Pero estaba despierto y bien despierto.
Suzanne logró calmarse un poco y le contó que Charles había pasado todo el día anterior junto a madame de Lessay, pero que a media tarde le habían visto salir casi a la carrera, nadie sabía a donde. La condesa se había inquietado tanto que a la caída de la noche había enviado a buscarle, sin éxito, y esa mañana, desesperada, había mandado a preguntar a la morgue del Châtelet. Su mensajero acababa de regresar con la noticia.
Habían encontrado el cadáver de Charles en el Sena, de madrugada, con un par de estocadas en el cuerpo.
Bernard balbuceó algo incoherente, incrédulo. No era posible. Él mismo venía de allí. Había salido corriendo del Châtelet, despavorido, en cuanto le habían abierto las puertas. No era posible que el cuerpo sin vida de su amigo yaciera en las dependencias de la misma fortaleza, junto a otros cadáveres abandonados.
Pero Suzanne volvió a abrazarse a su cuello, sollozando. Era algo irreal pero tenía que ser verdad. Apartó a la criada, sin decir palabra. No tenía que preguntar quién era el responsable. Lo sabía. Los matones de La Valette habían asesinado a su amigo mientras él estaba encerrado en un calabozo por culpa de su mala cabeza, incapaz de prevenirle. Enfiló las escaleras, medio sonámbulo. Notaba en las tripas un vacío limpio, tan ancho como si una bala de cañón se las hubiese atravesado de parte a parte.
Abrió la puerta de su cuarto y arrojó al suelo la inútil espada de entrenamiento que sus carceleros le habían devuelto. Suspendido del respaldo de la silla colgaba su tahalí nuevo de cordobán repujado y, prendida de él, dentro de su vaina, la espada de verdad. La blanca de acero alemán bien templado y filos de espanto. La que servía para matar.
Se la colgó del torso, cerró la puerta tras de sí, y en dos zancadas descendió de nuevo las escaleras. Por el camino, escuchó que alguien le interpelaba, pero ni siquiera giró la cabeza. Salió al patio y alargó el paso, absorto en su cólera, con la mirada fija en el suelo y tan poco tino que fue a dar de cabeza contra dos hombres. Los ignoró, decidido a continuar por entre medias, haciéndose hueco a empujones, pero una mano le detuvo, sujetándole el hombro. Se la sacudió de malos modos, e iba seguir adelante cuando la voz de uno de los individuos le hizo detenerse sobre sus pasos:
—¡Monsieur de Serres! ¡Es la tercera vez que grito vuestro nombre! ¿Qué diablos os ocurre?
Bernard alzó la cabeza. El conde de Bouteville le contemplaba con curiosidad. Y junto a él se encontraba su primo Des Chapelles, que tantas horas había pasado instruyéndole en la sala de armas las últimas semanas. Pero no tenía tiempo de darle palique a nadie.
—Disculpadme, pero voy con prisas, messieurs.
Intentó seguir camino pero Bouteville le agarró del brazo:
—¿Ha pasado algo?
Bernard se soltó con un meneo brusco y una imprecación. Bouteville torció el gesto de inmediato, dio un paso atrás y se llevó la mano a la guarda de la espada. Él fue a hacer lo mismo, sin dudar. Si el impertinente no aguantaba malos modos que se quitara de en medio. Pero Des Chapelles alzó un brazo contemporizador y se interpuso entre ellos con voz calmada:
—Estáis descompuesto, Serres. —Le miró con fijeza—. Y nadie corre de ese modo para acudir a una partida de placer. ¿Qué ha sucedido?
Bouteville relajó la postura y le escudriñó también con interés. Bernard apretó los puños. No sabía si le convenía hablar. Pero la duda sólo duró un momento. Al fin y al cabo, en París no había hombres más adecuados que aquéllos para confiarles su propósito:
—Voy a buscar al marqués de La Valette —declaró—. Con Charles no quiso enfrentarse pero a mí no se atreverá a decirme que no.
Le faltaba temple para dar explicaciones más coherentes. Bouteville y Des Chapelles se miraron el uno al otro, circunspectos. Aunque no supieran de qué hablaba, estaba claro que habían adivinado sus intenciones.
—No tenéis experiencia en estas cosas —replicó Des Chapelles con voz solemne.
Bernard se encogió de hombros y levantó un dedo amenazador:
—No se me da un ardite. Ni soñéis que vais a detenerme.
—Sosegaos —intervino Bouteville—. Nadie va a impediros que hagáis lo que tengáis que hacer.
