Charles se detuvo en seco. La bola de nieve había pasado a menos de un par de pulgadas de su nariz. Giró la cabeza, amoscado, y parpadeó para desprenderse de los cristalitos de agua que el proyectil le había dejado colgando de las pestañas.
En el centro de la plaza una niña de unos diez años con largas trenzas rubias y las mejillas coloradas por el frío le observaba con las manos a la espalda y expresión inocente, pero presta a huir de un salto si se torcían las cosas:
—Disculpadme, monsieur. Le quería dar a mi amigo, que estaba detrás de vos.
Miró hacia atrás. Había media docena de críos en la plaza, pero ninguno a su espalda.
—¡Mentira! —Un pilluelo con la cara llena de pecas y las medias caídas le dio un empujón a la niña en el hombro—. ¡Jeanette quería ver si os acertaba y os tiraba el sombrero!
Charles torció el gesto y dio dos pasos largos hacia la chiquilla, se agachó a toda velocidad, cogió un buen puñado de nieve y se la arrojó a la cara a la niña, que se quedó mirándole con la boca abierta, indignada y estupefacta, mientras el resto de la pandilla huía en desbandada.
Fue una fuga breve. La pequeña tropa no tardó más de unos segundos en organizarse y dar comienzo a una verdadera batalla campal. La cría de las trenzas era la cabecilla indiscutible y al principio sus soldados atacaron de manera coordinada, pero pronto la refriega se convirtió en un todos contra todos que sólo concluyó cuando Charles se avino a pedir misericordia, con la lengua fuera y sujetándose un costado.
Uno de los pillos le tendió los papeles que se le habían caído de un bolsillo en plena carrera. Estaban empapados y manchados de barro. Los limpió con una manga, se despidió de ellos con una reverencia burlona, prometiendo una revancha, y cruzó la plaza hasta el portón de su casa con una amplia sonrisa.
Aquella mañana se había despertado tarde, con el sol ya en lo alto, y había pasado un par de horas en los establecimientos de libreros e impresores del barrio, charlando y hojeando novedades. Uno de ellos le había regalado aquel pasquín de pocas páginas que le tenía guardado. Se lo había encontrado días atrás en la trastienda, poniendo orden, y se había acordado de que él andaba buscando publicaciones sobre Ravaillac y Enrique IV.
A aquellas alturas a Charles ya no le valía de nada, pero le había dado las gracias y se lo había guardado en el bolsillo.
Llevaba un par de días así, deambulando a solas y cavilando, lejos del Louvre, de las bodegas que frecuentaban sus compañeros de armas y de las tabernas donde se refugiaban sus amigos poetas. Necesitaba tranquilidad para pensar.
Se había dado cuenta de lo mucho que se había equivocado en los últimos tiempos.
Lo que le había conducido al desastre había sido la urgencia desmesurada de sus ambiciones. Aún era muy joven. No llevaba en París ni dos años. Y había conseguido más que la mayoría. Podría haberse conformado. Pero no. Había querido demostrar que era mejor que nadie, que era el más hábil y el más inteligente. Y no había hecho más que meter la pata y hundirse en la miseria, primero con Angélique y el cordero y luego con Bernard y las cartas de la reina. Casi veía la pérdida del favor del cardenal como un justo castigo a su soberbia. Ahora, con sus pretensiones descabezadas, no le quedaría más remedio que moderar sus aspiraciones y ceñirlas a sus posibilidades reales.
El mundo de la Corte y la alta nobleza no era el lugar que le correspondía y había llegado la hora de aceptarlo sin alharacas. Igual que había sido una estupidez pensar siquiera que una condesa podía llegar a mirarle como algo más que un simple servidor de talento. Por mucho que su corazón le exigiera lo contrario, había decidido que aquel absurdo tenía que concluir. Quizá lo más sensato fuera retomar los estudios y revestirse del prestigio de una toga. Era un camino perfectamente compatible con unas razonables aspiraciones literarias. Eso si al marqués de La Valette no le daba por ir a buscarle y rebanarle el pescuezo antes de que hubiera tenido tiempo de volver a poner el pie en la Sorbona…
Al final, cansado de callejear, se había sentado en una cantina frecuentada por estudiantes a beber sidra y, para pasar el rato, había estado hojeando el libelo que le había regalado el librero: Verdadero Manifiesto sobre la muerte de Enrique el Grande por mademoiselle de Escoman.
Charles había reconocido de inmediato el nombre de la autora. Esa tal Escoman era la pobre loca que, según Boisrobert, se había plantado en el Louvre después del asesinato de Enrique IV asegurando que conocía a los cómplices de Ravaillac.
