34

Al día siguiente, en cuanto le pareció que era una hora aceptable, bajó las escaleras.

Se cruzó con Suzanne en la puerta de la antecámara de la condesa. La camarera venía canturreando una cancioncilla que interrumpió nada más verle. Le hizo una reverencia medio en serio medio en broma, le anunció que su señora había salido y se escabulló dentro del dormitorio.

Charles entró detrás de ella, pertinaz. Le daba igual que no estuviera la condesa. Esperaría lo que hiciera falta. La camarera le dejó bien claro con una mirada que no le quería por allí en medio. Pero la muy canalla tampoco le decía a dónde había ido su señora ni a qué hora la esperaba de vuelta.

Él no pensaba soltar la presa:

—Vamos, Suzanne —insistió, zalamero—. No me creo que la condesa no te haya dicho nada.

La camarera sacudió la bata de raso de color perla que tenía entre las manos y procedió a doblarla primorosamente:

—A mí madame no me da explicaciones de nada. Si os ha recibido tres días seguidos, habéis tenido suerte. Una dama de su posición tiene muchas ocupaciones. —Le miró por encima del hombro con una sonrisa pizpireta y cargada de doble sentido—. No se me ocurre motivo alguno por el que el día de hoy fuera a ser distinto.

Nom de Dieu. ¡Lo sabía! ¡Suzanne lo sabía! La habría levantado en volandas de alegría si no hubiera sido lo bastante sagaz para comprender la inconveniencia que eso podía suponer. El más mínimo atisbo de indiscreción y la camarera iría a su señora con el cuento de que no era de fiar.

La moza cruzó frente a él con la delicada prenda sobre los brazos y abrió la puerta de un guardarropa oculto tras un tapiz. Charles le siguió los pasos, se apoyó el umbral y endulzó la voz cuanto pudo:

—Dime al menos si se encontraba mejor. —Estaba convencido de que su indisposición de la noche anterior había sido consecuencia de la emoción que le había provocado lo que había ocurrido entre ellos. Y si era eso, deseaba que no hubiese sanado.

La camarera giró sobre sus talones y arrugó la nariz:

—No me pongáis ojitos, que no me vais a engatusar. —Apoyó una mano en su pecho y le apartó a un lado, sin remilgos.

Suzanne era fresca y espabilada. Tenía la misma edad que la condesa y se movía por sus apartamentos con una determinación de propietaria. Charles la consideraba una aliada. Pero hoy estaba siendo dura de roer. Sintió un tirón en los faldones del jubón:

—Y apartaos de en medio. No me dejáis hacer nada.

Retrocedió un paso para dejar que Suzanne entrara en el guardarropa. Llevaba en las manos un par de estuches en los que seguramente guardaba dijes y aderezos que la condesa debía de haber considerado para embellecerse aquella mañana. Agarró a la camarera del brazo:

—Suzanne, ¿por qué no me dejas quedarme con algún objeto de madame de Lessay? No tiene que ser algo de valor. Un lazo, un pedazo de encaje… Cualquier cosa. Seguro que ella no lo echa de menos.

La criada cerró la puerta del guardarropa, se metió la llave en un bolsillo y le miró, con los brazos en jarras:

—¡Habrase visto! ¡Vaya capricho más tonto! ¿Y para qué lo queréis, para llevarlo junto a vuestro corazón?

—¡No te rías!

—Pues no os comportéis como un niño. —Pasó junto a él, propinándole un sonoro capirotazo, y se puso de puntillas para abrir las ventanas.

Charles aprovechó que le daba la espalda para deslizarse hasta una mesita que había en el otro extremo de la estancia, bajo un espejo de ébano y carey. Sobre el tapete color cereza, varios tarros de afeites, un par de papeles y una pluma manchada aguardaban a que Suzanne viniera a poner orden.

Escondió las manos detrás de la espalda, apoyó las nalgas en el canto de la mesa y aprovechó para robar un vistazo de reojo a su imagen reflejada en el espejo. Necesitaba conseguir polvos para el cabello o buscar algún criado que le rizara porque tenía los tirabuzones lacios como una mata de achicoria. Pero mientras tanto sus dedos reptaban hábiles, escogiendo entre los distintos objetos.