—Lo que vuestro honor os dicte que debéis hacer —apuntilló, grave, su acompañante. Bernard resopló. Como si a él le importara ahora el honor—. Pero no así. Uno no se da cita en el prado como un animal rabioso.
No comprendía lo que le estaba diciendo aquel engolado. Al infierno los discursos sobre el honor y los refinamientos caballerescos. Él sólo quería vengar a Charles:
—Me importa una higa vuestra opinión. La Valette ha matado a mi mejor amigo. No pretendo lucirme delante de todo París, sólo despacharle al infierno. Si queréis acompañarme, sed bienvenido, y si no, dejadme ir enhoramala.
—Por supuesto que deseamos serviros de segundos —replicó, veloz, Bouteville—. Pero si no os calmáis, será como si acudieseis a entregarle la vida en bandeja a vuestro contrincante.
No se enteraban. Le daba igual. No tenía miedo. La rabia le daba tanta fuerza que se sentía capaz de llevarse por delante a un escuadrón de tercios castellanos.
Y algo de eso debió de balbucear sin darse cuenta, porque Des Chapelles hizo un gesto de comprensión:
—Vuestra valentía está fuera de duda, Serres. Pero las cosas no se pueden hacer de cualquier manera. Permitidme que arregle el encuentro en un lugar discreto. Al crepúsculo.
Bouteville le posó ambas manos sobre los hombros y le habló muy despacio:
—Acompañad a monsieur Des Chapelles, serenaos, y dejad que os aconseje. Yo tengo que tratar con Lessay de un negocio de importancia, pero estaré a tiempo donde haya que estar.
Bernard sacudió la cabeza:
—No quiero que se me escape. Si se escabulle… —No podía seguir hablando sin que se le quebrara la voz.
—Monsieur de La Valette no va a salir corriendo a ningún sitio —respondió Bouteville—. Acudirá a donde le citéis.
La verdad era que todo aquello sonaba razonable. Y no querían detenerle. Los dos iban a acompañarle en aquel trance, a pesar de que no sabían siquiera lo que había ocurrido.
Se sintió avergonzado hasta el alma. Perdido entre la rabia y el dolor, se le había olvidado la promesa que había hecho hacía apenas una hora en la pestilente celda del Châtelet. No sólo había traicionado al hombre que ahora mismo estaba poniendo su ilustre espada a su disposición sin pensárselo dos veces, sino a Lessay y al resto de sus amigos cercanos.
Al menos, si moría aquella noche, terminaría con aquella deshonra.
Agachó la cabeza y, obedeciendo a Bouteville, se despidió y siguió a Des Chapelles hasta su residencia. Una vez allí, éste envió a un sirviente a buscar a La Valette para concertar un encuentro, pidió que les trajeran dos espadas negras y mandó despejar una sala para poder entrenar el tiempo de que dispusieran. Pero a Bernard la ira le cegaba y cometía muchos más errores que durante sus prácticas cotidianas.
Finalmente, Des Chapelles le ordenó que soltara el arma y le hizo sentarse en una de las sillas que habían arrimado contra la pared. Su instructor se acomodó a su lado, giró su asiento para mirarle cara a cara y alzó los ojos al cielo, como buscando inspiración:
—Escuchadme bien, Serres. Desgraciadamente, nuestros tiempos han convertido los encuentros armados en algo casi trivial. Hay mucha gente que no trata las armas con el respeto que se merecen. Pero se equivocan —amonestó, en un tono muy parecido al de un predicador en un púlpito—. Un duelo es siempre un asunto serio. Aunque lo que enfrente a los contendientes sea una bagatela. Las armas blancas no saben de medias tintas. El mismo Bouteville, que jamás se ceba en sus rivales y las más de las veces se bate por puro alarde, ha acabado con la vida de tres rivales sin pretenderlo. Y esta noche vos no le buscáis querella a La Valette por ningún punto de honor nimio, ni por bravuconada. El envite es la vida, sin tapujos.
—No necesito que me expliquéis eso —repuso Bernard, hosco—. No soy ningún niño. Y éste no es mi primer duelo.
—¿Estáis presumiendo de haber matado en vuestras tierras a ese viejo que ni siquiera podía con el peso del acero? No sabéis de lo que habláis. La Valette es un hombre de armas de los pies a la cabeza. Tenéis muy pocas posibilidades de vencer. Y si dejáis que os siga dominando la cólera, no tendréis ninguna. ¿Comprendéis? —Bernard le dijo que sí, humillado, y Des Chapelles pareció darse por satisfecho—. Ahora echad mano a la blanca. Os habéis acostumbrado a practicar con una espada de entrenamiento. En el rato que tenemos, tratad de habituaros al tacto de la que vais a usar esta tarde.
