Lessay aguzó la vista, pero por mucho que lo intentara no conseguía distinguir ni una miserable luz. Todo eran árboles y espesura, y el sendero no era más que una mecha gastada, sucio de barro y niebla. Miró a su alrededor; le seguían una veintena de gentilhombres, todos encogidos sobre sí mismos con las capas por refugio y los muslos bien apretados contra el costado del caballo por si se les pegaba algo de calor. Nadie tenía ganas de hablar y sólo se oía el resoplar de las bestias o, de vez en cuando, el gruñir de un hombre descontento. Hasta Bouteville había perdido el ánimo de conversar leguas atrás.
La culpa era suya. Habían salido de buena mañana, aprovechando la luz fría que había pintado el camino de claridad y optimismo. Viajaban ligeros. Sus enseres habían partido el día anterior en unos cuantos carros, y el trajín de los preparativos, las bromas rudas de los hombres y la alegría de los animales habían amortiguado la comezón de sus agravios. Incluso se habían detenido a almorzar en la casa familiar de uno de sus gentilhombres, a media hora de Montigny y del camino real. Durante un rato largo habían disfrutado del calor del fuego, de la buena comida y de las chanzas que habían convertido su mortificante partida en una victoria contra el rey.
Pero un par de tragos de más le habían hecho perder la alegría mentirosa del vino y, sin saber cómo, se había encontrado rumiando agravios y amarguras otra vez, igual que en París.
Llevaba ansioso por escapar de la capital desde que había recibido la maldita carta del rey. Tres jornadas completas sin parar de darle vueltas a sus errores del día de la cacería del ciervo blanco, tres días sufriendo el reproche silencioso de su llorosa mujer, como si haberla dejado preñada fuera algún crimen, y, sobre todo, revolviendo en su interior la injuria que le causaba la misma existencia de Luis XIII, imposible de ignorar aun sin tener derecho a acercársele ni a entrar en su palacio. Y ahora su mente obcecada seguía dándole vueltas a lo mismo, indiferente a las leguas que había puesto de por medio. Enrabietado, había ordenado que reemprendieran la marcha, aunque ya algunos susurraban que la comida se había alargado tanto que era mejor quedarse allí a pasar la noche. Pero no les había escuchado.
Necio. Las piedras de Kergadou no iban a ninguna parte, y ellos habían terminado atrapados en un laberinto de barro y socavones que podían acabar costándoles más de un caballo. Bouteville se le puso al lado y sacó el bigote del embozo:
—¿No tendríamos que haber llegado ya al camino real?
Lessay sacudió la cabeza:
—Quizá no hayamos avanzado tanto como creemos. —Los pulmones se le llenaron de un aire húmedo y malsano, y lamentó haber abierto la boca.
—A lo mejor estamos dando vueltas en círculo y estamos a punto de llegar a Montigny otra vez…
Su amigo se había ofrecido a acompañarle un par de jornadas para alegrarle el camino y a fe que lo intentaba con tesón. Aunque maldita la gracia que tenía aquella broma.
—No creo. Habríamos reconocido algo.
—En una noche como ésta no reconoceríamos ni las tetas de la reina madre así la tuviéramos encima del caballo. —Bouteville suspiró—. Vamos a seguir un poco más a ver si se despeja la luna…
Aquella mención lúbrica le hizo pensar, inevitablemente, en el infausto desenlace de la noche anterior. Era incapaz de entender qué demonio había poseído a Valeria para hacerla comportarse de un modo tan extraño. Sólo recordar el humillante final de su cita y sus risas le llenaba otra vez de furia. Que se la llevaran los diablos.
Ahora sólo quería localizar el camino real y entrar en calor en cualquier posada. Conocía bien la zona. Estaban cerca del valle de Chevreuse y de Dampierre, el castillo del marido de su prima Marie. Habían cazado juntos más de una vez en aquellos bosques. Pero en medio de aquella negrura ningún sendero conducía a donde debería.
