Lessay se obligó a subir los peldaños a paso lento, haciendo por calmarse. Que el diablo se llevara a Serres una y mil veces. No estaba seguro de haber acertado dejándole ir. ¿Y si era verdad que alguien le había comprado para espiarle? Pero esos ojos espantados, esas manos temblorosas… Tal vez el gascón no tenía la cabeza en condiciones, pero nadie era capaz de fingir así.
Daba igual. Poco daño podía hacerle a aquellas alturas con lo que había oído, si es que había entendido algo. Y de cualquier modo, la fiesta se había jodido definitivamente. Se detuvo frente al triángulo de luz que proyectaba la puerta entreabierta. Había citado a Valeria esa última noche empeñado en llevarse de París un buen recuerdo que le confortara en la distancia, no para buscar guerra. Pero ya no había remedio.
Dejó escapar un suspiro al entrar en el cuarto y apoyó la espada sobre una silla. La italiana estaba de espaldas, mirando fijamente por la ventana:
—Ya se lo ha tragado la noche, con todos nuestros secretos. —Se dio la vuelta y le miró con desdén—. Sabía que no tendríais arrestos.
—Lo siento, madame, pero no soy vuestro asesino. —Se sirvió un generoso vaso de vino para sacudirse el disgusto—. Estoy convencido de que podréis solucionar vuestros problemas con Serres sin mí.
Valeria no se había vestido. Seguía en camisa, de pie en mitad de la estancia, con el peinado deshecho, desafiante. Pero mientras él estaba abajo, peleando con Serres, había recobrado el dominio sobre sí misma. La cólera brillaba en sus ojos aún más intensa que antes, concentrada, pero su voz era fría:
—No lo dudéis. Todo va a ser mucho más fácil sin vos. —Se dio la vuelta, despacio, y fijó la vista en las llamas de la chimenea—. No puedo permitir que alguien que me ha visto en estas condiciones vaya corriendo libre por las calles.
Se quedaron los dos en silencio. Valeria no apartaba la mirada del fuego, como si las llamas le hablaran en un lenguaje secreto y estuviera descifrando su crepitar.
Pensó en acercarse otra vez a ella e intentar apaciguarla, pero en realidad era él quien ya no tenía el cuerpo para nada. Le descorazonaba volver a sumergirse en la noche helada con el ánimo aún más negro de lo que lo había traído, pero aquello no tenía sentido.
—Eso es problema vuestro, madame. —Guardó la espada en la funda y buscó la ropa de abrigo—. Lamento que nuestra despedida haya sido tan poco placentera.
Al menos, así saldría temprano al día siguiente. Malditas las ganas que tenía de encerrarse en su castillo a ver pasar el invierno, pero era una vergüenza seguir en París y no aguantaba más recluido en su casa.
Ella no se inmutó. Seguía absorbida por las llamas de la chimenea. Que se fuera al infierno. Se caló el sombrero y cogió el estoque para colgárselo.
Entonces la escuchó preguntar:
—Estáis arrepentido, ¿verdad?
La miró. No se había movido. Ni siquiera parecía que le estuviera hablando a él. Resopló. No sabía a qué se refería pero lo último que le apetecía eran más porfías.
—Valeria…
La italiana alzó el rostro, en guardia, como si oír su nombre en sus labios fuera un insulto. El fuego le endurecía los rasgos y sus ojos parecían de ocre:
—Tan astuto, tan fino, tan precavido… Y lo perdéis todo por un arrebato de soberbia pueril. ¡Como si no os hubierais tragado el orgullo mil veces antes para limosnearle beneficios a Luis XIII! —Lessay dejó la espada sobre la mesa con un golpe seco. ¿Qué diablos buscaba ahora, provocándole? Se fue hacia ella y la agarró de los brazos, pero Valeria sonrió, mordaz—. ¿De veras pensabais que las agujetas del rey tenían algo que ver con la suerte de vuestro hijo?
La soltó igual de rápido que si su contacto quemara. ¿Cómo podía saber eso? Lo primero que se le pasó por la cabeza fue que había sido el fuego el que se lo había dicho. Se rió de sí mismo. Como si no hubiera tenido bastante con las locuras de Serres…
Valeria dio un paso hacia él. Sus pechos semidesnudos le rozaron el torso y su aroma silvestre le llenó la nariz. La agarró por la cintura sin darse siquiera cuenta. Pero ella seguía rígida:
—¿Qué habéis ganado traicionándome? —preguntó la italiana—. Decidme.