Bernard desenfundó la ropera, lentamente, y el acero produjo un sonido nítido y lleno de impaciencia al salir de la vaina. Des Chapelles había enviado a buscar un par de dagas. Le puso una en la mano izquierda y desnudó sus propios aceros con una celeridad endiablada.
Al ver las puntas afiladas danzar frente a él Bernard retrocedió un paso, instintivamente, y cerró la guardia, apretando bien los codos. El otro apenas hacía más que tantearle, sin hostigarle de verdad, pero aun así le parecía que la hoja enemiga iba a colarse entre sus dos filos en cualquier momento con la velocidad de una víbora. Estaba claro que sólo tenía una opción con La Valette. No iba a poder ganarle siendo conservador. Si quería matarle, tenía que arrojarse contra él en cuanto viera una oportunidad, sin preocuparse de las consecuencias. Aunque su enemigo le ensartara a él a su vez.
El criado que había ido a buscar al marqués les interrumpió y susurró algo al oído de su amo. Des Chapelles le miró a los ojos:
—Nos esperan en el Pré aux Clercs.
Había llegado la hora. Bernard asintió, solemne, se guardó las armas y se dirigió hacia la salida, pero Des Chapelles le agarró del brazo:
—Es probable que ésta sea vuestra última hora sobre la faz de la tierra, Serres. Recogeos, rezad a Dios para que os perdone vuestros pecados y poned en orden vuestra conciencia —le instó.
Aunque estaba acostumbrado a los arrebatos de fervor religioso de Des Chapelles, el primer impulso de Bernard fue mandarle a paseo. Le había dicho treinta veces que no tenía miedo. Pero su instructor tenía razón. Lo sensato y lo más piadoso era rogar por su alma antes de ponerla en manos de Dios.
Se arrodilló junto a él y pidió perdón tanto por la muerte del barón de Brindos como por la que esperaba provocar aquella tarde si Dios tenía a bien asistirle. En el cielo comprenderían que no podía faltar a su deber de gentilhombre. Luego cerró los ojos con fuerza y solicitó misericordia por su inmunda traición de aquella mañana en la celda del Châtelet, rogando por que el Altísimo comprendiera que no lo había hecho por interés, sino porque no le habían dejado otra escapatoria.
No creía tener más faltas graves sobre su conciencia. Excepto quizá…
Se puso en pie.
—Monsieur, si muero dentro de un rato querría pediros una merced.
—Lo que dispongáis.
—Guardo en mi estancia un broche de oro con una gran esmeralda y perlas engarzadas que pertenecía a mi amigo. Os ruego que se la hagáis llegar a la ciudad de Pau al cirujano Montargis y a su familia.
—Perded cuidado.
—Hay algo más. Charles sabía que La Valette le buscaba para matarle. Me hizo prometer que si algo le ocurría, le llevaría su corazón a su madre para que lo entierre junto a los restos de los suyos. En el caso de que no pueda cumplir con mi palabra…
—Yo me encargaré de hacérselo llegar.
Un crepúsculo plomizo empezaba a envolverlo todo en sombras y el viento silbaba tan acre y acerado como el día anterior. Caminaron en silencio. El lugar convenido era una pradera plantada de olmos situada a la espalda del monasterio de Saint-Germain, lugar habitual de paseo los días de buen tiempo. Pero en aquella época del año y a aquella hora, el Pré aux Clercs era una extensión desolada sobre la que se cernían las ramas desnudas de los árboles. Los riachuelos desbordantes habían convertido el suelo en lodo allí donde la escarcha no había congelado el firme, y aquí y allá brillaban parches de nieve solidificada. El viento soplaba inmisericorde y las aspas del molino que les vigilaba desde una loma cercana restallaban como un látigo.
Protegidas por un muro medio derruido aguardaban varias figuras. Tres caballos y cuatro hombres. A distancia, Bernard reconoció la silueta larga y afilada del marqués de La Valette y la planta atlética de Bouteville, que agitaba los brazos, charlando amistosamente con él. Los otros eran dos desconocidos. Cuando se acercó vio que tanto ellos como La Valette iban vestidos de punta en blanco. Calzaban coloridas medias de seda y zapatillas de terciopelo que se les hundían en el barro.
