31

Charles cruzó el patio arrastrando los pies y alzó la vista hacia los ventanales del primer piso y los apartamentos de la condesa.

Allí estaba otra vez. Hacía sólo unas horas andaba diciéndose lo necio que había sido por haberse atrevido a enamorarse de una dama como aquella y ahora venía a meterse de cabeza en la boca del lobo.

¿Qué habría pasado si su marido no les hubiera interrumpido la última tarde, en la terraza del jardín? No lo sabía. Y no quería saberlo. La llegada de Lessay poniendo fin a aquel momento imposible era quizá lo mejor que les podía haber ocurrido. Pero el conde le había tratado como a un criado. Igual que La Valette, ni más ni menos. Y ahora tenía que venir a pedirle refugio, con el rabo entre las piernas.

Se le revolvió la bilis y detuvo sus pasos, dispuesto a dar media vuelta, marcharse de aquel lugar y que fuera lo que Dios dispusiera, pero justo en ese momento una mano se posó en su hombro. Se giró, sobresaltado.

Bernard. Iba vestido de punta en blanco, pero venía con el rostro descompuesto y traía esa expresión perdida que se le ponía siempre que tenía más ideas en la cabeza de las que podía manejar a la vez.

—¿Qué haces aquí plantado? —preguntó. Pero algo debió de ver él también en su semblante porque le propinó una palmada en la paletilla y le hizo un gesto para que le acompañara—. Anda, ven.

Charles le siguió hasta la puerta de las cocinas, en silencio. Bernard sólo abrió el pico, tras olisquear el ambiente, para pedir que les sirvieran un potaje de cebolla con mucho pan y una frasca de clarete.

Él era incapaz de comer nada. Se acodó en la larga mesa, aguardando a que Bernard terminara con su ración. Su paisano levantaba la cabeza de vez en cuando, con el entrecejo fruncido, pero no decía nada. Finalmente, engulló el último cucharón de sopa, apartó el plato y le espetó:

—Muy callado estás tú. ¿Qué te ha pasado?

Lo cierto era que el cuerpo le pedía desahogarse. Su naturaleza no era taciturna como la de Bernard. Y ni tenía fuerzas para disimular el revuelo de emociones que le azotaban por dentro, ni era su condición hacerlo. Pero en las cocinas había demasiada gente entrando y saliendo y prestando oído a lo que murmuraran. Le pidió a su amigo que subieran a su cuarto y en cuanto cerraron la puerta, se dejó caer en la silla y, sin tiempo a reflexionar ni a ordenar ninguna idea, le soltó:

—El marqués de La Valette va a hacerme matar.

Bernard se sentó en el baúl y se descalzó los zapatos de roseta que llevaba puestos con expresión de alivio:

—¡Bah! ¿Por lo del gentilhombre que mandaste a criar malvas el día de lo del cordero? Eso son cosas que se dicen en caliente…

—Pascal está muerto. Lo han confundido conmigo y lo han matado. Dos hombres a sus órdenes. Y yo me he encarado con él en el Louvre.

Bernard dejó de masajearse los dedos de los pies y le miró con la boca abierta. Charles le contó todo lo que había pasado desde que se había encontrado el cadáver de Pascal. A medida que hablaba, la ira y el dolor que se habían quedado latiendo, adormecidos en algún rincón de su pecho, iban despertando, y cuando terminó tenía otra vez los ojos húmedos y las sienes ardiendo.

Nom de Diu, Charles. No sé ni qué decir. ¿Y de la vivales del cordero sigues sin saber nada? —Bernard le miraba con reconvención—. ¿Cómo has podido meterte en un lío así por una mujer que no se dejaba ni tocar? ¿A ti que más te daba que se viera con otro? No debí ayudarte a que entraras en su casa aquel día…

Su amigo aún no había comprendido nada.

—Pero ¿aún no sabes sumar dos más dos? A mí la vivales me la traía al fresco. Lo que me interesaban de ella eran sus amistades. Y no soy tan menguado como para jugármelo todo desvalijándole la casa por celos, como te dije. —Le miró a los ojos con intención—. Tenía encargo de espiarla.

