4

Calma, por fin. Había caído la noche. El revuelo de gentilhombres se había ido apagando poco a poco y el patio del hôtel de Lessay se había quedado callado y vacío, aguardando a que llegara la mañana.

Bernard se sentó en los escalones de la puerta principal, agachándose con cuidado, igual que un viejo. Cualquier movimiento brusco y la cabeza empezaba a darle vueltas como una honda en manos de un pastor.

Se iba de París y, después de haberlo deseado tanto, no sentía ninguna alegría. El conde no se marchaba a su fortaleza de Bretaña ni resignado ni con la intención de hacer penitencia. Y el padre Joseph ya estaba informado de su partida. El monje del infierno le había enviado un billete aquella misma tarde, recordándole su compromiso. Exigía que le tuviera al tanto de cualquier intriga que se fraguara tras los muros del castillo de su señor.

Cerró los ojos. No había nada que deseara más que esconder la cabeza debajo del ala, echarse a dormir y hacer como si los tres últimos días no hubieran existido nunca. Pero no iba a servir de nada.

Charles estaba muerto y él era un traidor sin honra. Nada de eso se podía cambiar.

Tenía las alforjas dispuestas para partir. No le había costado mucho prepararlas. Apenas llevaba consigo unas pocas ropas, sus armas y los papeles de Charles. No podía abandonarlos. Guardaban el alma y la memoria de su amigo. La garganta le tembló en un sollozo y se puso en pie, resuelto. Tenía que pasar de algún modo aquella noche maldita y más allá de la puerta de Saint-Denis había tabernas que permanecían abiertas hasta la madrugada.

Entró en el establo. No había nadie. Cogió una montura y una cabezada del guadarnés y buscó a su pequeño berberisco para ensillarlo, pero al poco el portón se abrió con un chasquido y uno de los mozos de cuadra apareció frotándose el pelo revuelto. Le saludó con un gruñido y se dirigió al fondo del pasillo arrastrando los pies. El conde había pedido un caballo tranquilo y con el paso seguro.

Bernard acabó de ajustar la cabezada de su caballo, apretó la cincha y regresó al patio, conduciéndolo del diestro. Lessay salía en aquel momento del edificio, poniéndose los guantes y abrigado hasta las cejas. Cuando le reconoció, levantó la vista, sorprendido, y le rodeó los hombros con un brazo:

—¿Cómo os encontráis?

Bernard no tenía gana ninguna de hacerse el duro. Sacudió la cabeza, mostrándose tan descorazonado como se sentía:

—Charles no se merecía morir así. No nació gentilhombre pero era cien veces más noble que muchos que van por ahí presumiendo de cuarteles.

Lessay le apretó el hombro:

—No lo dudo. Y vos, ¿qué tal estáis de los golpes? Si preferís evitar el viaje y quedaros aquí con la condesa…

Bernard no le dejó acabar:

—Quiero salir de París. —Y he recibido órdenes de no separarme de vos para nada, habría podido añadir.

El palafrenero emergió de la cuadra con el caballo del conde de la mano. Lessay le acarició la frente al animal:

—Hacéis bien. El descanso en el campo os sentará bien. Para el cuerpo y para el espíritu. —Subió al caballo ágilmente y Bernard le imitó. Lessay le miró, inquisitivo—. ¿A dónde vais?

—A cualquier sitio, con tal de pasar la noche. Os acompaño a donde dispongáis.

—No os ibais a divertir mucho, creedme. Es mejor que vayáis a donde teníais previsto.

Bernard se pegó a su grupa. A lo mejor era que ya empezaba a pensar como un espía, pero la escurridiza respuesta del conde daba para recelar. Insistió:

—Permitidme acompañaros. No son horas de ir a ningún sitio sin escolta.

Lessay llevaba el sombrero bien calado y el cuello de piel levantado en torno a la mandíbula. Cuando se agachó a recoger el fanal encendido que le tendía el portero, Bernard se fijó en que las comisuras de sus labios se plegaban en una sonrisa granuja:

—En serio, Serres, no quiero ningún séquito. Se trata de un asunto privado. Voy a despedirme de una dama antes de partir. —Le miró fijamente y recalcó—. A solas.