Uno de los extraños se adelantó dos pasos y, sin siquiera saludarle, le espetó:
—Monsieur de La Valette iba camino de los Capuchinos a escuchar vísperas. Pero ha tenido la gentileza de poner en suspenso sus planes y acudir a vuestra cita en primer lugar.
—Lamento haberos estropeado la tarde —replicó Bernard, mirando fijamente al marqués. Apretó los dientes para asegurarse de que no le temblaba la voz—. Pero habéis asesinado a mi amigo, como un bellaco y un cobarde. Y vais a responder por ello.
La Valette se encogió de hombros:
—El soldadito se lo merecía. Y traté de prevenirle de que si no se marchaba de París le haría matar. —Hizo una pausa y suspiró, como si le diera pereza seguir dando explicaciones—. En fin, sea. Estáis en vuestro derecho.
Bouteville intervino a su vez:
—Adelante entonces, messieurs. En un rato estará demasiado oscuro para batirse. —Se desprendió de la capa y la arrojó sobre el muro de piedra. Los demás le imitaron y se deshicieron de las prendas de abrigo para tener libertad de movimientos.
—Yo no tengo intención de hacer esperar a nadie. —Bernard desenvainó espada y daga, y avanzó hacia el marqués, determinado.
Los otros se emparejaron a su vez. El fulano que le había interpelado de tan malos modos se fue hacia Des Chapelles ropera en mano, mientras que el otro, un tipo moreno con la frente despejada que Bernard conocía de vista, le hizo una seña a Bouteville.
La Valette desnudó con parsimonia su propia ropera, una bella espada de vestir con una intrincada guarnición de oro, y esbozó una sonrisa torcida:
—Como comprenderéis, no se me había ocurrido armarme hasta los dientes para visitar un convento. No traigo mano izquierda.
Abrió la palma vacía, invitándole con el gesto a que envainara la daga que Des Chapelles le había proporcionado, para hacer más justa la pelea.
Bernard escupió con desprecio:
—Eso, monsieur, teníais que haberlo pensado antes de ordenar la muerte de nadie.
Al diablo caballerosidad y remilgos. Él tampoco le había dado oportunidad a Charles. Envalentonado, cerró el espacio que les separaba, consciente a medias de los otros dos combates que se habían enzarzado a su alrededor.
La comprensión se pintó como un relámpago en el rostro del marqués. Sus rasgos severos temblaron un instante y Bernard sintió una satisfacción despiadada al entrever su temor, pero no se despistó. Vio que iba a agarrar una de las capas del muro para protegerse el flanco izquierdo. Antes siquiera de que esbozara el movimiento, se interpuso entre él y la pared, lanzándole una arriesgada estocada recta.
La Valette tenía el cuerpo retorcido y la paró con cierto esfuerzo. Bernard recuperó la posición y cerró la guardia justo a tiempo, porque la respuesta llegó como una centella. Interpuso el estoque como pudo, metió la daga y volvió a tirarse contra el marqués con todas sus fuerzas.
Con el estoque enredado en su daga, La Valette no tuvo más salida que agarrarle la espada con la mano para impedir que le ensartara. No llevaba más que guantes finos, de ceremonia, pero no le quedó otra que cerrar los dedos con fiereza, apretando, para impedir que el acero avanzara, aunque el filo le cortara la carne. Bernard recuperó la hoja de un tirón. Su rival gritó una blasfemia de puro dolor y, de un salto, se puso fuera de su alcance.
Él siguió acosándole. Las dos armas le permitían entrar en el terreno ajeno con cierta seguridad. Las botas también le ayudaban a vadear el fango mientras que el marqués había perdido las zapatillas y los pies descalzos se le quedaban atrapados en el lodo.
Caminaron en círculo, vigilándose. Él permanecía bien cubierto. La Valette mantenía la mano izquierda levantada y encogida, y la sangre le goteaba por el antebrazo. A Bernard aquello le azuzó el instinto como a una alimaña que hubiera catado el sabor de la presa, pero hizo por domeñar la impaciencia. Su adversario era mucho más diestro que él y, superada la sorpresa de verse en desventaja, había recobrado la serenidad. Aún tenía las de ganar, pero había que ser prudente.