Esta vez Bernard sumó mucho más rápido. El movimiento de rechazo fue inmediato:

—¿Para el cardenal?

—Sí, el cardenal —respondió Charles, fiero. Lo último que le faltaba era que le tocaran los cojones con escrúpulos nobiliarios—. No sé a qué viene esa cara. Que yo sepa, servir al cardenal es servir al rey. Aunque por lo visto se te ha olvidado que a eso venías a París tú también. A servir al rey.

Si tenía que haber bronca, que la hubiera. Bernard levantó la cabeza, picado, pero enseguida se desinfló y se quedó mirándole de refilón, callado. Qué raro. Algo tenía que pasarle a él también para estar tan dócil.

—Pues después de tantos servicios como le has prestado, no sé qué hace Su Ilustrísima que no te saca del apuro en el que te ha metido. —Fue lo único que le dijo. Estaba claro que aún le guardaba resquemor por el asunto de las cartas.

Charles se puso de pie y se acercó a pasos lentos hasta el ventanuco. Se acodó en el alféizar:

—El cardenal me ha despedido de su servicio.

Dudó un momento. No quería que Bernard creyera que se estaba haciendo la víctima. Pero estaba harto de ocultaciones y medias verdades.

Se lo contó todo, desde el principio. Empezando por sus primeros contactos con el abad. Le confesó cómo había logrado hacerse con el famoso broche de esmeraldas y cómo había logrado salir del embrollo en el que le había metido el robo de Gastón. Le habló de los mensajes de Inglaterra, de Angélique Paulet y de su misteriosa correspondencia, del asesinato de Percy Wilson y del extraño encuentro de la Leona con el marqués de La Valette en la posada del muelle. Le describió cómo había tenido que huir despavorido cuando su gentilhombre le había descubierto, y cómo había permanecido en vela hasta el amanecer, convencido de que iba a aparecer alguien para degollarle de un momento a otro. Curiosamente, eso había sido la misma noche que Bernard había pasado jugando a las cartas en el hôtel de Chevreuse y su amigo recordaba bien la tardía aparición de La Valette, brusca y malhumorada, con la excusa de un asunto familiar. A saber si era algo que tuviera que ver con su enigmática cita. A esas alturas, ya no tenía importancia.

Terminó contando cuanto sabía sobre el ama de Madeleine y el proceso de Ansacq, y debió de estar más de una hora hablando, sin dejarse nada en el tintero, excepto los aspectos más vergonzosos de su relación con Boisrobert.

La penumbra de la tarde había ido invadiendo la pequeña estancia y apenas distinguía los rasgos de su amigo, que no le había interrumpido ni una sola vez. Sólo entonces se animó a concluir la relación dándole noticia de su entrevista con el abad en la sala de pelota hacía tres días y le confesó cómo le habían despedido por negarse a seguir espiándole.

—Así que estoy sentenciado —resumió.

Bernard se acercó a la mesa y prendió la lámpara de aceite. Iba cabeceando, intentando digerirlo todo:

—Menuda historia. Una cosa te digo. Si no fuera por la aventura de la vieja y las esmeraldas, que sé que nunca te inventarías algo que te dejara en tan mal lugar, pensaría que te lo has sacado todo de esa mollera de poeta que tienes. —Le puso la mano en el hombro de un zarpazo y se dejó caer de nuevo en el baúl, ahogado por bufido extraño, que se fue convirtiendo en una especie de risa gutural—. Sang dou diable, Charles. Vaya día has ido a escoger para ponerte la soga al cuello. ¡Vamos a acabar los dos en el patíbulo!

Charles se acomodó en la silla. Bernard tenía una historia que contar aún más extravagante que la suya. Al parecer, había ido a ver a Madeleine de Campremy al hôtel de Montmorency, habían tonteado un poco y, sin saber muy bien cómo, habían acabado asesinando al magistrado Cordelier en su misma casa.