—¡No me lo puedo creer! —La alegre risa de Suzanne le sobresaltó—. ¡No está todo embobado mirándose en el espejo! ¡Sois peor que una doncella recién salida del convento! Venga ¡Fuera de aquí! Ya he tenido bastante paciencia.

Y, sin más, abrió de par en par la puerta de la antecámara y le hizo gesto de que abandonara la estancia. Charles remoloneó, para esconder su triunfo. Tenía lo que quería.

Subió las escaleras a la carrera y se encerró su cuarto. Sólo entonces abrió el puño de la mano derecha. Lo que había distraído de la mesa de Isabelle no era ningún objeto íntimo. Era algo mucho más útil: un sello con su escudo de armas.

Esta vez no pensaba cometer el mismo error de pardillo que en el convento. Plantó bajo la ventana la mesa de caballete que guardaba doblada tras la puerta, dispuso el recado de escribir cuidadosamente sobre el tablero y empezó a redactar con letra elegante y clara.

Cuando terminó, dobló el papel cuidadosamente, depositó sobre él unas gotas de lacre y le estampó despacio los losanges, armiños y aguiletas de la condesa de Lessay.

No era algo que hubiese planeado. Se le había ocurrido de repente, al ver el sello abandonado sobre la mesa de la condesa entre tarros de afeites y papeles. Necesitaba comprobar hasta qué punto el pálpito que había tenido el día anterior era certero. Por desquite personal. Y porque no lograba hacerse a la idea de permanecer allí encerrado, como un poetilla indefenso bajo la protección de valerosos hombres de armas. Estaba convencido de que si seguía tirando de aquel hilo encontraría una salida a su situación. Y la carta que acababa de escribir iba a ser el instrumento.

Se cubrió con la capa, bajó corriendo las escaleras y cruzó el patio a paso vivo, sin detenerse siquiera a contestar al guardia que le preguntaba a dónde iba con tantas prisas.

Esta vez no le hicieron esperar en el Palacio de Justicia. Nada de paseos aguardando a que un oficial desocupado hiciera un hueco para atenderle. Al joven secretario de la condesa de Lessay no tardaron ni dos minutos en escoltarle a través de los bulliciosos pasillos hasta el gabinete de trabajo del abogado general Louis Servin. El hombre que se había encargado del interrogatorio de Jacqueline de Escoman y que, quince años después, seguía acudiendo al convento de las Arrepentidas cada seis meses para interesarse por ella.

Servin debía de pasar de los setenta años y tenía los cabellos ralos, la barba tupida, una barriga pronunciada y un cuerpo delgado. Pero aún desprendía fortaleza gracias a su complexión sanguínea, su nariz ancha de luchador callejero y su mirada brava. Le saludó brevemente y le preguntó qué se le ofrecía, sin excesivas cortesías.

Charles le soltó el discurso que traía preparado:

—Monsieur, vengo a veros en nombre de la condesa de Lessay. Un viejo servidor le ha rogado que interceda ante las autoridades para que una pariente suya, una mujer que lleva largos años enclaustrada en el convento de las Arrepentidas, pueda regresar a su hogar a pasar sus últimos años de vida. La condesa desea complacer a su servidor, pero la dama en cuestión fue encarcelada por algún asunto político y, antes de hablar en su favor e indisponerse con nadie, querría solicitar vuestra opinión de hombre honesto e informado.

Con un molinete de orgullo por saberse bien pertrechado, le hizo entrega del billete que él mismo había escrito, firmado con el nombre de la condesa y lacrado con su sello.

Servin le echó un vistazo rápido a la carta y alzó las cejas:

—¿Por qué le interesa mi opinión sobre Jacqueline de Escoman a madame de Lessay? Si la memoria no me falla, ni siquiera tengo el honor de conocer a vuestra señora.

—Vos instruisteis el proceso de la dama. Y nos han asegurado que no os habéis desentendido de su destino. Que acudís a visitarla con regularidad. ¿Quién puede estar mejor informado sobre su estado y confirmarnos si su demencia es grave o peligrosa?