Un encuentro galante. Se disculpó, abochornado. Vaya torpe indiscreto. Charles se habría reído de él hasta que se le hubieran saltado las costuras del traje. Una lástima que el capuchino no estuviera informado también de lo desmañado que era. Le habría liberado de su odioso cometido sin dudarlo.

Cruzaron la puerta y el conde se despidió de él y tomó el camino del río, calle abajo. Bernard le observó alejarse sin decidirse a ponerse en marcha a su vez. Muy secreta debía de ser la cita de su patrón para negarse a llevar consigo protección, ni siquiera un lacayo que le iluminara el camino. En todo el tiempo que llevaba junto a él no le había oído ni insinuar que frecuentase a dama alguna en la intimidad y ahora, de repente, no podía marcharse de París sin despedirse de ella. ¿Y si se había inventado aquella excusa para salir del paso y rechazar su compañía?

No sería la primera vez.

La noche que se habían conocido, Lessay le había contado que andaba rondando por el hospicio de los Quinze-Vingts porque tenía una cita con la mujer del maestre. Y si maître Thomas y su atormentada confesión no se les hubieran echado encima a ambos, un rato más tarde, frente a aquella misma puerta, él no habría descubierto nunca la verdad.

No podía descartar la posibilidad de que el conde hubiera vuelto a mentirle. A lo mejor, si le seguía, le conducía a otro tipo de cita, del estilo de la del castillo de Chantilly.

Hizo girar al caballo y lo guió calle abajo, tras los pasos de Lessay. Si podía ofrecerle algo al capuchino antes de marcharse de París, tal vez el monje confiaría en su buena voluntad y dejaría de resoplarle en el cogote durante un tiempo.

No fue fácil seguir al conde por las calles de la ciudad, entre el temor de perderle de vista y el miedo a que le descubriera, pero llevaba una ruta recta que permitía guardar las distancias. A la altura de la calle del Rey de Sicilia tomaron a la derecha y no volvieron a desviarse hasta la puerta de Saint-Honoré.

En cuanto salieron al campo, la negrura de la noche le envolvió por completo. Para no descalabrarse no le quedó más remedio que confiar en su montura y rezar por que no pisara una raíz o un hoyo que los mandara a los dos al suelo. A Dios gracias, Lessay llevaba el fanal en la mano y sus destellos parpadeantes le servían de guía.

Avanzaban siguiendo el curso del Sena, que corría turbulento a su izquierda. Los cascos de su montura se hundían hasta media altura en el fango de la rivera, silenciosos, y el viento y el fragor de las aguas crecidas ahogaban cualquier otro ruido que pudiesen hacer. Al cabo de un rato le invadió la certeza de haberse extraviado en un sueño tenebroso que se le iba tragando a cada paso y de que la llamita temblorosa que perseguía era un señuelo maligno que le atraía más y más dentro de aquella fantasía negra.

Muy de cuando en cuando surgía alguna otra luz en el camino. Una lumbre temblorosa que asomaba bajo la puerta de alguna granja o el farol que iluminaba la puerta de una venta. Si una de las veces no hubiera escuchado unas carcajadas recias y una risa aguda y femenina que respondía excitada, habría podido jurar que aquella oscuridad no estaba habitada por seres humanos.

Finalmente, una de las luces se fue haciendo más grande y el fanal que llevaba Lessay dejó de avanzar.

Bernard se paró en seco, a cierta distancia. Descendió del caballo y lo ató a una rama baja, detrás de unos matorrales. Para acercarse más a la luz había que cruzar sobre un puente de madera que sorteaba un torrente tan crecido que el agua encharcaba las tablas. Lo vadeó con precaución y descubrió que el resplandor provenía de una ventana. Un edificio se alzaba al fondo de un sendero.

Se refugió contra un tronco y esperó, mientras Lessay dejaba el caballo en el establo. Nadie salió a recibirle. Tampoco había más animales, ni rastro de presencia humana. El conde se dirigió a la puerta de la casa, la empujó y, durante un breve instante, un segundo rectángulo de luz encendió la noche antes de tragarse su sombra.

