Madeleine tragó saliva. El ratón del hambre le mordisqueaba el estómago y tenía la boca seca y pastosa como si hubiera comido lana. Todo por culpa del ayuno.
Miró a su alrededor. Las otras cinco mujeres, sentadas en círculo sobre una alfombra basta, aguardaban con los ojos entrecerrados y las manos cruzadas sobre el regazo. La oficiante estaba sentada en medio, con la cabeza gacha hundida en un libro viejísimo que descansaba sobre sus rodillas. Era una dueña seca y gris, entrada en años, con manos sarmentosas y las uñas tan cortas que parecía que le habían segado un trozo de los dedos.
Las contraventanas del pequeño oratorio estaban cerradas y la única luz que iluminaba la estancia provenía de unas lámparas engarzadas en los muros. El aire se había impregnado del aroma de los pebeteros de cobre, en los que ardía una mezcla nauseabunda de especias. Resultaba impío reunirse en un lugar consagrado a los ritos cristianos con un propósito tan distinto. Pero era la coartada ideal: a nadie le llamaba la atención que la duquesa y sus visitantes cotidianas cerraran las puertas para orar juntas.
A esa misma hora, en otra vida, Madeleine habría bajado a la cocina a rezar el ángelus con Jeanne, la cocinera, y su hija Louison. Y a pesar del frío habrían salido al patio a arrojarse puñados de nieve mientras se reían de los versos de Grillon, el pobre médico enamorado. O se habrían colado en el establo a ordeñarse un vaso de leche de una de las vacas. En otra vida.
En esta nueva vida no tenía a nadie con quien divertirse, ni podía salir a disfrutar de la nieve y el sol. Todo era ayuno, y esa especie de misa llena de misterios. Cada día, desde su iniciación.
Era una ceremonia extraña y solemne, con una liturgia regulada por la intensidad de la luz, siempre cambiante. Las llamas temblorosas ilustraban la mudanza de los pensamientos de la reina de los muertos, el discurrir de su mente incognoscible. Las mujeres juraban que mirando las llamas y escuchando con atención podía oírse la voz de la Diosa. Era casi un milagro, un don precioso que la madre de la naturaleza otorgaba a sus más fieles servidoras muy de cuando en cuando.
Pero a ella no se había dignado aún decirle nada y Madeleine empezaba a dudar de aquellas historias. La penumbra, los vapores y los cánticos producían un sopor tan irresistible, que a lo mejor era sólo que esas mujeres que decían que habían escuchado cosas se habían quedado dormidas y lo habían soñado. Suspiró tan alto que las demás alzaron los rostros para mirarla. La oficiante levantó la vista del libro. Ella le dedicó una sonrisa angelical, y la mantuvo hasta que la mujer comenzó de nuevo a leer:
…y así fue como perdimos el respeto del que habíamos disfrutado antes de que sus iglesias proliferaran. Pero la reina de la noche estaba aquí antes que Zeus. La madre tierra es mucho más vieja que Cristo, los vientres de las mujeres más fructíferos que las palabras de los sacerdotes y nuestra paciencia, inagotable, como la lluvia que vuelve cada año a dar vida a las plantas y los animales del mundo.
Por eso esperamos. Ocultas, preservando el saber acumulado durante milenios y protegiendo a las elegidas de un mundo inhóspito y cruel. Aunque nuestros enemigos golpean al azar, atrapando a inocentes en su furia. Esperamos. Con nuestra vida al servicio de Aquella Cuya Voluntad se Cumple.
—«Atrapando a inocentes en su furia» —repitió Madeleine, en voz baja, presa de los recuerdos. Ella también había estado a punto de acabar en la hoguera. Igual que una de esas pobres viejas que la justicia quemaba a puñados por las aldeas de toda Europa sin que hubieran cometido más crimen que saber de hierbas y tisanas. Eran corderos sacrificados a la locura de los jueces, ignorantes de que el diablo era una patraña, un cuento para niños crédulos.
Sólo existía Ella, y no era una hechicera barata que perdiera el tiempo embrujando vacas. Era una diosa y exigía devoción.
La oficiante se detuvo y cerró el libro con un golpe seco. Las asistentes se pusieron de pie y Madeleine las imitó con ligereza. Por fin. No quedaba más que la oración final. Contempló la luz de las lámparas con toda la concentración de que era capaz y buscó a tientas las manos de las mujeres que tenía a cada lado. Así enlazadas, entonaron:
Virgen, Madre, Arpía.
