38

La vieja espada cincelada que pendía sobre la puerta de la sala de armas, a modo de enseña, chocó contra el muro con fuerza, sacudida por un golpe de viento húmedo. Una riña de gatos famélicos y chillones como almas malditas había estallado en un rincón del patio y, al fondo, un mastín encadenado los devoraba con la vista, saltando y tironeando de la argolla, con las fauces desnudas y sin parar de aullar.

Bernard llevaba el tahalí con el acero de entrenamiento en la mano, los bajos de los calzones remetidos de cualquier manera por la boca de las botas y la capa terciada al hombro.

Cuando se había levantado aquella mañana, el hôtel de Lessay era una tumba. El conde no estaba en casa y frente a las puertas de la condesa se había encontrado un montón de caras fúnebres, entre ellas la de Charles.

Su amigo le había explicado lo que ocurría, muy nervioso, y él había permanecido a su lado, aguardando, hasta que Lessay había regresado y les habían dicho que la condesa había dejado de sangrar y estaba fuera de peligro inmediato. Bernard le había preguntado al conde si podía serle de servicio en algo y cuando éste había respondido que lo único que quería era dormir, había comido algo y se había escapado un rato a la sala de armas, para despejarse.

Había escuchado el rumor por casualidad, mientras recuperaba el resuello tras una ronda de asaltos, sentado en un taburete con la espada sobre las rodillas.

No había visto nunca antes a aquel tipo por la sala de armas. Era un espadachín flaco y cetrino, con ojos de hambre y la mandíbula ganchuda, que había estado observando muy atento los combates antes de sentarse a charlar con un normando con las muñecas de mantequilla al que Bernard había vapuleado ya dos veces.

Había sido el nombre familiar, pronunciado a media voz, casi con cautela, lo que le había puesto alerta:

—Monsieur de La Valette está que rabia con la historia del soldadito.

—¿Porque se le ha escabullido?

—Porque se ríe de sus amenazas. Anda paseándose por el Palacio de la Cité todos los días como si tal cosa. El marqués tiene gente encargada de sacarle las tripas en cuanto vuelva a poner el pie fuera del hôtel de Lessay.

De primeras, aquello le había sonado a cuento. Charles no había pisado la calle desde hacía días. Aunque se pasaba las horas gruñendo, suspirando y tratando de hacer creer a todo el mundo que no soportaba su forzado encierro. Pero una sospecha insidiosa se había ido abriendo hueco en su interior, como un gusano escarbando para llegar al corazón de una manzana. No tenía ni idea de lo que hacía su amigo cuando él no estaba. Y le sabía más que capaz de haber estado enredando sin contarle nada.

En un abrir y cerrar de ojos la duda se había convertido en certeza y la certeza en urgencia. Mientras él estaba allí, pasando la tarde con una espada sin filo entre las manos, el muy necio podía andar donde no debía, a riesgo de acabar con un palmo de blanca incrustado entre las costillas. Tenía que avisarle.

Se había calzado las botas y había agarrado sus cosas sin pararse a decir adiós ni siquiera a Bouteville, que andaba zurrando a un flamenco pretencioso en un rincón.

Espantó a los gatos de una patada rápida y cruzó el patio en dos zancadas. Los aullidos quejumbrosos del perro se fundían con el ulular del viento formando un solo lamento lúgubre y largo.

El quejido lastimoso del viento hacía vibrar los ventanales al otro lado de las cortinas, pero envuelto en la penumbra de la estancia, en el rincón abrigado entre la chimenea y la gran cama con dosel, a Charles le parecía que el sonido pertenecía a otro mundo, irreal y fantasmagórico.

Isabelle dormitaba, con la cabeza inclinada hacia un lado, las mejillas arreboladas y la respiración en calma; y él habría podido quedarse allí contemplándola toda la vida.

Aún no estaba fuera de peligro, pero, al poco de llegar el cirujano, la condesa había dejado de sangrar y el niño se había movido. Seguía vivo. Aunque no sabían lo que podía pasar en las próximas horas. Todavía podía suceder lo peor.

Isabelle estaba muy asustada y apenas hablaba, aunque era ella quien le había hecho llamar, cuando los físicos y la comadrona se habían retirado y su marido se había ido a descansar. No habían tenido que ir a buscarle muy lejos. Apenas se había movido de la puerta de su antecámara en toda la mañana.

Suzanne le había hecho pasar, rogándole por lo más sagrado que fuera sensato y no alterara a la condesa con ninguna inconveniencia. Luego los había dejado a solas, e Isabelle le había pedido que le leyera algo, lo que quisiera, algo que él considerase hermoso y que les llevara a ambos muy lejos de allí. Pero se había quedado dormida al poco rato, exhausta.