Bernard dejó su refugio y se acercó a pasos quedos. De pronto sintió un golpe y un dolor agudo en la rodilla derecha. Ahogó un juramento y extendió las manos. Se había chocado con un muro bajo que cercaba la casa. Buscó el modo de rodearlo y avanzó hasta la puerta caminando con cautela por los parches de negrura más intensa, para ocultarse a la visión de sus misteriosos habitantes. Entonces la luz del piso de arriba se ensombreció inesperadamente. Alzó la vista y vio una sombra que parecía la de Lessay cerrar las cortinas.

Se apresuró a alcanzar la entrada y pegó la oreja a la puerta. No se oía nada. La empujó muy despacio. No estaba cerrado con llave. Se hizo una promesa solemne. Si descubría algo comprometedor no le contaría al padre Joseph más que unas pocas migajas. Nada que pudiera poner en un brete serio a nadie. Inspiró hondo y entró en la casa, con el corazón trepidante.

La planta baja estaba a medio camino entre el hogar de un agricultor y un aposento señorial. Las paredes eran de piedra desnuda y no había más que una ventana pequeña, pero el suelo era de madera pulida y los muebles de buena factura. Del techo colgaba una lámpara de orfebrería en la que no ardían más que un par de velas a medio consumir.

Avanzó unos pasos cautelosos y se asomó a la cocina. En la chimenea quedaban rescoldos encendidos y aún flotaba el aroma de una cena recién preparada, pero también estaba desierta. Regresó a la sala principal y se apoyó en el pasamanos de la escalera, inseguro. Aquel sitio le daba mal pálpito. Parecía estar habitado y deshabitado a un tiempo. Hacía ya un rato que había concluido que debían de estar en Auteuil, en la casa que tenía Lessay, pero no entendía por qué no había ni un alma a la vista. Ni un criado que alimentara el fuego y se ocupara de los caballos. Sólo silencio y tinieblas. Los escasos signos de vida resultaban fantasmales. Como la aureola de las tres velas gastadas de la lámpara. Del piso de arriba no llegaba ni un solo rumor.

Se desabrochó las espuelas para no hacer ruido y subió unos pocos escalones de puntillas. Los peldaños estaban alfombrados a partir de media altura y amortiguaban sus pisadas. En el rellano había dos puertas cerradas y por debajo de una de ellas parpadeaba vibrante la luz de las llamas de una chimenea. Si había alguien más allí dentro y podía averiguar su nombre para llevárselo al capuchino, se daba por satisfecho.

Tendió el oído pero sólo escuchó unos pasos y un chasquido de leña. No se oían voces. Y aquello era una imprudencia de tomo y lomo. En cualquier momento Lessay podía abrir la puerta y encontrarse con él cara a cara.

Al infierno el capuchino. Dio media vuelta. Tenía que marcharse de allí de inmediato.

Pero Satanás estaba claramente en su contra. Justo en ese momento escuchó el ruido inconfundible de un coche de caballos frente a la puerta de entrada. Dio marcha atrás y se pegó contra la pared tratando de refugiarse en la oscuridad. Sus pies tropezaron con algo. Más escalones. Por allí se debía de subir a la buhardilla o al granero. Ascendió cuatro o cinco de una zancada y se quedó inmóvil, conteniendo la respiración.

Entonces escuchó la puerta de la calle cerrarse con llave y enseguida unos pasos sobre los peldaños de la escalera. Maldijo en voz baja con toda su alma. Eran unos pies ligeros, acompañados de un inconfundible rumor de faldas. Una mujer. Lessay no le había mentido.

No era más que un menguado. Un imbécil, un zopenco y un patán. Un zote con los sentidos trastornados. Asomó la cabeza justo a tiempo de atisbar el revuelo de unas faldas que acababan de escabullirse en la estancia donde aguardaba el conde, dejando el batiente entreabierto. Luego escuchó a Lessay susurrar algo ininteligible y un rumor de ropas y abrazos.

