–¿Las centurias de Nostradamus? Sí, por supuesto, hay un ejemplar en la biblioteca. —Isabelle se atusó la falda, colocándose los pliegues con cuidado, para no tener que sostenerle la mirada a su visitante.
—Y ¿tengo vuestro permiso para leerlo, madame?
—Desde luego. Toda la biblioteca está a vuestra disposición.
Charles Montargis inclinó la cabeza y luego se quedó callado, sin moverse del sitio. Isabelle imaginaba que estaba buscando algo más que decir, para no tener que marcharse tan pronto.
Llevaba en su casa apenas tres días y ya había encontrado media docena de motivos para visitarla otras tantas veces: una consulta sobre a qué criado encargarle la limpieza de su mejor traje, un soneto de agradecimiento que había compuesto, un ofrecimiento de leerle en voz alta a su querido Góngora…
Ella le recibía siempre amable, fingiendo que no se daba cuenta de que todo eran excusas, pero se pasaba el tiempo aguardando sus visitas, como quien aguarda que le alcance por fin la lluvia después de haber oído el trueno en la distancia.
El joven poeta le hizo una reverencia, profunda y llena de gracia, y se dispuso a abandonar la estancia. Isabelle levantó la vista de sus faldas para verle marchar y, de pronto, sin saber de dónde había sacado el valor, preguntó:
—¿Os molestaría que leyéramos el libro los dos juntos? —La voz le había brotado muy pequeña, encogida por su propia osadía—. He jugado alguna vez a interpretar las cuartetas de Michel de Nostredame, yo sola, pero siempre es más entretenido debatir de estas cosas con alguien que aporte ideas propias…
Él se quedó inmóvil, en mitad de la estancia, inseguro, y por un momento Isabelle pensó que le iba a decir que no, o peor aún, que iba a aceptar su propuesta por obligación. Estaba a punto de desdecirse de sus palabras cuando él sonrió con timidez. Estaba todavía más nervioso que ella:
—Sería un honor, madame.
—Id a buscar el libro, entonces. Os aguardo aquí.
Montargis se despidió con otra reverencia y, en cuanto salió por la puerta, ella se puso también de pie. Se llevó las manos a las mejillas. A pesar del frío, las tenía ardiendo.
Era la Providencia la que había querido traerle a su poeta a su propia casa después de que monsieur de La Valette intentara hacerle asesinar y él le desafiara delante de todo el Louvre en un arrebato de imposible arrojo. ¿Le habría otorgado su marido protección de haber sabido que al hacerlo empeñaba ante los hados su corazón? No quería saberlo. Lo único que importaba era que cuando Charles Montargis acudía a verla, flotaba en el aire una dicha que casi podía tocar y su espíritu volaba ligero, inmerso en una primavera que sólo florecía para ellos. Aunque afuera el mundo siguiera sumido en el invierno, rudo y estéril.
Igual que los aceros de los hombres de monsieur de La Valette, que imaginaba acechantes e inmisericordes en todas las esquinas. Esperando. Tembló.
¿Debía llamar a su camarera para que les acompañase cuando él volviera? No sabía qué hacer. Cambió tantas veces de opinión que su regreso la sorprendió todavía indecisa, con la frente apoyada contra la ventana helada.
Montargis llevaba el libro apretado contra el pecho, sin saber muy bien cómo aproximarse. Ella le indicó la mesa, se acercó y lo abrió por una página al azar.
Permanecieron al menos un cuarto de hora uno enfrente del otro, de pie, leyendo estrofas sueltas y comentando nimiedades. Pero poco a poco el misterio de aquellos versos inspirados y terribles les fue atrapando, y la conversación se fue encendiendo. Isabelle se preguntaba si habría sido un ángel quien había dictado todas aquellas visiones al sabio provenzal, pero a su compañero de lectura le interesaban más los detalles concretos. Le admiraba, por ejemplo, la precisión de la famosa cuarteta en la que el profeta había descrito la muerte del rey Enrique II en el torneo de la boda de su hija.