Venía justo de llevar a la intrépida Judith de vuelta al hôtel de Montmorency:

—Le he dicho que no le diga nada a nadie. Que si tenemos suerte, nadie nos identificará. Pero ella estaba empeñada en confesárselo todo a la duquesa. No he conseguido convencerla.

—Bueno, quizá no sea mala idea. No creo que la duquesa la delate. Y a unas malas, a lo mejor puede protegerla —dijo para tranquilizarle—. De todos modos, la justicia no lo tiene fácil para identificaros. Los criados de Cordelier no te habían visto nunca, no saben quién eres. Y si el cochero no os recogió en el hôtel de Montmorency, tampoco sabe de dónde veníais. Hay que reconocer que por lo menos en eso la niña ha sido prudente…

Pero Bernard no mostró ningún alivio:

—Sí —gruñó—. Ella sí.

Qué mala espina le daba:

—¿Cómo que ella sí?

—¡Pues que yo no sabía que íbamos a matar a nadie! Le dije al cochero que esperara en otra calle por obedecerla y porque ella quería discreción. Pero yo no tenía nada que ocultar… y estuve charlando con él casi media hora. —Le miró con los ojos muy abiertos—. Le dije quién soy, Charles. Le conté dónde vivo, a servicio de quién estoy y hasta dónde he nacido. A Madeleine no le he dicho nada para no asustarla, pero yo no sé cómo nos vamos a esconder.

Charles le miraba, admirado. Se olvidó de sus propósitos de infundirle calma:

—Madre de Dios, Bernard. ¿Y si los criados dicen que os vieron huir en un coche? La justicia no tiene más que preguntar un poco. ¡Ni que haya cientos de carruajes de alquiler en París! —Su paisano lo tenía casi más negro que él. Alzó un dedo admonitorio—. Y reza por que a la niña no se le ocurra cargarte el mochuelo si os identifican. Imagínate que dice que has sido tú quien ha apuñalado a Cordelier.

A Bernard aquello ni se le había pasado por la cabeza. Abrió la boca dos o tres veces, pero no lograba formar las palabras:

Nom de Diu, Charles. Menudo pájaro agorero —protestó por fin. Se recostó en la pared y cerró los ojos. Pero enseguida volvió a abrirlos de golpe, sobresaltado—. Oye, de esto, ni una palabra a nadie. Ni siquiera a Lessay. Después de la que he liado con las cartas de la reina, me mata.

—Ni una palabra.

—Júralo —insistió Bernard, solemne.

—Lo juro —respondió, con firmeza, mirándole a los ojos. Era totalmente sincero.

—Gracias. Me alegro. —Le miró a los ojos—. No sabes cuánto.

Charles sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Algo que se había roto entre ellos tiempo atrás acababa de recomponerse en aquel cuarto estrecho y oscuro. Aunque fuera a costa de sus mutuas desventuras. Tragó saliva y le arrojó un guante a la cabeza a su paisano para ocultar la emoción.

Éste lo cazó al vuelo y le miró a los ojos, medio en serio, medio en broma:

—Aunque nos van a acabar cortando la cabeza a los dos.

—La cabeza te la cortarán a ti, señor gentilhombre. Yo acabaré en la horca o apaleado, como corresponde a los de mi calaña. —Su intención había sido bromear, pero sus propias palabras le habían rascado las tripas como una plumilla mal tallada. Se ensombreció de inmediato—. La Valette no va a soltar el hueso. Lo de vengar al fulano que maté es sólo una excusa. Lo que no me perdona es que haya enredado en sus secretos y los de Angélique, sean cuales sean.

—A lo mejor, si no le hubieras llamado conspirador y asesino a voces…

—Estaba ciego. Y quería provocarle para que aceptara pelear conmigo.

Guardaron silencio un rato y Bernard suspiró con fuerza, cogiendo aliento:

—Escucha, Charles. Deberías ser sensato con ese asunto.

—¿Qué quieres decir?

—Que no deberías pisar la calle en una temporada. Ni volver a tu casa, desde luego. ¿Por qué no te quedas aquí? Estoy seguro de que a Lessay no le importa lo más mínimo contrariar a La Valette ofreciéndote protección.