Pero aquel pasquín contaba una historia un poco distinta. La mujer decía que había escrito aquella breve relación desde la cárcel para dar a conocer la verdad y aseguraba que había intentado advertir a los reyes antes del asesinato.
Contaba que había servido a una de las últimas amantes del rey y luego a una de las amigas del duque de Épernon, y que les había oído discutir de la muerte del monarca en diversas ocasiones. También afirmaba que había alojado a Ravaillac en su propia casa, meses antes del asesinato, a petición de sus ilustres conocidos, y que el iluminado le había declarado sus intenciones.
Además, aseguraba que había hecho lo imposible por advertir a los reyes, que había logrado llamar la atención de María de Médici y que la florentina había prometido atenderla. Pero al final no había conseguido verla. La esposa de Enrique IV parecía jugar a evitarla, rehuyéndola y olvidándose una y otra vez de que se había ofrecido a recibirla en el Louvre.
En vista de las dificultades, la mujer había tratado de hablar con los jesuitas, pero la habían tomado por loca. Incluso había intentado advertir de lo que se tramaba al boticario de la reina. Pero nadie le había hecho caso.
Era un relato muy breve y no daba muchos detalles. Pero desde luego, o la mujer estaba en verdad loca de remate o lo que contaba pasaba de curioso. En cualquier caso, el negocio ya no era asunto suyo. A Enrique IV se le podían llevar los diablos, que para eso estaba muerto y enterrado. A él se le daba una higa quiénes hubieran instigado a su asesino.
Y los niños de la plaza le habían dejado los papeles tan empapados que igual podía haberlos dejado tirados, reflexionó, acabando de subir los últimos escalones de su casa.
Golpeó la puerta con los nudillos. Nada. O Pascal se había quedado dormido o andaba zascandileando por cualquier sitio. Se cambió de mano los papeles mojados e introdujo la derecha en la faltriquera para buscar la llave. Entonces se dio cuenta de que la puerta no estaba encajada. Qué extraño. La empujó con precaución y asomó la cabeza por la abertura. Había algo tirado en el suelo.
Su jubón de terciopelo azul. Y alguien lo llevaba puesto.
Pascal.
Lo iba a deslomar. Capaz era de haberse emborrachado y haberse quedado dormido con sus prendas puestas, manchándolas de vino.
Abrió la puerta de un empellón. El mozo estaba tumbado boca abajo en mitad del suelo y, tal y como había previsto, llevaba puesta su ropa, sus botas buenas y su tahalí cruzado sobre el pecho. La espada estaba en la vaina y el sombrero con la gran pluma de avestruz teñida de azul aplastado a su lado. Y el jubón estaba manchado. Pero no de vino. A no ser que se hubiera derramado encima una garrafa entera.
Se arrodilló a su lado y le dio la vuelta con urgencia, rogando entre dientes.
Las pupilas turbias de Pascal se clavaron en el techo. Tenía la mandíbula entreabierta y varias estocadas le atravesaban el pecho bañado en sangre.
Murmuró su nombre, asustado. No podía ser. Le palmeteó las mejillas y le sacudió con fuerza, agarrándole por la ropa. Pero cualquier intento era inútil.
Estaba muerto.
Se incorporó, alerta, y extrajo la espada de la funda. No se escuchaba nada. Nadie iba a ser tan necio como para emboscarle dejando un cadáver tirado, a modo de advertencia, y un arma al alcance. Pero aun así entró en el cuarto principal para asegurarse. Todo estaba en orden y no había ni el menor signo de lucha.
Regresó junto a su criado arrastrando la punta de la espada sobre el suelo y se agachó de nuevo a su lado para cerrarle los ojos. Los párpados se negaban a obedecer y tenía la quijada rígida y las mejillas heladas. Debía de llevar horas muerto. Acabo dándose por vencido y volvió a incorporarse. Sentía un frío intenso en brazos y piernas, y la cabeza extrañamente ligera.
Caminó de vuelta hasta su habitación, aún aturdido. ¿Por qué iba nadie a colarse en su casa para asesinar a un pobre mozo inofensivo? Empujó la cama, se puso de rodillas, introdujo la punta de un cuchillo entre dos baldosas y levantó una de ellas. Su dinero seguía allí, intacto. Revisó el escritorio, la librería. Nadie había tocado nada. Incluso las pistolas estaban en el mismo sitio. Se quedó plantado delante de la ventana, preguntándose qué hacer a continuación y maravillado con su propia calma. Una calma muy rara porque, ahora que se daba cuenta, las manos le temblaban.