De pronto le pareció ver un brillo pálido delante de ellos, a la derecha del sendero. Por fin. Tenía que ser la parada de postas. Aligeró el paso de su montura, pero al acercarse se dio cuenta de que la luz era demasiado débil. Además, se movía.
Oculta a intervalos por los árboles, daba la impresión de ser una especie de fuego fatuo que avanzaba errático hacia el sendero. Sobrecogido, detuvo el caballo y sus hombres hicieron lo mismo. El resplandor se les fue aproximando a trompicones y acabó por plantárseles delante, acompañado de un ruido de arrastrar de pies y unas voces apagadas que refunfuñaban.
No era ninguna aparición sobrenatural. Sólo tres viejas campesinas encorvadas y vestidas con harapos. Y la luz misteriosa no era más que un farol que una de ellas sujetaba con mano vacilante. Las otras dos mujeres, una muy alta y la otra casi enana, arrastraban un hato de ropa y enseres que hacían un ruido metálico cuando golpeaban las piedras del camino. Se habían quedado paralizadas al darse de bruces con aquel grupo de caballeros armados y les miraban boquiabiertas y asustadas.
Lessay interpeló a la del farol, que estaba más cerca:
—Mujer, ¿sabes si estamos cerca del camino real?
La campesina no reaccionó.
Las tres seguían inmóviles como estatuas, sin intención aparente de responder. Bouteville las rodeó con su montura, impaciente:
—¿Es que no tenéis lengua?
La más menuda dejó caer el hato y graznó, servil:
—Perdonad, monsieur. No estábamos seguras…
La del farol acabó la frase en voz muy baja:
—…de que no fueseis fantasmas.
Las palabras de la anciana flotaron ominosas en el aire. El brillo del farol acuchillaba la bruma y teñía de naranja los rostros arrugados e imperturbables de las mujeres. Bouteville regresó lentamente a su lado sin quitarles el ojo de encima:
—¿Y qué hacéis en el bosque a estas horas? Nada bueno, seguro.
La enana habló de nuevo:
—En lo que a los pobres concierne, monsieur, lo malo a veces resulta bueno. Ha muerto el viejo ermitaño y llevamos sus enseres a la aldea; a más de uno le hacen falta.
La mujer abrió el hato y sacó un caldero con el asa retorcida como prueba. Era una hora bien extraña para hacer mudanzas, pero a Lessay no le interesaba aquella historia:
—Estamos desorientados, podéis ganaros medio escudo si nos ayudáis. ¿Dónde está el camino real?
La que llevaba el farol señaló la negrura del sendero:
—Está aquí al lado. Ahí mismo hay una encrucijada. Si tomáis el desvío del norte llegaréis enseguida al camino real y a la posada de la Corva. El del sur os llevará al valle de Chevreuse y al castillo de Dampierre.
La enana cogió del brazo a la que había hablado:
—Pero la posada es un mal lugar, un nido de ladrones y cosas peores —advirtió muy seria—. ¿No lo habéis oído?
—No. No conozco ese sitio —respondió Lessay.
Las tres viejas rieron al unísono. Una risa ahogada y asmática.
—Claro. En París no saben nada…
—…de nada. Resguardaos. Pero no en esa posada. Mejor en el castillo, ése sí lo conocéis bien, sabéis lo acogedor que es. Viene una gran tormenta —añadió la del farol con una sonrisa desdentada—. Lo siento en los huesos.
Las tres mujeres se arrebujaron unas contra otras y se quedaron de nuevo inmóviles, aguardando el veredicto de los grandes señores. Lessay se arrimó a ellas y su caballo piafó, intimidado. ¿Cómo diablos sabía esa pordiosera que él conocía el castillo? Bouteville se revolvió con brusquedad:
—Propongo que les hagamos caso y nos recojamos en Dampierre. A Chevreuse no le importará que nos quedemos un par de días.
