37

Madeleine se frotó los párpados. Estaba agotada. Hacía cuatro días y veintidós horas exactamente que había dado muerte al magistrado Cordelier y no se lo podía quitar de la cabeza. No dejaba de ver en su mente la expresión sorprendida de sus ojos de besugo, sus manos apretadas en torno al mango del puñal y esa pierna que no se quedaba quieta ni aun después de que su corazón hubiese dejado de latir. Oía el carraspeo de su garganta agonizante y el silencio del cuarto cuando hubo acabado todo.

El olor a libros y a muerte. No podía dormir, no tenía ganas de comer y no podía concentrarse en nada. Ni siquiera la comprensión y el cariño de madame de Montmorency lograban apaciguar su congoja.

Le había contado lo sucedido, temblando de miedo y sin parar de llorar, convencida de que ni su dolor ni su zozobra lograrían justificar lo que había hecho a los ojos de su protectora. Pero, para su sorpresa, la duquesa la había abrazado con todo el corazón, tratando de aquietarla, murmurándole palabras de consuelo. Cuando por fin la había separado de su pecho, los ojos le brillaban, húmedos. Madeleine no entendía nada. No era ni mucho menos la reacción que había esperado.

Madame de Montmorency había ordenado que le prepararan una tisana y luego, acurrucada junto a ella en la cama, tras la penumbra protectora de los cortinajes, le había aconsejado que procurase dormir y descansar. Lo que había hecho era muy peligroso. Pero ella la protegería con todas sus fuerzas.

Entonces había salido a relucir el nombre de Bernard de Serres, y la paz se había roto en pedazos.

La duquesa tenía miedo de que le identificaran y la delatase. Por honrado y leal que fuera, si le acusaban de asesinato, hablaría para salvarse. De momento no debía preocuparse porque no había pruebas contra ella. Nadie le había visto el rostro, nadie la había visto salir de su casa ni apuñalar a Cordelier. Además, el peso del nombre de los Montmorency la protegería. Pero si ocurría lo peor, no habría más remedio, por injusto que fuera, que abandonar al gascón y dejar que él cargara con todas las consecuencias.

Madeleine había roto a llorar otra vez, desamparada, y la duquesa había tenido que volver a calmarla. Ella tampoco quería que a Serres le sucediera nada malo. Pero lo único que podían hacer las dos era rogar con toda su alma para que no le atraparan.

Eso sí, no debía volver a verle. Nunca más. Estaba jugando con fuego. ¿Lo comprendía? No debería tener que explicárselo después de lo que había ocurrido con Lessay…

Madeleine había asentido, pero la duquesa no debía de haber quedado muy convencida, porque desde aquel día el hôtel de Montmorency se había convertido en una prisión. Se habían terminado los paseos cotidianos y la obligaban a estar acompañada todo el día, incluso para dormir. Se pasaba las jornadas acodada a la ventana, esperando que pasaran las horas o con un libro en la mano, pero incapaz de leer. Y cuando trataba de protestar, enrabietada, siempre obtenía la misma respuesta: tenía que ser paciente, lo más importante era su seguridad. En los momentos más negros le daba por pensar que nada iba a cambiar su vida nunca, que había vuelto de Lorena para nada, y se desesperaba.

Aquella mañana había amanecido tan gris y anodina como todas las anteriores. Se había levantado, resignada a pasar otro día de hastío, y se había sentado frente al espejo, sin ganas de nada. Hasta que madame de Montmorency había entrado en su estancia anunciándole que tenía que atildarse. Iban a ver a la reina madre.

Las criadas la habían atusado como un gato y le habían colocado unas faldas de seda amarilla con brocado de flores y un jubón acotillado duro como una armadura. Pero no iban al Louvre. Todos los domingos, después de escuchar misa, María de Médici pasaba la mañana en el nuevo y suntuoso palacio que se estaba construyendo al otro lado de la puerta de Saint-Michel, supervisando las obras. Allí las esperaba y las recibiría con más tranquilidad.

Habían hecho el trayecto sentadas la una junto a la otra en el coche, sin intercambiar ni una palabra, aunque a Madeleine le había costado contener la admiración al entrar en el espléndido patio, alegre y majestuoso a la vez, con sus arcos, su cúpula y sus grandes ventanales. Era el edificio más radiante que había visto nunca, más incluso que el palacio de los duques de Lorena o el castillo de Chantilly.