Entonces comprendió: «El marqués de La Valette os va a hacer matar como a un perro». Boisrobert se lo había anunciado.
Y el majadero de Pascal no había tenido más ocurrencia que ponerse sus ropas en cuanto le había visto salir de casa, para pavonearse a solas como un engreído. Si ni siquiera tenían un espejo en el que pudiera verse de cuerpo entero… Pensó en todas las veces en que su criado le había preguntado, anhelante, a qué edad había logrado meterle mano a una moza por primera vez.
Pobre idiota.
Seguramente los asesinos no le habían dejado tiempo ni de hablar. Les había abierto la puerta un jovenzuelo rubio, vestido con ropas elegantes, y habían pensado que era la persona que buscaban.
Sintió un vacío insondable en el centro del estómago y comprendió, desconcertado, que era alivio. Un alivio intenso e inesperado, que le pillaba de improviso, porque en ningún momento había sido consciente de estar tan inquieto por la amenaza del marqués de La Valette. Pero era su oportunidad. Le creía muerto. Si se buscaba otro refugio, en un barrio donde no le conocieran, y no asomaba la nariz en una temporada se olvidaría de él. Miró en torno suyo, pensando qué llevarse consigo, y entonces vio una sombra que revoloteaba tras la ventana.
Recordó de inmediato las advertencias de Pascal sobre los pájaros de mal agüero, el escándalo que había ocasionado el petirrojo al entrar por la chimenea y el terror de su criado. Así que, después de todo, no era la muerte de Bernard la que el mal bicho había venido a anunciar.
—¡Pajarraco del infierno! ¡Ya te has salido con la tuya! —De un salto agarró el aguamanil de metal y lo arrojó con todas sus fuerzas contra los cristales de la ventana, que saltaron en pedazos.
Se dejó caer contra la pared y enterró la cabeza entre los brazos. ¿Cómo había pensado siquiera en esconderse? Habían intentado matarle de la forma más indigna, como a un bellaco.
Le invadió una vergüenza abrumadora. Las manos le temblaban con más violencia que antes. Y ahora era rabia. Rabia e ira contra el hombre que había hecho matar a Pascal y le había hecho sentirse tan ruin. No estaba dispuesto a refugiarse en ningún agujero como un conejo asustado, rezando por que no le descubrieran.
Así que sólo le quedaba una opción.
Regresó junto al mozo, lo levantó del suelo, con esfuerzo, y depositó su cuerpo sobre la cama. Luego recogió la espada y bajó a la plaza casi a la carrera, tropezándose con los escalones. Los niños seguían allí y se habían arremolinado al pie de su ventana, en torno a la jarra abollada y los pedazos de vidrio. No supieron contestarle cuando les preguntó si habían visto a algún hombre desconocido entrar en el edificio a lo largo de la mañana, pero un guarnicionero que tenía su taller en la puerta de al lado le dijo que hacía quizá tres horas dos hombres se habían acercado a preguntarle si sabía dónde vivía monsieur Montargis. Sí, iban armados. Lo recordaba perfectamente.
Dos matones armados contra un criadillo que no había cumplido los quince. Seguro que después de despachar a Pascal habían ido a contarle al marqués lo fácil que había sido acabar con el poetastro, sin darle tiempo de desenvainar siquiera.
Se puso en marcha, repitiéndose que tenía que sosegarse. Que la sangre caliente no servía de nada a la hora de batirse. Que si quería vengarse necesitaba templar los ánimos. Pero no había caso.
Cuando llegó al hôtel de La Valette entró al patio llamándole a voces. Los criados le dijeron que no estaba en casa. Había salido hacía varias horas hacia el Picadero Real. Corrió hacia allí, sudando a pesar del frío, pero cuando llegó, el marqués ya se había marchado. Había dejado su montura al cuidado de un lacayo y se había ido al Louvre. Charles no se demoró ni un momento. Penetró en el edificio de las Tullerías y atravesó la Gran Galería, deteniéndose apenas para preguntar a los conocidos que se encontraban de guardia si habían visto al marqués de La Valette. A cada paso que daba, la ira le iba nublando más la razón.
Por fin llegó a los pies de la gran escalinata de honor, decorada con cuartos de luna, relieves de sabuesos e imágenes de Diana cazadora. Allí estaba, abrigándose para salir a la calle. Llevaba una casaca húngara y botas altas de equitación que afinaban su figura huesuda, acentuada por el contraste con las redondeces de su esposa, que esperaba junto a él. Un coche con las armas de su padre, el duque de Épernon, les aguardaba en el otro extremo del patio. Hacía tiempo que, con la excusa de una mala salud de la que no había vuelto a dar muestras, el viejo zorro había conseguido el privilegio de entrar a palacio en carroza.
