–Vamos, Suzanne. Hazlo por tu señora.
La camarera le miró de soslayo, arrebujada en su mantón. Estaban refugiados en un soportal de la calle de la Perle, a pocos pasos del hôtel de Lessay.
—El conde fue muy claro antes de marcharse: no quiere que volváis a poner el pie en su casa.
Bernard estrujó los poemas con sus guantes de lana gruesa:
—Charles quería que madame de Lessay los tuviera. Sé que tenía que habérselos entregado antes, pero después del entierro no me atreví, estaba tan frágil… No pensé que no fuera a tener más ocasión.
—Dádmelos a mí. —Suzanne extendió una mano resuelta—. Yo se los entregaré a la condesa.
Se había imaginado que le propondría algo así. Respondió de carrerilla, sin dejar de mirarse los pies:
—No son sólo los papeles. Hay más cosas… Cosas que Charles me contó acerca de… de sus sentimientos por madame de Lessay. Me dijo que no quería morir sin que la condesa las supiera.
Era una mentira inmunda. Sentía que se estaba riendo de Charles y de la pobre dama al mismo tiempo. Pero no le quedaba otra.
—La condesa está muy débil. Han sido muchas desgracias juntas.
—¿Y no crees que esto podría consolarla?
Suzanne le miró, dudosa. El labio inferior le tiritaba de frío y tenía las mejillas rojas:
—Está bien. Os ayudaré. Si el conde quiere controlar lo que pasa en su casa, que no se hubiera marchado. Mi señora puede recibir a quien ella desee. Pero tengo que hablarlo con ella primero.
Bernard asintió, obediente, y acató sin rechistar las indicaciones de la camarera, que le ordenó que aguardase sin moverse a que regresara.
Había pasado tres días encerrado en la posada, machacado por el dolor de huesos y aguardando lo que tuviera que venir: un espectro enviado por la baronesa de Cellai para arrastrarle al infierno o los hombres de la justicia de París. Sabía que irían a buscarle tarde o temprano.
Pero tampoco sabía a dónde ir. Aún tenía el hombro izquierdo entumecido y, definitivamente, tenía más de una costilla rota. Seguía doliéndole el torso al respirar y no podía agacharse sin ver las estrellas. Tampoco había tenido noticias de Madeleine y empezaba a preocuparse seriamente; o se había marchado de la ciudad o le había sucedido algo. Estaba perdido, solo y triste.
Sólo tenía una esperanza. Una baza imprevista que quizá le valiese para salvar el cuello. Charles había dejado en sus manos algo que podía tener más valor para el rey que cuanto hubiera podido averiguar junto a Lessay: los mensajes de Inglaterra. Por más que los miraba y remiraba, él no veía qué podían querer decir. Pero sabía que eran lo bastante valiosos como para sacarle del atolladero.
Pero le quedaba un escrúpulo. Estaba seguro de que Charles había encontrado los mensajes registrando entre las pertenencias del conde, Dios sabía cuándo y cómo. Y si Lessay los había conservado todo ese tiempo tenía que haber un motivo. Su antiguo patrón no era de los que daban puntada sin hilo. No quería proporcionarle al cardenal nada que le pusiera en un brete serio, ni a él ni a ninguno de sus amigos, y no conocía a nadie lo bastante letrado a quien consultar. Además, ¿de quién podía fiarse?
Después de darle muchas vueltas, la única persona que se le había ocurrido era la condesa de Lessay. Era tan instruida como la que más y, si los mensajes revelaban algo inconveniente, jamás traicionaría a su marido. Así que había escogido unos cuantos poemas de Charles, al azar, y había reclutado a un pilluelo del barrio para que fuera a buscar a Suzanne. La moza había respondido a su llamada, pero le había explicado, apesadumbrada, que su petición no llegaba en el mejor momento.
La condesa había perdido al niño que esperaba. La emoción del entierro de Charles había sido demasiado fuerte y al día siguiente, a mediodía, se había puesto de parto. Estaba tan débil que los médicos habían pensado que no lo resistiría. Habían sido doce interminables horas de dolores e incertidumbre. Al final, ella había sobrevivido, pero había alumbrado un niño rígido y frío, muerto ya antes de salir de su vientre.