Charles apenas se había atrevido a hablar. Estaba demasiado conmovido. La condesa le había estado rehuyendo desde la tarde en que se había atrevido a besarla pero ahora, en aquel trance, de todas las personas del mundo le había escogido a él para acompañarle. Se preguntaba si sería muy arriesgado atreverse a rozarle la frente con los labios antes de abandonar la habitación. No quería marcharse, pero la mejor amiga de la condesa, madame de Combalet, había anunciado su visita y debía de estar al llegar. No podía dejar que le sorprendiera allí, mudo y embobado, olvidado el libro que se suponía que estaba leyendo a los pies de la cama.

Suspiró. Ya que tenía que dejarla, aprovecharía al menos para ocuparse de sus asuntos. Aquella mañana le había enviado un billete a Boisrobert contándole que había descubierto las dos cartas inglesas. Pero aunque su recadero insistía en que le había entregado la nota al abad en mano, nadie se había puesto en contacto con él, así que a eso del mediodía había enviado otra nota. Esta vez el mensajero le había dicho que se la había entregado al criado del abad. Pero aún no había respuesta.

Charles había meditado sobre aquel extraño silencio sin llegar a ninguna conclusión, y al final había decidido acudir él directamente a Richelieu. Pero no se olvidaba de las sombras que le habían perseguido hacía un par de noches. Si iba a salir a la calle, tenía que ser antes de que cayera la oscuridad.

Se incorporó muy despacio, para no molestar a Isabelle, pero apenas había esbozado el gesto cuando ella abrió los ojos, desorientada, como tratando de recordar dónde y con quién estaba. Entonces fijó la vista en él y sonrió con alivio:

—Gracias a Dios. He soñado que venía la muerte y que no volvía a veros.

Charles tragó saliva. Isabelle estaba confusa. El médico le daba cada tanto unas gotas de belladona para que descansara y había veces que mezclaba las ensoñaciones con la realidad. Pero ella le seguía mirando con sus grandes ojos de cierva brillantes de fiebre, prendidos de los suyos.

—No digáis eso ni por ensueño —respondió—. No os va a pasar nada.

Su voz le sonó palpitante e inconveniente, más reveladora que cualquier gesto que hubiera podido hacer.

Ella sacudió la cabeza. Tenía las pupilas dilatadas por las drogas y los labios secos:

—No me habéis entendido —susurró. Su mano derecha vibró tímidamente para llamarle.

Charles se puso de pie, muy despacio, como si Isabelle fuera un animal silvestre y cualquier movimiento brusco pudiera espantarla. Alargó su propia mano con cautela. Las lágrimas se le agolpaban otra vez en los ojos. No hizo nada por retenerlas:

—Yo sí que moriría si os sucediera algo.

Isabelle tenía los dedos fríos, destemplados. Charles sintió cómo se aovillaban para resguardarse dentro de sus dos manos y, cuando alzó la vista, vio que sus ojos también titilaban.

Permanecieron así unos instantes, sin decirse nada y sin que hiciera falta. Hasta que se escucharon unos pasos vivos que ascendían las escaleras acompañados de una voz firme que no paraba de lanzar preguntas.

Charles se incorporó y se llevó la mano de Isabelle a los labios para despedirse.

—Me tengo que ir.

Ella le agarró los dedos con una fuerza inesperada:

—No os marchéis. Tengo miedo de no volver a veros nunca más.

Charles dudó. No había nada que deseara más que quedarse junto a ella. Pero no podía ser. Delante de madame de Combalet su presencia resultaba comprometedora e inconveniente. En cuanto la dama entró en la estancia, aprovechó para escabullirse con precipitación, ante su sorprendida mirada. Sentía las mejillas abrasadas y estaba convencido de que si se quedaba allí dos minutos más, la amiga de la condesa lo adivinaría todo.

Corrió escaleras arriba a buscar los papeles. Las copias que había hecho a toda velocidad en el gabinete del conde estaban llenas de borrones, así que se las había guardado para él y había vuelto a transcribir los mensajes en cuartillas limpias para el cardenal, con su letra más cuidadosa. Tenía que ser rápido. Y no sólo por precaución por si alguien le estaba aguardando, ni para evitar que no le alcanzara la noche, sino para regresar junto a Isabelle lo antes posible.

Se colgó las armas, se puso la capa y el sombrero, y comenzó a enfundarse los guantes. Pero cambió de opinión y se los guardó en un bolsillo. Prefería conservar sobre la piel el recuerdo del tacto frío de los dedos de su dama.

Madeleine se frotó las manos para hacerlas entrar en calor. Las tenía tan frías que le dolían como si se las hubiera quemado, igual que los pies. El viento se colaba por entre las tablas mal ensambladas del cobertizo y a través de su capa de lana, helándole los huesos.

Había abandonado el palacio de la reina madre aturdida y silenciosa, apretando contra su pecho el estuche de Anne. De vuelta a su cuarto, la duquesa de Montmorency la había ayudado a cambiarse de ropa, mientras ella pensaba en su llegada a la granja de las afueras de Nancy, maltrecha, y en cómo día a día había ido absorbiendo las fuerzas del bosque, de las piedras antiguas y de las lobas que aullaban en la espesura antes de salir de caza.