Un gentilhombre alto y apuesto les había dicho que María de Médici las recibiría enseguida, pero tendrían que esperar un poco, porque se había presentado un visitante inesperado que la tenía ocupada. Las habían hecho subir una elegante y amplísima escalinata hasta el primer piso, les habían traído y les habían pedido que aguardasen en una antecámara con el techo de madera a medio pintar, acomodadas en dos sillones con brazos curvilíneos y clavos de bronce labrados en forma de flores.

Madeleine estaba nerviosa. El pie derecho parecía repiquetearle solo, y de vez en cuando tenía que secarse las manos en la falda del vestido, aunque le habían dicho cien veces que eso no se hacía. El jubón tan tieso la agobiaba, la camisa parecía habérsele quedado pequeña y tenía la sensación de que la toca de encaje se le iba a caer de un momento a otro, dejando a la vista el pelo tan corto y feo que tenía todavía. Además hacía frío, pero les habían dicho que no podían encender la chimenea para no dañar la pintura fresca.

Miró de reojo a madame de Montmorency, que estaba entretenida leyendo un libro de horas que había traído consigo. La duquesa pasaba las hojas doradas con la misma regularidad con la que se movían las manillas de un reloj.

Se acercó a la ventana. Apenas se veía una esquinita de jardín desierto. Posó la mano en el cristal y al retirarla vio que la huella de sus dedos sudorosos había quedado impresa como un recuerdo sucio. Por entretenerse, dibujó un monigote con la cabeza redonda y hombros exageradamente anchos que le recordó a Bernard de Serres. Sonrió y le hizo unas piernas tan largas que resultaban inverosímiles.

Su caballero andante. Le parecía inconcebible que la duquesa se hubiera planteado siquiera abandonarle a su suerte si le detenían, después de todo lo que había hecho por ella. Un cosquilleo placentero le recorrió el estómago al recordar cómo la había consolado luego de escapar de casa de Cordelier, su abrazo estrecho y cálido, y su vozarrón suavizado por el acento cantarín del sur. No se le olvidaba cómo la había protegido camino de Lorena y, aunque no quería pensar en ello, no se le olvidaba que había sido él quien había ido a buscarla a la prisión de Ansacq. ¿Estaría enamorado de ella? A lo mejor lo había estado desde el principio…

Pensó en la noche de la fiesta. Ella no le había prestado mucha atención, obnubilada como estaba por el otro, pero Serres casi no se había separado de su lado. Entonces no se había dado cuenta porque era todavía una inocente sin experiencia, pero ahora estaba segura de que cuando la había hecho salir al jardín, encerraba más designios que ayudarla simplemente a despejar la cabeza.

El recuerdo era tan dulce que cerró los ojos para que la sensación no se le escapara.

Aunque también era peligroso. Desde su regreso de Lorena le habían dejado muy claro que ni podía ni debía aficionarse a los achuchones de ningún caballero. Por muy casto que hubiera sido todo hasta ahora. No podía ser. Su dedo índice, malicioso y rebelde, le dibujó al muñeco el accesorio que le faltaba entre las piernas.

Entonces escuchó el chasquido de una puerta al abrirse y emborronó el monigote rápidamente.

Se volvió, procurando poner cara de inocente, a tiempo de ver salir por la puerta que comunicaba con la estancia donde aguardaba María de Médici al mismísimo Lessay.

Le costó no dar un respingo. ¿Qué hacía allí? Él también parecía sorprendido. Se acercó a ellas con ese paso elástico y arrogante que Madeleine tan bien recordaba, pero tenía el rostro demacrado y un aspecto desaseado. Parecía recién salido de una batalla.

Lessay saludó primero a madame de Montmorency y luego le dedicó a ella una inclinación de cabeza. Madeleine respondió del mismo modo, tensa. No se habían visto desde Ansacq y no habían hablado desde la aciaga noche en que él la había acompañado en el carruaje a su casa. Apenas hacía dos meses de aquello, pero a ella le parecía un siglo.

