35

Lessay le arrebató el candelabro a su ayuda de cámara y le expulsó del gabinete con un gruñido. Por un momento se dejó embrujar por el brillo estremecido de las llamitas, pero ya entraba bastante luz por la ventana. Sopló para apagarlas y apoyó una mano en la mesa de nogal. De nuevo estaba pagando los excesos del beleño negro.

Esperó a que los pasos del criado se alejaran antes de incorporarse, rodeó la mesa y alzó la esquina del tapiz que cubría la pared. Los verdes y azules de la escena en la que el vizconde Guéthenoc desembarcaba en las costas de Inglaterra junto a Guillermo el Conquistador se veían desvaídos y fantasmales a la luz escasa del alba. Empujó con fuerza la piedra que quedaba justo detrás de los pies del guerrero y escuchó el familiar chasquido del mecanismo al ceder. Tres pasos a la derecha, más o menos a la altura de las botas del duque de Normandía, sobresalía ahora otra piedra. La extrajo con cierta dificultad y tanteó el hueco. Había hecho construir aquel escondrijo para guardar posesiones valiosas: joyas, documentos importantes y alguna que otra carta comprometedora.

Sus dedos toparon con el estuche de cuero. Lo extrajo con cuidado, lo depositó en la mesa y lo abrió con un pulso un tanto vacilante. Todos los objetos de Anne Bompas seguían en su sitio, incluido el cordón de seda verde con sus remates de oro. De camino a casa, entre las brumas de la intoxicación, le había asaltado la necesidad imperiosa de comprobar que seguía allí.

Le había dicho a Valeria que iba a entregárselo. Era la primera noche que pasaba con ella desde la cacería del ciervo blanco y ni siquiera había esperado a saciar su impaciencia antes de contárselo. La había arrojado sobre la cama, a medio desvestir, y le había levantado las faldas con la misma urgencia que la primera vez en la capilla de la iglesia. Pero enseguida había pausado sus embestidas; se había detenido a mordisquearle el cuello, lentamente, mientras le desanudaba la camisa, y le había preguntado al oído si seguía codiciando aquel objeto.

Ella se había dado cuenta de que no estaba bromeando como otras veces. Había girado la cara, interrogándole con la mirada, entre dos jadeos. Él le había susurrado «Es tuyo», y la había besado con avidez, como si se lo estuviera rindiendo en un arrebato de pasión.

La pasión era auténtica, desde luego. Pero la decisión no tenía nada de espontáneo. La había tomado después de su conversación con la reina, en la granja del camino de Versalles, cuando había comprendido que era la opción que más le beneficiaba.

Sólo había que discurrir un modo adecuado de devolvérselo al rey.

Era un tema tan delicado que cualquier paso en falso podía ofenderle sin remedio y provocar su inquina en vez de su gratitud. Luis XIII ya le tenía bastante ojeriza. No le iba a hacer ni pizca de gracia saber que conocía la deshonrosa superstición que había contribuido a hacerle aborrecer unas labores conyugales que siempre le habían resultado desagradables. Había que proceder de tal modo que el rey se viese obligado a mostrar agradecimiento. No tenía intención de quedarse sin sacar tajada después de todos los afanes que el asunto de Ansacq le había causado.

Enderezó la espalda, haciéndola crujir, y dejándose atrapar por la pereza que siempre le invadía tras sus encuentros con Valeria. Aquella noche había sido especialmente larga. Feliz de que por fin hubiera cedido a su capricho, era la primera vez que la italiana no había comenzado a vestirse cuando aún faltaban horas para la madrugada, anunciando que había llegado el momento de recogerse.

Por suerte, a ella le era indiferente sacarle ninguna prebenda al rey. Lo único que le interesaba era deshacer el hechizo y que Luis XIII dejara embarazada a Ana de Austria cuanto antes. Estaba tan convencida de que la maldición era real que iba a acabar por hacerle dudar a él también.

Únicamente le había recriminado su imprudencia del día de la cacería. Había pasado demasiado tiempo a solas con la reina, arriesgándose a comprometerla, sólo porque se negaba a creer lo que ella le había contado. Pero él le había quitado importancia a sus preocupaciones, con un bufido malhumorado, mientras aguardaba, recostado en la cama, a que ella preparase la cocción de beleño negro.