Charles sintió que le quitaban una losa del pecho. Eso era lo que había ido a buscar a aquella casa, pero era mucho más digno si se lo ofrecían sin tener que solicitarlo. Aun así, se resistió un poco, por las formas:

—No quiero esconderme como un cobarde.

—Pues de momento no tienes otra opción —sentenció Bernard, categórico—. Y no hay nada deshonroso en ser prudente.

—Si pudiera batirme no tendría que esconderme —rezongó. De su miedo a instalarse tan cerca de Isabelle y de su batalla interna de sentimientos no dijo nada. No quería volver a discutir con su paisano por ella. Y dentro de la zozobra que la situación le causaba, no dejaba de tener gracia que fuera el propio marido, en su ignorante soberbia, quien los acercara el uno al otro. Era una forma de desquite algo tortuosa pero le habían dejado muy claro que él no era gentilhombre, así que no tenía que preocuparse por la honorabilidad.

La mente de Bernard discurría por otros derroteros:

—Oye, todo eso que me has contado de las detenciones de Ansacq… ¿Estás seguro de que es verdad?

—¿El qué?

—Que Anne Bompas no era bruja. Que era una espía de Inglaterra o algo así.

—Yo no he dicho que fuera una espía. Sólo que, de alguna forma, estaba al tanto de que Jacobo le había escrito a Luis XIII. Y que se encargó de que dos de los mensajes no llegaran a París. Ella misma se lo confesó a Cordelier. Sospechamos que algo tenía que ver con Angélique Paulet, que era quien tenía los contactos con Inglaterra. Pero no hubo forma de sacarle más, porque el cirujano del proceso, ese del que te hiciste tan amigo, la envenenó.

—Y la carta esa, la de las cuartetas de Nostredamus, ¿qué es lo que decía exactamente?

—Es un poco complicado.

—Explícamelo.

¿Por qué no? No tenía otra cosa que hacer y así ocupaba la cabeza. Le pidió recado de escribir y papel, y Bernard le proporcionó una pluma roída y una carta que le había enviado Madeleine de Campremy para que escribiera por el otro lado. Se sabía las cuatro estrofas más que de memoria, así que las fue escribiendo, con una letra grande y clara de maestro, mientras le explicaba a su amigo el significado de cada una de las predicciones del visionario provenzal.

Éste le escuchaba con una atención casi espantada, como un Moisés recibiendo las leyes de boca de Dios. Charles decidió probar suerte. Bernard no era culto, pero para algunas cosas era más espabilado que un cuco.

Le pidió opinión sobre la cuarta estrofa. Pero su amigo no supo ir más lejos de lo que habían llegado todos. El cardenal sólo podía ser Richelieu y, según los versos, su caída implicaría la ruina del rey, lo mismo que veía todo el mundo al primer vistazo.

—Yo creo que no tiene sentido darle tantas vueltas a los versos esos. —Bernard se levantó del baúl y fue a sentarse sobre la cama, con la espalda pegada a la pared y confundido entre las sombras—. ¿De qué sirvió que nadie predijera las muertes de esos tres reyes que me has contado? De nada. Los mataron de todos modos. Si el destino de Luis XIII ya está escrito, no sé de qué vale revolver tanto.

—¡No tienes ni idea de lo que dices! Ni tú, ni yo, ni nadie somos marionetas de la fatalidad. Quizá, si nadie pudo evitar esas muertes fue precisamente porque nadie supo descifrar los avisos a tiempo. Ahora es diferente. Estamos prevenidos. Si alguien lograse descifrar la maldita estrofa podría burlar al destino, ¿no te das cuenta?

Bernard no contestó. Seguramente estaba rumiando su respuesta. Charles no le veía la cara, pero al cabo de un rato le oyó mascullar, por fin:

—Sabía que había algo raro en esa historia de Ansacq. No era normal que hubiera tanta gente principal interesada. Aunque yo estaba convencido de que Anne Bompas era bruja. Todo el pueblo lo pensaba. —Hizo una pausa—. ¿En serio crees que van a matar al rey?