—Madame de Lessay lo ha entendido mal. Es cierto que acudo a interesarme por la mujer cada tantos meses. Pero no la he visto en trece años. Nadie tiene permitido hablar con ella ni visitarla. —Le devolvió la carta con un deje de malhumor—. ¿La condesa quiere saber sobre su demencia? ¡Que use la imaginación! La mujer lleva más de una década encerrada en un hoyo oscuro, sin contacto humano. Naturalmente que está loca. ¿Lo estaba cuando la conocí? Si queréis saber mi opinión, hace quince años esa mujer estaba tan cuerda como vos y como yo. ¿Algo más?

Plantó las dos manos sobre el escritorio y se le quedó mirando, como desafiándole a que le llevara la contraria.

Charles estaba boquiabierto por la franqueza del abogado. Agarró una silla, sin pedir permiso, y se sentó frente al escritorio con los codos apoyados:

—¡Yo también lo había pensado! He estado leyendo el manifiesto que ella misma escribió en su defensa hace unos años. No parece el escrito de una lunática. Dice que estuvo al servicio de personas cercanas al duque de Épernon y que fue así como conoció a Ravaillac, que en ocasiones venía a París para tramitar asuntos que el duque le encargaba en Angulema. No parece descabellado. Si es verdad que el iluminado le habló de sus propósitos y que ella intentó alertar a la reina… No entiendo cómo acabó en prisión. ¡Los acontecimientos demostraron que no se lo había inventado!

Servin no se molestó por sus maneras desenvueltas. Pero tampoco le prestaba mucha atención. Parecía seguir otro hilo de pensamiento:

—Por cierto, tengo que corregiros. No fui yo quien instruyó el proceso. Ésa no es tarea del abogado general. Yo sólo asistí en el interrogatorio a monsieur Harlay, el presidente del Parlamento —declaró, con total naturalidad—. Como podéis imaginar, fue el último proceso que instruyó.

Charles no entendía qué quería decir:

—¿Murió?

—A su debido tiempo, como todo el mundo —explicó el abogado, en el mismo tono de indiferencia. Abrió una carpeta de cuero que tenía sobre el escritorio y comenzó a hojear los papeles que contenía, humedeciéndose los dedos para pasar las páginas—. Más tarde que muchos, en realidad, porque ya había cumplido los ochenta.

—¿Entonces…?

—Entonces, tras la muerte del rey, la Escoman volvió a la carga. Una imprudencia, cuando el mal ya no tenía remedio… Además, esta vez sus acusaciones eran más graves. Empezó a decir que había escuchado al mismísimo duque de Épernon hablar de la muerte del rey días antes del asesinato. El presidente Harlay se hizo cargo de la investigación. Pero de la noche a la mañana le declararon incapaz. Porque estaba sordo y medio ciego, dijeron. —Servin se agachó trabajosamente para mirar debajo de la mesa, levantó varias veces los papeles que tenía sobre el escritorio, buscando algo, y finalmente volvió a sentarse, con un gruñido—. Supongo que lo que necesitaban era un instructor que estuviera ciego y sordo del todo.

El abogado hablaba con tal tranquilidad que Charles empezó a dudar si no estaría inventándoselo todo:

—Entonces, ¿eran ciertas las acusaciones de mademoiselle de Escoman?

Servin chascó la lengua y se acercó uno de los papeles a la nariz:

—Al menos eran verosímiles. La mujer hablaba bien y con sentido, muy segura de sus palabras y de lo que había visto y oído. Y hubo testigos que confirmaron lo que decía. Pero hablo de memoria. Tanto las actas de los interrogatorios como las declaraciones de los testigos desaparecieron oportunamente en el incendio que arrasó los archivos hará siete u ocho años. Eso sí, nadie pudo hacer que el duque de Épernon contestase ni una sola pregunta. Ya sabréis que no es hombre que se ande con sutilezas. Cuando se enteró de que había solicitado su arresto me amenazó de muerte, en el mismo patio del Louvre. —Se apartó el papel de la cara, con un gesto irritado, y se lo tendió—. Vos sois joven y tenéis los ojos frescos. Leedme qué diablos pone aquí. He perdido los anteojos.