Ya se había encargado de que Rhetel guardara silencio. El problema estaba resuelto. Pero no quería hablar de ello. Aunque el duelo había sido limpio, sus fuerzas eran demasiado desiguales; el mozo nunca había tenido opción. No estaba orgulloso de lo que había hecho.

Parpadeó, a punto de quedarse dormido con el estuche de Anne Bompas en la mano. Al final de la noche, mientras yacían agotados y vacíos, Valeria le había jurado que algo se le ocurriría para devolverle sus agujetas al rey de un modo seguro lo antes posible, y le había propuesto otra cita amorosa para la noche siguiente a cambio de que le llevara el cordón, para que, al menos, pudiera dejar deshecho el hechizo. Él se lo había prometido, divertido con su impaciencia y encantado de volver a verla en sólo unas horas, y ella le había besado con ojos tan oscuros como la noche y se había levantado, desnuda, a contemplar las llamas de la chimenea, cavilando, mientras él se adormecía encandilado por la cascada de bucles negros que se despeñaban por su espalda blanca y sinuosa.

Alzó el cordón y lo observó, incrédulo. Que un objeto tan prosaico trajera de cabeza a tanta gente… Los herretes de oro tenían forma de estrella, con un diamante diminuto engarzado en el centro. Eran iguales que los que le había regalado su mujer a él ese verano. Suspiró, recordando lo mucho que se había enfadado cuando le había insinuado que estaban pasados de moda. Se acercó el cordón a la nariz, pero no notó nada especial, ni siquiera olía a viejo, aun después de haber pasado ocho años emparedado en un escondrijo.

Devolvérselo a Luis XIII iba a ser todo un ejercicio de diplomacia. Se imaginó entrando en sus apartamentos y entregándole el cordón con una reverencia, al tiempo que Valeria llegaba con la reina de la mano y decía: «Majestad, ya podéis ir bajándoos los calzones, que a partir de hoy tenéis que hincar como si se acabara el mundo». Le sobrevino un acceso de risa sorda y un fogonazo de dolor en las sienes le obligó a sentarse, recordándole que el beleño no perdonaba. Sin duda era el veneno el que le hacía alimentar pensamientos tan extravagantes.

Se preguntó, no por vez primera, si no había riesgo de que le volviera loco. Buscó el talismán que colgaba de su pecho y lo acarició para espantar el mal fario. El dolor de cabeza no remitía. Sepultó la cabeza entre los brazos, apretando los párpados con fuerza y respirando hondo, y sin darse cuenta se quedó dormido.

Todo estaba negro como la noche, pero de pronto, en medio de la oscuridad, distinguió una luz pálida y fría que avanzaba por un corredor estrecho con las paredes tapizadas. Echó a andar tras ella y aguzó la vista. No podía distinguir si quien sostenía la vela era un hombre o una mujer. Fuera quien fuese, flotaba más que caminaba, como si no tuviera pies, y aunque se movía con gran rapidez, la llama no titubeaba, ni se oía ningún ruido.

Tenía la sensación de que ya había vivido aquello y pensó en detenerse, pero la oscuridad que le rodeaba tenía algo de maligno y amenazador, y no quería perder de vista la luz. Una puerta se materializó delante de ellos, la figura la abrió de un empujón y entró en un cuarto bañado en sol. Lo único que había allí era una cama con un baldaquín del color de la sangre. Cegado por la luz, agarró la manta que cubría el lecho y tiró de ella para taparse los ojos, dejando al descubierto el cuerpo diminuto de un niño recién nacido.

Tenía el cordón umbilical enroscado alrededor del cuello y el rostro amoratado por la presión, y sacudía los brazos, impotente, chapoteando en un charco de sangre. Angustiado, asió el cordón sangriento tratando de desprenderlo para ayudarle a respirar, pero se le resbalaba entre los dedos. Lo único que conseguía era que ahogara aún más a su presa. Un sudor frío le corría por la frente. Las manos comenzaron a temblarle. No iba a poder deshacer el nudo. El niño se iba a asfixiar. Entonces la criatura giró la cabeza para decirle algo. Tenía los ojos tristes y opacos igual que los de un anciano. Pero un viento furioso invadió la habitación haciendo que se les saltaran las lágrimas a ambos y ahogó todo sonido. Desde muy lejos, una voz ronca le llamaba insistente:

—Monsieur, monsieur. Con vuestro permiso. Es importante.