Pero había sido la sangre.

María de Médici se lo había explicado y la duquesa se lo había repetido mientras la envolvía en una capa oscura y la abrigaba maternalmente. La sangre de Cordelier. En el momento en que había derramado sangre enemiga con sus propias manos para vengar otra sangre, su destino por fin se había hecho posible. Aquello para lo que la habían protegido desde el día de su nacimiento. Lo que estaban aguardando. Aquella Cuya Voluntad se Cumple la había reconocido. Las serpientes, la tierra húmeda y la noche la esperaban.

Habían subido juntas a un carruaje que las había conducido hasta un lugar boscoso y despoblado a varias horas de París. Estaba dispuesto que permaneciese en aquella choza remota hasta que llegase el momento, para ordenar sus pensamientos y reflexionar, como un caballero andante que velara sus armas. Pero estaba tan asustada que no podía pensar en nada. No sabía muy bien sobre qué esperaban que cavilara tanto tiempo.

En el centro de la cabaña había un pequeño hogar encendido. El suelo era de tierra y no había más mobiliario que un primitivo banco de madera tallado a hachazos. Quizá fuera un refugio de pastores, pero estaba tan mal rematado que no creía que sirviera ni para resguardarse de un chubasco. A través de las tablas se veían las pocas hojas rojizas y marrones que les quedaban a los árboles, y que el viento arrancaba en remolinos multicolores. Pero si miraba seguido al exterior, los ojos se le llenaban de lágrimas y polvo.

Se sentó en el tosco banco y se arrebujó en su capa apretando el medallón con la rueda grabada que le colgaba al cuello. Antes siempre llevaba un crucifijo de oro, pero se lo habían quitado cuando estaba prisionera de Ansacq y no había vuelto a acordarse. Hasta ahora. Tal vez el propósito de aquellas horas solitarias fuera que se despidiera definitivamente de sus viejas creencias.

Se miró las manos. No llevaba guantes y las tenía congeladas. ¿Por qué no le habían dado guantes? ¿Se les había olvidado?

No se veía, pero estaban manchadas de sangre. La sangre inmunda de Cordelier.

Sonrió, pensando que aquel hombre había estado a punto de acabar con su vida acusándola de brujería, cuando ella no era más que una chiquilla inocente. Ojalá pudiera verla ahora, desde el infierno…

Por fin entendía la emoción callada de madame de Montmorency cuando se lo había contado todo. La duquesa había comprendido que el odio ingobernable que alimentaba en su corazón había dado fruto. Se había mostrado digna y la madre oscura iba a recibirla.

Madeleine no sabía si se sentía aliviada o aterrorizada. Tuvo que ponerse en pie y echar a andar. El cobertizo era tan pequeño que lo abarcaba con dos pasos.

Por momentos le parecía que aquello era imposible. Que estaba soñando o la tenían engañada. Que era todo una burla inexplicable. Pero no. Lo sentía en su interior. Había empezado a sentirlo casi desde que se había instalado en la casita de las afueras de Nancy, lejos de todo. Una fuerza nueva que la unía a la naturaleza y que la llenaba de una rabia que nunca había conocido antes. Había sabido que algo le estaba ocurriendo antes incluso de que nadie le explicara nada.

De pronto la puerta se abrió con un chirrido, empujada por la mano enguantada de madame de Montmorency:

—¿Va todo bien? Puedo traeros una manta si tenéis frío.

Era la encargada de velar por su bienestar aquella última tarde, pero no podía acompañarla dentro de la choza. Madeleine negó con la cabeza y enderezó la espalda, tiritando. La duquesa sonrió con dulzura:

—Todavía quedan unas horas. Esperaremos al anochecer para comenzar.

Ella asintió débilmente, y la dama salió cerrando la puerta tras de sí.

A través de las tablas se colaba la escasa luz de la tarde. Miró por un agujero, buscando el sol, para hacerse una idea de la hora que era. Pero no había manera de orientarse. El cielo estaba sembrado de nubes grises como ovejas sucias apelotonadas para calentarse, tan heladas de frío como ella.

Las nubes se habían amontonado en lo alto de París, cercadas por las violentas ráfagas de viento, y los tenderos cubrían sus puestos con telas enceradas para proteger las mercancías de la lluvia, haciendo aún más intransitable el barrio del mercado con su trajín.

Bernard avanzaba entre tropezones, cada vez con más prisa, por el mismo camino de todos los días. Bordeó la plaza por el norte y luego se desvió por la calle de los Ménétriers.

A menudo, después de ejercitarse en la sala de armas, entraba en alguna de las cantinas de la calle a beber algo. Vio al patrón de su taberna habitual, que descansaba apoyado en el quicio de la puerta. El hombre le saludó llevándose la mano al gorro de lana y Bernard le devolvió el gesto sin detenerse.