—Os propongo un desafío, madame. Veamos quién es capaz de encontrar más profecías cumplidas entre los eventos del pasado.
Ella aceptó encantada. Se sentaron el uno junto al otro y durante un rato largo estuvieron compitiendo entre risas y galanterías. Al principio estaba un poco intimidada, pero descubrió que el juego se le daba muy bien, y el brillo de admiración que desprendían los ojos de su poeta cada vez que le sorprendía con una observación ingeniosa la arrobaba.
De pronto, Montargis decidió cambiar las reglas del juego:
—Madame, sois una verdadera maestra, no puedo competir con vos. Os propongo un juego distinto: ¿por qué no intentamos ahora adivinar qué es lo que predice el profeta para el futuro?
Isabelle aceptó la propuesta encantada y él hojeó el libro adelante y atrás un rato, buscando una estrofa que le convenciera. No pudo evitar fijarse, al verle pasar las páginas, en que su poeta tenía los nudillos de la mano derecha enrojecidos y despellejados, y aunque él no había dicho nada, sabía muy bien por qué.
Su camarera le había contado que monsieur Montargis había tenido una discusión con Bernard de Serres el día anterior en el jardín. Al parecer, el gentilhombre de su marido se había cruzado con el marqués de La Valette en el Louvre y su poeta había empezado a hacer preguntas y recriminaciones. Estaba enfadado consigo mismo por haberse dejado convencer para refugiarse allí y había acabado por dar un puñetazo a un banco de piedra de pura frustración.
Ante la criada, Isabelle había hecho gesto de escandalizarse, pero en realidad admiraba el carácter apasionado de su poeta de sangre caliente. Comprendía que le reconcomiera la pérdida de su libertad. Y la impotencia que un espíritu como el suyo debía de sentir al no poder enfrentarse a su enemigo cara a cara. Ni el mismo Galahad habría aguantado aquello con paciencia.
—¿Qué os parece ésta? No se me ocurre ningún acontecimiento pasado al que pueda hacer alusión.
Le mostró una cuarteta de la octava centuria, desafiándola a que le encontrara algún significado.
A Isabelle no le asustaban los retos ni las adivinanzas, al contrario. Tomó el libro entre sus manos y le pidió que le llevara la silla junto a la ventana. Enseguida se le ocurrió una idea posible, si bien un tanto obvia. Leyó en voz alta las dos primeras líneas:
—«Viejo cardenal por el joven embaucado. Fuera de su cargo se verá desarmado». —Hizo una pausa, con el libro apoyado en su vientre abultado—. Habéis sido muy audaz escogiendo la cuarteta; cualquiera diría que se refiere a nuestros tiempos, a Richelieu. Pero ¿qué joven puede despojar al cardenal de su cargo? Me temo que yo no sé nada de política… ¿Baradas? ¿Gastón?
Había ido bajando la voz. No le gustaba especular en voz alta sobre los destinos de otras personas, sobre todo si estaban vivas. Los antiguos, que no permitían que nadie trampease con las moiras, lo consideraban una transgresión. No quiso decir más.
Montargis caminaba arriba y abajo por la habitación. Ella se concentró en sus pasos y sintió un estremecimiento delicioso y culpable a partes iguales. Volvió a sentir el peso del libro, cargado de ominosos versos.
—No es mala idea… —respondió su poeta, aunque Isabelle se dio cuenta de que le había decepcionado con aquella explicación tan banal—. Pero aguardad, ¿qué pensáis de la segunda parte? «Arlés no muestras que se perciba el doble; Y liqueducto y el Príncipe embalsamado». Está claro que hay doblez, peligros, y la ciudad de Arlés, pero no es fácil de interpretar. ¿Y qué diantres es un licueducto? ¿Una especie de acueducto?
Isabelle dio un respingo al oír el juramento; seguro que lo había suavizado por ella, pero aun así le pareció de mal gusto. Aunque hasta cierto punto podía comprenderlo: él era un soldado y se sentía prisionero en su casa. Por algún sitio tenía que escapar la tensión.