—Yo no creo nada. Es lo que dan a entender las centurias. Pero lo mismo es todo una chifladura. Si tú no hubieras tirado al río esos papelotes bastos que dices que tenía la vieja escondidos en su casa, como el animal que eres, a lo mejor habríamos conseguido juntar los tres mensajes del rey inglés y sabríamos algo más.

No hubo respuesta. Bernard había vuelto a quedarse mudo. Esta vez tardó tanto en decir algo que Charles temió que se hubiese quedado dormido. Cuando finalmente habló, su voz sonaba tan remisa como si viniese del otro lado de la tumba:

—Charles, tengo que confesarte algo —susurró—. Los papeles esos… No los tiré al río.

—¿Qué?

—Que no los tiré al río. Me los guardé con el resto de las cosas que encontré en la habitación de Anne Bompas y se los entregué a Lessay por la noche, en Chantilly.

Ahora fue él quien se quedó sin palabras. No acertaba siquiera a calcular las implicaciones de lo que Bernard acababa de decirle. Como si los pensamientos fueran pájaros inaprensibles que se le escaparan por todos los agujeros de la cabeza. El corazón le latía muy ligero de repente.

—¿Me mentiste?

—Bueno, tú también me mentiste a mí.

—Porque era secreto de Estado.

—Y yo no sabía lo que eran los malditos papeles. Lessay estaba en la Bastilla y no podía hablar con él. No quería meter la pata.

—¿Y después?

—Charles, ni siquiera he vuelto a acordarme de los papeles de marras…

—Pero ¿sabes dónde están?

—Supongo que los tendrá Lessay, si no los ha tirado.

—Podrías preguntarle.

Bernard gateó hasta el borde de la cama y le miró ceñudo:

—Ni lo sueñes.

—¿Por qué no?

—¿Y qué razones le doy? ¿Que Richelieu tiene interés en verlos? ¿Que me los ha pedido uno de sus hombres, al que por cierto tiene alojado en su casa? Sí, el mismo que me acompañó a Argenteuil con las cartas de la reina y la delató. —Se atornilló la sien con el dedo índice, dejándole claro lo que pensaba de su idea—. Nos despelleja, a ti y a mí. Y con razón.

—Le podrías decir que estás cortejando a mademoiselle de Campremy. Y que quieres devolverle los recuerdos de su ama —replicó. A veces le daba miedo la facilidad con la que encontraba recursos para llevar adelante una intriga.

—Ya. Y, en vez de dárselos a ella, te los doy a ti.

—¡No, necio! Dáselos a ella si quieres. Yo sólo necesito verlos y copiarlos. Nadie tiene por qué enterarse.

—Tú estás mal de la cabeza. Además, ¿para qué los quieres? ¿No decías que ya no querías saber nada de ese asunto?

Charles se revolvió en su asiento, armándose de paciencia:

—Parece mentira que haya que explicártelo todo. Esos papeles pueden ser mi redención. Si se los llevo, Richelieu me lo perdonará todo. Podrían convertir mi desgracia en triunfo. Salvarme la vida, incluso.

Bernard cruzó los brazos, atrincherándose en su determinación:

—Te he dicho que no.

—Dame una buena razón.

—¿La lealtad? Allá tú con tu conciencia, pero yo no estoy dispuesto a engañar a Lessay para que tú te anotes unos puntos con el cardenal. Y tu vida está a salvo mientras no salgas de aquí.

—Estamos hablando de la vida del rey.

Un argumento tan noble tenía que convencerle.

Bernard resopló, agobiado. Había algo que no le quería contar. Insistió:

—¿Qué pasa?

Su amigo agachó la cabeza y se arrancó un hilo de seda suelto de la pernera:

—Charles, ¿de verdad puedo confiar en ti?

El tono de la pregunta le hizo recular. Poco había durado su nueva hermandad si Bernard tenía que decirle algo así. Cayó en la cuenta del ansia con la que había estado hablando:

—Sí, te lo juro. Lamento haberme exaltado tanto.