Un mocetón con la cara picada de viruela, poco más o menos de su edad, surgió de la calleja húmeda y sombría y le abordó muy cortésmente:

—Monsieur, disculpadme si os incomodo. ¿Seríais tan amable de indicarme cómo llegar a la taberna La Croix-de-fer? —Tenía un acento muy marcado, de algún lugar del norte, y hablaba con una deferencia excesiva.

El primer impulso de Bernard fue quitárselo de encima. No tenía tiempo de atender a ningún aldeano perdido. Entonces reparó en las ropas desvaídas del mozo y en su actitud tímida, y se vio a sí mismo recién llegado a París hacía poco más de dos meses.

No había estado nunca en La Croix-de-fer pero sabía que era un tugurio que frecuentaban los amigos poetas de Charles. Y no estaba lejos de allí.

Cogió al tipo por el hombro para indicarle la dirección correcta, pero más que mirarle a él o al lugar que señalaba su dedo, el mozo parecía pendiente de algo que tenían detrás. Bernard estaba a punto de mandarle al infierno por malcriado y seguir camino, cuando sintió él también una presencia a su espalda.

No tuvo tiempo de girarse. De repente alguien se abalanzó sobre sus hombros y, antes de que pudiera siquiera hacer gesto de defenderse, le arrojó un trapo a la cabeza y le dejó ciego.

Intentó arrancárselo con una mano, mientras con la otra echaba mano a la ropera desfilada que llevaba al costado, pero casi de inmediato sintió un fuerte golpe en los riñones y un latigazo de dolor cuando alguien le golpeó con el acero de una empuñadura en la mano derecha. No sabía si eran dos, tres o cuatro hombres los que tenía encima. Las voces se confundían, dando órdenes, aunque una de ellas era con toda seguridad la del cazurro norteño.

Se revolvió como un oso, pataleando y lanzando cabezazos a diestro y siniestro, pero le arrojaron al suelo y de dos patadas en el estómago le dejaron sin aire. Le apretaron la capucha con una cuerda al cuello, le agarraron entre dos o tres y oyó acercarse un coche. Le metieron dentro a empujones. Él ni siquiera se podía mover. No podía respirar. Era como si una cota de malla ardiente le oprimiera el pecho.

El carruaje se puso en marcha de inmediato y Bernard dejó que le ataran las manos sin resistirse. Poco a poco iba recuperando el aliento y dejaba de quemarle el estómago. Todo había sido tan rápido que ni siquiera había tenido tiempo de sentir miedo. Sólo furia y el instinto de defenderse como una bestia acosada por una jauría de perros.

Entonces sintió la presión de un objeto macizo apoyado contra su pecho y escuchó el chasquido de un arma de fuego preparada para disparar.

Charles acarició la culata de la pistola y comprobó por segunda vez que estuviera bien amartillada.

Se había armado bien por precaución, igual que había mirado cuidadosamente a izquierda y derecha antes de enfilar el camino viejo del Temple en dirección al río, pero estaba tranquilo. Aún era de día y su ruta le llevaba a través del corazón de la ciudad. La multitud le daba seguridad. Incluso un matón a sueldo dudaría antes de asesinar a alguien ante testigos y arriesgarse a la horca. Aunque a lo mejor el marqués les había dado a sus sicarios la garantía de que les ayudaría a desaparecer de París con los bolsillos bien repletos. Tenía que ser prudente.

Se detuvo bajo el portón de entrada del hôtel d’O para otear a los transeúntes que caminaban con las cabezas gachas para protegerse de las ráfagas de viento que sacudían la larga calle, haciendo volar sombreros e hinchiendo los toldos de los comercios como velas de barco. Y antes de torcer hacia la calle de la Verrerie volvió a hacer lo mismo.

Entonces lo vio. Un rostro al que no era capaz de poner nombre, ancho y redondo, con las cejas espesas y una nariz pequeña e incongruente. Su dueño caminaba unos veinte pasos detrás de él. No le había dado tiempo a lanzarle más que una ojeada de refilón, pero Charles estaba seguro de que no era la primera vez que se lo cruzaba.

Se metió en la primera bodega que encontró a su paso, pidió un vaso de vino y lo despachó de dos tragos, sin perder de vista la puerta. El hombre pasó de largo, sin echar ni una mirada al interior sombrío, y Charles volvió a calmarse. Había cien razones por las que aquella cara podía serle familiar, decenas de sitios en los que podía haberse cruzado con aquel individuo.

Pagó al bodeguero y siguió su camino, avergonzado de haberse dejado dominar por los nervios.