Le observó atentamente y propuso:
—También podría ser que fuera el líquido el que transportara a algo o alguien. ¿Un barco?
Charles se detuvo y la observó con admiración:
—Eso no se me había ocurrido. Bien visto —exclamó, con toda la vehemencia de su sexo plasmada en la mirada.
Isabelle sonrió. Acarició con una mano el tapizado de rosas de su butaca:
—Monsieur, me temo que mis sospechas acaban de convertirse en certeza.
Él enderezó el cuello y se le subieron los colores de golpe:
—¿Madame?
Isabelle pestañeó del mismo modo en que había visto hacerlo a sus amigas, haciéndole sufrir un instante más. Sabía muy bien cuál era el temor que había hecho enrojecer a su poeta: que hubiera descubierto que estaba enamorado de ella hasta la médula, más allá de las frases de cumplido y los versos galantes. A ella también le nublaba el entendimiento el mero hecho de pensarlo:
—No hace falta ser Palas Atenea para comprender que vuestro juego tiene una intención oculta. Discutir sobre esta estrofa os apasiona de un modo tal que resulta difícil creer que la hayáis escogido al azar. Hay algo que no me habéis contado.
Charles enrojeció todavía más y balbuceó algo medio incomprensible, asegurándole que no sabía a qué se refería.
Pero casi de inmediato pareció avergonzarse de sus palabras. Se acercó hasta su asiento y agarró uno de los brazos de la silla. La miraba muy serio:
—Disculpadme. Tenéis razón. Ha sido una necedad pensar que no ibais a daros cuenta. Es cierto que no he escogido la cuarteta al azar. Pero no puedo deciros más. El secreto no me pertenece. —Bajó la voz—. No me he podido resistir a pediros consejo porque me resulta indescifrable y no conozco ingenio más claro que el vuestro.
Isabelle enrojeció y entornó los ojos, sonriendo. Un secreto. ¿Por qué no se lo podría contar? La idea de que estuviera mezclado en algún misterio y tuviera la integridad de no compartirlo con nadie le hacía más interesante a sus ojos.
Le observó apartarse unos pasos y apoyar el hombro en el tapiz de la pared, mientras acariciaba el marco de la ventana con sus dedos largos y nervudos, y la mente perdida en quién sabía qué arcanos. El mismo Apolo habría envidiado la belleza de su perfil, a un tiempo masculino y delicado.
De pronto, Isabelle se dio cuenta de la posición de abandono en la que permanecía, contemplando a su poeta. Hasta tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como una Madonna extasiada ante la venida del arcángel Gabriel. Sintió un pudor intenso y se puso de pie a toda prisa para deshacer el embarazoso cuadro. Pero no sabía a dónde ir. Él no se había movido y no decía nada. ¿No quería continuar con el juego? Se acercó ella también a la ventana simulando que le interesaba el jardín desnudo, a una distancia prudente pero aun así turbadora.
Cerró los ojos y aguardó, sin hablar. Sentía que el aire se había hecho sólido y la atraía como un imán. Tenía que combatir aquella pulsión. Apoyó la frente en el cristal helado de la ventana, deseando con todas sus fuerzas que su poeta se apartara de allí y retomara sus paseos. Ella no podía moverse porque no tenía fuerzas. Pero él tampoco se movía. Sin duda seguía esperando que dijera algo inteligente acerca de aquellos viejos augurios. Y no se le ocurría nada. Sólo podía pensar que si se diera la vuelta de pronto y se miraran a los ojos, sería su perdición.
Poco a poco el frío del cristal sobre su piel la fue espabilando y disipó aquellas fantasías peligrosas. Charles Montargis tenía que marcharse. Ahora:
—Pues valiente augur, monsieur de Nostredame, si sólo funciona hacia atrás, como los cangrejos. —Se volvió hacia él, acalorada; quería empujarle con sus palabras—. Sus profecías no sirven para nada, sólo para que nos admiremos de lo sabio que era. Si de veras hubiera querido que sus advertencias sirvieran para algo, habría escrito más claro.
