33

Charles abandonó los apartamentos de la condesa sin saber si estaba dormido o despierto.

Casi estaba agradecido de que el energúmeno de Montbazon le hubiera expulsado a voces. Se había quedado sin reservas de sangre fría y no sabía cuánto tiempo iba a poder seguir disimulando y dándole la razón en todo a aquel lerdo para que no sospechara nada. Pero le había obligado a dejar a Isabelle sollozando desamparada. Y ni siquiera sabía por qué lloraba. ¿Por los malos modos del duque? ¿O porque estaba arrepentida de lo que había pasado?

Qué locura. Aún no entendía cómo se había atrevido a besarla.

Sin embargo, en un momento dado lo había sabido, con absoluta certeza. Isabelle no quería romances bucólicos, ni caballeros suspirando de desesperanza a sus pies, ni más palabrería galante. Le quería a él.

La había abrazado con una dulzura de la que no se sabía capaz. Era tan delicada, tan preciosa. Había tenido que resistir el impulso de estrecharla con fuerza para impedir que se escapara. Al separarse de ella, revuelto y confuso, tenía la piel de gallina y se sentía como si le hubiesen concedido el privilegio de acariciar algo infinitamente frágil y valioso. Apabullado por una mezcla de devoción, miedo y euforia.

Se quedó rondando junto a los apartamentos de la condesa, esperando a que Montbazon se fuera. Tenía que regresar y hablar con ella. Necesitaba saber qué significaba lo que había ocurrido. Pero, al cabo de un momento, el marido se presentó para el almuerzo. Charles murmuró un saludo y no le quedó más remedio que escabullirse, con el regusto de que quizá estaba corriendo más peligro entre las paredes de aquella casa, a la que había acudido para refugiarse, que en la calle, a merced de los matones del marqués de La Valette.

Bajó al jardín a respirar a cielo abierto pero al poco, hastiado de dar vueltas entre los parterres, decidió ir a buscar a Bernard. El muy gañán dormía la siesta entre ronquidos y resoplidos de bestia montaraz. Habían pasado tres días y nadie le había buscado querella por el asunto de la muerte del juez. Aun así, era asombrosa la facilidad con la que se olvidaba de todas sus preocupaciones en cuanto empezaban a pesarle los párpados. A él le hormigueaba todo el cuerpo. No tenía hambre, ni sueño, y ni siquiera podía salir de aquella casa.

Acabó sentado en los escalones de la entrada, tratando de distraerse con las idas y venidas de los sirvientes por el patio, envuelto en su capa y dejando que el aire helado le raspara las mejillas. Dos palafreneros luchaban a brazo partido contra el semental español del conde, que se negaba a dejarse entresacar las crines. Uno de ellos se había llevado un bocado en un hombro y el otro había esquivado por los pelos una patada en plenos hígados.

Para apartar de su mente a Isabelle, se refugió en el otro pensamiento que no le abandonaba la cabeza. Entre tantas voces y propósitos desatinados, el duque de Montbazon había dicho algo que había captado su atención al instante. No, él no era el culpable de que Enrique IV hubiera abandonado la protección del Louvre el día de su asesinato: era Angélique Paulet quien había reclamado la compañía del rey; la que le había hecho salir a la calle el día que Ravaillac le aguardaba para matarle.

¿Cómo no hacer conjeturas? Angélique llevaba acechando en torno al misterio de las malditas cuartetas desde el primer día. Y ahora resultaba que había sido ella, cuando sólo tenía dieciocho años, quien había hecho que se cumpliera la profecía sobre la muerte de Enrique IV.

Además, si la Leona tenía como misterioso protector al marqués de La Valette, hacía quince años había sido el padre de éste, el duque de Épernon, quien había estado implicado de la forma más sospechosa en la muerte del rey, por su familiaridad con el asesino Ravaillac, según le había contado Boisrobert.

Eran los mismos nombres con quince años de distancia.

Y Dios sabía si no eran los nervios los que le estaban haciendo pensar dislates, pero había otro nombre más. Un tercer nombre que se repetía.