Pero entonces volvió a verle. Apoyado en el muro de la iglesia de Saint-Merry. Aguardando. Se detuvo en seco. Justo a tiempo de ver cómo el tipo alzaba las cejas y le hacía una seña a otro hombre que había plantado en el lado opuesto de la calle. Fue cuando cayó en la cuenta. Ya sabía cuándo y dónde había visto antes aquella cara. Hacía dos días. En la gran sala del Palacio de Justicia. El estómago le dio un vuelco. Estaban vigilándole. E iban a por él.

Retrocedió de un salto, apartando de un empujón a un viejo cargado con un cesto, y echó a correr por la primera bocacalle. No necesitaba darse la vuelta para saber que los dos hombres le seguían. Escuchaba los gritos y las imprecaciones de los viandantes a los que iban avasallando en su persecución, con tan pocos reparos como él.

Trataba de pensar a toda velocidad, haciendo por no apartarse de las callejas más transitadas. La capa, el sombrero, las armas, todo le molestaba para correr. Las telas se le enredaban en el cuerpo y la hoja de la ropera le golpeaba las piernas.

No sabía a dónde iba. Se había alejado demasiado del hôtel de Lessay y la residencia del cardenal y el Louvre estaban aún a más distancia. Pero no tenía ninguna posibilidad contra dos hombres armados. Sólo podía huir. Siguió corriendo, ciego, tropezando y volviéndose a levantar. Una carreta cargada de heno le cerró el paso y saltó por encima sin pensárselo.

A su derecha se abría un callejón solitario, de los que los viandantes utilizaban para aliviarse, apartados de las miradas ajenas. Se metió dentro a la carrera y miró a su alrededor, buscando una ventana abierta por la que escabullirse o un apoyo para trepar a un techo, desesperado.

Y sus plegarias fueron escuchadas. Más o menos a mitad del pasadizo había una casa abandonada. La puerta de la calle colgaba medio desprendida de sus goznes. La empujó, se coló dentro y cargó con el hombro para volver a cerrarla. La única ventana estaba sellada con tablones y la estancia estaba envuelta en una oscuridad impenetrable. Apenas lograba distinguir sus propias manos.

Pero no importaba. Agarró la pistola, colocó el dedo sobre el gatillo y se apostó junto a la puerta, acechante. A través de las rendijas de la madera se distinguía perfectamente la calleja. En cuanto el primero se acercara lo suficiente, le descerrajaría un tiro a bocajarro.

Si no fallaba, sólo le quedaría el otro. Y estarían uno contra uno, a solas, en aquel callejón infecto, acero frente a acero. Entonces, que fuera lo que tuviera que ser.

Se santiguó, alzó el cañón de la pistola y se dispuso a aguardar, escuchando cómo el viento furibundo arrastraba lejos de allí el sonido de las campanas de Saint-Mérry.

A lo lejos, las campanas de alguna iglesia dieron las tres. Bernard viajaba encapuchado entre dos hombres que le sujetaban un brazo cada uno con dedos engarrotados. Otro individuo presionaba el arma contra su pecho, pero alguien más tenía que ir guiando el carruaje. Así que por lo menos eran cuatro.

No le habían disparado. El pistolón amartillado no había sido más que un modo de mantenerle a raya y disuadirle de rebullirse más. Pero temía que no dudaran en usarlo si les daba algún motivo.

Superado el impulso inicial de revolverse a puñadas contra lo que fuera, ahora trataba de reflexionar. No habían dejado nada al azar. Le habían apaleado lo justo para cortarle las alas pero no tanto como para quebrantarle ningún hueso ni desgraciarle parte blanda. Tampoco se habían dejado provocar por sus insultos ni amilanar por sus amenazas. Dos de ellos se habían burlado de él hasta que un tercero, cuya voz sonaba ronca y resoluta, había ordenado que se callaran. Nadie debía dirigirle la palabra al prisionero. Y la autoridad de su tono dejaba bien claro quién mandaba allí.

Estaba seguro de que eran gente de oficio. ¿Quién los habría enviado? Intentó pensar en los enemigos que se había hecho en los últimos tiempos: la duquesa de Chevreuse, la baronesa de Cellai, la familia del barón de Brindos, la de Cordelier, si la tenía… Pero todo le sonaba a disparate.

Respiró hondo. Si hubieran querido matarle, ya lo habrían hecho. No se habrían molestado en ponerle el saco en la cabeza. Le llevaban a algún sitio y no para asesinarle. Se mordió el labio de pura impotencia. ¿Y Charles? Ya no podía avisarle de nada, pensó con súbita urgencia. Sólo podía rezar por que fuera prudente y no saliera de casa.

De pronto el carruaje se detuvo. Le retiraron el pistolón del pecho y le ordenaron que descendiera. Trató de alzar las manos y ponerlas por delante para orientarse, pero alguien tiró de la cuerda con que se las habían atado, impidiéndoselo. Trastabilló y estuvo a punto de caerse al suelo. Por suerte una mano firme le agarró del cuello de la camisa y le enderezó.