Diosa con el alma en las estrellas, la que insufla la vida,
Diosa del paso, del cruce, del camino,
Diosa intermediaria, guía, la que sujeta las llaves,
Guía nuestros pasos.
Virgen, Madre, Arpía.
Diosa de los que nacen y los que mueren,
de los que son arrebatados sin ritos,
Diosa del teúrgo que contempla la noche,
Protégenos.
Virgen, Madre, Sabia.
Préstanos tu poder, en los sueños y en la vigilia
Diosa de tres cabezas, portadora de la antorcha,
hija de la noche de negras vestiduras.
Ven.
La luz de las lámparas empezó a temblar cada vez más rápido y todas las llamas se extinguieron al mismo tiempo, dejando la habitación en la más profunda oscuridad. A Madeleine se le erizó el vello de la nuca. Entonces, el mismo soplo de aire que había apagado las luces le susurró en el oído: «Pronto».
Se quedó paralizada y sujetó con fuerza las manos de sus compañeras. ¿Había sucedido de veras o lo había imaginado? Alguien abrió las contraventanas y dos de las mujeres retiraron los pebeteros. Nadie había notado nada. Estalló en una risa estridente.
Madame de Montmorency se le acercó y la cogió suavemente por la cintura:
—Vamos, querida niña, conviene romper el ayuno cuanto antes.
Madeleine la agarró con fuerza del brazo, agradecida de poder apoyarse en ella, y le susurró al oído, eufórica:
—Me ha hablado, me ha hablado a mí.
La duquesa asintió, muda, la atrajo hacia sí y le dio un beso en la mejilla. Cogidas del brazo, echaron a andar hacia los apartamentos de su protectora. Allí solían tomar el almuerzo, que ahora era la única comida del día.
¿Qué habría querido decir la diosa? Estaba harta de vivir en aquel limbo de rituales, lecturas y conversaciones. Echaba de menos que el viento le acariciara las mejillas y el tacto de la tierra bajo los pies. Y estaba segura que Aquella Cuya Voluntad se Cumple no lo ignoraba.
Miró de reojo a la duquesa de Montmorency, que caminaba junto a ella con los andares descompasados por culpa de su leve cojera y una sonrisa beatífica pintada en la cara. No parecía que fuera a preguntarle nada. Quizá estuviera prohibido hablar de los mensajes de la soberana de las sombras, o quizá no creyera que le había hablado de veras. Pero para una vez que experimentaba algo especial no pensaba quedarse callada:
—¿No vais a preguntarme qué me ha dicho?
La dama negó con la cabeza y sonrió:
—Es vuestro tesoro. Guardadlo.
—¿Y si necesito que me ayudéis a entenderlo?
Madame de Montmorency se detuvo y suspiró, mirando a izquierda y a derecha como si buscara un argumento para disuadirla:
—Hay corriente aquí. Podemos hablar en mis habitaciones.
Madeleine sacudió la cabeza y se sentó encima de un arcón de madera, con los brazos cruzados y el mentón clavado en el pecho. No pensaba moverse de allí hasta que no hubieran hablado. Tras un momento de duda, la duquesa no tuvo más remedio que recogerse las faldas de mala gana para trepar al baúl y acomodarse. Los pies les colgaban a las dos sin tocar el suelo; los de su anfitriona más arriba, pequeños, como abalorios solitarios. Alzó la vista. No le gustaba fijarse demasiado en sus defectos. Buscó sus hermosos ojos castaños, a los que se podía mirar de seguido sin humillarla:
—Convendréis conmigo en que es muy extraño que, siendo tan importante como decís que soy, se me oculten tantas cosas.
—¿A qué os referís?
—A todo. ¿Qué va a ocurrir? ¿Cuándo? ¿Cuál es exactamente mi papel? Sólo leemos leyendas del pasado.
—Entiendo vuestra frustración, pero la Doncella ha de mantenerse inocente, conservar los ojos limpios.
La Doncella. Virgen para siempre jamás. Aquel título le había sonado distinguido en un principio, pero ahora que lo pensaba, era más bien una condena. Intentaba decirse que no era para tanto. Cientos de damitas de su condición acababan su vida en un convento, y sus votos de castidad no las hacían más infelices que muchas casadas. En cierto modo, eran más libres que ellas. Madeleine recordaba que cuando era una niña ella también había fantaseado con la idea de entrar en religión y convertirse en santa.
Pero ¿qué iba a hacer con Bernard de Serres? Iba a verle esa misma noche. En absoluto secreto, jamás le permitirían encontrarse con él si no. Se negaba a obedecer ese absurdo mandato. Nadie podía hacer que renunciase a su amistad aunque tuviesen que pasarse la vida viéndose a escondidas, pero ¿cómo podía hacerle comprender que nunca podría entregársele del todo?