El abad había cortado sus elucubraciones de raíz cuando se había atrevido a insinuar que María de Médici había sido, junto con Épernon, la mayor beneficiada por la muerte de Enrique IV. Pero ¿cómo no iba a hacerle callar? Boisrobert servía al cardenal y el cardenal era la criatura de la reina madre. Nadie muerde la mano que le da de comer.

Sin embargo, el nombre de María de Médici aparecía también en la carta que el maestro Rubens le había escrito con tanta deferencia a Angélique Paulet. Esa carta que nada tenía que ver con los mensajes de Inglaterra en apariencia, pero que tan inexplicable resultaba.

Charles había perdido tanto crédito a los ojos del cardenal, que lo mismo Richelieu también creía que se había inventado aquello. Desde luego, mucha importancia no parecía que le hubiese dado. Pero él había tenido la carta en sus manos y llegar hasta ella le había costado la ruina, una sentencia de muerte y la vida del pobre Pascal.

Angélique, María de Médici, Épernon y su hijo La Valette…

Tenía la impresión de estar pisando arenas movedizas, pero de pronto se acordó del panfleto que había leído la misma mañana en que había encontrado el cadáver de su criado.

Las memorias de esa tal Jacqueline de Escoman, que había servido en el entorno de Épernon y había conocido a Ravaillac, empeñada en avisar a María de Médici de que la vida del rey corría peligro mientras la reina parecía rehuirla a propósito para no tener que escuchar sus advertencias.

Manoseó tanto aquellos pensamientos y con tanta insistencia que terminó por desgastarlos, y entre las hilachas volvieron a colarse los labios de Isabelle y el peso delicioso de su cuerpo entre sus brazos. Se arrebujó en la capa y tamborileó con los pies helados en el suelo.

Tenía una corazonada. Boisrobert le había dicho que la tal Jacqueline de Escoman había terminado en prisión, acusada de levantar falsas acusaciones contra el duque de Épernon. ¿Y si la mujer seguía viva? A lo mejor podía lograr que le dejaran visitarla. El Palacio de Justicia estaba en la isla de la Cité, a un cuarto de hora largo de camino si no remoloneaba. Bien embozado no había riesgo de que nadie le reconociera. Estaría de vuelta de sobra antes del anochecer. Y allí no aguantaba más.

Se puso en pie, se sacudió la culera de los calzones y, sin más cavilaciones, cruzó el patio y salió a la calle con paso determinado.

Pero las cosas no fueron tan rápidas como había planeado. Aunque logró que un par de guardias que conocía le introdujeran de rondón por delante de otros solicitantes, tuvo que aguardar más de una hora curioseando entre los mil y un comercios de telas, guantes perfumados, espadas, cueros y hasta libros que invadían las salas, antes de conseguir hablar con algún oficial de la justicia. Todo para que le atendiera un mozo con pocos años más que él, que debía de estar aún en mantillas en la época de la muerte de Enrique IV y al que el nombre de Jacqueline de Escoman no le decía nada. Al menos se ofreció a consultar los archivos, no sin advertirle que lo más probable era que no encontraran nada. El incendio que había arrasado el Palacio en 1618 había hecho desaparecer la documentación de cientos de viejos procesos.

En efecto, después de un rato largo de pesquisas lo único que sacaron en claro fue que la tal Escoman no había permanecido en las celdas del Palacio más que unos meses, antes de que la trasladaran al convento de las Arrepentidas de Saint-Magloire. El mozo no sabía decirle si a aquellas alturas estaba viva o muerta.

Era una mala noticia. Las agustinas de Saint-Magloire acogían entre sus muros a decenas de penitentes. Unas eran verdaderas arrepentidas, rameras y busconas de baja estofa, que entraban en religión para escapar de la miseria de las calles. Otras estaban allí a la fuerza, encerradas por sus familias, para que expiaran su mala conducta. Pero todas ellas estaban sometidas al mismo régimen de clausura estricta. Pocas opciones tenía de que le dejaran comunicarse con Jacqueline de Escoman, aunque siguiera viva.