Bernard no sabía ni cómo había logrado convencer a Suzanne de que su visita podía hacerle bien a su señora, pero al cabo de un rato vio regresar a la camarera, encogida bajo su mantón de lana. Antes de que pudiera abrir la boca, la muchacha le dejó muy claro cuáles eran las condiciones:
—Madame de Lessay os va a recibir. Pero os quiero calladito y con las orejas gachas si alguien os mira mal —le advirtió, agitando un dedo conminatorio delante de sus narices—. Me da igual por qué os ha retirado el conde su amistad. No es asunto mío. Pero mi señora tiene el alma herida. Cualquier emoción podría ser fatal. Como hagáis un solo gesto que la altere lo más mínimo, os despellejo vivo.
Los guardias de la puerta cuchichearon al verle pasar y los criados le miraban con la misma curiosidad con la que los labriegos de su aldea encaraban a los forasteros, pero nadie le dirigió la palabra. Suzanne le guió escaleras arriba, hasta la antecámara de la condesa y le ordenó que esperara un momento.
Bernard se quedó solo y miró en torno suyo, aturdido. Sintió un escalofrío. Él no había pisado los apartamentos de la condesa más de un par de veces durante el tiempo que había vivido en aquella casa, pero eso no justificaba la sensación de extrañeza que de repente le producía la estancia. No reconocía nada. Ni los muebles, ni los cuadros que colgaban de las paredes, ni las tapicerías. Era como si estuviera en aquel cuarto por primera vez.
Lo mismo le había sucedido hacía un rato, después de salir de la posada, en un cruce entre dos calles. De pronto se había sentido perdido, igual que si nunca antes hubiera pisado por allí, y se había quedado parado, sin saber por dónde seguir. No había sido más que un instante y en seguida se había recuperado, pero la sensación había sido la misma.
Se acarició la cabeza. Demasiados golpes. Se negó a rumiar más y Suzanne regresó a buscarle y le introdujo en el dormitorio de la condesa. Entró con pasos quedos y la camarera cerró la puerta a su espalda.
Madame de Lessay estaba acurrucada en el lecho, bajo las mantas y la colcha de brocado, bien peinada e incorporada sobre varios cojines. Pero tenía el rostro descolorido y los ojos húmedos e hinchados. Había estado llorando, y no poco.
Se acercó a ella muy despacio. Desde el primer día se había sentido intimidado en su presencia y nunca había sabido cómo tratarla. Le costaba hacerse a la idea de que era una mujer de carne y hueso, con las mismas emociones que cualquiera, y que apenas tenía un par de años más que él. Desde la muerte de Charles, su aflicción compartida les había hecho menos extraños, pero aun así se sentía amilanado. Y no quería causarle más dolor.
—Suzanne me ha dicho que teníais algo que entregarme de parte de monsieur Montargis.
Bernard no pudo evitar que los ojos se le fueran solos a su vientre. Estaba casi tan hinchado como hacía unos días. Pero no era más que un recipiente vacío. Inclinó la cabeza y le tendió los pliegos con los poemas:
—Charles sabía que su vida corría peligro. Y me hizo prometer que si algo le pasaba, os haría llegar estos versos.
En la posada se había preparado un discurso más largo y enredado. Pero a él las palabras galantes se le atascaban en los labios y ahora no se sentía capaz de pronunciarlas.
No parecía que fueran a hacerle falta. Madame de Lessay se había llevado la mano al corazón y permanecía sobrecogida e inmóvil. Finalmente, aceptó los papeles, temblorosa, y empezó a leer con un ansia febril. Las manos le vibraban y el pecho escueto le temblaba como a un gorrión:
—Oh, no puedo, no puedo… No tengo fuerzas… Es demasiado pronto. —Dejó caer los papeles sobre su regazo y le miró, como pidiéndole ayuda.
—Calmaos, madame —murmuró Bernard—. A Charles no le habría gustado veros sufrir…
La condesa parpadeó, tratando de ahuyentar las lágrimas:
—Os agradezco de todo corazón este regalo. Pero aún no puedo leerlos. Han sido sólo unas líneas y me ha parecido que le estaba escuchando de nuevo. Es su voz. Está vivo. Tan vivo… —Hablaba muy rápido, ansiosa, como si las palabras fueran un tónico mágico que sedara su dolor y necesitara más y más—. Vos le conocíais. Sabéis el alma tan grande que tenía.
Bernard notó que se le hacía un nudo en la garganta. Los ojos enormes de la condesa seguían clavados en él, con desamparo. Quería consolarla pero no le salía la voz.