El trayecto había sido muy corto. No creía que hubieran salido de las murallas ni que hubieran cruzado el río tan siquiera. Le hicieron avanzar a empellones. El suelo era de piedra. Se oían pasos y voces a su alrededor; había más gente allí. Pensó en pedir ayuda pero desistió en el acto. Si a nadie le parecía raro que llevaran a un tipo a rastras con las manos atadas y la cabeza cubierta por un saco igual que un halcón, no iban a cambiar de opinión porque él se pusiera a bramar como un becerro.

Debían de haber entrado en algún edificio porque ahora las voces reverberaban de un modo distinto. El suelo parecía descender a cada paso y las voces a su alrededor se iban apagando. Una de ellas advirtió que tuviera cuidado con los escalones, y siguieron descendiendo en círculos. Pocas veces había respirado un aire tan fétido. Era una mezcla de humedad y podredumbre intensa. ¿Qué clase de lugar podía oler a escombrera de aquella manera?

Finalmente escuchó el ruido metálico de un cerrojo. Sus captores le propinaron un empujón, perdió pie y se precipitó hacia delante en un instante de incertidumbre que se le hizo eterno. No le habían avisado de que había otro escalón. Se golpeó la rodilla con tanta violencia que volvió a quedarse mudo de dolor. Escuchó unas risas y le empujaron con un pie.

Rodó instintivamente hacia delante y aterrizó en un suelo frío y húmedo. Unas manos zafias le aflojaron la cuerda y le arrancaron la capucha sin contemplaciones. Inspiró una bocanada de un aire tan hediondo que le dieron ganas de vomitar.

Escuchó que cerraban la puerta con cerrojo y luego unos pasos que se alejaron hasta que acabaron por fundirse con el silencio. Parpadeó varias veces para dar tiempo a sus pupilas a adaptarse, pero la negrura era completa.

La calleja estaba negra y callada. Hacía tiempo que había anochecido y Charles seguía aguardando.

Sus dos perseguidores no habían asomado siquiera. Y hacía un buen rato que tampoco le sobresaltaba ningún vecino apresurado. A medida que había ido cayendo la oscuridad, nadie había vuelto a aventurarse por la calleja y los sonidos del barrio se habían ido apagando hasta desvanecerse. Apenas se escuchaba de cuando en cuando, viajando a lomos del silbido del viento, alguna voz destemplada, un ruido de cacerolas o el ladrido ocasional de un perro.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí escondido. Hacía mucho que había relajado la vigilancia, pero aún no se decidía a salir. Que ninguno de los dos sicarios hubiese asomado el morro por el callejón no significaba nada. Quizá habían adivinado sus intenciones y simplemente le aguardaban con la mano en la empuñadura del estoque, cada uno en una desembocadura del pasaje.

Pero no podía quedarse allí toda la vida atrapado. Tenía que ponerse a salvo. La cuestión era dónde. Durante el largo acecho en el callejón se había acordado varias veces de Isabelle. ¿Le estaría esperando? Le había pedido que no se marchara, había intentado retenerle… Y él no había hecho caso. Pero no se atrevía a volver al hôtel de Lessay. Si había despistado a los matones, tenía todas las papeletas para que le estuvieran acechando en el camino.

Su camarada Garopin se alojaba en el puente de Notre-Dame. No sabía si estaría en casa, pero la mujer con la que vivía le había dado un niño hacía un par de meses; seguro que ella sí estaba. Y se encontraba a dos pasos. Podía resguardarse allí y ya vería cómo regresar al hôtel de Lessay al día siguiente.

Cogió la pistola con la izquierda, desenvainó la espada y empujó la puerta muy despacio, con cuidado de no hacer ningún ruido. Una vez fuera, apoyó el hombro contra la pared y se fue deslizando, en silencio, hasta la bocacalle que bajaba al río. Antes de doblar la esquina se detuvo a coger aliento y alzó la mano armada para ponerse en guardia.

Se imaginó a su perseguidor apostado en la misma postura, a la vuelta de la pared, listo para ensartarle como a una gallina en cuanto pusiera el pie fuera del callejón. Respiró hondo, consciente de que aquél podía ser el último paso que diera en su vida.

Pero no había nadie. La calle estaba vacía.

No aguardó ni un instante. Continuó su camino pegado a la pared, como una alimaña, sobresaltándose por cualquier crujido, por los murmullos que llegaban de detrás de las puertas, maldiciendo la ventolera que camuflaba otros tantos ruidos.

No tardó en llegar a la vista del Sena. Detrás de los molinos de agua, a menos de cien pasos, estaban el puente y la casa de Garopin. Sólo tenía que cruzar el arenal del muelle, iluminado por los fanales de las tabernas de la orilla.

Cogió aliento y echó a correr, sorteando las isletas de luz como si cargase contra una fortaleza enemiga. Sólo le separaban unos pocos pasos del puente.