—Entonces no insistas más. Dices que puede haber algún tipo de conjura, con gente principal implicada… —Bernard escarbó con las uñas hasta que logró arrancarse otro hilo de los calzones, éste perfectamente cosido—. Bueno, pues yo he escuchado y he visto cosas. No son asunto mío y no pienso contarte nada. Pero sabes mejor que yo que hay muchos grandes señores descontentos. Si se destapara algo, no sé qué nombres podrían salir a relucir. No sé a quién estaría traicionando si te ayudara, Charles.

De modo que escogía guardarles las espaldas a sus amigos de la alta nobleza. Sintió una comezón conocida en la boca del estómago, pero consiguió mantenerla a raya. Tenía que intentar comprender las razones de su paisano.

—¿Y seguro que no te acuerdas de nada de lo que ponía en los papeles? —preguntó, resignado—. Por decirme eso no vas a traicionar a nadie.

Bernard sacudió la cabeza:

—En eso no te mentí. De verdad que casi no me fijé. Sé que había cartas y papeles llenos de garabatos y letras sueltas sin sentido, y que al menos uno estaba escrito en un idioma extranjero. —Se encogió de hombros—. Ya te dije que podía ser que fuera inglés, pero no estoy seguro.

—¿Eso es todo?

—No tenía tiempo para andar descifrando papeles. No abrí la caja más que un momento. Era un estuche de cuero rojo, como de este tamaño. —Bernard apartó las manos una cuarta y media—. Y estaba lleno de abalorios, de hierbas y de amuletos. Cosas todas para acabar en la hoguera. Lo único de valor que había era un anillo de oro con un pedrusco azul más gordo que la uña de mi pulgar.

Charles no insistió. Las cosas habían salido así y tocaba resignarse. Había hecho una promesa. Se consoló pensando que lo más probable era que, ignorante del valor que tenían, Lessay hubiera tirado a la basura aquellos «trastos de bruja» hacía tiempo. De modo que el resultado era el mismo que si Bernard los hubiera arrojado de verdad al río.

Bostezó, desencajando la boca sin remilgos, como un perro hambriento. Estaba agotado.

Bernard se puso en pie de un salto, abrió el arcón y sacó sus botas nuevas:

—¿Por qué no te echas un rato? Yo voy a ver si encuentro a Lessay. Hay montado un revuelo de tres pares de cojones porque anoche mató a un tipo en un duelo que concertó en el Louvre, y yo llevo todo el día perdido, apuñalando magistrados.

Charles alzó las cejas. En otro momento, le habría pedido a Bernard que le contara todos los detalles de aquella historia, pero aquella noche ya no tenía más ganas de charla:

—Habrá que avisar a la madre de Pascal. Pobre mujer.

—Podemos mandar a un criado. Y que traiga las cosas que te hagan falta. Tú descansa. No enredes por ahí —ordenó Bernard. Se le quedó mirando, con el pestillo de la puerta en una mano y el sombrero en la otra—. Escucha, Charles. Todas esas cuestiones de alta política no son asunto nuestro. No hay que darle vueltas a la mollera. Que los grandes señores solucionen sus asuntos solos. Nosotros, igual que si no supiéramos nada. Y que sea lo que tenga que ser.

Cerró la puerta y se marchó. Envidiable capacidad, sang de Dieu. A él no se le iban las cosas de la cabeza así como así. En fin, sería cuestión de intentarlo. Se descalzó, se tumbó en la cama y cerró los ojos, forzándose a no pensar en nada.

Pero no lograba dormir. Se quitó la ropilla para estar más cómodo y se levantó a colgarla en el respaldo de la silla. Encima del arcón estaba el papel en el que había escrito las cuartetas de Nostradamus para Bernard. Su mano derecha se apoderó de él, como si tuviera voluntad propia, y sus ojos volvieron a clavarse en aquellos versos impenetrables:

Arlés no muestras que se perciba el doble;

Y liqueducto y el Príncipe embalsamado.