Incapaz de decir nada, le cogió una mano, con tiento. Era aún más pequeña y delicada que la de Madeleine. Sin pensar, se la acurrucó contra el pecho y se quedó callado, aguardando a que la respiración de la condesa se hiciera más honda y la agitación la abandonara. Pero cuando la vio cerrar los ojos y sintió que la tensión de sus dedos se relajaba, tuvo que decidirse. Suzanne era capaz de venir a interrumpirle en cualquier momento. No podía esperar mucho más. Cogió aliento y anunció de carrerilla:
—Madame, no he venido sólo a traeros los poemas. Detenedme si no os sentís con fuerzas para escuchar lo que os voy a decir, pero… Creo que sé por qué murió Charles.
La condesa reabrió los ojos muy despacio y respondió, casi recitando:
—El marqués de La Valette había prometido vengar la muerte de su gentilhombre. Pero fue demasiado cobarde para enfrentarse a él cara a cara. Por eso organizó una emboscada…
—No, madame. Eso es lo que todos creen. Pero hay otro motivo. Charles guardaba en su poder ciertos papeles. Yo no entiendo lo que dicen, sólo sé que eran valiosos. Y que monsieur de La Valette los buscaba. Estoy convencido de que fue por eso por lo que le mandó matar. —Respiró hondo—. Quizá con vuestra ayuda pueda desentrañar el misterio.
La condesa liberó su manita de entre las suyas y se la llevó otra vez al pecho. En el dedo corazón llevaba un anillo con una magnífica piedra azul. Murmuró:
—Lo sabía… Sabía que guardaba un secreto que no podía contar. Si hubiera tenido la confianza suficiente para hablarme de ello, tal vez… —Sacudió la cabeza, vencida—. ¿Tenéis aquí esos papeles?
Bernard introdujo la mano en el bolsillo, dudando. De pronto se daba cuenta de que a lo mejor no era lo más apropiado entregarle a una mujer que acababa de parir un niño muerto un texto sobre otra madre dispuesta a arrancarse a su hijo del pecho y machacarle los sesos. Decidió enseñarle sólo el otro mensaje, de momento.
—«Inter festum omnium sanctorum et novam martis lunam veniet tenebris mors adoperta caput». «Entre Todos los Santos y la luna nueva de marzo vendrá la muerte, con la cabeza cubierta de tinieblas» —tradujo de inmediato la condesa—. El final de la frase es de una elegía de Tíbulo, un antiguo poeta latino. Qué mensaje tan funesto. Parece una premonición.
Así que eso era lo que decía la frase en latín. ¿De qué muerte hablaría? ¿De la del rey? El día de Todos los Santos había pasado hacía más de un mes. Se fijó en que la condesa le miraba espantada. Pensaba que aquellas líneas hablaban de la muerte de Charles. Procuró calmarla:
—No, no. El texto no se refiere a su muerte, de eso estoy seguro. Sé que lo copió de algún sitio. Pero no me explicó por qué era importante… —Señaló la fila de letras sin sentido que Charles había anotado más arriba—. Tampoco me dijo qué significaba ese galimatías.
Madame de Lessay acarició el papel, afligida, y a Bernard le pareció que contaba el número de letras. Cuando volvió a alzar la cabeza tenía una sonrisa tímida en los labios:
—Ese galimatías que decís y la frase en latín son la misma cosa. Se trata de un mensaje en clave con su transcripción. Seguro que monsieur Montargis lo descubrió en seguida. Era un maestro de los anagramas y los juegos de palabras. La primera letra de cada palabra latina coincide con una minúscula del texto original, ¿veis? Eso facilita mucho las cosas… —Bernard echó una ojeada de compromiso. No le interesaba qué técnica había utilizado el rey Jacobo para disimular su mensaje. Lo importante era que parecía inofensivo y podía entregárselo al cardenal sin problemas. Pero la condesa seguía ensimismada—. Monsieur de Serres, ¿seríais tan amable de acercarme aquel escritorio?
Señalaba distraídamente hacia una mesita cubierta con un tapete de color rojo.
Bernard le acercó la cajita tallada, preocupado. La dama tenía las pupilas dilatadas y la mano le temblaba un poco. No podía ser bueno que un puñado de letras la excitara tanto.
—Mirad, aproximaos —le invitó—. Sin la transcripción habría podido probar durante años, pero teniendo el texto en latín como guía es muy fácil darse cuenta.