Ella misma se asombró de lo brusco de sus maneras. Sin embargo él sonrió. Estaba tan cerca…
—¿Cómo de claro? ¿«Enrique II, no participéis en ningún torneo cuando caséis a vuestra hija. Os van a clavar una lanza en un ojo»?
Se rió de su propia broma, nervioso, pero ella se quedó inmóvil y seria, atenazada de pronto por una duda terrible. Las cuartetas estaban escritas de manera tan enrevesada que no había forma de prevenir ninguna de las desgracias que anunciaban. ¿Y si su objetivo no fuera advertir de nada a nadie sino regodearse en los fallos del género humano? A lo mejor eran cosa del diablo más que de Dios.
Giró la vista de nuevo hacia la ventana, buscando un apoyo. Sentía que estaba a punto de marearse. El sol asomó inesperadamente de detrás de una nube y por un momento se quedó ciega. Un abismo profundo pareció abrirse a sus pies y perdió el equilibrio.
Unos brazos la sujetaron sin vacilación. Entreabrió los ojos. Las pupilas de su poeta, ardientes como zafiros, tenían una expresión predadora que nunca le había visto hasta entonces. La intensidad de su contacto le nubló el juicio y a punto estuvo de cerrar otra vez los ojos y deslizarse hacia la inconsciencia:
—Ayudadme.
Necesitaba un ancla, algo que hiciera que la habitación dejara de dar vueltas. Y él comprendió.
La besó con un cuidado infinito, sin apenas atreverse a separar los labios, a pesar de que sus dedos le apretaban los brazos con inequívoco afán. Su propia boca, sedienta y audaz, respondió como si tuviera vida propia y el mareo se disolvió en una explosión de sensaciones.
Se separaron enseguida, asustados los dos.
Cómo se había atrevido. El miedo le atenazó el corazón y las piernas le fallaron de nuevo.
Él tuvo que volver a sostenerla, pero ahora su contacto estaba lleno de timidez. La ayudó a acomodarse otra vez en la silla y acto seguido se arrojó al suelo, con una rodilla en tierra y la cabeza agachada. Isabelle sentía que las mejillas le ardían con violencia; su rostro debía de estar totalmente escarlata. Se llevó las manos a la cara para cubrirse y respiró profundamente, dando gracias de que él siguiera con la vista baja. Le oyó decir:
—Dueña mía…
Como si recurriendo al lenguaje de las caballerías pudieran disculpar lo que acababa de suceder.
No comprendía nada. ¿Cómo había permitido que su cuerpo galopara detrás de su alma de manera tan inesperada y vehemente? Ella, que desde que había abandonado hacía tres años el convento en el que se había criado, no se había dejado cortejar por ninguno de los grandes señores que habían pretendido sus favores con sensual grosería. No por sometimiento a los lazos del matrimonio, no había nada más absurdo que dejar que un contrato ejerciera dominio alguno sobre los sentimientos, sino porque ninguno estaba a la altura de lo que su corazón anhelaba. Y ahora había caído desvanecida en brazos de un hombre de posición muy inferior. La vergüenza le corría por las venas más caliente que la sangre. Tenía ganas de llorar.
Entonces escuchó el estallido de una tos violenta que le hizo levantar la cabeza con brusquedad. Una de las puertas se había abierto sin que se dieran cuenta y su camarera Suzanne luchaba por contener con su cuerpo a una figura enorme que la empujaba por detrás intentando entrar sin ceremonias.
—Su Excelencia, el duque de Montbazon —anunció la criada con voz cantarina, apartándose para dejarle pasar.
Isabelle se acarició el cabello, aturullada. Charles se puso en pie de inmediato, y ella le tendió la mano al duque, rezando por que no les hubiera visto en aquella embarazosa postura.
—¡Tío! —exclamó con una voz aguda—. Qué sorpresa más agradable.
