1

Bernard apoyó la frente sobre las rodillas, helado de frío, y arrimó las nalgas contra la pared. Se mantenía agazapado para reducir al máximo la superficie de contacto con las piedras húmedas, pero aun así tenía los huesos entumecidos, los dedos acalambrados y apenas sentía los pies. Apretó con fuerza los ojos deseando poder dormirse, pero la mollera no le daba descanso. Abrió los párpados, exasperado, y la oscuridad se tragó su mirada.

No sabía cuánto tiempo llevaba en aquella mazmorra. Toda la noche, a juzgar por los rugidos de su estómago. Al principio, al verse solo allí dentro, le había dominado la ira y se había arrojado contra la puerta dando voces hasta que se había quedado ronco.

Finalmente había comprendido que los aporreos no valían de nada y se había puesto a medir el calabozo con las manos, buscando no sabía qué. Quizá sólo necesitaba sentir que la situación no estaba totalmente fuera de su control. La exploración no había dado mucho de sí. Estaba en un agujero de cinco pasos de ancho por cinco de largo; tanto las paredes como el suelo eran de piedra, y si se ponía de puntillas rozaba el techo con el pelo. En una esquina había topado con unos restos secos que le parecieron heces humanas y, asqueado, se había sentado en el lado opuesto, tratando de razonar.

El trayecto en coche había sido muy breve. Tenía que seguir en el centro de París. Y sabía que estaba bajo tierra, le habían hecho descender un buen rato antes de arrojarle allí dentro. Además la humedad era inconfundible. Se habría jugado un brazo a que estaba en el Gran Châtelet. La formidable fortaleza de piedra, flanqueada de torreones, a donde iban a parar los criminales que mandaba arrestar el preboste de París.

Y eso sólo podía significar una cosa. Le habían identificado; a él y quizá también a Madeleine. Había llegado la hora de pagar por la funesta visita a casa de Cordelier. A saber si ella no estaba en otra celda por allí cerca, temblorosa y encogida en un rincón, igual que en aquella maldita prisión de Ansacq. Ya sabía él que aquel asunto iba a traer cola. Inspiró profundamente varias veces para calmar su corazón galopante.

Era un imbécil, un zote, un badulaque que se dejaba enredar por cualquiera y que sólo era capaz de ver las cosas claras después de que hubieran sucedido.

Se golpeó la coronilla contra la piedra varias veces y sintió el chasquido inconfundible de un insecto aplastado. Gruñó con rabia y se frotó el pelo con la manga del jubón. Aunque si su cabeza iba a acabar rodando cadalso abajo, tampoco importaba demasiado ir lleno de porquería. Un estremecimiento le mordió las tripas y trató de engañar al miedo pensando en otra cosa.

No dejaba de rondarle un pensamiento incómodo como una mosca cojonera: si estaba en manos de la justicia, ¿por qué no le habían prendido a cara descubierta? Para preparar la acechanza que le habían tendido tenían que llevar días vigilándole. ¿Qué pensaban hacer con él que requería tanto secreto?

Un repique de pasos le sobresaltó con violencia. Enderezó el pescuezo, con los músculos en guardia. Tomó aliento. Quizá saliera de dudas muy pronto. Se puso en pie, despacio, y tuvo que apoyarse en la pared para compensar el hormigueo de la pierna derecha. Comenzó a hacer círculos con el pie, que le temblaba ligeramente, mientras una llave giraba con fuerza en la cerradura.

Lo primero que vio al abrirse la puerta fue el resplandor de una llama y luego varios bultos, que cruzaron el umbral morosamente. El que portaba la antorcha la enganchó de un soporte de la pared y luego abandonó la mazmorra. Quedaron tres hombres frente a él.

Uno vestía un hábito de monje y tenía una barba larga y frondosa. Los otros eran soldados. La antorcha dejaba ver el rostro impasible del más alto; tanto él como su compañero eran lo bastante robustos como para reducirle a porrazos llegado el caso. Pero se les notaba relajados. Era obvio que para ellos aquello no era más que rutina.