Aun así decidió tentar un poco más a la suerte. El convento estaba a media altura de la calle Saint-Denis. Casi le pillaba camino de regreso al hôtel de Lessay.

Se llegó hasta allí tan rápido como pudo, atravesó el arco de entrada y penetró en un zaguán escueto y frío, con los muros pintados de blanco. Tiró de la campanilla y cuando escuchó la portezuela de la celosía se inclinó, con suma prudencia, y le preguntó a la portera si residía entre sus muros Jacqueline de Escoman y en qué condiciones podía visitarla. Le respondió un silencio tan prolongado que pensó que sin duda la mujer que había ido a ver debía de llevar años muerta. Aquella monja ni siquiera recordaba su nombre.

Pero finalmente escuchó un suspiro hondo:

—La dama por la que os interesáis no puede recibir visitas bajo ninguna condición, monsieur —explicó la religiosa—. La desgraciada se encuentra afligida por una profunda demencia. Ni siquiera convive con la comunidad. No nos sería posible atenderla… Y la pobre alma sería un peligro para el resto de las penitentes.

—Pero ¿reside aún aquí?

—Sí, desde luego. Permanecerá con nosotras hasta que el Señor decida que ha llegado su hora.

—¿Y estáis segura de que no hay forma de verla, hermana? Aunque su razón esté enferma, alguna vez recibirá visitas —insistió, con pocas esperanzas. Si tan estricto era el régimen bajo el que estaba recluida la mujer, no iban a hacer ninguna excepción con él, que no era ni un pariente ni un poderoso.

—Nunca. Ya os digo que ni siquiera comparte la vida de la comunidad —respondió la sombra oscura, al otro lado de la celosía—. Su condición es tan grave que hubo que construir una celda aislada en uno de los patios para alojarla lejos de las demás penitentes. No le está permitido salir y no tiene contacto con nadie. Estamos obligadas a darle de comer y de beber a través de un ventanuco enrejado.

Estaba claro que no había nada que hacer. No le quedaba sino darse la vuelta con el rabo entre las piernas. Pero entonces, como si tuvieran voluntad propia, sus labios pronunciaron un nombre; uno de los pocos nombres que a buen seguro tenían potestad para atravesar los muros de aquella clausura. Ocurrió de manera espontánea, sin que Charles se diera apenas cuenta de lo que estaba haciendo:

—Hermana, os ruego que me disculpéis. Quizá debería haberos dicho desde el primer momento que es Su Ilustrísima el cardenal de Richelieu quien me envía a interesarme por la suerte de mademoiselle de Escoman.

El efecto fue inmediato. La portera le pidió que aguardara unos minutos y, casi enseguida, escuchó descorrerse varios cerrojos. La monja le invitó a entrar al severo vestíbulo y Charles se encontró, algo sorprendido, frente a una mujer joven y guapa, con las mejillas relucientes, que le invitó a seguirle por unas escalerillas empinadas que desembocaron en un corredor del primer piso. Al fondo había una puerta entreabierta que conducía a una sala blanca y luminosa como un nevero, con tres amplias ventanas cerradas por celosías y dos bancos de madera. La religiosa le pidió que pasara y aguardara un momento.

No tardó mucho rato en regresar en compañía de la madre superiora.

Charles intentó tomarle la medida a la madre Marie Alvequin nada más verla llegar, envuelta en sus velos negros y grises. Era una mujer de cuarenta y tantos años, pequeña y frágil, con expresión paciente. Pero debía de tener más fortaleza de la que mostraba a primera vista. Una institución como aquélla no podía ser fácil de gobernar sin un fuerte carácter. De momento, la superiora le sonreía:

—Nos sentimos muy honradas de que Su Ilustrísima el cardenal nos distinga nuevamente con su atención.

Charles se inclinó, sin saber muy bien cómo responder. ¿Cómo se le había ocurrido decir que venía de parte de Richelieu? Y sólo para que le dejaran hablar con una perturbada que llevaba quince años encerrada y a buen seguro no recordaba ni cómo se llamaba. Él no era un hombre de recursos, era un gaznápiro.