Entreabrió los ojos. Marcel, su viejo ayuda de cámara, le tenía agarrado del hombro y trataba de despertarle con tímidas sacudidas. Cerró los ojos de nuevo. Tenía una resaca terrible:

—Déjame tranquilo.

Entonces le invadió una inquietud súbita y se incorporó de un golpe. Sus ojos barrieron la mesa con suspicacia.

Todo estaba como él lo había dejado: el estuche abierto y el cordón sobre los papeles revueltos. Marcel no se percató de nada, sólo le miraba a él, muy fijo;

—Es la condesa, monsieur. El niño… —Sacudió la cabeza medio calva, con dos gruesos mechones de pelo blanco que le crecían sobre las orejas—. Suzanne dice que hay mucha sangre.

¿Sangre? El estómago le dio un salto. De pronto dudaba si estaba despierto o seguía atrapado en las garras de aquella pesadilla asfixiante.

No, no era un sueño. Se levantó, arrastrando la silla. Agarró el cordón del rey, lo metió en el estuche, cerró la tapa de un zarpazo y siguió al criado escaleras arriba lleno de aprensión.

De la habitación de la condesa venía un rumor de voces exaltadas. Dejó atrás a su lacayo con dos pasos largos y una criada que salía presurosa con una bacina humeante estuvo a punto de echársela encima. La chica se disculpó, azorada y llorosa, pero él apenas la escuchó.

Su mujer yacía en el lecho, arropada hasta la barbilla. La visión de aquella cabecita indefensa con esos grandes ojos asustados en medio de la inmensidad de las sábanas blancas le hizo pensar en un conejo acorralado por los perros en la nieve. Una criada vieja avivaba el fuego de la chimenea y Suzanne, su camarera, la atendía a la cabecera de la cama sujetando una tisana en la que ella no parecía tener ningún interés.

Se acomodó en una silla, al lado de la cama, y buscó su mano por encima del cobertor:

—Chiss. No lloréis más. Ya estoy aquí —murmuró, aunque no estaba muy seguro de que su presencia tuviera poder para calmarla.

Ella siguió llorando en silencio, incapaz de responder. La mano, pegajosa, le temblaba levemente. Suzanne le explicó que se había despertado de repente con fuertes dolores, como si se hubiera puesto de parto, pero al levantar las sábanas habían visto que estaba sangrando profusamente y la condesa, aterrorizada, se había acurrucado en la cama renunciando a decir palabra. Para no perder tiempo, la camarera había mandado a buscar al médico y a la comadrona de inmediato, sin esperar a consultarle.

Lessay le dio las gracias y ordenó que trajeran también al cirujano La Cuisse, el más reputado de entre los que se dedicaban a los asuntos de las mujeres. Le acarició la mano a la enferma y trató de que le contestara, pero ella seguía mirando al vacío con los ojos brillantes y los labios apretados, aovillada y encogida sobre el vientre, sufriendo sin quejarse. Aquel silencio le impacientaba más que si gritara, y la cabeza le seguía dando vueltas por culpa de la droga. De todos los días del año, tenía que pasar aquello justo cuando él estaba a punto de echar los hígados con una resaca digna de Baco redivivo.

Su mujer le agarraba la mano como si fuera lo único que la separara de las puertas del infierno. Resultaba extraño que su contacto le transmitiera seguridad. Nunca le había mostrado mucha confianza.

Aunque tampoco era que él hubiera tenido demasiada paciencia con aquella muchacha gentil y delicada, pero tan llena de exigencias y melindres que no había tardado mucho tiempo en hastiarle. A lo mejor si le hablaba conseguía que abandonara ese silencio tan enervante. Empezó a murmurar lo que se le iba ocurriendo, cualquier cosa, haciendo un esfuerzo por que su voz sonase dulce y tranquila:

—Hacéis bien en no moveros. Enseguida llegará el médico y podrá ayudarnos. ¿Seguro que no queréis beberos la tisana? Podemos ordenar que echen más leña al fuego para que…

Su esposa fijó en él sus ojos vidriosos, con repentina urgencia, y le apretó la mano tan fuerte que le hizo daño. Con un hilo de voz, dijo:

—Me duele tanto… No quiero morir.

Por fin. No era más que eso. Era el miedo lo que la mantenía petrificada.

Sobre el niño, ni una palabra. No era raro. Para ella era como si no existiera. Jamás lo nombraba.