Charles tomó el papel entre las manos casi con temor. Después de lo que acababa de contarle Servin, temía encontrarse con cualquier revelación inopinada sobre los asesinos de Enrique IV. Pero no era más que un inventario de ropa blanca y vajilla de algún difunto sin relación ninguna con el caso. El abogado le escuchó leer en silencio, muy atento, y luego se levantó para meter la hoja dentro de una carpeta que guardaba junto a otras iguales en una estantería.

—¿De veras ordenasteis detener a monsieur de Épernon? —La atención del abogado se dispersaba con irritante facilidad.

—¿Yo? ¡Jamás he tenido tanto poder! Un hombre de letras, como vos, debería estar mejor informado de cómo funciona la justicia. No soy más que abogado general y un humilde consejero de Estado. Solicité al Parlamento que diera orden de detenerle, que es muy distinto. Pero, dada la importancia del personaje, los magistrados consideraron que la decisión merecía una reflexión más profunda. —Servin sonrió de medio lado—. Épernon protestó ante la reina madre. El presidente Harlay, como os he dicho, fue declarado incapaz. Y, «vista la calidad de los acusados», el nuevo presidente decidió suspender la investigación.

De modo que María de Médici había protegido a Épernon hasta el punto de bloquear las pesquisas de los magistrados.

—¿Y qué pasó con mademoiselle de Escoman?

Servin se apoyó en el dorso de su silla y le miró con fijeza, por primera vez:

—Bueno, si los acusados no eran culpables, era evidente que la mujer era rea de falso testimonio. Y el falso testimonio en asuntos de esta gravedad se castiga con pena de muerte. Podéis creer que el duque de Épernon la reclamó con ahínco. El procurador propuso incluso que la condenáramos por brujería. Pero finalmente hubo acuerdo en declararla loca y se decretó su reclusión de por vida. Una resolución que, a la vista de las condiciones del encierro, no fue más piadosa que un ajusticiamiento, convendréis.

A Charles se le agolpaban las preguntas, más ahora que la atención de su interlocutor había dejado de dispersarse en minucias:

—Disculpadme si os parezco inoportuno, pero al escucharos no puedo evitar pensar en el proceso del propio Ravaillac. He estado leyendo algunas crónicas y… —Tragó saliva, consciente de la osadía de lo que iba a decir a continuación—. No he podido dejar de notar el poco ahínco con el que parece que los magistrados llevaron a cabo los interrogatorios.

—¿Como si tuvieran miedo de encontrar lo que buscaban? —Servin alzó ambas cejas. Charles le sonrió con admiración. No se le habría ocurrido mejor manera de formularlo—. ¿Qué queréis? Hay procesos difíciles de instruir por falta de pruebas y otros que se complican porque aparecen demasiadas.

Sin perder la flema, el abogado volvió a darle la espalda y continuó removiendo libros y papeles, probablemente en busca de sus escurridizos anteojos.

Charles no sabía qué pensar. Aquel hombre lanzaba tremendas insinuaciones con una despreocupación inverosímil. ¿Seguro que conservaba todas las piezas de la mollera?

—Excusad mi atrevimiento, monsieur, pero decís que el duque de Épernon os amenazó de muerte porque quisisteis interrogarle. ¿No os preocupa que yo pueda ir ahora repitiendo cuanto me habéis contado? Al fin y al cabo, no me conocéis de nada.

El abogado hizo un gesto desdeñoso con la mano sin suspender su infructuoso rastreo:

—Tengo setenta años, monsieur, no dispongo de tiempo que perder en nimiedades. Si lo que os intranquiliza es haber escuchado algo inconveniente, siempre podéis optar por olvidarlo. —Alzó la vista, se inclinó hacia delante y le escudriñó minuciosamente con los ojos guiñados—. Vaya. Sois más joven de lo que me había parecido a primera vista… Pero no os inquietéis. No os he hecho depositario de ningún arcano secreto de Estado. Todo lo que os he contado lo sabe el rey, lo sabe el cardenal y lo sabe medio Palacio de Justicia. Pero con rumores y conjeturas no se va a ninguna parte. Los hombres de leyes nunca debemos sacar conclusiones basadas en corazonadas.

Le apuntó con el dedo para remachar su conclusión y reanudó su afanosa búsqueda. Charles comprendió que era hora de retomar la excusa con la que había acudido a él y despedirse:

—Entonces, ¿qué he de decirle a madame de Lessay?