El monje tenía la respiración trabajosa, como si un catarro recalcitrante se le hubiera agarrado al pecho. Avanzó dos pasos y, al colocarse delante de la luz, su cara se convirtió en un pozo negro. No tenía muchas carnes pero había algo implacable en lo anguloso de sus hombros y lo inmóvil de su presencia; parecía una mantis al acecho.

Bernard dejó de mover la pierna dormida y aguardó, con los puños apretados, lo que le pareció una eternidad, pero ninguno de los visitantes parecía inclinado a romper el silencio. Una corriente insoportable le recorría de la planta de los pies al muslo y, al final, acabó por patear el suelo para matar el condenado hormigueo con un bufido irritado:

—¿Quién sois? ¿Qué queréis de mí?

El jadeo del fraile resfriado llenó de nuevo el calabozo y Bernard consideró la posibilidad de arrojarse contra la puerta sólo para sacarle de su mutismo exasperante. Quizá aquello fuera una forma de tortura. Pero entonces el monje dejó oír una voz que sonaba cavernosa y mucho menos vacilante que su ardua respiración:

—Soy el padre Joseph du Tremblay, aunque mi humilde nombre carece de toda importancia. Sirvo a alguien más eminente y poderoso que yo, Su Ilustrísima el cardenal de Richelieu, presidente del Consejo del rey, y él es quien se interesa por vos. —Hizo una pausa para tomar aire—. Estáis en la prisión del Gran Châtelet.

La confirmación de sus sospechas le provocó otra mordida en el estómago y la pierna dejó de bullirle. Se decía que en el Châtelet había mazmorras tan profundas que las aguas del Sena se colaban en su interior y los guardias se olvidaban de los prisioneros encerrados. Las miasmas que flotaban en la fortaleza eran tan malignas que muchos de los que entraban acababan sus días allí, consumidos por la enfermedad, fuera su crimen grande o pequeño.

—¿El preboste de París quiere algo de mí? —preguntó, con cautela. No quería incriminarse.

—No sois muy perspicaz —respondió el monje, irónico—. Pensad un poco. Si fuera cosa del preboste, ¿qué necesidad tendría de capturaros en secreto?

Bernard se encogió de hombros, malhumorado:

—Y yo qué sé. Nunca antes había estado preso.

El monje suspiró:

—Vuestra propia conciencia os dirá sin duda por qué os encontráis en esta situación.

Hubo una pausa larga durante la cual Bernard repasó en su mente todos los embrollos en los que había tomado parte. Decidió hacerse el tonto y cruzó los brazos sobre el pecho con terquedad:

—No se me ocurre nada. A lo mejor os habéis equivocado de hombre.

La suave risa del monje le pilló desprevenido:

—Hijo mío, no tenemos tiempo de andar jugando al gato y al ratón. Veamos. Os llamáis Bernard de Serres y huisteis de vuestra provincia después de dar muerte al barón de Brindos. Lleváis un par de meses al servicio del conde de Lessay, a cuyas órdenes interrumpisteis una ejecución en la villa de Ansacq, interfiriendo en la justicia. Habéis ayudado a la reina Ana de Austria y a la duquesa de Chevreuse, que por cierto es vuestra amante, a comunicarse en secreto con una Corte extranjera, ejerciendo de mensajero, y hace unos días asesinasteis a un magistrado del Parlamento de París en su propia casa, de un modo tan alegre que incluso le proporcionasteis vuestras señas al cochero que os llevó hasta allí. ¿Me he dejado algo?

Bernard escuchaba con la boca abierta la lista de sus correrías. El demonio sabía cómo, pero estaban enterados de todos y cada uno de sus pasos. Aunque lo último, lo más grave, lo habían descubierto por culpa suya y sólo suya, porque era un bocazas. Abrumado, sintió que le flaqueaban las rodillas y volvió a apoyar la espalda contra la pared. Con la mitad de lo que sabían les sobraba para hacerle ajusticiar con todo derecho. ¿Cómo se podía haber torcido tanto su camino? Bufó, agobiado:

—¿Acaso me habéis ido siguiendo los pasos todo este tiempo?