El conde se dispuso a seguir su camino, sin más, pero madame de Montmorency le retuvo, intrigada por su aparición fantasmal. Lessay estaba muy serio pero conservaba sus hechuras felinas, y Madeleine recordaba perfectamente su sonrisa engatusadora y el modo en que su boca desgranaba cortesías sin esfuerzo alguno. Aquel hombre sabía decir lo apropiado para cada caso, pero sus músculos estaban siempre alerta, como si fuera a saltar hacia otro lado y desaparecer en cualquier momento. No comprendía cómo había podido dejarse embaucar.

Finalmente, Lessay le hizo comprender a madame de Montmorency que tenía prisa. Era evidente que estaba deseando marcharse de allí, pero aun así se giró hacia ella para despedirse y a Madeleine se le secó la garganta:

—Me alegro de veros de nuevo en París, madame.

Madame, no mademoiselle. Y evitaba mirarla a los ojos. ¿Era la impaciencia o estaría avergonzado? Pensó en buscar una réplica que le causara incomodidad, pero le dio una pereza enorme y se dio cuenta de que, para su sorpresa, había dejado de importarle:

—Os agradezco lo que hicisteis por mí, monsieur.

—Era lo mínimo… —Lessay vaciló. Iba a decir algo más, pero el gentilhombre que las había recibido interrumpió en la estancia para anunciar que la reina madre estaba lista para recibirlas y le hizo perder el hilo.

—Disculpadme —dijo Madeleine, saboreando la pequeña victoria que suponía dejarle con la palabra en la boca. Lessay inclinó de nuevo la cabeza, y ella siguió a madame de Montmorency hasta la puerta, orgullosa de su saber estar y del dominio que tenía sobre su ánimo.

Pero al atravesar el umbral, los nervios regresaron. La reina madre estaba sentada en una silla solitaria, al lado de una chimenea. Las observaba con unos ojos atentos. Tenía las manos plegadas sobre el vientre de su vestido negro y los pies bien separados embutidos en unos zapatos estrechos de tafetán labrado. Una camarera trajo una de las sillas de la antecámara y la colocó también cerca de la chimenea. Allí sí que ardía un fuego intenso que desprendía un olor vivo y afrutado.

La duquesa de Montmorency hizo una reverencia y ella la imitó.

—Madame. Aquí tenéis a Madeleine de Campremy.

La mano regordeta de la reina madre señaló la silla vacía:

—Sentaos aquí, muchacha. —Tenía un fuerte acento extranjero, vibrante y luminoso—. Y vos, querida Felicia, ¿tendríais inconveniente en esperar fuera? Me gustaría hablar a solas con ella.

María de Médici era la madrina de la duquesa de Montmorency. Era ella quien la había hecho venir de Florencia, cuando la pequeña Felicia Orsini no contaba más que trece años, para casarla con el duque. Estaban muy unidas. ¿Por qué no podía quedarse? Ella se habría sentido más tranquila en su compañía.

Pero aunque forrada de terciopelo, la petición de la madre del rey había sido una orden inequívoca. Madame de Montmorency se inclinó y salió de la estancia, arrastrando la falda de brocado azul por el suelo.

María de Médici la miró fijamente:

—Mi querida Felicia es muy buena, pero hace tiempo que tenía ganas de conoceros y prefiero que hablemos a solas, para poder formarme un juicio propio sobre vos. Sobre todo, después de lo que acabáis de vivir hace unos días. ¿No os apetece charlar conmigo?

Madeleine tembló. ¿A qué se refería? ¿Le habría contado la duquesa de Montmorency lo de Cordelier?

—Por supuesto que sí, madame —respondió Madeleine con cautela. Había oído hablar mucho de María de Médici, de su distinguido gusto y de su temperamento italiano. Pero no sabía qué le habrían contado a la reina madre de ella: ¿que era una pobre huérfana despojada de su hacienda?, ¿que le gustaba leer hasta caer rendida?, ¿que había estado a punto de buscarse la desgracia por escaparse en pos del hombre que acababa de salir de aquella habitación?

La florentina la observaba con atención, como si fuese un cuadro y lo estuviera tasando. Ella trató de sostenerle la mirada sin titubear, aunque estaba segura de que seguía teniendo los mofletes colorados como una pueblerina impresionada. El fuego de la chimenea de mármol ardía cada vez con más fuerza y el olor era delicioso:

—¿Os gusta cómo huele? Me gusta mezclar hojas secas de naranjo con la leña. —Le acarició la mejilla con delicadeza—. Parecéis más joven de lo que había imaginado. Tenéis carita de ángel.