La condesa mojó la pluma y volvió a escribir la frase en latín. Luego copió las letras del mensaje en clave, justo debajo, separándolas cada vez que se tropezaba con una minúscula, como si fueran palabras distintas:
iNTER fESTUM oMNIUM sANCTORUM eT pRIMAM mARTIS lUNAM vENIET tENEBRIS…
fMSTQ bTRSUL nLMFUL rHMKSNQUL tS oQFLHL iHQSFR jUMHL vTMFTS sTMTEQFR…
Bernard se fijó otra vez en la piedra azul que lucía en su mano derecha. Estaba convencido de que había visto antes esa joya en otro sitio. Pero la voz de la dama volvió a reclamar su atención:
—¿Veis? Cada una de las letras reemplaza a una letra distinta, siempre la misma. La f sustituye a la i, la m a la n, la s a la t, y así hasta el final. Lo que no sabemos es si están escogidas al azar o si hay una palabra clave.
—¿Una palabra clave?
—¿No sabéis lo que es? —La condesa sonrió con tristeza—. Pues es algo muy útil si un día queréis escribir una carta galante, para que nadie más que vuestra dama pueda leerla. Es muy sencillo. Sólo tenéis que poneros de acuerdo con ella en una palabra, por ejemplo: «Suspiro». Luego empezáis a sustituir las letras que la componen con las primeras letras del alfabeto. Las que están repetidas no cuentan, de modo que la segunda s de «suspiro» la eliminamos. Así:
S U P I R O
A B C D E F
Bernard hizo un gesto de asentimiento y la condesa continuó, complacida.
—Después, hacemos corresponder las letras que hemos dejado sin utilizar con el resto del alfabeto. Y ya tenéis un código indescifrable para cualquiera que no conozca la palabra clave:
S U P I R O a b c d e f g h j k l m n q t v x y z
A B C D E F g h i j k l m n o p q r s t u v x y z
—Y en el mensaje de Charles, ¿hay alguna palabra así? A lo mejor eso nos da una pista de lo que significa.
—Eso es lo que nos falta por saber. —La dama mordisqueó el extremo de la pluma, nerviosa—. Veamos, la a del mensaje en latín es una H en el texto en clave, la b es una E…
Bernard la observó trazar el alfabeto con caligrafía cuidadosa en una sola línea y luego, justo debajo, las letras correspondientes del mensaje de Jacobo. Pero de pronto la condesa se quedó quieta, con los ojos muy abiertos y la expresión alerta de un cervato rodeado por los lobos.
Bernard inclinó la cabeza para ver qué había escrito:
A B C D E…
H E K A T…
No había transcrito más que las cinco primeras letras. A primera vista no significaban nada. ¿Por qué parecía tan preocupada? Cogió el papel y lo estudió con atención:
—¿Qué es un Hekat?
—Falta una e. Las letras repetidas se eliminan, ya os lo he dicho. La palabra clave es «Hekate».
Bernard sintió que se le erizaban los pelos del cuello, sin saber por qué:
—¿Qué es un Hekate?
Pero era como si la emoción y el esfuerzo de garabatear aquellas líneas la hubieran vaciado de las pocas energías que le quedaban de un plumazo. Se llevó la mano al vientre y cerró los ojos con un gesto de dolor. Bernard no sabía si llamar a Suzanne. Seguro que la camarera le expulsaba de allí antes de que su señora tuviera ocasión de explicarle nada. Finalmente, reabrió los párpados, vencido el malestar, y sonrió, medrosa:
—Es un nombre griego. La diosa Hécate es un personaje mitológico. Como Júpiter o Apolo.
—Entonces no significa nada. —Bernard estaba decepcionado—. Es sólo que la persona que compuso el mensaje era alguien letrado, como vos y como Charles.
Pero ella sacudió la cabeza. Parecía una de esas niñas desvalidas de los cuentos que se perdían en el corazón del monte. Se había sacado la sortija azul del dedo y no paraba de jugar con ella. Habló muy bajito:
—Hécate era la diosa de las encrucijadas. De la frontera entre este mundo y el otro. La reina de la hechicería. La señora de la muerte y de los partos. Y su nombre no está sólo en este mensaje que condujo a monsieur Montargis a la tumba… —Cogió el anillo con ambas manos. Bernard estaba cada vez más convencido de que lo había visto antes—. Hace tres días, antes de marcharse, el conde me regaló esta alhaja. Me extrañó cuando vi el símbolo, pero no le di importancia. Pensé que me confundía…
Sus dedos nerviosos manipularon torpemente la piedra. Bernard no entendía lo que pretendía hasta que vio cómo el chatón giraba sobre sí mismo, dejando a la vista un sello de los que se utilizaban para lacrar la correspondencia. La condesa alargó un brazo tenso para mostrárselo. Tenía un dibujo extraño. Una especie de cuerda ensortijada sobre sí misma, sinuosa como una culebra, que formaba tres salientes en torno a una especie de rueda.
