las manos—. Cielo santo, qué imprudencia. Si me hubiera visto alguien… ¡No sabéis lo que hemos hecho!
Él se dejó caer en el banco. En realidad era un alivio que Madeleine hubiera decidido poner fin a la situación. Porque ahora se daba cuenta de que la moza le gustaba mucho, quizá muchísimo. Pero estaba emponzoñado. Nunca más sería un hombre. Se apretó la capa alrededor del cuerpo buscando protección. El labio roto y recosido le sangraba, le temblaban las manos, y la cabeza y el costado competían por darle punzadas. Respiró hondo, intentando calmarse.
Ella se arrebujó en su propia capa, súbitamente pudorosa. Ni siquiera le miraba a la cara. Alzó la vista y engoló la voz, imponiendo distancia:
—Mademoiselle, yo he cumplido con mi deber. Os he avisado del peligro que corréis. Ahora os aconsejo que os marchéis. Deberíais regresar a Lorena, donde la justicia del rey no pueda alcanzaros.
Pobre niña, otra vez el exilio. Y menos mal que no sabía que no había matado a Cordelier para vengar a una mujer buena y cariñosa, como ella creía, sino a una bruja que rendía culto a una diosa infernal. No tenía que enterarse nunca. Él estaba dispuesto a llevarse el secreto a la tumba.
—¿Y vos? ¿Por qué no huis? —Su vocecita estaba perdida en las sombras, fuera del círculo de luz del farol. A Bernard le pareció que sonaba distinta, más dura y desconfiada.
No tenía fuerzas para tramar más mentiras:
—No lo sé.
Madeleine no contestó y de repente a Bernard le entró un miedo cerval a que le dejara solo. La lamparita del banco era lo único que le separaba de la oscuridad completa. Si se apagaba y ella no estaba allí para guiarle hasta la salida, seguro que se quedaba atrapado en el jardín, a la merced de quien viniera a buscarle. Pero tampoco deseaba volver a la calle. No quería volver a perderse en ese laberinto de piedras grises y frías en el que se había convertido la ciudad. Sacó el rosario del bolsillo y toqueteó las cuentas, pasándolas con velocidad entre los dedos.
¿Sabría Madeleine que en aquella casa tenían una imagen de una de las brujas antiguas? La que había hecho despedazar a un rey. La que había matado a sus hijos y había quemado viva a una rival. La condesa de Lessay se lo había dicho. A saber si no la adoraban también allí dentro.
Entonces, la voz de Madeleine susurró:
—Se me ocurre una cosa. ¿Por qué no me dejáis que hable con madame de Montmorency? Ya sabe lo que pasó en casa de Cordelier y es muy bondadosa y comprensiva, seguro que nos ayuda.
—¡No! —replicó, despavorido. ¿Cómo podía ser tan imprudente?—. ¡No habléis con ella! ¡No nos podemos fiar!
Madeleine se sobresaltó:
—¡Serres, calmaos! La duquesa no nos va a delatar.
—¿Vos qué sabéis? —Se puso de pie, buscándola en la oscuridad, y la agarró de los brazos—. Sois una inocente. ¡Una mujer cristiana no encarga que le pinten cuadros con escenas de hechicería para colgarlos en su casa!
—¿Qué disparates estáis diciendo? ¿De dónde habéis sacado esas ideas?
Bernard comprendió que la estaba asustando. Dulcificó el tono y le rozó la frente, poseído por un fuerte impulso de protegerla:
—Desventurada. A vos también os persiguen las brujas…
Madeleine le apartó la mano de un empujón y Bernard escuchó un tintineo. El rosario. De tanto tirar del rosario había acabado por romper el hilo y las cuentas se habían desperdigado por el suelo. Se arrodilló a recogerlas pero era imposible con los guantes, y las costillas rotas se le clavaban como cuchillos. Tras varios intentos no tuvo más remedio que desnudar la mano.
La arena estaba helada y dura, y apenas se veía. No estaba seguro de haberlas cogido todas, pero apretó las que tenía en el puño y se levantó. Demasiado rápido. La sangre de su maltrecha cabeza se le fue toda a los pies y se tambaleó. Buscó la pared con una mano, a ciegas. No sabía si estaba al norte o al sur, al este o al oeste.
Sintió que le agarraban de un brazo y, en seguida, el aliento de Madeleine, persuasivo, cerca de la oreja:
—No os encontráis bien. ¿Por qué no regresáis a casa y descansáis? Seguiremos hablando en otro momento. Os prometo que no le diré nada a nadie sin vuestro permiso.
Qué voz tan sabia tenía. Dulce y serena como las santas de las estampas.
Se dejó conducir hasta la puerta del jardín, dócilmente, y cuando la oyó accionar la cerradura se volvió hacia ella, confundido. Madeleine estaba muy seria. Apesadumbrada. Se acercó a él, se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Luego le buscó la mano con la suya y le puso en ella algo duro y redondo:
—Tomad. Guardadlo junto a las cuentas de vuestro rosario. Os protegerá. Pero no se lo enseñéis a nadie.
Bernard abandonó el jardín sin decir una sola palabra, escuchó la puerta cerrarse a sus espaldas y echó a andar, sonámbulo. Una vez bajo el farol del albergue, abrió el puño y vio un medallón de plata con una cadena. En una de las caras tenía grabado un dibujo que ya conocía. Una cuerda enroscada como una culebra en torno a una rueda.
Era el mismo símbolo del anillo de Anne Bompas. La rueda de Hécate.
La sangre se le heló en las venas.
Su primer impulso fue tirar el medallón, que le pesaba como si fuera de plomo, pero no se atrevió. No quería ofender a aquella diosa terrible.
Comenzó a caminar a toda prisa con la mano extendida y el colgante lo más alejado posible del cuerpo. Tenía que regresar a la posada cuanto antes.
No se dio cuenta de que había olvidado la precaución de ir tanteando el muro hasta que se vio perdido.
Se dio la vuelta, tratando de retroceder sobre sus pasos, pero la ciudad era otra vez un laberinto, como el del medallón de la bruja, y ahora además estaba oscuro. Todas las calles le parecían la misma. Los pocos viandantes pasaban de largo sin detenerse y los murmullos de sus voces se confundían con los del río. La cabeza le daba vueltas. No reconocía ningún camino y no sabía a dónde iba. Al infierno seguramente.
Siguió andando, aterido de frío y de miedo, durante un tiempo infinito, hasta que las piernas no le dieron más de sí. Entonces se dejó caer de rodillas en el fango. Abrió la mano que sostenía el medallón para comprobar que no lo había perdido y alzó la vista. Un enorme edificio de piedra con los techos achatados se levantaba delante de él. Estuvo a punto de echarse a llorar al darse cuenta de que lo reconocía. Por fin sabía dónde estaba.
Aquél era el palacio de María de Médici.