Ella también se había imaginado a María de Médici de otra manera. La madre del rey andaba por la cincuentena, pero su piel brillaba nívea y reluciente, con una tirantez casi juvenil, y su pelo lucía fuerte y espeso. Sus dientes competían en blancura con las perlas de su collar, y la opulencia de sus carnes transmitía una sensación de salud y fortaleza.

—Gracias —respondió, torpe. No sabía qué más decir.

María de Médici le sonrió, maternal:

—¿Estáis a gusto en casa de madame de Montmorency?

—Sí, sí. No tengo queja. Aunque… —Tomó aire—. No sé cómo decir esto sin parecer desagradecida…

—Adelante, no seáis tímida. Tenéis que aprender a decir lo que pensáis sin pelos en la lengua.

Madeleine agarró el jubón y trató de despegárselo del cuerpo; la estaba ahogando:

—Echo de menos los campos de Lorena. Aquí los días se me hacen eternos, todo el día encerrada y sola. —Iba a profundizar en su explicación, pero la risa de la reina madre la interrumpió.

—Disculpad que me ría. ¡Es que sois tan joven! Supongo que preferíais la compañía de Nicole de Lorena. —Madeleine asintió con la cabeza—. Pero es en París donde debéis estar.

—Ya lo sé. —Encogió los hombros y sintió la mordida de la ropa debajo de las axilas. Le habían buscado un jubón demasiado pequeño.

La florentina entrecerró los ojos y frunció los labios, como si en el cuadro que estaba tasando hubiera descubierto algún detalle incongruente:

—Mostradme las manos —susurró.

Obedeció, desconcertada, y María de Médici las tomó entre las suyas. Las observaba con fijeza, sin decir nada. Al no saber qué era lo que la madre del rey buscaba en ellas, Madeleine encogió los dedos, temerosa de repente, contra toda razón, de que la sangre de Cordelier aún pudiera rastrearse en sus palmas, como si hubiera dejado una huella indeleble.

Finalmente, María de Médici le unió las manos y se las estrechó con fuerza:

—Siento que hayáis tenido que encontraros con monsieur de Lessay, se ha presentado aquí por sorpresa. Pero su visita no ha podido ser más oportuna. Ha venido a traerme algo que creo que os interesará tanto como a mí. —Guió su mirada hacia la repisa de la chimenea y le mostró un estuche de color rojo oscuro en el que Madeleine no había reparado hasta entonces—. ¿Habíais visto esto antes?

—Me resulta familiar, pero no sé por qué.

—Perteneció a vuestra ama, Anne Bompas. ¿Sabíais que la conocí antes de que entrara a servir a vuestra familia?

—Sí. —Nicole se lo había contado en Lorena, aunque no le había dado detalles.

—Fue una gran amiga. Y una servidora impecable. Quizá un día, cuando estéis más recuperada de todas las emociones que estáis viviendo, os cuente todo lo que hizo por mí, antes incluso de que yo dejara Florencia. Pero ahora hay asuntos más urgentes.

La reina madre le sonrió y le hizo seña de que cogiera el estuche de la chimenea. Ahora lo recordaba. La imagen de Anne con aquella misma caja en las manos se dibujó en su mente con trazos vacilantes pero inequívocos. Había sido la última noche que habían pasado en Ansacq, antes de salir para París, después de que Antoine la acusara de haber envenenado a su padre y a su hermano.

—He sacado un par de cosas que me pertenecían, pero el resto es para vos.

Madeleine tenía el pulso acelerado. Abrió el estuche y examinó el contenido con parsimonia: un abalorio de cuentas que ella misma había hecho para su ama, piedrecitas de distintos colores, un par de bolsitas de hierbas que fue abriendo casi con reverencia. Un olor silvestre invadió su nariz y el recuerdo de su ama se hizo de pronto tan sólido que la dejó sin aire.

Era como si Anne acabara de entrar en la habitación y estuviera sentada a su lado machacando en su mortero. Intentó contener las lágrimas pero no pudo, y brotaron en un torrente vergonzoso que trató de ocultar agachando la cabeza.