En realidad era sólo tío de su marido, pero le tenía cariño y siempre le llamaba así. Hercule de Rohan, duque de Montbazon, se acercó apoyado en su bastón y se derrumbó en una silla junto a ella:
—¿Dónde se ha metido mi sobrino? Me ha invitado a comer y ahora no está en casa. —Entonces se fijó en Charles y le señaló con un dedo grueso—. ¿Y éste quién es?
El estómago de Isabelle dio un vuelco. ¿Les había visto o era una simple expresión de su naturaleza impetuosa? Se acomodó de nuevo en su silla y respiró hondo:
—Os presento a monsieur Montargis. Hombre de armas, poeta y huésped de esta casa. —Buscó algo más que decir, desesperada por excusarse—. Estábamos aquí pasando la mañana, estudiando las centurias de Michel de Nostredame.
Valiente estupidez, ni que a su tío Montbazon fueran a interesarle aquellas cosas. Aun así señaló débilmente el libro abierto y abandonado sobre el asiento, como una prueba de la honestidad de su conducta. Charles vino en su ayuda, aunque Isabelle le notaba aún más agitado que ella:
—Con vuestro permiso, monsieur. Estábamos intentando descifrar algunas de las cuartetas más oscuras que publicó el profeta Nostradamus, para pasar el tiempo. Es muy entretenido porque, como sabéis, la mayoría de ellas no están claras y admiten distintas lecturas. —Cogió el libro, lo hojeó para un lado y para otro, aturullado, buscando alguna de las estrofas que habían discutido, y se lo tendió al duque como si fuera una ofrenda—. Estos versos, por ejemplo, se han interpretado como una advertencia al buen rey Enrique IV, pero nadie supo descifrarlos a tiempo.
El duque frunció el ceño, estiró bien lejos el brazo y leyó los cuatro versos, moviendo los labios, con exasperante lentitud:
—¡Y un cuerno van a ser esto avisos que no interpretó nadie! —proclamó por fin, mirándola a ella—. ¿Vengo a visitaros y me recibís con mamarrachadas?
Charles parpadeó, sorprendido, pero no se desanimó:
—No es más que un juego, monsieur. Es divertido. Hay correspondencias muy curiosas. Por ejemplo, el monarca de Hadria… —Hablaba con una ligereza que a Isabelle le pareció temeraria. Quizá ignoraba que su tío Hercule había sido un fiel amigo y servidor de Enrique IV y que aquel tema no podía sino traerle malos recuerdos. O quizá era justo lo contrario. Lo sabía perfectamente y era todo un hábil truco para hacerle olvidar lo que hubiera visto al entrar.
—¡A mí dejadme de monarcas de Hadria! ¡Y quedaos con vuestro libro! —Le devolvió el tomo a su poeta de malos modos—. Me lo sé de memoria. Que si el árbol, que si la alimaña roñosa… ¡No sé a quién le queréis dar lecciones, mozo!
Isabelle sabía que no había que hacer mucho caso de los exabruptos del duque. Siempre hablaba así, pero bajo sus modos bruscos se ocultaba un corazón alegre y generoso. De todos modos, no era un hombre que amara los libros, mejor no seguir mareándole con aquello. Iba a intervenir, pero Charles se le adelantó:
—No es nada que me haya inventado yo, monsieur —replicó. Bajo su tono humilde asomaba una puntita de orgullo herido—. Según he leído, fueron innumerables los sabios que trataron de hacerle llegar al rey mensajes de advertencia antes de su asesinato, pero él no tomó precauciones de ningún tipo.
¿No se daba cuenta de que estaba siendo un inoportuno? ¿Por qué no se callaba?
Montbazon espetó, con acalorada intensidad:
—¿Y qué queríais que hiciera? ¡Un rey no puede quedarse escondido entre cuatro paredes o retirarse a una provincia perdida!
Aunque a lo mejor no pasaba nada por dejarlos discutir. La reacción de su tío era una buena señal. Si les hubiera visto en actitud indecorosa no se hubiera dejado enredar en aquella conversación con tanta facilidad.