Entonces escuchó un silbido largo y agudo a su espalda, y sintió un escalofrío. Giró la cabeza. Dos figuras negras caminaban hacia él.

Los malditos se habían quedado rondando. Y le habían visto. La noche estaba tan cerrada que no podía verles el rostro, pero sí el brillo de dos aceros refulgiendo bajo la luz escasa de la luna.

Pero avanzaban lentos, sin prisas. Aún le daba tiempo de llegar a casa de su camarada. Se dio la vuelta, determinado. Y vio a un tercer individuo que aguardaba, espada y daga en mano, entre él y el puente, cortándole el paso.

Lo primero que Madeleine vio al salir del cobertizo fue un finísimo cuarto creciente que apenas iluminaba, enredado entre los jirones de nubes. La duquesa de Montmorency la tenía cogida de la mano y ambas miraban expectantes la figura que se acercaba por el sendero.

La oficiante era una mujer rubia y menuda vestida con una túnica blanca que le dejaba los brazos al descubierto. Igual que la que ella llevaba debajo de la capa. Tenía un rostro ancho y los labios gruesos, y era la primera vez que Madeleine la veía. Llevaba las manos extendidas y entre ellas colgaba una serpiente viva.

La duquesa de Montmorency retiró con delicadeza la capa de los hombros de Madeleine, que quedó frente a frente con la mujer y el animal. Estaba tan tensa que ni siquiera sentía el frío. La oficiante alzó la serpiente parda como si fuera un objeto precioso.

El reptil parecía tranquilo. Su lengua bífida, que asomaba vibrante de entre sus mandíbulas cada poco, era la única parte de su cuerpo que se movía. Sus ojos estaban fijos y relucían con un brillo de cristal. Madeleine tragó saliva. Siempre le habían horrorizado las culebras y aquélla era la más grande que hubiera visto nunca. Cerró los ojos. Le habían dicho que se enroscaría en torno a su cuello y no se movería. Si empezaba a reptar hacia abajo, debía sujetarle la cabeza con la mano, con cuidado de no hacerle daño.

Sintió el peso del animal sobre el cuello. El reptil se agitó hasta encontrar una posición cómoda y se acurrucó en su pecho con un movimiento sorprendentemente suave. Había imaginado que estaría helada y apestaría, pero parecía tener la misma temperatura que su propio cuerpo y no olía a nada. Miró al frente para intentar olvidar la presencia del animal y agarró con fuerza la antorcha y el cuchillo que acababan de depositar en cada una de sus manos. Alzó la vista al cielo, oscurecido de nuevo por unas nubes grises, y esperó.

Una comitiva de unas quince o veinte mujeres vestidas de negro se colocó detrás de ella a la manera de una procesión. Las cinco primeras llevaban los cuencos de barro con las ofrendas. Miró hacia atrás y trató de reconocer algún rostro, pero era imposible, embozadas como iban en las capas. Hasta la duquesa de Montmorency había sido absorbida por el grupo anónimo de figuras negras.

Estaba sola. Era parte de la iniciación. Nadie podía sostenerla en su encuentro con Aquella Cuya Voluntad se Cumple.

Comenzó a caminar. No era la primera vez que marchaba en procesión, vestida de blanco, a encontrarse con su destino. Pero esta vez nadie la insultaba desde los bordes del camino. Sólo se oía el arrastrar de muchos pies sobre la gravilla mojada del sendero.

Charles afirmó los pies sobre la grava y disparó la pistola, rezando por tener suerte. Era imposible apuntar bien con tanta rapidez, pero sólo tenía unos instantes antes de que llegaran los otros. El sombrero del tipo voló por los aires pero el hombre siguió en pie.

Arrojó el arma de fuego al suelo, blasfemando, desenvainó velozmente la daga y encaró a su enemigo. No tenía tiempo que perder. Se tiró al bulto, sin pensárselo, y el otro paró con el estoque. Charles liberó su acero y se dispuso a lanzar un revés, pero su contrincante se abalanzó contra él. Interpuso la mano izquierda y casi en el mismo movimiento se arrojó con todo el cuerpo sobre su rival. La estocada falló y sintió la punta de la daga enemiga en un costado, pero logró doblar el codo y golpear al matón con la guarda en la cara.

El fulano dio un paso atrás, tambaleándose, y Charles no perdió un momento. Volvió a golpearle el cráneo con el pomo de la espada, con todas sus fuerzas, mientras le ensartaba la daga hasta la empuñadura entre dos costillas.

Uno menos. Alzó la cabeza a toda velocidad. Los pasos de los otros estaban encima.

Ni siquiera le dio tiempo a darse la vuelta. Como venido de la nada, sintió un fuego intenso a la altura de los riñones y se quedó rígido, sin aliento. El tiempo se detuvo un instante. Eso era lo que se sentía cuando te atravesaban de una estocada. No dolía tanto como se había imaginado. Intentó contraatacar pero de repente tenía el brazo tan pesado que no le respondía.