—¿Qué es esto, madame?
—Los griegos lo llamaban strophalos. La rueda de Hécate. Es una serpiente y un laberinto al mismo tiempo. El instrumento que usaban los antiguos para invocar sus oscuros poderes. —La voz de la dama era poco más que un hilo—. ¿Por qué aparece de repente por todas partes? El anillo… Los papeles de monsieur Montargis…
Y el niño muerto, concluyó Bernard en su mente. No le extrañaba que la condesa estuviera asustada. Tragó saliva. Porque ya sabía dónde había visto antes aquella sortija con el símbolo de la señora de los partos y la muerte.
Había sido en Ansacq. En la caja de Anne Bompas. Entre los demás enseres de bruja que había rescatado del incendio. En el mismo lugar en el que habían aparecido los mensajes de Inglaterra. De ahí era de donde la había sacado Lessay.
Aquello era demasiado para sus entendederas. Si ese anillo había pertenecido al ama de Madeleine… ¿acaso la vieja adoraba en sus aquelarres a esa tal Hécate? La condesa la había llamado «reina de la hechicería». Un repeluzno le recorrió la espalda de arriba abajo:
—Madame, ¿qué significa que el nombre de esa hechicera antigua aparezca en los papeles de Charles? ¿Creéis que los escribió una bruja?
La condesa tenía la mirada turbada, presa de algún pensamiento oscuro:
—No me habéis entendido. Se trata de una diosa griega. Para cualquier cristiano instruido la mitología no es más que materia de poemas y leyendas.
—Pero ¿era bruja o no? El sello que hay en el anillo es el símbolo con el que se la invocaba. Vos lo habéis dicho.
—Los antiguos llamaban a Hécate la reina de las brujas. Pero tenía muchos nombres… La implacable. La guardiana del inframundo. Sófocles decía que era la diosa de los Infiernos y la describía coronada de serpientes, pero a menudo se la representaba con cabeza de perra o acompañada por una jauría de perros espectrales que le prestaban obediencia.
Bernard sintió que el suelo se hacía blando bajo sus pies:
—¿Perros?
—Así es. Se sacrificaban cachorros en su honor y el aullido de los canes en la noche anunciaba su presencia.
Se agarró a uno de los postes de la cama, medroso. Tenía grabada a fuego la imagen de la baronesa de Cellai extendiendo la mano sobre los perros de caza del rey y a los animales postrándose a sus pies con la cabeza gacha y el rabo entre las patas.
—Y esa Hécate, ¿era muy poderosa?
—Mucho. Apuleyo la llama reina de los dioses. Y Hesíodo cuenta que todos, incluso Zeus, la respetaban. Que su poder se extendía sobre la tierra, el mar y el cielo. Quizá por eso, y porque guardaba los cruces de caminos, se la representaba con tres caras que miraban en tres direcciones diferentes. Tres mujeres con antorchas, serpientes o dagas en las manos. Como las tres Parcas que rigen los destinos de los hombres.
—Pero todo eso son cuentos de los antiguos. Esos dioses no existieron nunca —replicó Bernard, a la defensiva, recordando las lecciones de Charles—. Las brujas de verdad invocan al diablo y son enemigas de la Iglesia.
La condesa sonrió levemente:
—Los clásicos ya contaban historias sobre brujas y magas antes del nacimiento de Nuestro Señor. —Había vuelto a ponerse el anillo, a fuerza de juguetear con él, distraída—. Pensad, por ejemplo, en la historia de Medea…
Bernard negó con la cabeza:
—No he oído hablar nunca de esa señora, madame.