Su tono era más dócil, aunque sonara falso. Y era verdad que él había incumplido su promesa. Le desnudó un hombro y le acarició la piel. Se marchaba de París sin saber realmente lo que era aquella mujer. Aparte de algo peligroso y excitante. Pero eso no tenía relevancia para sus negocios:
—Vos no sois nadie en la Corte, madame. María de Médici es la madre del rey. Y seguirá siéndolo cuando Gastón reine algún día. No se olvidará de que le he entregado a ella las agujetas.
Después de leer la carta del rey, había salido de su casa con tanta rabia que ni siquiera había pensado cómo explicar ante la florentina que aquel objeto estuviera en su poder. Así que le había dicho la verdad, que el día que le había llamado a su presencia, recién salido de la Bastilla, había mentido: no había quemado la caja de Anne Bompas.
No tenía ninguna buena justificación que excusara su embuste, pero ella estaba tan agradecida que no le había importado. Había posado el estuche sobre sus rodillas y lo había abierto, sin aguardar siquiera a quedarse a solas. Él la había observado escarbar con fingida displicencia entre los distintos objetos hasta dar con las agujetas de su hijo, y se había asegurado de dejarle claro que sabía qué era lo que le estaba entregando. De nada habría valido ofrecerle el cordón si ella no se daba cuenta de que conocía el valor de lo que estaba poniendo en sus manos.
María de Médici le había asegurado que no olvidaría su gesto. En aquel momento no podía hacer nada por él, pero estaba convencida de que su exilio no duraría mucho. Y en su tono había algo que era más que un simple deseo.
—¿Y para cuándo aguardáis la recompensa? —replicó Valeria, apartándole la mano y recomponiéndose las ropas—. ¿De veras creéis que esa confabulación de necios arrogantes en la que andáis enredado puede llegar a buen puerto? ¿Quiénes son vuestros aliados? ¿Gastón, Buckingham, madame de Chevreuse? ¿María de Médici? No me hagáis reír. Ni uno de ellos es de fiar.
Esta vez Lessay no se sorprendió. Hacía tiempo que estaba convencido de que Valeria lo sabía todo, a través de Mirabel, de Rubens o de quien fuera.
—¿Y vos sí sois de fiar? —Rió, sarcástico—. Decidme, ¿qué habría pasado conmigo si no guardara pruebas de vuestros crímenes?
—Yo jamás os he mentido. Desde que nos conocemos. —Valeria tenía la voz helada pero los ojos le ardían—. Y desde nuestro pacto en la iglesia, he cumplido con todo. Os he ayudado en cuanto estaba en mi mano. A cambio de nada. Vos no habéis hecho más que escabulliros.
—¿En lugar de ponerme a vuestro servicio para deshacer el hechizo del rey? Y después de dejar embarazada a Ana de Austria por arte de magia, ¿cuál era el plan? ¿Rezar para que una indigestión se llevara a Luis XIII por delante? No tengo tanta paciencia…
Se apartó de ella, desganado. A buenas horas estaban poniendo ambos las cartas sobre la mesa. Esa conversación sí que les habría llevado de cabeza al cadalso si Serres aún hubiera estado escuchando. Se abrigó otra vez en la capa y volvió a coger la espada. Aquello era una pérdida de tiempo. Ella estaba demasiado enfadada y él demasiado frustrado para gastar energías en convencerla de nada. Eso no era lo que entendía por una noche de placer.
Pero la voz de Valeria le detuvo una vez más, cuando ya tenía el pestillo en la mano:
—El rey va a morir.
No había un ápice de duda en su tono.
La miró, muy despacio. ¿De dónde le venía aquella certeza? ¿Sabía algo que él ignoraba o era otro de sus trucos?
—El rey va a morir —repitió Valeria, impávida—. Y va a morir sin descendencia porque tú me has traicionado.
Un escalofrío le recorrió los hombros pero no quiso sacudírselo delante de ella. En vez de eso, se echó a reír:
—¿A vos? Creía que era por el rey de España por quien hacíais todos los sacrificios. Pero tanto enfado por el asunto del cordón… —Volvió junto a ella y la tomó por la nuca—. Vos misma me lo dijisteis una vez. No sois desinteresada. Y lo cierto es que vuestra misión junto a la reina no puede resultaros más conveniente para vuestro propio provecho. Queréis que Ana de Austria sea regente para gobernarla en la sombra. Como una nueva Leonora Galigai. Para dominarla a ella, a Gastón, a María de Médici y a todos los inconscientes que os irritamos tanto… Ten cuidado de no terminar tú también en la hoguera, bruja.
La última palabra se la susurró al oído y luego enterró la boca en su cuello y lo lamió, como sabía que a ella le gustaba. Valeria echó la cabeza hacia atrás:
—Basta ya. Estoy cansada de amenazas. —Le puso una mano en el pecho—. Eso es lo que os enciende, ¿verdad? Sentir que estoy a vuestra merced…
No lo sabía bien. La agarró de las caderas y la estrujó contra él sin más remilgos:
—Me quedan unas horas antes de marcharme. Todavía estamos a tiempo de hacer las paces…
—No quiero hacer las paces con vos.