A lo mejor por eso había intentado hablar con él el recién nacido del sueño. Para pedir auxilio, ya que su madre no lo hacía. Un escalofrío le recorrió los hombros. Al final iba a ser verdad que el beleño le estaba quitando el juicio, pero ahora tenía la impresión de que la pesadilla de hacía un rato era la misma que le acosaba siempre que compartía el veneno con Valeria y nunca conseguía recordar.

Suzanne levantó el cobertor discretamente, sustituyó el paño manchado de sangre por otro inmaculado y advirtió a la condesa que permaneciese en silencio, cualquier esfuerzo podía agravar su estado. Lessay la miró, irritado, pero al ver la preocupación genuina del rostro de la muchacha desistió de regañarla. Al fin y al cabo, ¿qué sabía él de aquellas cosas? Los partos eran la batalla de las mujeres y siempre se ganaban o perdían en medio de incomprensibles sufrimientos y ominosos charcos de sangre. Su propia madre había muerto dando a luz a un niño prematuro y enclenque que no había llegado a cumplir el año. Y aunque a él le habían prohibido la entrada en el cuarto, se había escabullido y había visto la cama bañada en sangre en la que ella yacía exánime y a su padre arrodillado, llorando a sus pies.

Maldito beleño. Maldito cordón. Maldita superstición, pero ahora no podía parar de pensar que el cordón del rey y el que ahogaba al crío del sueño tenían algo que ver. A lo mejor la culpa era suya por haber metido aquel maldito objeto en su casa.

Casi le daban ganas de levantarse e ir a llevarle el cordón a Valeria de inmediato para librarse de él de una vez por todas, aunque la italiana se estuviera riendo de su ataque de superstición hasta el día del Juicio.

La condesa seguía acurrucada y cada vez le costaba más reprimir los gemidos. Tenía los ojos cerrados y no le soltaba la mano, pero sus labios se movían recitando algo. Dichosa mujer, que ni en un trance como ése podía dejar quietos los versos. Acercó el oído y escuchó: «O clemens, O pia, O dulcis Virgo Maria». Era el Salve Regina. Se unió a la plegaria de su esposa, pero un tumulto en la estancia contigua le interrumpió casi enseguida. Se soltó de su mano y salió a ver qué pasaba.

En un rincón de la antecámara su médico discutía airadamente con una mujercita de unos sesenta años que debía de ser la comadrona. La figura oronda e imponente del galeno contrastaba con su silueta enjuta y gris. Parecían un oso y una cigüeña enzarzados por el mismo pescado. Cuando le vieron, se callaron de inmediato. Pero enseguida retomaron su cacofonía para explicarle sus cuitas: ambos pretendían entrar a examinar a la enferma sin que el otro estuviera presente.

Lessay los mandó callar, pidió un vaso de hipocrás para fortificarse y contrarrestar el efecto del beleño, y les hizo pasar a los dos a la vez. El médico se acercó a la cabecera de la cama para tomarle el pulso a su esposa y examinarle las pupilas, y la comadrona pidió que le alzasen las sábanas y se agachó entre las piernas de la enferma, que seguía muda y paralizada.

Cuando regresaron a la antecámara, el médico se secó los anteojos redondos en un paño, se los colocó despacio y le miró con sus ojos de rana agrandados por el cristal:

—No deja de sangrar. Si no se detiene la hemorragia, el pronóstico no es bueno…

—Pero ¿qué es lo que pasa? ¿Está de parto?

—No. Puede que la placenta se haya desprendido. Los dolores no son buena señal. Pero no podemos saberlo a ciencia cierta.

—¿Y el niño?

El físico sacudió la cabeza y respondió con aire contrito:

—Si la condesa sigue perdiendo sangre, habrá que pensar en bautizarlo dentro del vientre de la madre y llamar a un cirujano para que intente extraerlo. Quizá así podamos salvarle la vida a vuestra esposa.

El hombre se le quedó mirando, impotente. Extraer el feto. Eso quería decir que daba al niño por muerto, porque la única forma de hacer aquello era sacarlo a pedazos.

—Qué disparate —intervino la comadrona, desabrida. Cruzó los brazos sobre el pecho y se enfrentó al médico sin amilanarse por su talla. Louise Bourgeois había ayudado a traer al mundo al mismísimo Luis XIII y a buena parte de los hijos de la nobleza de la Corte. Y al parecer se le habían subido los humos—. Los médicos siempre emperrados en meter un cuchillo en los cuerpos de las mujeres. Tenemos que esperar.