Tenía que salir de allí. El rellano estaba envuelto en una penumbra tan densa que, aunque la puerta no estuviera bien cerrada, podía pasar por delante sin que le vieran.

Bajó los escalones de puntillas y apenas había dado dos pasos cuando escuchó la voz de Lessay, sedienta y cálida:

—Siento haber tenido que retrasar nuestra cita, estaba deseando venir a verte. No te imaginas cómo te voy a echar de menos…

Se encogió sobre sí mismo, incómodo por tener que ser testigo de la intimidad ajena.

Pero fue la respuesta de la mujer lo que le puso la piel de gallina y le paralizó en el sitio:

—¿No has pensado que a lo mejor no necesitas irte a ningún sitio? —La oyó susurrar—. Tienes en tu poder algo con lo que podrías comprar la buena voluntad del rey…

La entonación melosa le desorientó un momento. Pero habría reconocido aquel acento maldito aun sumergido en las mismísimas calderas del infierno. Cap de Diu et deu diable. ¿Qué hacía esa mujer allí y qué hacía Lessay refocilándose con esa hija del maligno?

Avanzó un paso más, protegido por la negrura, y atisbó por la puerta entreabierta con precaución. Al otro lado había un cuarto tapizado con telas doradas, tan suntuoso como la estancia de un palacio. Distinguió una chimenea que ardía con fiereza, un gran espejo, una mesa con viandas y un magnífico lecho de columnas.

Lessay tenía abrazada a la bruja y la estrechaba contra sí mientras sus manos le aflojaban los lazos del jubón:

—Ahora no quiero saber de intrigas ni de negociaciones… —La besó, sobándole las ubres por encima de la ropa—. Olvídate tú también, que vas a pasar caliente todo el invierno con el recuerdo de esta noche.

Bernard estaba horrorizado.

Incauto. Si la dejaba, esa fiera le exprimiría el jugo hasta dejarle seco. Acostumbrada a la descomunal tranca de mulo del diablo, apenas debía empezar a saciar su lujuria con un simple mortal.

—Espera. —La hechicera posó una mano sobre el pecho del conde—. He estado pensando. Y ya sé cómo podemos entregarle el cordón al rey sin riesgo…

Él parecía no haberla oído. Sin hacerle caso, le desanudó las faldas, que cayeron al suelo hechas un revoltijo. La bruja se había quedado en camisa y las formas lascivas de su cuerpo se dibujaban obscenas bajo la tela fina. Bernard no lograba desviar la vista. Tenía el cuello tan tenso que sentía que se le iban a saltar las venas. Pero su miembro continuaba disminuido y acurrucado, como un trozo de carne muerta. La fatalidad le había hecho olvidar el sortilegio que mantenía su cuerpo marchito, pero ahí estaba otra vez la prueba. Se santiguó espantado.

El insensato de Lessay le agarró una mano a la italiana y la introdujo en el interior de sus calzones sin dejar de besarle la garganta. Y entonces fue cuando Bernard le escuchó pronunciar con toda claridad una frase inconcebible que le erizó la piel:

—Venga, prepara tus pócimas de bruja de una vez.

Se le secó el aliento. De modo que lo sabía. Lessay sabía que esa mujer era una hechicera y había decidido voluntariamente tomar parte en su aquelarre.

La bruja retiró la mano, impaciente:

—Escuchadme primero. Os digo que he tenido una idea y sólo hace falta actuar con un poco de tacto con el rey. Dejadme que deshaga el hechizo.

—Y yo os digo que dejéis el tema. No me jodáis esta última noche haciéndome pensar en ese malnacido.

Bernard sintió un soplo helado en el cogote. ¿Qué era aquello? Pócimas, conjuras, maquinaciones sobre el rey…

La bruja le acarició una mejilla al conde. El gesto era dulce pero su voz tenía un deje irónico:

—No seáis niño. ¿Vais a cavaros la fosa por un arrebato de orgullo? No me hagáis pensar que sois como la mayoría de los brutos del Louvre.

Bernard aguzó el oído. Tenía que enterarse de qué eran esas pócimas y hechicerías de las que trataban y qué tenían que ver con Luis XIII.