Ella estaba dispuesta a serle constante a pesar de todos los obstáculos, pero los hombres eran distintos… ¿Y si a él no le bastaba y no le quedaba más remedio que compartirlo con otra que no hubiera hecho votos de ningún tipo?
—Pero ¿por qué tengo que ser yo precisamente la Doncella? Estoy condenada a darle la espalda al mundo. Hasta vos tenéis marido…
La dama dio un respingo. Madeleine no había querido ofenderla, pero ya estaba dicho.
—Hice lo que me ordenaron. —Parpadeó—. Yo ni había visto al duque cuando…
Madeleine la interrumpió, a sabiendas de que era una impertinencia:
—Sí, claro, también nacisteis para servir. Valiente sacrificio, entregaros a los brazos de un apuesto guerrero con más títulos y propiedades que el rey de Francia. Mi destino es acostarme con serpientes y pudrirme rodeada de viejas y cánticos griegos.
La voz se le rompió al final de la frase porque le habían entrado ganas de llorar. Además, sabía que estaba siendo injusta. Aquel matrimonio había sido una dura prueba para la duquesa. Ella había amado desesperadamente a su marido desde el primer momento, pero él no se había dignado a entregarle más que un cariño fraternal mientras revoloteaba de falda en falda, siempre pública y perdidamente enamorado de alguna otra. Hasta que no habían atado su voluntad con la ayuda de la Arpía hacía apenas unos meses. De un modo parecido al que, hacía más de treinta años, la madre de su esposo, otra joven servidora de la diosa oscura, llamada Louise de Budos, había atado la voluntad del padre del duque, el condestable de Montmorency. Recordarle de aquel modo que la devoción de su marido era falsa había sido un golpe bajo.
Aun así, la duquesa la tomó de la mano sin rencor:
—Comprendo muy bien vuestra impaciencia, pero no siempre estaréis encerrada. En cuanto la ceremonia haya concluido podréis vivir como os apetezca. Seréis más poderosa de lo que nunca hayáis soñado.
Siempre estaban hablando de poder. Pero ¿qué significaba el poder si no podía hacer lo que le viniera en gana? Tenía la sensación de que la tomaban por necia:
—La Matrona y la Arpía ya son poderosas; no han tenido que renunciar a nada.
—No habléis así. La Matrona está a punto de afrontar el sacrificio más terrible que se le puede exigir a una madre. Y en cuanto a la Arpía… su suerte es la más pavorosa de todas.
Madeleine se estremeció. La Arpía era la única que podía mirar a la diosa a los ojos, y ése era un privilegio que consumía poco a poco. La mirada de la reina de los muertos era como uno de esos venenos que fortalecen un instante pero acaban royendo las entrañas, y cada vez que la arpía le abría su espíritu, era su cuerpo el que pagaba. Por eso su voz era la que más peso tenía en la tríada. La duquesa le había explicado que durante sus últimos años, Leonora Galigai apenas salía de sus habitaciones y llevaba siempre el rostro cubierto para que nadie pudiese leer en su semblante los estragos de su alma.
—Así que sus sacrificios también son más valiosos que el mío —rezongó—. Yo no soy nada. Doncellas hay a patadas. ¿Por qué iban a cambiar las cosas después de la ceremonia?
Madame de Montmorency dudó antes de contestar:
—Cambiarán. Hace demasiados años que no recibimos savia nueva. Pero tras la ceremonia nuestras fuerzas revivirán. La conjunción estelar está sobre nosotras. Es el momento.
—¿Ahora?
El tono exaltado de su voz alarmó a la dama:
—Hoy no, pero muy pronto. —Le acarició la mano con suavidad.
Madeleine se dejó hacer, con un suspiro. Había estado leyendo los manuscritos antiguos sin encontrar ninguna descripción detallada de la ceremonia. Lo único que estaba claro en la mayoría de los textos era que la Doncella corría un gran peligro. Pero todo eran vaguedades y palabras rimbombantes, no se especificaba lo que pudiera ser, aunque daba la impresión de que era algo terrible. En uno de los más antiguos, con sus letras griegas casi ilegibles, le había parecido leer la frase: «Si la Doncella supera la prueba»… ¿Qué pasaba cuando no la superaba? Rascó la madera rugosa del arcón. La duquesa no iba a contarle nada más, estaba claro.
—¿Sabéis? Eso mismo me ha dicho la diosa.
—¿El qué?
—Pronto.