El físico masculló, con desprecio:

—Y esperaremos. Pero hay que prepararse para lo peor.

—Ya está bien —dijo Lessay. Su voz le resonó dentro de la cabeza fuerte y seca como un cañonazo, aunque no había gritado. ¿Dónde estaba ese La Cuisse que no llegaba?—. El cirujano viene de camino, pero no quiero que nos precipitemos. ¿Cuánto se puede esperar sin poner en peligro la vida de la condesa?

Los dos expertos dudaron, mirándose el uno al otro como si se retaran a contestar primero. O como si temieran comprometerse demasiado. Finalmente fue la mujer la que se atrevió a aventurar:

—No es seguro. Depende de si la condesa sigue sangrando.

Esta vez el médico apoyó a la comadrona vehemente:

—La situación es extremadamente delicada, monsieur. Si me permitís, me gustaría administrarle un poco de belladona, para que descanse. Va a necesitar todas sus fuerzas.

Lessay respiró hondo y asintió. A él tampoco le habrían venido mal una pizca de belladona y un buen sueño, pero no estaba seguro de que fuera buena idea mezclarla con el beleño. Dejó al médico y a la comadrona a cargo de la condesa, salió del cuarto, arrastrando los pies, y bajó a su gabinete un momento a recoger las cosas que había dejado tiradas de cualquier manera.

Abrió la tapa del estuche; allí estaba la dichosa trenza de hilo verde con sus ridículas estrellitas de oro pasadas de moda. Inofensiva. No entendía qué ridícula superstición le había poseído. Cerró de nuevo la caja, e iba a devolverla a su escondrijo cuando llamaron a la puerta. No le dejaban tranquilo.

Otra vez su ayuda de cámara, tieso como pájaro de mal agüero, con un documento lacrado en la mano. Le hizo gesto de que le dejara en paz, pero el criado insistió. Era un billete de Su Majestad el rey. Un gentilhombre de palacio lo acababa de entregar y se había marchado sin esperar respuesta.

¿Un mensaje del rey? ¿Qué podía querer de él? Luis XIII no le escribía nunca. Marcel se lo entregó y se marchó sin decir más. Lessay rompió el lacre y leyó, boquiabierto:

Monsieur, mi deseo de velar por el bienestar de mi esposa la reina me ha decidido a cambiar el modo en que se organiza su casa, por su bien y por el mío propio.

Alguien que ocupa vuestro cargo no puede hacer caso omiso a mis deseos de que la reina permanezca en todo momento acompañada por sus damas, y mucho menos desafiarlos personalmente como es sabido que hicisteis hace una semana en el camino de Versalles a París, poniendo su honestidad y su reputación en entredicho. Aun así, habría estado dispuesto a considerar vuestro comportamiento una falta menor si no hubierais abusado de la generosidad de la que tan recientemente os he dado prueba infringiendo con insolencia las leyes, una vez más.

Es de conocimiento público que la semana pasada provocasteis a duelo a monsieur de Rhetel en el mismo recinto del Louvre por un encontronazo baladí, ocasionando su muerte del modo más displicente que imaginarse pueda. Sois un escándalo y una ofensa para la piedad de mi esposa. He meditado seriamente estos días y he decidido liberaros de vuestras obligaciones junto a ella. No será tampoco necesaria vuestra presencia en la Corte, de modo que tengáis ocasión de hacer penitencia y recobrar la serenidad de espíritu, desposeído del resto de vuestros cargos, gobiernos y beneficios, que a partir del día de hoy regresan a la Corona.

París, 1 de diciembre de 1625

Luis

Definitivamente, aún estaba soñando. No podía ser verdad. El rey le estaba despojando de sus cargos y expulsándole de la Corte. Le dio varias vueltas al papel y volvió a leer la carta, incrédulo. Por un duelo. Cuando tantos otros se batían a diestro y siniestro sin consecuencias.

Aún le costaba creer que fuera verdad.

Había matado a Rhetel porque sabía que si el maldito fisgón le contaba al rey que le había visto abrazado a Ana de Austria a escondidas o si le repetía algo de lo que hubiese escuchado sería su ruina. Y había sido para nada.