—El honor es mío, madre.

La superiora despidió a la hermana portera y, cuando ésta cerró la puerta, le hizo una seña para que se acercase. Tenía unos ojos grandes y azules, llenos de inteligencia:

—Entiendo que los asuntos que os traen hasta aquí tan pocos días después de la visita de Su Ilustrísima serán reservados, monsieur, pero me atrevo a recomendaros, tal y como le recomendé al cardenal, que, si la discreción lo permite, os dejéis acompañar por el ama de las penitentes. La semana pasada Su Ilustrísima rechazó toda escolta y no tuvimos ningún incidente. Pero es mi deber recordaros que la pobre mujer que vais a visitar perdió hace tiempo la cordura y quizá se muestre agresiva.

No entendía lo que le estaba diciendo la superiora. ¿Acaso Richelieu había estado allí hacía sólo unos días? ¿Y visitando a la reclusa él también? Aquello no podía ser coincidencia.

—Os lo agradezco, madre —titubeó. No podía creerse hasta dónde iba a llevarle aquella mentira—. Pero las órdenes de Su Ilustrísima son que nuestra conversación sea confidencial.

La monja no insistió más. Pero tampoco se movió. Se le quedó mirando, sonriente:

—No me cabe duda de que sois consciente del privilegio que supone que se os deje romper la clausura de este modo. Ni siquiera a monsieur Servin se le permiten este tipo de visitas.

Charles no sabía si metía la pata preguntando. A lo mejor ese Servin era alguien a quien un auténtico enviado del cardenal tenía que conocer sin hacer preguntas. Pero la curiosidad le pudo:

—¿Monsieur Servin?

—El abogado que se hizo cargo del interrogatorio de mademoiselle de Escoman hace quince años —respondió la monja con naturalidad—. Viene a visitarnos un par de veces al año para recibir noticias de la salud de la reclusa. Es un hombre de bien, que nunca deja de entregarnos un generoso donativo para ayudar al mantenimiento de nuestra humilde institución. Pero, por supuesto, no le hemos concedido nunca los mismos privilegios que a Su Ilustrísima.

La religiosa extendió la mano y se quedó aguardando algo.

Charles se palpó el cuerpo, confuso. No llevaba ni un sueldo encima:

—Os ruego que me disculpéis, madre. El cardenal tiene intención de ofreceros un generosísimo donativo para compensar vuestros desvelos, demasiado generoso para encomendárselo a un siervo de mi talla —improvisó, engolando la voz—. Contad con que os lo entregará personalmente en su próxima visita.

La monja cerró los dedos de la mano, con un parpadeo de desconcierto. Algo iba mal:

—¡Monsieur! Si no hubiese olvidado todas las vanidades del mundo hace muchos años, a la puerta del claustro, me sentiría ofendida. Su Ilustrísima ya ha sido más que generoso con nosotras —exclamó, indignada de que la considerase tan grosera como para solicitar un donativo extendiendo la mano ante el primer llegado—. Sólo os estaba solicitando la orden del cardenal que sin duda traéis con vos.

Charles sintió cómo se le ponían rojas las orejas, las mejillas e incluso la raíz del cabello. Seguramente tenía encarnados hasta los dedos de los pies.

Estaba atrapado. Fingió que se registraba las ropas mientras miraba de reojo a la monja, que había retrocedido dos pasos y ya no sonreía. Le miraba muy seria y, por mucho que siguiera palpándose el cuerpo, a Charles le daba que no la iba a convencer de que la carta del cardenal se le había perdido por el camino.

Cuando no pudo soportar más el bochorno, dejó las manos quietas, saludó profundamente y murmuró algo entre dientes acerca de que regresaría en un momento. Tuvo que hacer acopio de voluntad para no echar a correr escaleras abajo, y los segundos que la portera tardó en volver a abrir los cerrojos se le hicieron más largos que si la superiora hubiera amenazado con tonsurarle y vestirle con una sotana de por vida.

