Dies iræ, dies illa,
Solvet sæclum in favilla,
Teste David cum Sibylla!
Las lágrimas arrasaron los ojos de Isabelle y borraron de su vista la masa oscura del ataúd de roble y los cuatro cirios de cera blanca que lo flanqueaban arrancando reflejos amarillentos a la vieja casulla del cura. Desistió de enjugarse; tenía el pañuelo empapado. Además, un momento de ceguera, por breve que fuera, era pura misericordia.
Dentro de aquella caja dura e inhóspita yacía su poeta. Antes de que la cerraran le había cortado un mechón de cabellos, le había besado la frente helada y le había acariciado el rostro liso y duro como el mármol, tan pálido que ya no era de este mundo. Los pómulos y la nariz se le habían afilado, transformando su hermosura en algo extraño e inhumano. Tenía los párpados sellados para siempre, y la boca hundida. Nunca más volvería a mirarla, ni a hablarle de amor y de belleza.
Las voces de los monjes se alzaron serenas y terribles:
Lacrimosa dies illa,
qua resurget ex favilla
iudicandus homo reus.
Huic ergo parce, Deus.
Día de lágrimas en verdad. Sintió que el brazo de Léna le rodeaba los hombros y hundió el rostro en el pecho de su amiga. Se repitió otra vez que la muerte no era más que el tránsito a la vida eterna. Triste para los que se quedaban, pero jubilosa para los que ya estaban en compañía del Señor. ¿Por qué no la consolaban las enseñanzas de la Iglesia?
La criatura que llevaba en el vientre le golpeó con fuerza en las costillas. Bienvenido fuera aquel dolor que la distraía del otro. Desde que había despertado sangrando, hacía dos días, los físicos le habían prohibido levantarse de la cama, pero al enterarse de la aparición del cadáver había sufrido una crisis de nervios tan intensa que sólo habían podido calmarla a base de jarabe de belladona. Respiró hondo y se dejó llevar dócilmente por las manos de su amiga Léna, que le hicieron alzar la cabeza con delicadeza y le secaron el rostro con un pañuelo. Sólo ellas dos estaban sentadas. El resto de los asistentes se apelotonaba a su espalda, tan cerca del altar como permitían las formas.
—Ya no queda mucho —susurró—. ¿Os encontráis con fuerzas?
—Sí.
Suzanne, que estaba de pie detrás de ellas, le entregó un pañuelo limpio a Léna, e Isabelle las vio intercambiar un gesto preocupado. Ambas temían los efectos que la emoción pudiera causarle y habían intentado convencerla para que se quedara en casa.
Igual que su marido, que la había advertido severamente que permaneciera en reposo, pero luego, en vez de quedarse a ofrecerle consuelo, se había encerrado a atender sus asuntos.
A nadie le importaba el muerto. Sólo a ella.
Había dado orden de rescatar el cuerpo de la morgue y de buscar un enterrador que organizara la discreta comitiva de monjes y menesterosos que habían acompañado a su poeta durante su último viaje. Ella y Léna le habían seguido en carroza, a paso lento, detrás del grupito de literatos y soldados que había convocado el tañer de las campanas de la parroquia de Saint-Nicolas-du-Chardonnet.
La pequeña iglesia estaba en obras. Había un campanario aún a medio terminar y el interior se encontraba todavía en peores condiciones. El fondo de la nave era un almacén de cascotes y maderos, y el templo ofrecía un aspecto de lo más desguarnecido, sin sus santos y sus cuadros. Las capillas se encontraban cerradas y el suelo estaba cubierto de una fina película blanca. Algunos de los asistentes se habían tapado la boca y la nariz con pañuelos para protegerse del polvo que se mascaba en el aire. El olor del incienso se unía con el de la argamasa y las flores en una mezcla ubicua y mareante. De haberlo sabido, habría insistido para que le enterraran en otra iglesia.
Pero el párroco de Saint-Nicolas se había presentado en su casa apenas había corrido la voz de que iba a ocuparse del entierro de su feligrés, para evitar que otras iglesias se adelantaran a reclamar el cuerpo y se embolsaran los costes del sepelio, e Isabelle no había tenido fuerzas para discutir: le había pagado dos veces lo que correspondía para que organizara una ceremonia digna.
La misa continuaba, monótona, y ella no quería escuchar. A su izquierda, Léna seguía la plegaria con los labios. Giró la vista hacia la derecha. Bernard de Serres observaba al oficiante con el ceño fruncido, como si fuera a saltar sobre él de un momento a otro. Sus miradas se cruzaron e Isabelle se llevó la mano al pecho: el gascón tenía los ojos espantados de un animal herido; ni siquiera parecía reconocerla. El día anterior había estado a punto de matar al marqués de La Valette en un duelo y tenía magulladuras por todas partes, un feo costurón en el labio y un rostro tan pálido que semejaba un aparecido. Entre las manos apretaba el cofrecito de madera y oro repujado que contenía el corazón de su amigo. El cirujano se lo había extraído aquella mañana para cumplir con sus deseos.
Tragó saliva con dificultad y apartó la vista de Serres y del tesoro que tenía entre las manos. El alma de Charles ya no estaba allí. Su espíritu, libre de su prisión de carne, volaba por fin en las alturas a las que pertenecía por naturaleza, sin duda conmovido por la profunda tristeza de todos los que allí se habían reunido.
La pena más desmedida de todas era la del abad de Boisrobert, que había aparecido en la iglesia borracho como una cuba y al que habían tenido que sacar a tirones de encima del ataúd al comienzo de la ceremonia. No dejaba de gritar que la culpa había sido suya. No era fácil distinguir lo que decía entre sollozos y gemidos, pero la condesa había creído entender que el día de su muerte, Charles le había pedido que acudiera a verle para no tener que salir de su casa, y él le había ignorado porque habían discutido y estaba convencido de que se trataba de alguna artimaña para congraciarse con él. Por eso el infeliz había tenido que salir de su casa, y de camino se había encontrado a los esbirros de La Valette.