—¿No? Era una poderosa hechicera. Hija de Hécate y hermana de la maga Circe. Podía doblegar a los monstruos y a los guerreros, y sus cantos eran capaces de hechizar a las mismísimas parcas e instilar deseos de muerte en el corazón de los hombres. —Volvió a llevarse la mano al pecho y respiró hondo, limpiándose por dentro. Sumergirse en todas esas leyendas antiguas parecía ayudarla a purgar su pena—. A las hijas del rey Pelias las engañó para que hicieran pedazos a su padre y lo arrojaran a un caldero hirviendo. Y cuando su esposo Jasón la abandonó por la princesa Glauca, no dudó en dar muerte a sus propios hijos, en venganza.
Bernard abrió la boca, sorprendido. Introdujo la mano en el bolsillo y estrujó el papel que no se había atrevido a entregarle a la condesa; el que hablaba de una madre capaz de aplastarle los sesos a su hijo, como esa Medea.
—¿Mató a sus propios hijos?
La condesa asintió con un lánguido gesto de cabeza.
—Así es. Es una historia terrible… El maestro Rubens ha pintado un cuadro sobre el tema por encargo de la duquesa de Montmorency, que lo tiene expuesto en su gabinete de curiosidades. Si no recuerdo mal, a la izquierda de la pintura aparece Medea, cargando con sus hijos muertos. Y a la derecha, envuelta en llamas, la princesa Glauca. —La condesa hablaba en un tono cada vez más bajo y recogido, más y más ausente—. Medea le había regalado un manto hermosísimo, pero hechizado con una magia oscura y poderosa, y al colocárselo en torno al cuerpo la muchacha se convirtió en una tea flameante que no dejó de arder hasta consumirse por completo.
—¿La quemó? —Había sido apenas un balbuceo. Aquel relato evocaba terribles imágenes en su mente. No de ninguna princesa antigua, que ni le iba ni le venía, sino de un hombrecillo enclenque y aterrorizado tragando carbones ardientes hasta abrasarse las entrañas, como si él mismo fuera la antorcha esa que llevaba la diosa Hécate. La bruja que instilaba deseos de muerte en el corazón de los hombres y hacía despedazar a los reyes.
Pero la condesa no le escuchaba. Se había quedado contemplando la sortija de su dedo, abstraída, preguntándose quizá cómo había vuelto a su sitio. Se la sacó, muy despacio, y la dejó encima de las sábanas con la misma precaución que si se tratara de un animal venenoso.
Bernard se acercó a la cama con el mismo cuidado. Sentía que la joya le observaba amenazante con su único ojo azul. Pero no podía callarse. Si tenía algún poder maléfico, la condesa debía saber la verdad.
—Madame, ese anillo… Tengo que decíroslo. No es la primera vez que lo veo. —Respiró hondo, a pesar del dolor de las costillas, y se lanzó—. Estaba en una caja que rescaté de la casa de la bruja de Ansacq antes de que la arrasara el fuego. Se la entregué a monsieur de Lessay en Chantilly y él ha debido de conservarla todo este tiempo…
La condesa alzó la vista:
—¿Queréis decir que pertenecía a una bruja?
—Así es.
—No es posible. —La voz de la dama temblaba—. El conde lo compró para mí hace tres días. Para aliviar su despedida…
Bernard titubeó, azorado. Estaba seguro de que Lessay le había regalado a su mujer lo primero que había pillado a mano. Pero el desasosiego de la condesa le hizo morderse la lengua. Hasta para un bruto como él era evidente que había metido la pata, sobre todo cuando la vio agarrarse a las sábanas y romper a sollozar:
—Disculpadme, madame, os lo ruego… No hay duda de que me he equivocado.
Era como si las cuerdas y las serpientes de aquella hechicera maligna les hubieran ido cercando y ahora se hubieran puesto a apretar hasta ahogar a la pobre condesita. Intentó volver a cogerle la mano, pero ella la retiró con brusquedad.
—¡Dejadme! ¿Qué es lo que queréis de mí? —Le miró acusadora—. Decíais que veníais a hablarme de Charles pero no es verdad… Habéis venido a hacerme sufrir.
Bernard no tenía ni idea de cómo salir de aquello. Con una reverencia profunda, retrocedió hasta la puerta, barbotando más disculpas. Necesitaba ayuda. Suzanne debía de estar justo al otro lado porque entró en el cuarto en cuanto puso la mano en la manilla del pestillo. Corrió hacia su señora, airada:
—¡Me habíais prometido que no haríais nada que pudiera indisponer a madame de Lessay!