Aguardó, impotente, a que llegara el segundo pinchazo, pero en lugar de eso escuchó una voz autoritaria dar una orden y el golpe no vino. Sólo sintió que le tiraban al suelo de una patada, que le pisaban la mano y le arrebataban la espada. La daga la había perdido en algún momento, no sabía cuándo.

Veía borroso y tenía algo húmedo y pastoso en la garganta, pero reconoció la voz del marqués de La Valette:

—Regístrale.

Unas manos se adentraron entre sus ropas y de repente le invadió una rabia cegadora. Tenía que evitar que se llevaran los papeles. Impedir que le arrancaran su triunfo. Pero los brazos le pesaban más y más, y no podía hacer nada.

No sabía si era la desesperación o la sangre lo que le estaba ahogando y haciéndole toser como un perro. Así le había dicho La Valette que iba a morir. Como un perro callejero. Si al menos no le quitaran los papeles… La herida le ardía y le congelaba la carne al mismo tiempo.

Volvió a escuchar la voz del marqués, más lejos que antes:

—Teníais que haberme hecho caso cuando os dije que os marcharais de París. Pobre insensato…

No la vio venir, pero sintió la segunda estocada, esta vez en medio del pecho.

Sintió que le agarraban de una pierna y le arrastraban hacia algún sitio. Recordó la predicción de la gitana del Louvre y un pavor supersticioso le invadió de pronto. Intentó suplicar: «En el río, no». Pero si llegaron a escucharle, no le hicieron caso.

Sólo sintió más frío y los ojos se le llenaron de arena y agua.

Madeleine tenía los ojos entrecerrados para evitar la mordida del viento. No quería llegar a su destino llena de lágrimas. De vez en cuando los abría para asegurarse de que no se apartaba del sendero, aunque caminaba tan despacio que era prácticamente imposible.

Casi se había olvidado de la serpiente enroscada en torno a su cuello. El animal parecía dormido o sumido en algún tipo de trance, y su lastre apenas la incomodaba. La antorcha y el cuchillo sin embargo pesaban cada vez más y casi no podía mantener los brazos extendidos como la costumbre requería.

Al cabo de un rato, avistó la encrucijada.

Justo en el lugar donde se encontraban los dos caminos había una roca similar a la piedra que solía visitar cuando paseaba con la criada muda en Lorena, aunque ésta no estaba tumbada. Le habían contado que eran restos de una época en la que todavía se veneraba a Aquella Cuya Voluntad se Cumple. Pero nadie lo recordaba ya, y los campesinos habían esculpido una cruz sobre la superficie rugosa de la piedra.

Madeleine se detuvo y esperó. Las cinco mujeres que portaban los recipientes de las ofrendas se adelantaron. Tras murmurar una breve plegaria en voz baja depositaron los cuencos de barro alrededor de la piedra: las vísceras de un cerdo, miel, queso, huevos y pescado. Luego se retiraron y la dejaron de nuevo sola delante de la piedra. Levantó los brazos, alzó el cuchillo y la antorcha, y recitó con los ojos cerrados:

Tú que abres la tierra, conductora de cachorros, que todo lo dominas, caminante, tricéfala, portadora de luz y virgen venerable; te invoco, cazadora de ciervos, dolosa, polimorfa.

Aquí, diosa de la encrucijada, cuyas visiones respiran fuego; tú que alcanzaste en suerte terribles caminos y duros encantamientos; a ti te invoco junto con los muertos prematuros y los héroes que murieron sin mujer y sin hijos, silbando salvajemente y consumiendo su ánimo dentro del pecho.

A ti te invoco, diosa de muchos nombres, la de las tres cabezas, que caminas en el fuego, de ojos de buey. Acepta nuestro sacrificio y consume tu cena en esta tu noche. Me presento ante ti como virgen y discípula, doncella dispuesta a servirte y a honrarte, otórgame tu protección y tu fuerza, y que en tu nombre pueda ser instrumento de tu poder, porque en mi mano sostengo tu antorcha y tu puñal y en mi cuello duerme tu serpiente. Que se cumpla tu voluntad.

Abrió los ojos. La noche continuaba igual de nublada, las ofrendas seguían a los pies de la roca y la serpiente aún dormía en torno a su cuello. Bajó los brazos y se giró lentamente. A partir de ahora estaba prohibido mirar atrás, sucediera lo que sucediese. Las demás mujeres hicieron lo mismo y comenzaron a caminar de vuelta hacia el cobertizo. Cuando apenas habían avanzado unos pasos, Madeleine oyó un coro de ladridos, tan cerca que pensó que una jauría de perros iba a saltar sobre ella. Aun así mantuvo el dominio sobre sí misma y no se volvió. Siguió caminando. Los ladridos eran el mejor de los auspicios. La reina de los muertos había aceptado sus ofrendas.