Observó disgustada la figura abotargada del abad, que ahora lloraba en silencio, sorbiéndose los mocos. Si aquella historia era cierta, ella misma se veía capaz de empujarle de cabeza al hoyo que habían abierto a la derecha de la nave. Que acompañara a Charles en la muerte ya que no lo había hecho en vida.
Las patadas del nonato arreciaron. Quizá le inquietaran aquellos pensamientos asesinos. Sintió la caricia caliente de la sangre entre las piernas. Otra vez. Su corazón comenzó a latir, alocado.
Clavó la vista en la espalda del cura sin atreverse casi a respirar y se unió a su plegaria de todo corazón: «Requiem æternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis». Ya casi habían terminado. Se perdió en sus propios recuerdos tratando de ignorar las punzadas de su vientre. Alguien dio unos martillazos al fondo de la nave y uno de los poetas le imprecó con voz ácida.
Consiguió aguantar hasta el final de la ceremonia, pero aún quedaba lo peor. La asistencia se dirigía hacia la fosa. Se levantó trabajosamente. Serres caminaba junto a ella.
El abad de Boisrobert se llegó hasta su altura y alargó los dedos para tocar la caja que el gascón apretaba entre las manos, pero éste le dio un empujón:
—Que el diablo os lleve, Boisrobert.
El abad sorbió ruidosamente y se acercó aún más, sin dejarse amedrentar:
—Dejadme que me despida de su corazón.
Serres retiró la caja de su alcance y le imprecó:
—Si no estuviéramos donde estamos os partiría el alma ahora mismo. Todo ha sido culpa vuestra. Vos enredasteis a Charles y le metisteis en… —De pronto se percató de que ella les estaba escuchando y se calló, sacudiendo la cabeza.
Boisrobert no intentaba contener las lágrimas que rodaban sin recato por sus mejillas. Se quedó un momento clavado en el sitio con la cabeza gacha, pero las palabras del gascón debían de haber dado en el blanco, porque casi en el acto se dio la vuelta y salió de la iglesia.
Los seis menesterosos encargados de transportar el ataúd lo levantaron para descenderlo a la fosa. Los monjes comenzaron a cantar de nuevo e Isabelle sintió que las piernas le fallaban. Una cuchara dura y caliente le arrancaba trozos de las entrañas. Sintió que todo daba vueltas y tuvo miedo de caer al suelo, allí, delante del hoyo, y convertirse en una ofrenda votiva para su amor muerto. Las rodillas le temblaban y Léna apenas podía sujetarla.
De pronto Bernard de Serres la agarró de los hombros con fuerza, sosteniéndola. Léna estaba diciéndole algo al oído. Como en un trance, Isabelle vio al gascón entregarle la caja a Suzanne y darle una orden. Luego la levantó en brazos igual que si fuera una niña pequeña:
—Nos vamos a casa, madame.
Qué extraño que un hombre tan tosco fuera capaz de llevarla en volandas con tanto cuidado, como si tuviera miedo de romperla. Echó la cabeza hacia atrás y trató de no pensar en el dolor que la desgarraba. Si iba a morir, ¿qué mejor lugar que allí mismo? Pero todo iba tan rápido que apenas le daba tiempo a pensar. Llegaron al coche y Serres la acomodó con cuidado. Arrancaron. El traqueteo del carruaje la aturdía y apenas era consciente del trayecto.
No se dio cuenta de que habían llegado a su casa hasta que Léna no le apretó la mano. Miró por la ventanilla. En el patio había una barahúnda inaudita. Gentilhombres y lacayos discutían y se agitaban de un lado a otro entre un trajín de baúles y caballos.
El gascón descendió el primero del coche, para ayudarla, y entonces escuchó la voz crispada de su marido:
—Serres, por fin vais a perder París de vista. Salimos para Kergadou mañana a primera hora. Preparaos.
Isabelle tardó un instante en comprender. Se marchaba a Bretaña. Se había temido algo así desde que se había enterado de que el rey le había desposeído de sus cargos, aunque ni él ni nadie le había dicho nada de lo que había pasado. Sólo había oído comentarios en torno a su lecho, cuando pensaban que estaba dormida, pero sabía que su marido estaba impaciente por irse y dejarla allí.
Su esposo se acercó para ofrecerle la mano, pero ella no tenía fuerzas para caminar. La tuvo que coger en brazos, blasfemando entre dientes, y cuando Léna le apremió para que la llevase a sus aposentos, respondió con una grosería.
Isabelle murmuró:
—Me dejáis.
Él la miró con impaciencia:
—Madame, hace dos días que tendría que haberme marchado. Y en vez de eso, llevo pendiente de vos desde antes de ayer. Mientras vos andáis paseando por París, en lugar de obedecer a los médicos y cuidar de vuestra vida y de la de nuestro hijo. ¡Mirad en qué estado venís! Seguro que vuestras amigas os proporcionan toda la compañía que necesitáis.
Otro retortijón la dejó sin habla. El reposo ya no iba a servir de nada. Lo sabía. Pero casi le daba igual. Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas y hundió el rostro en el pecho de su cruel esposo.
«Requiem æternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis». Que fuera verdad, Dios santo, que la pureza de su amor tuviera el poder de otorgarle a su poeta el descanso eterno y la gloria. Y que el Altísimo reclamase también su vida, si así lo deseaba. Porque no imaginaba cómo iba a sobrevivir sin que la luz inefable de sus ojos azules le iluminara nunca más el alma.