Pero Lessay no tenía ganas de charla. La atrajo de nuevo hacia él y la agarró de las nalgas:

—¿No podemos hablarlo después? —musitó.

A Bernard se le clavaron los ojos en las ancas rotundas de la bruja. En los libros que le había prestado el juez de Ansacq ponía que Belcebú tenía una verga bífida, para poder llenar a sus adoradoras por delante y por detrás a un tiempo, toda de hueso y gruesa como un brazo. Con los labios secos, la observó desprenderse del abrazo del conde, acercarse a la mesa y servirse una copa de vino:

—Habéis cambiado de opinión, ¿verdad? No me vais a dar el cordón. Ni siquiera lo habéis traído. —Lessay guardó silencio y ella alzó un dedo acusador—. Me lo habíais prometido.

—Las circunstancias han cambiado. Lo siento.

—¿Os estáis riendo de mí?

Lessay suspiró:

—No, madame. He estado tentado. Iba a deciros que sí a todo para contentaros y tener la noche en paz. Podía haberos dicho que os lo daría antes de marcharme. Pero no estoy de humor para hacer teatro. —Se sentó en la cama—. No puedo entregaros el cordón porque ya no lo tengo.

Ella le miró fijamente:

—Pero no lo habéis destruido.

Tenía la voz fría, peligrosa. Y no preguntaba. Reclamaba una confesión.

—Se lo entregué a la reina madre hace dos días. Lo que haya hecho con él es asunto suyo.

La bruja plantó la copa sobre la mesa y el líquido salpicó sobre el mantel:

—No me toméis por lerda. Sois incapaz de dar un solo paso sin calcular meses antes dónde vais a poner el pie. Cuando se lo disteis, sabíais de sobra que esa majadera lo iba a arrojar a las llamas.

Lessay se encogió de hombros:

—Puede ser. El caso es que ya no hay cordón. Así que olvidadlo de una vez. —Alargó la mano, le agarró de la muñeca y la acercó a él—. Los dos sabemos que no habéis estado viniendo aquí por las noches sólo para convencerme de que os lo entregara a vos…

A Bernard el corazón se le atravesó en la garganta. Tuvo que contenerse para no gritar una advertencia. El conde miraba a aquella mujer como si tuviera delante algo comestible y delicioso, pero a él le parecía que estaba a punto de pegarle un bocado a una planta venenosa.

La bruja echó la cabeza hacia atrás, como una víbora a punto de atacar:

—Necio engreído. ¿Quién te has creído que eres para jugar conmigo de esta manera?

—¡Basta ya! —Lessay le dio un tirón del brazo y se puso en pie, airado—. No pienso aguantar que me exijáis nada. Ni ahora ni nunca. Haceos a la idea de una vez, si no queréis problemas.

Bernard tenía el corazón en la garganta. La hechicera estaba de espaldas a él, no le veía el rostro, pero no se había movido ni un paso. Su cuerpo rígido hacía frente al del conde. ¿Qué iba a pasar ahora? Sorprendido, la vio levantar una mano, con un ademán de autoridad, imponiendo una pausa, y algo raro debió de leer Lessay en su expresión porque aflojó la presa de su muñeca y se quedó mirándola, inquisitivo.

Ella bajó la mano lentamente. Tenía la cabeza inclinada, atenta a algo, aunque en la habitación no se escuchaba nada más que el chisporroteo de la chimenea. Bernard la observó darse la vuelta muy despacio. Tanto que, por un instante, le pareció que era sólo la cabeza de la bruja la que giraba mientras sus pies seguían clavados en el mismo sitio.

Parpadeó y la horripilante visión se disipó. Pero entonces comprendió, con espanto, que le estaba mirando a él. Sabía que estaba allí. Ignoraba qué tipo de hechicería había utilizado pero había descubierto su presencia.

—Mostraos, monsieur. Dejadme ver quién sois.

Su primer instinto fue echar a correr. Pero no estaba seguro de que las piernas le respondieran. La voz de la bruja le retenía en el sitio, fascinado.