Servin se dio la vuelta, con un grueso tomo de leyes en cada mano:

—¡Y yo qué sé! Si no me engaño, lo que vuestra señora quiere saber es si puede interceder por Jacqueline de Escoman sin complicaciones; si está tan loca como para seguir repitiendo la historia de hace años o si conserva la suficiente cordura para haber aprendido a callarse. —Sacudió la cabeza—. Y francamente, no tengo ni idea. Pero si lograra sacarla de la celda en la que se pudre antes de que Dios la llame a su lado, sería una obra de caridad.

Charles se puso de pie:

—Os agradezco que me hayáis recibido, monsieur. Le transmitiré vuestras palabras a madame de Lessay. —Saludó con una profunda inclinación de cabeza y abandonó la estancia.

Sentía unos incómodos remordimientos por haberse inventado esa historia sobre la intercesión de la condesa. Si la historia era como la contaba Servin, la pobre mujer merecía que alguien intercediera por ella de verdad. Aunque había sido una inconsciente. Hasta los niños sabían que enfrentarse a los grandes, aunque fuera en defensa del bien público, sólo podía ocasionar desgracias.

Recorrió el camino de salida aturdido aún. No sabía qué pensar del viejo abogado. Se caló el sombrero e iba a ajustarse el embozo antes de salir a la calle cuando el joven oficial que le había atendido el día anterior se acercó a saludarle, cordial. Charles decidió aprovechar la ocasión para preguntarle qué opinaba de Servin, y los ojos de su interlocutor se iluminaron de admiración.

El abogado general era un hombre con un carácter peculiar, sin duda, y sin pelos en la lengua, pero no lo había más honesto en todo el Palacio. Y valiente. En cierta ocasión no había dudado en reconvenir al rey por lo que consideraba unos impuestos excesivos e injustos. Despreciaba las supersticiones, luchaba contra los procesos de brujería y se oponía con fiereza a que las penas infamantes recayeran sobre toda la familia de los reos. Ninguna extravagancia, nada que hiciera sospechar ni un atisbo de senilidad en su comportamiento.

Volvió a la calle. El cielo se había ido nublando al correr la mañana y caía una leve llovizna. La nieve derretida había dejado las orillas del río más embarradas de lo que Charles las había visto nunca. Podía dar un rodeo para buscar un camino más transitable como había hecho en el trayecto de ida, pero no quería rezagarse más. Temía que los pasos y las sombras que había sentido tras él la noche anterior no fueran cosa sólo de su imaginación.

Se resignó a enfangarse y se dirigió con paso firme hasta la pasarela de madera que comunicaba con la ribera derecha del Sena de manera provisional, mientras se reconstruía el puente de los cambistas que un incendio había arrasado tres o cuatro años atrás.

Iba pensando en aquel mes de mayo de hacía quince años. En Enrique IV, a punto de partir a la guerra en apoyo de los príncipes protestantes, indignando a sus súbditos católicos y alterando a los espíritus fanáticos como Ravaillac. En Angélique, convenciendo al rey para que saliera del Louvre cuando el loco le aguardaba para matarle. En la relación del asesino con el duque de Épernon. En la reina madre, protegiendo al duque e impidiendo que fuera detenido.

Al otro lado del puente, los curtidores de pieles finas exponían sus mercancías al público elegante. Charles ojeó con codicia un sombrero de castor gris que uno de los comerciantes colocaba sobre la cabeza de un cliente.

Un olor intenso a ave de corral al fuego le distrajo y le condujo hacia los asadores de la estrecha calle de la Vallée-de-la-Misère.

Tenía hambre. Y el bolsillo lleno. Le repugnaba la idea de tener que volver a encerrarse entre cuatro paredes.

Pero no pensaba dejar que nadie le rebanara el pescuezo por un capricho de su estómago. Pensó en Jacqueline de Escoman, encarcelada de por vida, y en lo que había conseguido plantándoles cara ella sola a los poderosos. Él era más lúcido, más avisado. O eso quería creer.

Tenía que ser paciente. Así que hizo de tripas corazón, agachó la cabeza y siguió camino hacia su refugio.