—En eso tenéis razón, monsieur —admitió Charles—. Un rey tiene obligaciones que cumplir, aunque eso signifique desafiar a la muerte. Esconderse habría sido indigno.
Isabelle dio un respingo. No le gustaba oírle hablar así. ¿Y si le daba por pensar en su propia situación? ¿No estaría considerando abandonar el refugio de su casa y ponerse al alcance de La Valette? Se decidió a intervenir, apresurada:
—Pero tampoco hay que tentar al destino innecesariamente. La prudencia y el valor no son incompatibles. No veo por qué el rey no podía haberse rodeado de hombres armados cada vez que saliera del Louvre, por ejemplo.
Charles sacudió la cabeza, testarudo:
—Quizá quería mostrar valentía, madame.
Montbazon la miró, condescendiente:
—Vos sois una mujer, no podéis comprenderlo. Vuestro instinto es proteger. El nuestro es pelear.
Charles tenía las palmas de las manos apretadas una contra otra y la cabeza inclinada hacia el duque como un discípulo aplicado. Por lo visto, estaba dispuesto a darle la razón en todo lo que dijera, como un bobo. Isabelle sintió de pronto una irritación difusa e intensa. Los dos se habían aliado en contra de ella:
—No todos los hombres son bárbaros sin civilizar… También los hay razonables. Algunos hasta son inteligentes.
Los dos rieron educadamente. Había querido zaherirlos, pero ellos se lo habían tomado a broma. Lo único que había conseguido era afirmarlos en aquella alianza absurda que la excluía.
No sabía qué le molestaba tanto. No era que quisiera a su poeta sólo para ella, o quizá sí, en cualquier caso su tío no tenía por qué venir a ponerles a uno en contra del otro. ¿Dónde había ido a parar esa energía irresistible que había estado a punto de hacerles estallar el corazón hacía un momento en contra de toda sensatez? Se había perdido entre toda esa palabrería vacua de valentones petulantes…
Se revolvió inquieta en la silla. El vínculo espiritual que les unía se había roto y se había convertido en algo prosaico y vulgar. Por un lado quería que los dos hombres se marcharan, pero por otro temía quedarse sola porque sabía que la invadirían la tristeza y el desaliento.
Los bobos seguían hablando de la muerte de Enrique IV, del número de guardias que iban o no iban con él el día fatídico y de las circunstancias que habían hecho que de pronto la carroza real quedara desprotegida. Charles se sabía todos los detalles de memoria y discutía con Montbazon con el mismo ardor que si le fuera la vida en ello. Igual que hacía un momento, cuando la había atosigado con esa cuarteta que hablaba de un licueducto y un cardenal.
Ahora se alegraba de que se hubiera guardado el secreto y no le hubiera contado por qué le apasionaba tanto. Seguro que el misterio que encerraba era algo tan feo y aburrido como su charla de ahora. No le interesaba lo más mínimo nada de lo que decía.
Su tío insistía e insistía en que todo eso de los augurios y las advertencias de los astrólogos eran cosas inútiles. El destino de Enrique IV estaba escrito y por eso ni las advertencias del cielo habían podido cambiarlo. Por algún motivo, a ella eso le irritaba enormemente. Le interrumpió sin miramientos:
—Decidme entonces, monsieur, ¿por qué iba Dios a molestarse en dar tantos avisos si sabía lo que iba a ocurrir?
—Pues no lo sé —contestó él, molesto—. Pero los dio.
Isabelle porfió:
—A lo mejor es que Nuestro Señor no estaba seguro de lo que iba a pasar. —La mirada escandalizada de su tío la espoleó a continuar—. A lo mejor es que no es todopoderoso y hay otras fuerzas que tienen influencia sobre la vida de los hombres y por eso, aunque quiso avisar al rey, no pudo hacer nada.
Isabelle estaba segura de que no había entendido lo que le había dicho, pero había percibido la burla. Charles trató de decir algo, pero el duque le detuvo con un gesto de la mano y se encaró con ella malhumorado:
—¿Qué herejías son ésas?