María de Médici le acarició la cabeza con ternura hasta que logró calmarse y dejar de llorar. La voz de la florentina sonaba también al borde del llanto:

—La pobre Anne. Fiel hasta el final, como mi Leonora. —Señaló una muñequita de cera que había en el estuche y que tenía la insignia de los Campremy grabada en el pecho. Madeleine la reconoció de inmediato. Era la figurita que la había visto modelar a hurtadillas su última noche en Ansacq—. Esta muñeca os representa a vos y había otra igual con mi propio escudo. Las había moldeado para protegernos.

Madeleine levantó la cabeza y se sorbió los mocos sin importarle delante de quién estaba.

—Ojalá la hubiera podido proteger yo a ella.

—No habléis así. Anne cumplió con su deber. Logró cuidar de vos hasta el final y debemos honrar su memoria. Al menos habéis podido vengaros del instrumento de su desgracia.

Madeleine se secó las lágrimas con la manga de la camisa y alzó la cabeza, espantada. María de Médici sabía que había matado a Cordelier. ¿Se lo habría contado la duquesa de Montmorency o se lo habrían susurrado sus manos manchadas de sangre?

—Madame, yo…

La voz de la florentina se convirtió en un murmullo:

—No todo el mundo puede entender lo que es sentir un deseo irreprimible de venganza. —La miraba muy seria—. Sabéis de lo que estoy hablando, ¿verdad?

Su mirada se había vuelto intensa, casi cruel. La papada le temblaba ligeramente.

Madeleine estaba desconcertada. Volvió a asaltarle la desagradable imagen de Cordelier agonizante en el suelo y cerró los ojos. El modo en que María de Médici había leído en su corazón la sobrecogía, pero había una parte de sí misma que deseaba entregarse ciegamente a aquel sentimiento destructivo. En su pecho habitaba un nido enloquecido de serpientes que no dejaba de murmurar los nombres de Cordelier, Renaud y sobre todo Antoine, el mayoral.

—Yo me salvé, pero a ella la torturaron como a un perro. La venganza… Madame, habéis de saber… —Se arrodilló y enterró la cabeza en el regazo de la reina madre, que la abrazó como si fuera lo más normal del mundo—. Matar a Cordelier no me proporcionó ningún alivio. Fue horrible. Pero lo haría de nuevo, lo haría de nuevo… ¡Porque todo lo que pasó fue culpa mía y se lo debía a Anne!

Los sollozos la sacudían de arriba abajo. La reina madre la dejó desahogarse y la tomó por la barbilla:

—Escúchame, niña. Es bueno llorar por quienes hemos amado, pero ahora tienes que ser fuerte. Por fin conoces el sabor de la venganza y has derramado sangre con tus propias manos. Ha llegado el momento de que mires a tu destino cara a cara.

Su destino… Llevaba oyendo hablar de su destino desde que habían ido a buscarla a Lorena para traerla de regreso a París. Pero estaba tan aturullada que no comprendía nada.

Sin embargo, con las pupilas sumergidas en los ojos fríos de María de Médici, empezó a sentir que el acíbar que había tenido en la garganta desde que le había clavado el cuchillo a Cordelier se disolvía poco a poco, dejándole un regusto dulce, como la pulpa de una manzana roja que hubiera madurado entre sus labios.

La reina madre la cogió de un brazo:

—Levantaos y miradme a los ojos. Voy a deciros algo muy importante. —La alzó hasta que sus rostros quedaron a la misma altura—. La culpa de lo que pasó en Ansacq no la tenéis vos. Ni siquiera Cordelier, aunque se habrán alegrado en el infierno de recibir su alma podrida. La culpa la tiene quien os mandó interrogar. Quien dio plenos poderes al juez para que torturara a Anne y se lavó las manos cuando os condenaron a muerte, aun sabiendo que erais inocente… Intenté hablar con él, ¿lo sabéis? Un par de horas antes de que Lessay llegara a París a pedir vuestra liberación, yo ya estaba enterada de todo. Felicia había enviado noticia nada más saber que las presiones de su esposo a los jueces no habían valido de nada, angustiada. Pero él se negó a escucharme siquiera.

La frialdad de sus ojos la estremeció. Hablaba de Luis XIII. Su propio hijo.

—Quizá el rey esté arrepentido. Al fin y al cabo, ha perdonado a todo el mundo…

No sabía por qué defendía a Luis XIII. Le odiaba por lo que les había ello a ella y a Anne. Pero la fiereza con la que hablaba de él su madre la sobrecogía.