—Sois muy prudente al reconocer las acusaciones —respondió el monje, y Bernard se maldijo a sí mismo—. No os serviría de nada mentir, tenemos pruebas y testigos de cada uno de vuestros crímenes.

La frialdad del capuchino le estaba poniendo cada vez más nervioso:

—¿Y para qué han enviado a un fraile? ¿Para darme la extremaunción? —Pretendía mostrar espíritu, pero su voz le sonó amarga y miserable.

—Está bien que comprendáis la gravedad del asunto. Pero no temáis, mi presencia aquí obedece a otros motivos más… esperanzadores para vos. —Le hizo ademán de que se acercara.

—¿Qué queréis decir?

El fraile le cogió del hombro y le obligó a agacharse hasta que sus cabezas quedaron a la misma altura. Ahora que se había vuelto hacia la luz sí podía verle el rostro enjuto, surcado de líneas severas, seco como el pergamino:

—Escuchad, hijo mío. Sin duda no ignoráis que Francia está amenazada por poderosos enemigos que la acosan desde fuera y desde dentro. Potencias extranjeras ambiciosas como buitres, pero también grandes señores franceses, mal aconsejados, que se dejan tentar por promesas de riquezas y privilegios.

Se detuvo, esperando que dijera algo. Bernard respondió de mala gana:

—Sí.

—Pero un reino no puede desangrarse en disputas internas. Un rey ha de poder gobernar sin que su nobleza se arroje a los brazos de sus enemigos cada vez que el viento no sopla a su conveniencia ¿no os parece?

—Mmm…

No quería asentir. No le gustaba la dirección que estaba tomando aquella lección de política. Trató de zafarse de la presa del capuchino estirando la espalda y éste debió de detectar su renuencia, porque su voz se hizo cortante:

—Está bien. Iré directamente al grano. ¿Disfrutasteis de vuestra estancia en Chantilly hace un par de meses? —Sin esperar a que Bernard contestara, aceleró el ritmo—. Ya sabemos que estuvisteis jugando a los caballeros andantes en Ansacq pero, además, en casa del duque de Montmorency se habló bastante de política, ¿no es verdad?

—Yo no sé nada. No pertenezco a los círculos íntimos…

—No seáis modesto —replicó el fraile—. Estoy seguro de que coincidisteis con el maestro Rubens. ¿No estaba allí invitado por madame de Montmorency? Tomando apuntes para hacerles un retrato a los duques, si no me equivoco…

—Yo no…

—Dejadme hablar, os voy a contar una anécdota interesante. No sé si conocéis al marqués de Mirabel, el embajador del rey de España. Es un hombre cabal, pero por lo visto no tiene demasiado control sobre su vida galante… Hace unos días, su enamorada, una juiciosa dama francesa, le vio guardar un papel entre sus ropas y, pensando que era un billete de amor de una rival, se lo arrebató en un descuido. La misiva la había escrito en efecto otra mujer. Pero sólo hablaba de política. Era una carta de la infanta Isabel Clara Eugenia, la gobernadora española de Flandes. Y nuestra dama, con gran sentido del deber, decidió no restituírsela a su amado sino entregársela al cardenal de Richelieu. ¿Qué os parece?

—Que la dama en cuestión es una raposa.

—Tened cuidado, muchacho. No estáis en situación de ofender a nadie. En cualquier caso, en su carta la infanta le pide a Mirabel que averigüe si ha habido avances en ciertas negociaciones en las que el pintor Rubens tomó parte en Chantilly. Al parecer, un grupo de grandes señores franceses estuvo escuchando con bastante entusiasmo las propuestas de un misterioso enviado inglés y Madrid quiere saber qué curso han seguido.