Charles se quedó inmóvil y respiró hondo, buscando atropelladamente las palabras que debía usar para retar al marqués. Pero era incapaz de poner en orden sus ideas. Y La Valette se le escapaba. Le vio salir al patio y no le quedó más remedio que reaccionar. Echó a correr tras él antes de darle ocasión de subir al coche:
—¡Eh, monsieur! —gritó—. ¡No tengáis tanta prisa!
Con el rabillo del ojo le dio tiempo a ver las expresiones confusas de los guardias apostados junto al pasadizo del foso. La Valette se detuvo y se giró hacia él con expresión de desconcierto:
—¿Me habláis a mí? ¿Qué diantre se os ofrece con tales modos?
Charles se quedó mudo. El marqués no sabía quién era. Le había mandado matar como una alimaña y ni siquiera sabía quién era. La bilis se le acumuló en la garganta:
—Me llamo Charles Montargis.
La Valette le dio la espalda, a conciencia, y ayudó a su esposa a acomodarse en el interior de la carroza. Luego se giró otra vez hacia él, sin prisas:
—¿Y aún estáis vivo? Me habían asegurado lo contrario.
Hablaba con una flema insultante. Y no parecía más contrariado que si acabara de descubrir que sus criados no habían limpiado el polvo en una sala de recepción.
—¡Si queríais aseguraros, haber venido a buscarme vos mismo! ¡Cobarde despreciable! —Charles escupió en el suelo, lleno de asco.
La Valette tenía una mano sobre la portezuela del coche. Su mujer le tocó el hombro tímidamente y él la apartó con un gesto violento. Le miró de arriba abajo:
—No tengo por costumbre correr detrás de la gentuza. Esa tarea se la dejo a los criados.
Charles sintió que alguien le agarraba del brazo, pero no hizo caso, ni siquiera giró la cabeza. La sangre le latía con tanta violencia que le cegaba la visión. La mano se le fue al pomo de la espada. De buena gana se hubiera arrojado sobre aquel hijo de puta, allí a las puertas de la residencia real y a la vista de todos.
Pero sabía que si desenvainaba no tendría tiempo de tocarle ni un pelo. Estaban rodeados de espectadores que se abalanzarían sobre él en cuanto echase mano al acero. Y lo que él quería era terminar con aquello de una vez por todas:
—Exijo que respondáis por esas palabras. Donde queráis y cuando queráis.
La mano que le sujetaba se aflojó, impresionada por sus palabras. La Valette sonreía como si quisiera arrancarle la cabeza de una dentellada. Charles tragó saliva. Era vagamente consciente del aleteo del miedo, contenido en algún rincón profundo de su cuerpo, pero se negaba a prestarle atención.
Entonces una voz masculina cargada de autoridad exclamó desde el interior del coche:
—¡Basta ya de bufonadas! —Su dueño quedaba medio oculto tras las cortinas del carruaje pero Charles distinguió a la perfección el tono imperioso del duque de Épernon—. ¡Guardias! ¿Nadie va a detener a ese energúmeno?
Ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta de que el viejo se refería a él. Sintió un golpe en los riñones y otro en la parte de atrás de la cabeza; luego, un latigazo de dolor en los dedos de la mano derecha y de refilón vio que alguien se apoderaba de su espada. En un instante se encontró de rodillas en el suelo, sujeto por varios brazos.
Y el marqués de La Valette seguía sonriendo. Unos dientes pequeños y separados asomaban entre sus labios torcidos. Pero ya no parecía que fuera a saltar sobre él. Se aproximó a pasos lentos:
—Yo sólo me bato con mis iguales, mozalbete. A la escoria la despachan los lacayos. Tienes suerte de que nos encontremos donde nos encontramos. —Se inclinó para mirarle a la cara. Sus ojos metálicos no expresaban nada pero su voz era tortuosa como una culebra—. Pero sólo es una tregua de unas horas. Te has metido donde nadie te llamaba. Si no desapareces de París, en un par de días a más tardar te encontrarán muerto a palos en cualquier esquina. Y esta vez no habrá errores.
Charles no conseguía reaccionar. La rabia le ahogaba de tal modo que ni siquiera tenía fuerzas para revolverse. Jamás se había sentido tan impotente. El marqués de La Valette no iba a rebajarse a pelear con un simple guardia. Poco más que un lacayo. El muy malnacido le estaba negando la posibilidad de enfrentarse a él con dignidad.