El malnacido del rey le arrebataba todo de igual forma. Era como si estuviera escrito que aquel condenado viaje tenía que llevarle al desastre de un modo u otro.

Rompió el papel en mil pedazos y los miró caer lentamente al suelo.

Lo sabía. Desde que había puesto el pie fuera de la Bastilla, con esa rapidez inexplicable, había sabido que el maldito hijo de puta, mezquino y vengativo, le estaba acechando. Y él le había ofrecido una excusa por todo lo alto, como un tonto de baba.

Expulsado de la Corte. Despojado de sus cargos. Cuando todos los meses se celebraban en París docenas de encuentros armados entre gentilhombres de medio pelo que apenas recordaban el nombre de sus abuelos y nadie alzaba una ceja.

El retorcido cabrón había esperado más de una semana para dejar caer el golpe, madurando cómo joderle mejor. Y ni siquiera era capaz de decírselo a la cara. El muy cobarde. Golpeó el puño en la mesa tres veces. Luego respiró hondo y se acarició la mano, pensativo.

La caja de Anne Bompas estaba todavía sobre la mesa. La abrió y se quedó mirando el cordón.

Luis XIII no sospechaba que guardaba ese as en la manga. ¿Cuánto de lo que acababa de arrebatarle estaría dispuesto a devolverle a cambio de aquel objeto? ¿Las villas que gobernaba? ¿Su posición en la Corte? Era cuestión de negociar.

Pero se le llevaban los demonios ante la idea de presentarse ante el rey a mendigarle que le devolviera lo que le pertenecía. Era demasiado humillante.

Estrujó el cordón entre los dedos, con saña. Le resultaba intolerable que aquel cobarde pudiera concebir un heredero gracias a él, mientras su propio hijo se desangraba indefenso en el piso de arriba.

Pero no quería tener aquella cosa en su casa más tiempo. Tomó una decisión inmediata y sacó de la caja el anillo de oro y todos los papeles, de un puñado. Los había que podían tener valor y ahora no tenía ánimos para andar separando unos de otros.

Justo en ese momento llamaron de nuevo a la puerta con tres golpes tímidos y voceó un permiso pensando que podían ser noticias de su mujer, pero no eran ni el médico ni las criadas, sino el guardia rubio que había insultado a La Valette en el Louvre y le había pedido que le acogiera en su casa. El amigo de Serres. No se le venía el nombre a la memoria. Estaba plantado bajo el dintel con cara de funeral.

—Monsieur. Quería transmitiros mi más profunda deferencia y desearos que la condesa se recupere pronto —pronunció con voz engolada. Luego vaciló y comenzó a acercarse lentamente con la espalda encorvada en actitud humilde—. Quería rogaros un favor. No me permiten verla, pero si vos intercedierais, quizá mi visita levantaría su ánimo…

Parecía al borde del llanto. O le faltaba un hervor o bebía los vientos por su esposa. Lessay ahogó un resoplido impaciente. Montargis. Ahora se acordaba del nombre. ¿Y no era poeta? Eso lo explicaba todo.

Le tenía ya casi encima, pero el soldadito seguía avanzando con los ojos bajos y la vista clavada en la mesa, como si fuera a subirse a ella. Se dio cuenta de que todavía tenía el estuche abierto. Echó el anillo y los papeles dentro del cajón que pilló más a mano, cerró la caja y se la puso debajo del brazo. Su huésped seguía allí plantado, pero él no tenía ni humor ni paciencia para ocuparse de él:

—Dejaos de sandeces. Y quitaos de ahí en medio. Tengo prisa.

El poetilla dio un paso atrás, como si le hubieran dado una bofetada, y salió del gabinete, dejándole el paso libre.

Se dirigió a las caballerizas.

Sólo de pensar que, entregándole el cordón al rey, a cambio de lo que fuera, podía aliviar a ese miserable de las torturas y los remordimientos que le devoraban por dentro, se le calentaba la sangre. Antes era capaz de ponérselo en torno al cuello a ese bujarrón despreciable y apretar hasta que se le saltaran los ojos y le colgara la lengua hasta la mitad del pecho. Se lo comería crudo para evitar que Luis XIII le pusiera encima sus manos de sodomita revenido y pudiera concebir un heredero.

Pero no iba a ser necesario. No faltaba quien se interesara por aquel cordón, embrujado o no. Otros que le querían mejor.

Y al enemigo, ni agua.