Se resistía, pero él no tenía intención de ceder:
—¿Y qué vas a hacer conmigo, entonces? —preguntó, juguetón, mientras dejaba caer su ropa de abrigo al suelo y tentaba los lazos de la camisa de la italiana.
Ella le alzó la cabeza con ambas manos y le miró a los ojos:
—Aún no lo sé.
Rieron, observándose con mutua desconfianza.
Pero los ojos de Valeria seguían serios y feroces. Había una parte recóndita de ella que no estaba allí, junto a él.
Estuvo a punto de dejarla ir, pero entonces sintió que sus músculos tensos se fundían inesperadamente entre sus brazos, por fin, y Valeria se arrojó sobre su boca. Le besaba con ansia, con los dedos agarrados a sus hombros y a su pelo. Su lengua húmeda y cálida se agitó hasta doblegar a la suya, sin dejarle apenas corresponder, y el ímpetu de su abrazo le obligó a retroceder contra una de las columnas de la cama. Él se dejó hacer, aturdido por su deseo creciente. Por fin empezaba la noche a enderezarse.
Ella le mordió la boca, desenfrenada, y se pegó más a su cuerpo, haciéndole arder. Pero de pronto sintió el dolor agudo de una dentellada y un sabor a sangre. La separó de él a la fuerza. ¿Qué diablos…? La italiana tenía el pecho agitado y un hilo rojo le manchaba los labios. Le miraba con una fijeza extraordinaria, como un ave rapaz. La tenía sujeta por los brazos, pero ella se inclinó y volvió a acercar su rostro al suyo, ávida, y le lamió la herida que le había hecho. Luego sonrió, enigmática. ¿Qué demonios le pasaba? Lo más raro de todo eran sus ojos. Tenía las pupilas dilatadas igual que si hubiera tomado beleño negro. Y el mismo frenesí. ¿Habría consumido algún brebaje antes de acudir a verle y le estaba haciendo efecto ahora?
Porque él no necesitaba nada. Estaba tan excitado que temía que no le diera tiempo ni a desvestirse. Le arremangó la camisa a Valeria de cualquier manera, le dio media vuelta contra el poste de la cama y se pegó a su espalda, manoseando esas nalgas que le volvían loco, mientras se desataba con premura las agujetas de los calzones. Tenía que hacerla suya aunque fuera una última vez antes de irse.
Pero ella se revolvió, haciéndole frente con autoridad. Seguía teniendo esos ojos:
—¿Aún no lo has comprendido? —susurró, acariciándole la mejilla—. Conmigo no se juega. Eres tú quien eres mío.
Mudo y ciego de deseo, Lessay no fue capaz de responder. Se dejó tumbar sobre la cama, sin desvestirse. Levantó el culo para bajarse los calzones y Valeria se arrancó la camisa. Sus pechos temblaron un momento, grandes y blancos. Fue a tocarlos pero ella le agarró de las manos y trepó encima de él sin dejar de mirarle con esos ojos alucinados. Se empaló en su verga y comenzó a ondular las caderas, igual que si estuviera domándole, demostrándole quién mandaba. Y sin embargo, seguía ausente. Tenía los ojos abiertos pero no le miraba, concentrada en algo que sólo ella veía. No gemía, ni suspiraba. Empezó a ponérsele mal cuerpo. Era como estar hincando con un fantasma.
La agarró de la cintura, la derribó sobre el lecho y se arrojó sobre ella. Le levantó las piernas, hundiéndose con afán en sus entrañas, tratando de arrancarle un mínimo signo de placer. Ella tenía las uñas clavadas en su espalda y los ojos oscuros incrustados en los suyos pero no se rendía, no reaccionaba. Siguió empujando, tratando de vencer la indiferencia de su coño. Aún le sabía la boca a sangre. Una gota roja se derramó sobre los labios de Valeria y ella la saboreó con la lengua y se estremeció, como si eso fuera lo único que la hacía sentir algo. ¿Se estaba riendo de él? Le daban ganas de agarrarla del cuello y abofetearla. Se detuvo, jadeante, y la agarró de la mandíbula:
—Maldita bruja —escupió—. Así te pudras en el infierno.
Nada. Ni siquiera respondió. La desmontó, airado, y se colocó las ropas de cualquier manera. Ella permaneció acostada, mirándole con indiferencia, sin abrir la boca. Pero cuando cerró la puerta de un portazo y bajó las escaleras, le pareció que sus carcajadas resonaban en lo alto de la casa como las de una ménade.