Le vio darse media vuelta sin prestarle más atención y tironeó de los brazos que le sujetaban. Rápido, su espada. Si conseguía soltarse, aún podía atravesarle los riñones antes de que subiera al coche. ¿Dónde estaba su puta espada?
—¡Soy cien veces más noble que vos y que toda vuestra maldita ralea! ¡Cobarde! —gritó, medio ahogado por la cólera, mientras el coche abandonaba el patio—. ¡Sé por qué me queréis matar! ¡Tenéis miedo por todo lo que sé sobre vos y Angélique Paulet! ¡Conspirador! ¡Asesino!
Pero ya no le oían. Y él seguía sujeto por unos infames que se decían sus camaradas. A ellos también los iba a atravesar de parte a parte.
Los brazos que le retenían le ayudaron a alzarse del suelo y, finalmente, le soltaron. Se giró, buscando el estoque, tozudo y aturdido por el sofoco. Tenía el pecho inflado y las lágrimas de furia le emborronaban la mirada.
Alguien le cogió por los hombros. Garopin, su paisano y compañero de regimiento:
—¿Qué cojones ha ocurrido? ¿Os habéis vuelto loco?
—Voy a matarle. ¿Dónde está mi espada?
Por más vueltas que daba sobre sí mismo, no conseguía encontrarla. La cabeza le pesaba como si estuviera borracho.
Garopin le agarró por el cuello y con la ayuda de otros camaradas le arrastró bajo la bóveda de entrada y le sacó del patio, haciéndoles gestos a los centinelas para indicarles calma. Él se encargaba de alejar de allí al perturbado:
—Callaos de una vez —advirtió, obligándole a cruzar el foso—. Por lo menos hasta que estemos lejos de aquí. O acabarán por dar orden de prenderos.
—Y no creáis que sería mala cosa. Encerrado en las mazmorras por lo menos llegaréis vivo a mañana —remachó un soldado con cara de luna llena que no le soltaba del brazo. Era un tipo simple y cordial con el que había cambiado la guardia varias veces, pero Charles no conseguía recordar su nombre—. ¿Qué diablo os ha poseído?
—Vamos a tomarnos un trago. Y a calmarnos —le ordenó Garopin con tono paciente.
Le condujeron calle arriba y se dejó llevar entre los puestos del mercado de la plaza del Trahoir hasta su taberna habitual. Poco a poco iba recobrando la cordura. Se desembarazó de los brazos de sus camaradas, que esta vez no le pusieron problemas. Alguien le entregó el sombrero que había perdido en la refriega y se sacudió las rodilleras, llenas de barro. Las manos le temblaban todavía.
Se sentaron a una mesa tranquila y Charles les dejó que elucubraran y discutieran, sin abrir la boca. El arrebato de furia le había dejado exhausto y desorientado. Sus camaradas en cambio tenían algo muy claro: después de aquella escena pública, su vida no valía un denario. Estaban tan empecinados en que buscara refugio en algún sitio que acabaron por hacerle perder otra vez los nervios:
—¡No pienso esconderme de nadie! —De un manotazo arrojó dos vasos de vino al suelo—. ¡No soy ningún lacayo, ni un cobarde!
—No —le respondió Garopin, sin perder la calma—. Pero a este paso vais a morir como tal. ¿Es eso lo que queréis?
Por supuesto que no. Pero La Valette le había negado cualquier salida honrosa:
—No pienso salir corriendo.
Garopin gruñó, exasperado:
—¿Y qué hay de vuestro amigo de la infancia? El hijo del señor de Serres. Está en buenos términos con el conde de Lessay, ¿no? ¿Por qué no le pedís protección? —Charles negó con la cabeza y esta vez fue su camarada quien perdió los papeles y propinó un puñetazo en la mesa—. ¡Parsangdiu, Montargis! ¿Qué pretendéis? ¿Ganaros una corona de mártir? Ya habéis desafiado al marqués en pleno patio del Louvre, nadie os va a tomar por cobarde.
—Resguardaos una temporada —apostilló el tipo con cara de luna—. Es lo más sensato.
No le quedaban fuerzas para oponerse, así que acabó por acceder, con desgana. Garopin pagó la ronda y alguien volvió a colocarle la espada en la funda. A pesar de sus protestas, sus camaradas se empeñaron en escoltarle, quizá con la esperanza de cruzarse con alguna banda de lacayos armados con palos a los que acribillar a estocadas por el camino. Pero no hubo suerte; llegaron a la esquina de la calle de la Perle con el camino viejo del Temple sin incidentes y, después de asegurarse de que entraba en el hôtel de Lessay, le dejaron a solas.