Lessay suspiró. Hubiera preferido la posada para seguir camino al día siguiente sin complicaciones. No quería que en la Corte se dijese que la suya había sido una media fuga, o que se quedaba a las puertas de París a la espera del perdón como un perrito faldero. Pero ahora dudaba. Una ráfaga súbita de viento se coló entre los árboles, escupiendo barro y arremolinándoles las capas.
La más alta de las mujeres no había abierto la boca todavía. Pero de pronto se tapó los oídos y dio dos pasos deslavazados hacia él. Su rostro de torpe bobalicona se había transformado en una pavorosa máscara de pánico. Abrió una boca totalmente desdentada y gritó, haciéndole saltar en la silla:
—¡El amo sois vos! ¡Pero vuestra semilla está maldita! ¡Sangre podrida y muerte!
La vieja extendió las manos para tocarle la pierna con dedos como garras y los ojos espantados. Lessay se la sacudió de encima con un ademán brusco y la mujer cayó al suelo presa de grandes sacudidas, igual que si la hubieran poseído los demonios.
—¡Hermana, hermana! —Las otras dos comenzaron a gritar despavoridas tratando de sujetarla. La enana buscó una rama en el suelo e intentó metérsela a la enloquecida entre los dientes.
Lessay las miraba fascinado y horrorizado por igual. Algunos de sus gentilhombres se santiguaron y retrocedieron. ¿Qué diablos había querido decir aquella perturbada?
Las tinieblas estaban jugando también con su imaginación, porque de pronto le daba la impresión de que detrás de las mujeres crecía una sombra más oscura que la noche que se iba acercando hacia ellos. Tuvo que dominarse para mantenerse impasible. Pero entonces escuchó el ruido de cascos y se dio cuenta de que no era más que un jinete solitario que avanzaba hacia ellos con gran precaución, como si también tuviera miedo de los hoyos del camino o de las viejas que chillaban como endemoniadas.
—¿Quién va? —gritó Bouteville con la mano en la guarda de la espada, animado ante la aparición de una posible amenaza terrenal.
—¡Mi nombre es Bressan! Estoy al servicio de la condesa de Lessay. ¿Quién pregunta?
Un coro de vítores amistosos recibió la respuesta y el jinete aceleró el paso de su montura, aliviado. A Lessay le trepó por las piernas un mal presentimiento. Aquel mozo era el gentilhombre de su mujer y aquella mañana se había quedado en París junto a ella. ¿Cómo era que surgía ahora en mitad de la noche, viajando en sentido contrario al que ellos llevaban?
—¿De dónde salís a estas horas, Bressan?
El mozo se bajó del caballo, se quitó el sombrero, y alzó un rostro contrito:
—Os estaba buscando, monsieur. Vengo de una posada que hay un poco más adelante. He ido parando por todo el camino real y nadie tenía noticia de vos desde hace más de una legua, así que pensé que quizá os habíais desviado y lo mejor era retroceder. He visto la luz entre los árboles y venía a preguntar.
Lessay sintió un cosquilleo desagradable en el estómago. De repente no quería saber por qué había venido Bressan a buscarle:
—¿Qué ha pasado?
—Malas noticias, monsieur. La condesa se ha puesto de parto, un poco antes del mediodía. La comadrona y el cirujano dicen que el pronóstico no es bueno.
Lessay echó un vistazo de reojo a las tres viejas, que permanecían encogidas y abrazadas en el suelo. Todavía resonaban en el aire los gritos de la loca. Semilla maldita. Sangre podrida y muerte. ¿De su esposa, del nonato o de los dos? Tiritó, abatido de pronto por el frío de la noche. Tenían que encontrar cobijo de una vez.
Pero las mujerzuelas les habían advertido de que no se acercaran a la posada. Y no quería tentar más a los hados desoyendo su consejo.
Dampierre. Era lo más razonable. Se refugiarían en el castillo de Dampierre y esperarían a que pasara la tormenta.