La condesa se derrumbó sobre el hombro de la muchacha, abrazada a los poemas de Charles:
—Es todo culpa mía… —repetía una y otra vez—. Las parcas me persiguen porque llevo la muerte dentro. Dentro de mi vientre y dentro de mi corazón. Todo lo que llevo dentro muere…
Lloraba sin retenerse, como una niña pequeña, sacudida por los sollozos.
Bernard quería quedarse e intentar consolarla de algún modo, pero alguien le agarró del brazo. Suzanne dio una orden y un lacayo le indicó que le siguiera hasta el exterior. No tenía sentido resistirse. Recuperó el papel con el mensaje en código que yacía sobre la colcha de la condesa y dejó que le arrastraran hasta la calle sin replicar.
Una ráfaga de viento helado le azotó las mejillas y su capa echó a revolotear en desorden, sacudiendo sus picos gastados con un aleteo violento. Volvió a guardarse en el bolsillo el mensaje del rey Jacobo. Estaba visto que no contenía más que brujerías y ensalmos mágicos que no tenían nada que ver con ninguno de sus amigos. Podía entregárselo a los hombres del rey, junto al de la mujer que asesinaba niños de pecho, que parecía aún si cabe menos comprometedor. Y rezar por que le sirviesen para pagar sus deudas.
Sólo tenía que llegarse hasta el convento de los Capuchinos y dejar un mensaje para el padre Joseph.
Se puso en marcha, decidido, pero a los pocos pasos se detuvo en seco. No sabía dónde estaba. ¿Cómo podía ser? No se había alejado casi del hôtel de Lessay, y había vivido en esa casa dos meses, conocía los alrededores. Y sin embargo, se encontraba igual de perdido que el día que había llegado a París. Le invadió la desolación más absoluta. Dos calles idénticas, estrechas y sucias, se abrían a su izquierda y a su derecha. Del cielo caían unos minúsculos copos de nieve que bailoteaban sobre los charcos grises y los paseantes apresurados apenas levantaban el hocico del suelo, escondidos bajo sombreros y capuchas.
Echó a andar al azar, esperando toparse con el río o con las murallas de la ciudad en algún momento, con algo que le sirviera de referencia. De vez en cuando se paraba a preguntarle a alguien. Pero tenía la sensación de que estaba dando vueltas y no llegaba a ningún sitio.
Se recostó en un muro, agotado y con el corazón palpitando. No recordaba haber estado tan asustado en su vida. ¿Era la ciudad la que se había convertido en una maraña impenetrable o era él que estaba perdiendo la razón? Ni una cosa ni otra. Aquello sólo podía ser obra de hechicería. Ése era el suplicio que había decretado para él la baronesa de Cellai.
Alzó los ojos al cielo, para pedir ayuda, y entonces la vio. Colgando de una viga de madera. Una cadena de hierro que sostenía una enorme mano de bronce. Estaba enfrente de la posada.
Corrió hacia la puerta, temeroso de que se desvaneciese, y subió a encerrarse a su cuarto, sin saludar y sin hablar con nadie. Se arrojó sobre la cama, sofocando un grito de dolor cuando se le clavaron las costillas, escondió la cabeza bajo la manta y permaneció acurrucado hasta que las turbulencias de su cabeza se fueron disipando y su respiración recobró un ritmo más o menos normal.
Cuando por fin se sintió con fuerzas, se sentó a la mesa, trabajosamente, a escribirle un mensaje al padre Joseph y se lo entregó a un mozo de la taberna. Si el monje quería los papeles que enviara a alguien a buscarlos. Y cuanto antes, mejor. Él no quería tenerlos más tiempo consigo.
Se puso en pie, abrió la ventana y dejó que entrara el frío de la tarde. Permaneció allí, inmóvil, hasta que llamaron a su puerta y uno de los mozos de la taberna le entregó un billete. Pero no era del capuchino, sino de Madeleine. Por fin. Decía que no había podido escribirle antes porque no le había sido fácil encontrar a alguien que le llevara la respuesta. Apenas la dejaban a solas. Pero le aguardaba en el jardín del hôtel de Montmorency cuando cayera la noche. Había conseguido hacerse con una llave de la portezuela trasera.
Bernard rompió el papel en pedazos, asustado. Tenía que avisar a Madeleine sin falta de que les habían descubierto. No podía dejarla sola en el jardín toda la noche, esperándole. Pero si volvía a salir de aquellas cuatro paredes, tenía miedo de perderse del todo y no volver a encontrar nunca más el camino de vuelta.