Propósitos vanos. Al primer amago de su oponente entró al trapo sin pensarlo. Los filos entrechocaron de nuevo. Recibió un codazo en el rostro. Las espadas se engancharon y los cuerpos de ambos chocaron con un golpe sordo. En un momento entrevió una oportunidad de clavarle la daga en los ijares a La Valette, pero éste se dio cuenta a tiempo, se revolvió y logró interponer el brazo. Bernard notó cómo esta vez su filo desgarraba a su rival del codo a la muñeca. Pero en vez de apartarse, el marqués le propinó un rodillazo en el vientre y se arrojó contra él con todo su peso.
Cayeron ambos al suelo y Bernard pegó un espaldarazo. La nuca le golpeó contra algo duro y sintió como el suelo le retumbaba dentro de la cabeza. Apenas tuvo un instante para acordarse de su maltrecha mollera y rogar por que no le hiciera perder el conocimiento. Tenía la mano izquierda atrapada bajo el torso de La Valette y la espada le resultaba inútil desde tan cerca. Intentó soltar la empuñadura y agarrarla por la hoja, para usarla como un puñal y, aturdido aún por el porrazo, vio cómo su adversario alzaba el brazo derecho y dejaba caer el pomo de su espada contra su sien.
Giró la cara, justo a tiempo, y el acero le golpeó en la frente. Un estallido de fuego le invadió el cráneo y cuando reabrió los ojos, el marqués apretaba una rodilla sobre su pecho y tenía su daga en la mano, dispuesto a clavársela en la garganta. Pero alguien surgió en tromba desde su costado derecho y se arrojó sobre ambos, sujetando a La Valette del brazo herido y tirando de él. Bernard veía borroso y no comprendía lo que estaba pasando pero distinguió una voz que resollaba agitada:
—Perdonadle la vida, monsieur. Habéis ganado a pesar de luchar en desventaja, todos somos testigos. Mostraos generoso ahora.
Le pareció que La Valette se enderezaba y se ponía en pie, pero no podía ver bien. Tenía unas botas a la altura de la cara. Alguien se interponía entre ellos.
—No os inmiscuyáis, Bouteville. Vos habéis acabado con vuestro combate, dejad que concluya yo el mío —replicó la voz de su enemigo.
Bernard quiso decirle a su improvisado protector que se apartara y les dejara terminar, pero no tenía fuerzas. La cabeza le daba vueltas del mismo modo que en la posada del camino de Argenteuil.
La respuesta de Bouteville sonó firme:
—Vuestro amigo tiene una estocada en el costado, monsieur. —Bernard giró la cabeza trabajosamente y distinguió a unos diez pasos al rival de Bouteville, aovillado en el suelo y sujetándose el abdomen. Un poco más allá había otro cuerpo tendido en el barro—. Y vos también estáis herido. Hay que buscar un cirujano que os atienda a ambos lo antes posible. No es de hombres honestos ensañarse con un adversario indefenso.
Bernard parpadeó con fuerza e incorporó el torso. No sabía cuándo había llegado, pero Des Chapelles estaba también junto a ellos.
—¡Al infierno vuestras lecciones, Bouteville! —exclamó La Valette tratando de hacerle a un lado.
Bernard tanteó a su alrededor buscando su espada y farfullando improperios. Le costaba hablar. Se llevó la mano a los labios y descubrió que tenía el belfo inferior roto de un tajo y un pedazo de carne ensangrentada colgando.
—Es poco más que un crío —medió Des Chapelles—. Y su amigo de la infancia ha muerto por orden vuestra; poneos en su lugar.
—A mí me parece un hombre hecho y derecho. Y el hijo de puta ni siquiera ha querido avenirse a luchar sin daga cuando ha visto que yo no la llevaba.
—No podéis matarlo a sangre fría —insistió Bouteville.
Por supuesto que no. Era él quien iba a matar a La Valette. Ya podían quitarse todos de en medio porque le iba a enviar al infierno ahora mismo. Por su vida que le iba a rebanar la garganta y a dejar que se ahogara en su propia sangre.
Pero no sabía si lo estaba gritando en voz alta o si las palabras sólo sonaban dentro de su cabeza maltratada. Nadie le prestaba atención.
Al menos había logrado ponerse de rodillas. Agarró al hombre que tenía delante por los faldones del jubón para apartarle y de repente le invadió una náusea invencible y tuvo que doblarse en dos para no vomitarse encima. Hundió las manos en el fango, sofocado entre arcadas y sollozos. Le sorprendió el sabor de las lágrimas. Ni siquiera se había dado cuenta de que estuviera llorando.
Entonces, el suelo se acercó vertiginoso a su cara y los ojos se le cerraron.