Isabelle arrugó la nariz y se cruzó de brazos:
—Vos sabréis, sólo estoy resumiendo vuestras ideas.
Charles intervino, zalamero:
—Con todo el respeto, madame, ¿no creéis que enredarnos en una discusión teológica acerca de este asunto es exagerar un tanto?
Qué dos memos. El uno por simple y el otro por bailarle el agua al primero. No quería que hablaran más de aquel tema, ni de ningún otro. Pero no iba a dejarles la última palabra:
—¿Por qué? ¿Es una materia demasiado elevada para vuestra comprensión?
El duque tronó:
—¡Basta ya de importunar, niña! ¡A ver si os enteráis de una vez! No hay hombre de natural menos crédulo que yo. Pero hay cosas que las enseñan los años.
Isabelle arqueó las cejas, escéptica. No soportaba que se utilizaran los argumentos de autoridad de la vejez ni de la masculinidad para arrogarse la razón. A nadie que utilizara razonamientos tan zafios le habrían dejado ni sentarse siquiera a discutir en casa de la marquesa de Rambouillet. Charles lo sabía. Y aun así volvió a ponerse del lado del duque:
—Su Excelencia ha vivido mucho. Eso no se puede negar.
A Isabelle le daban ganas de llorar:
—La ciencia pesa más que las vivencias. —Alzó la barbilla y apuntilló, mirando fijamente al duque—: Y la instrucción es mucho más importante que los años.
El rostro de su tío era todo un huracán. Inclinó sobre ella su torso portentoso y vociferó:
—¡Qué instrucción ni qué niño muerto! ¡Estáis más verde que la alfalfa en mayo! ¿Es que me tomáis por un simple que se deja engañar por cualquier curandero de pueblo? —Hablaba de carrerilla, a punto de ahogarse de pura indignación y amor propio herido. Su tosquedad y su torpeza de ingenio solían ser objeto de chanzas en la Corte y, aunque él solía tomarse las bromas con buen humor, ella había sobrepasado la raya. Pero no pensaba dar marcha atrás.
Se cruzó de brazos:
—No lo sé. No soy yo quien ha dicho que todos nuestros destinos están escritos y no se pueden cambiar. Ni quien se cree a pies juntillas las predicciones de cualquier estafador.
Señaló con un gesto displicente el libro de Michel de Nostredame. Ese pretendido profeta no era más que un embaucador que la había tenido engañada toda la mañana y que le había vuelto tonta la cabeza con sus cuartetas, hasta hacerle perder el norte y de modo que no supiera quién era ni lo que quería.
—¡A mí dejadme de libros! —rugió el duque—. ¿Queréis saber por qué estoy seguro de que la muerte del rey estaba escrita? Pues os lo voy a decir, queráis o no. El día que lo mataron, Enrique IV no pensaba salir del Louvre, ni para ver a su ministro enfermo ni a nadie. Dios sabe que no era un cobarde, pero al final los muchos presagios le habían impresionado. ¡Y fui yo quien le hizo salir a la calle! ¡Él había decidido hacer caso a las advertencias del cielo! Pero la Leona, Angélique Paulet, me pidió que le informara de que le aguardaba aquella tarde en casa del banquero Zamet. ¡Y yo no dejé de insistir hasta que no logré convencerle de que saliera a alegrarse el cuerpo! Cogimos el coche y pasó lo que pasó. ¿Qué creéis? ¿Que yo quería matarle o ponerle en peligro? ¡Pues no! ¡Sólo fui el instrumento del destino, que veía que el rey se le escapaba y no estaba dispuesto a dejarle ir! ¡Y no vais a venir vos ahora a decirme que fue de otra forma, porque yo estaba allí y lo vi con estos ojos que se han de comer la tierra!
Isabelle retrocedió con la mano en el pecho, conmocionada por el arrebato del duque. Sintió de nuevo ganas de llorar y apretó los labios para contenerlas.