Bernard se quedó callado, luchando por olvidar lo poco que recordaba de su breve estancia en Chantilly. Intentó borrar de su memoria la imagen de la duquesa de Montmorency conduciéndole al pabellón del bosque, el súbito silencio que se había hecho entre todos los allí presentes al verle entrar… Como si hubiera riesgo de que el capuchino le leyera la mente en medio de la penumbra.

—Yo no entiendo de política.

—Ya sé, ya sé que sois un cordero inocente que no entiende de nada. Pero hay una cosa que sí sabréis decirme. ¿Quién andaba por allí de visita esos días? Rubens no vino a Francia sólo a pintar; la carta lo deja claro. Es un agente de la Corona de España. Pero había otros…

Bernard tragó saliva:

—No puedo…

Se ahogaba en aquella mazmorra estrecha. El fraile volvió a agarrarle y esta vez le apretó más fuerte:

—Conmovedor. No queréis traicionar a vuestro señor… No os preocupéis. Es de dominio público que, aparte de Rubens, Lessay y Bouteville estaban allí. Pero la carta menciona también a un enviado inglés y a otro gran señor francés que, por lo que insinúa la gobernadora española, debía de ser al menos de tan alto rango como el anfitrión… ¿Quiénes eran? Haced memoria.

Agobiado, Bernard agachó la testa y suspiró para ganar tiempo. Se cambió el peso de pierna y volvió a resoplar, atormentado.

—¿Y si os juro que no sé nada?

El fraile le soltó el brazo y susurró:

—Entonces la muerte del magistrado Cordelier os costará la cabeza. A vos y a la damita que os acompañó a su casa. —Inclinó el cuello con pesadumbre, como si fuera cosa hecha.

También a ella. Iban a ir juntos al cadalso, sin importar quién hubiera empuñado la daga. No les importaba. Si querían condenarlos a ambos, lo harían.

—De verdad que no…

El capuchino continuó como si no le hubiera oído:

—Por supuesto, podéis decirme cualquier cosa con la esperanza de que os libere y huir al extranjero en cuanto pongáis el pie en la calle. Pero en ese caso el Parlamento os juzgaría in absentia de igual modo, os despojaría de vuestros privilegios de nobleza y os declararía villano e infame. ¿Sabéis lo que eso significa? —Bernard estaba demasiado encogido como para responder, pero al fraile no le importó—. Seréis desposeído de vuestras tierras. La justicia hará arrancar cada árbol y cada matojo, sacrificará a vuestro ganado y mandará destruir vuestra casa solariega. Condenaréis a vuestra madre y a vuestra hermana a la miseria y a la deshonra.

Hablaba con una voz tan atronadora como la del cura de su parroquia cuando describía los tormentos del infierno. Bernard cerró los ojos, acorralado. La cabeza le daba vueltas. Un sudor frío le recorría la espalda transformando su camisa en un emplasto pegajoso. El fraile aguardaba impasible.

No quería convertirse en un judas. Pero no tenía elección. Algo tenía que decirles. Apretó los dientes.

—El inglés de Chantilly… era Holland.

Aquel nombre era el que menos daño hacía. Ni era santo de su devoción ni andaba por allí para que pudieran detenerlo. El capuchino inclinó la cabeza, complacido.

—¿Y qué pretendía ese hereje? Seguro que algo oísteis.

—No lo sé muy bien. No coincidí con él más que una noche. Escuché de refilón algo acerca de que quería enviar soldados, pero no sé cuántos, ni para qué. Os lo juro. Todo el mundo se calló cuando entré en la habitación.

Se escuchaba hablar y no se lo creía. Delatando sin pelos en la lengua, convertido en un perro traidor. Las palmas de las manos le sudaban a pesar del frío y el religioso seguía cabeceando, satisfecho:

—Algo es algo. ¿Quién más estaba presente?

Sólo faltaba uno por nombrar. César de Vendôme, el hijo de Enrique IV y Gabrielle d´Estrées. Si decía aquel nombre ya no podrían sonsacarle nada, porque no sabía más. Si decía aquel nombre se acabaría todo:

—El duque de Vendôme.