Se escabulló por la primera bocacalle que se encontró para perder de vista lo antes posible el convento. Por mil diablos, qué vergüenza. ¿Y qué habría pensado la superiora? Estaba seguro de que no tardaba ni un avemaría en denunciarle. ¿Qué iba a hacer si le reconocían?

Pero había caído la noche. Si salir del hôtel de Lessay a la luz del día ya había sido arriesgado, aquel paseo a la luz vacilante de las escasas farolas que alumbraban aquí y allá alguna fachada empezaba a ser temerario. Ya tendría tiempo de lamentaciones.

Agachó la cabeza y aceleró el paso, con rumbo determinado, pero no le quedó más remedio que detenerse dos veces antes de llegar a refugio; una en el hueco de un portalón, la otra bajo el haz de luz que arrojaban las ventanas de una fonda, convencido ambas de que otros pasos doblaban a los suyos. En una de las ocasiones le pareció ver incluso el pico de un manto recogerse presuroso tras una esquina. Aflojó la espada en la vaina y aguardó, con los músculos en tensión, pero no ocurrió nada. La imaginación le estaba gastando bromas pesadas. Siguió su camino, forzándose de nuevo a mantener la calma, y al atravesar el arco de entrada del hôtel de Lessay resopló con alivio.

Subió las escaleras a un ritmo digno y despacioso. No sabía con quién podía cruzarse de camino. Pero en cuanto llegó a su cuarto se encerró de un portazo, se arrancó la capa y el sombrero y se puso a caminar de un lado a otro del exiguo espacio, dando saltos para expulsar la tensión.

Al final, con tanto vaivén descontrolado acabó tirando al suelo los libros que tenía apilados en un rincón. Había enviado a un criado a buscar sus pertenencias y ahora apenas podía moverse en el cuartucho minúsculo que le habían asignado en un ala oscura y llena de muebles viejos del hôtel, a pesar de la oposición de Bernard.

Su paisano le había calentado la cabeza durante dos horas, repitiéndole que aquella habitación le daba mal fario y era mejor que siguiera compartiendo cuarto con él. Charles le había pedido explicaciones sensatas, pero él no había sabido darle ninguna. No debía dormir en aquella estancia y punto. Ah, y sobre todo, por nada del mundo debía encender el brasero. Para callarle había tenido que darle con la puerta en las narices.

De cualquier modo, en lo último en lo que pensaba ahora era en descansar.

El cardenal de Richelieu había estado también en el convento, visitando a Jacqueline de Escoman. ¿Qué significaba eso?

En la época en la que había muerto Enrique IV, Richelieu no era más que un joven obispo a cargo de una diócesis pobre y remota del oeste de Francia, sin relación con la Corte. No había sido testigo directo de nada de lo que había sucedido. Quizá las cuartetas de Nostradamus le habían hecho pensar a él también que había demasiados aspectos de aquel asesinato que habían quedado sin aclarar.

El interés del cardenal, después de tantos años, le intrigaba. ¿Qué le habría contado la mujer? Imposible saberlo. Después del lío que había organizado aquella tarde, ya sí que no tenía ninguna oportunidad de acercarse a ella. Ni de volver a asomar el hocico cerca del convento.

Se miró en el espejo que se había hecho traer también de su casa y se atusó el pelo revuelto. Ya tendría tiempo para pensar en el cardenal. Ahora sólo quería ver a Isabelle. A aquellas horas ya se habrían marchado las visitas. Se adecentó las ropas, respiró hondo y bajó a buscarla.

Pero las puertas de sus apartamentos estaban cerradas. Una criada le informó de que la condesa se sentía indispuesta. Se había recogido temprano y no quería que la molestaran.

Regresó a su cuarto, resignado, a esperar que pasaran las horas, y la incertidumbre apenas le dejó descansar. Cada vez que cerraba los ojos soñaba que se encontraba a bordo de un galeón fantasma que se alejaba de la orilla, completamente solo, y no podía hacer nada para detenerlo. Desde el muelle, una mujer le miraba inmóvil, a veces con la cara de Angélique, a veces con la de Isabelle. En la distancia era imposible decir si reía o lloraba.