María de Médici ladró:

—¡Como si a él la inocencia le importara algo! Tampoco encontró nada de lo que acusar a mi Leonora y eso no la libró de la muerte. Habíamos crecido juntas. Era más que mi familia. Y la envió a la hoguera para robarle sus bienes. ¿Qué clase de hijo es capaz de hacer algo así?

Madeleine no sabía si la reina madre esperaba una respuesta. Había oído hablar de su exilio forzoso, tras la muerte de sus favoritos, y del tiempo que había pasado recluida en el castillo de Blois por orden de Luis XIII, pero no sabía mucho más:

—¿Su Majestad no os quiere bien?

La florentina apretó los dientes, acre:

—Nunca me ha querido, ni me ha otorgado el lugar que me corresponde. Ya desde niño me observaba con ojos fríos y distantes, reprochándome cada palabra, cada decisión. Lo mismo que su padre. Le di el heredero que toda Francia llevaba aguardando desde hacía décadas. Pero ni aun así fue capaz de renunciar a la retahíla de putas que le sorbían el seso. —Se puso de pie, apasionada—. Y a un hijo que no respeta a su madre no le cuesta nada matarle a su gente, enviarla al exilio, despojarla de sus privilegios…

Se asió a la chimenea. La ardiente tirada la había dejado sin aliento y las mejillas le temblaban.

A Madeleine le costaba comprenderla. Ella nunca había conocido a su madre, pero había adorado a su padre y a su hermano. Debía de ser terrible sentir esa inquina hacia un hijo. María de Médici había vuelto el rostro contra la pared, como avergonzada de pronto.

Quiso decir algo para confortarla, igual que ella la había confortado hacía unos instantes:

—Pero al final vuestro hijo os ha devuelto el lugar que os corresponde. Os sentáis junto a él en el Consejo…

La reina madre tenía la mirada inescrutable:

—¿Y creéis que con eso he olvidado todas las vejaciones y el dolor que me ha causado?

Madeleine contempló su propio corazón, en silencio. Y ella, ¿sería capaz de olvidar? Aún no había perdonado a Cordelier, ni siquiera después de haberle clavado un cuchillo tres veces en las entrañas. Y no quería hacerlo.

—He sufrido demasiado desde que pisé Francia por primera vez —susurró María de Médici—. Y no estoy dispuesta a que vuelvan a humillarme. No regresaré a ningún rincón en sombras ni permitiré que me releguen al olvido. Y eso es lo que ocurrirá si Ana de Austria concibe un heredero antes de que el rey muera.

Antes de que el rey muera… La firmeza con la que María de Médici había pronunciado aquellas palabras le provocó un escalofrío y tuvo que reprimir las ganas de santiguarse.

La reina madre introdujo una mano en un bolsillo de su falda y extrajo un cordón de seda verde como los que usaban los hombres para atarse los calzones. Madeleine no entendía nada pero intuía que no era el momento de hacer preguntas. Tenía la sensación de estar siendo testigo de algo importante, aunque le resultara incomprensible.

—Qué maravillosa casualidad que el conde de Lessay haya venido a ofrecerme este regalo, precisamente hoy… Anne lo trajo con ella cuando vinisteis desde Ansacq, ¿sabéis? Me lo confesó. Me dijo que siempre lo había tenido ella. Pero no se atrevió a entregármelo… —Su voz sonaba tan suave que resultaba inquietante, parecía que hablara para sí misma, y Madeleine estaba cada vez más desconcertada—. Ana de Austria parece un corderillo inofensivo, pero el orgullo la devora por dentro. Si diera a luz un Delfín y se hiciera con la regencia, su camarilla acapararía todo el poder. Pero el trono de Francia ya tiene un heredero. Gastón sería un rey maravilloso. Es gentil, generoso, la nobleza le quiere. Y me respeta. Él nunca me despreciaría. ¿Qué necesidad hay de que la española conciba un hijo del rey?

María de Médici alzó el cordón, lo estiró por las dos puntas un instante y luego lo estrujó. Se acercó a la chimenea, que crepitaba con violencia. Abrió el puño y dejó caer el cordón al fuego:

—Ahora ya sí que no hay ninguna excusa para esperar.