Ya estaba. Las orejas le ardían y tenía una sed terrible. Habría matado por un vaso de agua. Pero el capuchino no se movió ni una pulgada:

—Así que el Gran Bastardo…

—No sé nada más.

—Os creo. Por eso os vamos a dar otra oportunidad.

Bernard se puso en guardia de nuevo:

—¿Otra oportunidad?

—Prestad atención. Su Majestad el rey aguarda la visita de lord Holland para dentro de un par de semanas. Le envían de la Corte inglesa para tratar asuntos de Estado. Queremos saber si aprovecha para ponerse de nuevo en contacto con los conspiradores. Enteraos. No os separéis de Lessay, mantened los ojos abiertos. Y venid a contárnoslo todo. Mientras nos sirváis bien, el Parlamento ignorará vuestros crímenes y ni vuestra familia ni vuestra amiguita tendrán que sufrir ninguna desgracia. Pero no os paséis de listo. Si no encontráis nada o si lo que nos contáis no nos convence y no nos resulta útil, podríamos suponer que nos estáis engañando. O peor aún, que nos habéis traicionado y le habéis hablado a alguien de lo que ha pasado aquí hoy. Eso, por supuesto, supondría el fin inmediato de nuestro acuerdo.

Bernard cerró los ojos de nuevo, desazonado. Con una vez no iba a bastar. Le tenían cogido por los huevos y le iban a obligar a ser su espía hasta el día del Juicio. Su pecho era un campo de batalla lleno de muertos.

—Perded cuidado —dijo por fin—. Haré lo que me pedís.

El monje le dio unas palmaditas en la mejilla:

—Sé que sois un buen cristiano y que albergáis en vuestro corazón el deseo de proteger al rey y a Francia. Ahora tenéis la oportunidad de hacer lo correcto y expiar al mismo tiempo vuestros pecados.

Bernard no contestó. Había temido quedarse sin cabeza en aquella prisión, pero al final había sido el honor lo que había perdido.

Un escribano puso por escrito todo lo que había confesado, para que no quedara duda de su ignominia, y luego le hicieron firmar el papel. Escuchó como en un trance el resto de las explicaciones del fraile acerca de su misión y la visita de Holland, y luego volvió a quedarse solo.

Al cabo de un rato, un carcelero vino a buscarle para conducirle al exterior. A Bernard los pies le pesaban como el plomo.

El sol estaba en todo lo alto. Eso era que no había pasado en el calabozo ni veinticuatro horas, pero por primera vez desde su llegada a París aspiró el aire de la calle con ganas. Tragó unas buenas bocanadas y estiró los músculos como un perro al que acabaran de quitar la correa y luego echó a correr. Corrió y corrió para que el frío de la mañana le sacudiera el olor a piedra húmeda y a insidia.

Con suerte, en el hôtel de Lessay no le habrían echado de menos. Se coló en el patio de rondón, y en el vestíbulo principal se chocó con dos lacayos, que en vez de saludarle bajaron los ojos, evitando mirarle de frente. Cuando se alejaban les oyó pronunciar el nombre de La Valette entre dientes y de repente recordó lo que había oído la tarde anterior en la sala de armas. No había vuelto a pensar en Charles. Tenía que subir corriendo a ver si estaba en su cuarto.

Antes de que pusiera un pie en el primer peldaño, otro criado le apartó con brusquedad, murmurando que tenía que ir a buscar un médico para la condesa. Desconcertado, Bernard vio a Suzanne, la doncella de madame de Lessay, que bajaba la escalera. Venía deshecha en lágrimas. Tuvo un mal presentimiento:

—¡Monsieur! —exclamó, nada más verle—. Han encontrado a vuestro amigo muerto en el río, acribillado a cuchilladas. ¡El Señor se apiade de su alma! Tan joven, tan apuesto, tan devoto de mi pobre señora…

Se le echó en los brazos sollozando y le clavó las manos en los hombros, suplicante.

Como si él tuviera el poder de hacerlos despertar a ambos de aquella pesadilla.