Charles murmuró:
—¿Mademoiselle Paulet?
Montbazon respiró hondo varias veces, tratando de recobrar la compostura:
—La misma. Entonces no la llamaban la Leona todavía, pero era la criatura más incitante que Dios haya puesto sobre la faz de la tierra. Y qué voz tan maravillosa, inocente y llena de picardía… —Suspiró, asiéndose a la imagen del pasado para calmarse.
Isabelle se llevó las manos a los labios:
—Nunca os había oído contar esa historia…
Su tío sacudió la cabeza:
—¿Para qué iba a contarla? En medio del caos de aquel día no se me ocurrió. En ese coche yo era el único que sabía a dónde íbamos. Era mejor que se corriera la voz de que nos dirigíamos al Arsenal, a visitar al ministro Sully. Así que me callé. ¿Qué importancia tenía? —Se frotó las mejillas y se apartó el pelo de la cara. Aún estaba colorado después de la explosión—. No había necesidad de apenar aún más a la viuda haciéndole saber que su marido había despreciado los consejos de cien adivinos, no para visitar a un amigo enfermo, sino a su amante… ¡Y si no me hubierais sacado de quicio tampoco os lo habría contado a vos!
Montbazon se toqueteaba distraído el pendiente derecho. A Isabelle no le cabía duda; su tío se sentía culpable. Si él no hubiera insistido en sacar al rey del Louvre, no le hubieran asesinado. Ésa era la verdadera razón de su silencio:
—No fue culpa vuestra —le consoló.
—¡Claro que no fue culpa mía! —bufó el duque, irguiendo otra vez el torso. La miraba como si hubiera dicho un disparate—. Qué idea más peregrina. ¿No os estoy diciendo que lo que está escrito está escrito y no hay nada que hacer?
Isabelle cerró los ojos. No tenía ánimos de discutir más:
—No pretendía ofenderos —susurró.
—No me ofendéis. Pero no he mantenido el silencio tantos años para manchar ahora la memoria del difunto Enrique IV por culpa de vuestras zarandajas. Así que no vayáis repitiendo la historia por ahí, que no quiero oír en la Corte que el gañán de Montbazon anda contando cuentos inconvenientes. —Miró a Charles con las cejas fruncidas—. Y vos tampoco.
Isabelle le tranquilizó:
—No os preocupéis. Yo nunca diría nada y monsieur Montargis tampoco. Ya se nos ha olvidado toda la historia.
—Descuidad, nadie se enterará —prometió Charles a su vez, muy grave—. Podéis contar con mi lealtad.
—Está bien. No os pongáis tan solemne. Os creo. Si madame de Lessay responde por vos, por algo será.
Al escuchar aquello, Isabelle notó que las manos le empezaban a temblar. ¿Era un comentario con doble intención?
No, imposible. Su tío no había visto nada raro. No sospechaba nada. Estaba segura. Además, no tenía maldad como para hacer un comentario así. Pero no lograba tranquilizarse. Las lágrimas que llevaba conteniendo todo aquel rato comenzaron a brotar sin que pudiera hacer nada por detenerlas. El duque la miró, sorprendido, y se olvidó inmediatamente de sus agravios. Arrimó su silla y le abrazó los hombros:
—Vamos, vamos, madame. No quería asustaros. Es este maldito carácter. Ya está, ya está. Y vos… —Su voz se hizo más dura al dirigirse a Charles—. Será mejor que os retiréis. Ya habéis cansado bastante a la condesa por hoy con tanto verso raro.
Charles no replicó. Isabelle oyó cómo se alejaban sus pasos sin atreverse a abrir los ojos. El duque seguía dándole palmaditas en el brazo para calmarla, pero ella no podía parar de llorar. En su cabeza daban vueltas Enrique IV, Nostredame y los gritos ácidos de su tío.
Y, sobre todo, el recuerdo de la presión de los labios de Charles Montargis contra los suyos.
La vergüenza de haberse dejado besar por un vulgar soldado.