Sin embargo, estaba claro que Lessay no estaba afectado por el mismo encantamiento porque, antes de que Bernard pudiera reaccionar, agarró una espada de algún sitio y empujó la puerta de golpe. Cuando le vio la cara, se quedó perplejo. Le empuñó por la ropilla:

—¿Qué cojones es esto? ¿Qué hacéis aquí?

Bernard dio un paso atrás e intentó zafarse a manotazos, pero se notaba lento y torpe.

—Es evidente que vuestro hombre de confianza os estaba espiando —replicó la bruja—. Os dije que no era de fiar.

—¡No! —gritó Bernard. Pero no le salían más palabras. Estaba seguro de que se le notaba la mentira en la cara.

La hechicera no se había movido del sitio. Giró la cabeza hacia Lessay, implacable:

—O le quitáis vos de en medio de una vez o tendré que ocuparme yo de él.

Lessay dudó. Fue sólo un instante, pero suficiente para darle tiempo a soltarse de sus manos de un tirón. Aun así no atinaba a sacar la espada. Retrocedió, embrollado, sin recordar que tenía la escalera a su espalda hasta que pisó el primer escalón y, casi de inmediato, el vacío.

Cayó rodando escaleras abajo, pegándose golpazos en la espalda, la cabeza, las costillas, por todo el cuerpo. La empuñadura de la espada se le clavó en los riñones y, cuando por fin paró de rodar, el hombro izquierdo le ardía. Lessay se había lanzado escaleras abajo tras él y, antes de que pudiera reaccionar, tenía la punta de su espada en la garganta. Cerró los ojos y rezó, imaginando que ahí terminaba todo, pero sólo notó un pinchazo agudo bajo la mandíbula.

—Está bien, hijo de puta. Me vas a decir qué haces aquí.

Ni él mismo lo sabía. Los trompazos habían acabado de revolverle las pocas ideas que le quedaban firmes en la sesera. Pero tenía una advertencia que hacerle que no admitía espera. Trató de que sus palabras transmitieran toda la honradez y la buena intención que tenían:

—Esa mujer… Es una hechicera, monsieur. Una bruja. Vuelve locos a los hombres y los deja impotentes. —Intentó darle convicción a su mensaje con un gesto de cabeza, pero la punta afilada que tenía clavada en la garganta se lo impidió. Levantó las cejas—. Y luego los asesina.

Lessay achicó los ojos.

—¿Otra vez esa historia? Estáis perturbado.

—¡No! Escuchadme, os lo ruego… ¡Aún os podéis salvar!

—Ya he aguantado demasiado. Debería hacerle caso a la baronesa y quitaros de en medio. Os he perdonado lo imperdonable. Me habéis mentido, habéis conspirado a mis espaldas y ahora me espiáis. —Le golpeó la frente y la cabeza le reverberó contra el suelo. Cuando Bernard volvió a abrir los ojos, el conde había apartado la hoja, aunque aún le mantenía sujeto contra el suelo. Tenía la mirada lúgubre—. Tenéis suerte. Hace unos días maté a otro imbécil como vos y desde entonces no me ha ocurrido nada bueno. Pero que no os vea la cara nunca más. Ni en mi casa ni en ningún otro sitio. No quiero volver a cruzarme con vos. Porque os mato, os lo juro.

No le dio tiempo a ver caer el puño. Sólo sintió un golpe vibrante en la cara y perdió la visión un momento. De repente no sabía dónde estaba, ni qué había pasado. Aturdido, se dio cuenta de que le obligaban a ponerse en pie, entre tirones y patadas. La habitación daba vueltas. Medio gateó medio corrió hacia la salida. La puerta no se abría. Tironeó como un enajenado hasta que se dio cuenta de que la llave estaba puesta.

La noche cerrada le produjo aún más confusión. Dio varias vueltas sobre sí mismo frente a la casa, desorientado. Entonces descubrió la luz de la ventana recortada en el suelo, a sus pies, y se quedó inmóvil. Las contraventanas estaban abiertas y la bruja estaba allí arriba, vigilándole. Y puesto que Lessay no le había matado, ahora era ella quien iba a ir a buscarle.