Bernard volvió a saltar del carruaje, impaciente. Aún faltaba un poco para las doce, pero había llegado con tanta antelación que ya llevaba esperando más de media hora, sentado en la puerta, con los pies en el estribo, y charlando de naderías con el cochero.
El sol brillaba pálido sobre los tejados teñidos de blanco por la nevada del día anterior y los charcos del suelo estaban congelados. Los parisinos gruñían y renegaban de aquel tiempo gélido, pero a él le recordaba a sus Pirineos. Le dijo al hombre que aguardase, dobló la esquina de un par de calles y se plantó frente al portón trasero del hôtel de Montmorency, frotándose las manos.
No había parado de rumiar sobre aquella cita desde la tarde anterior. Interpretar insinuaciones femeninas no era lo suyo, pero aquello tenía que ser una cita galante. Tanta sonrisa, tanto toqueteo y tanto susurro, ¿qué otra explicación podían tener? ¿Y esas prisas por verle nada más regresar a París? Se estiró las puntas del jubón con dedos nerviosos. Qué descaminado había estado con Madeleine y qué borrico estaba hecho. Como si la moza no hubiera dado pista tras pista de que no era ninguna doncellita pacata.
Una pazguata no se escabullía de la vigilancia de su ama para correr detrás de un hombre casado. Ni se comportaba con el desparpajo con el que ella lo había hecho la noche de la fiesta. En la que, por cierto, se había dejado requebrar sin recato y a los ojos de todos por el marqués de La Valette. No le hacía ni pizca de gracia pensar que habían pasado una semana juntos de vuelta de Lorena, durmiendo en las fondas del camino y compartiendo carruaje. A saber lo que había pasado.
Se recostó en la pared de enfrente, contemplando el muro de piedra tras el que asomaban las copas de los árboles desnudos del jardín de los Montmorency. Antes de salir de casa se había puesto su traje de la buena suerte, se había ceñido la espada nueva y se había afeitado cuidadosamente para dejarse una perilla y un bigote de lo más distinguidos. Pensó en el vestido rojo con el que Madeleine le había recibido y en el corsé ceñido que dejaba a la vista todas esas carnes nuevas. Le había dicho que era su caballero andante. Y le había mirado con admiración.
Cap deu diable, ¿y por qué no? Él era tan hombre como Lessay o La Valette.
Sólo le preocupaban dos cosas. Una, su torpeza de palabra con las damas. No quería espantar a Madeleine con ninguna inconveniencia, así que había tomado la firme determinación de contenerse y aguardar a que ella diera los primeros pasos.
En cuanto al segundo asunto, era algo mucho más peliagudo y podía culminar en el bochorno más absoluto. Así que de momento no quería ni pensarlo.
La puerta del jardín se entreabrió y Bernard se incorporó de un salto. Una figura femenina envuelta en una capa oscura y con el rostro protegido de la intemperie por una máscara negra se coló por la abertura y cerró cuidadosamente al salir. Se acercó, bamboleándose sobre un par de chapines de corcho, posó un dedo sobre sus labios para pedir silencio y, sin más, le tendió la mano para que la guiara. A Bernard el corazón empezó a darle patadas de contento. La llevó hasta donde aguardaba el coche, se alzó tras ella casi de un salto y se acomodó enfrente.
El carruaje era amplio y confortable, con ventanas de cristal, espacio para seis personas y asientos mullidos forrados de terciopelo rojo. El alquiler le había costado siete libras pero las daba por bien empleadas. Ni él tenía a dónde llevar a Madeleine ni ella tenía casa en París, así que era importante que fuese lo más cómodo posible.
De momento, la moza permanecía sentada, con las manos en el regazo y sin quitarse la máscara:
—¿Podéis decirle al cochero que se ponga en marcha? —preguntó casi en un susurro.
—¿A dónde vamos?
—Da igual.
Abrió la portezuela y le dio orden al hombre para que pusiera los caballos al paso. Le gustaba que Madeleine se mostrara de repente tan tímida, en contraste con el atrevimiento que había desplegado el día anterior. Eso era que, después de todo, no era ninguna coqueta que fuese dando pie a cualquiera a tontas y a locas. Aquella escapada era algo especial.
—¿Os ha costado mucho salir sin que os vean?
La muchacha negó con la cabeza y Bernard se removió incómodo en su asiento, cambiando el peso de nalga. Bien pensado, tanto azoramiento resultaba más engorroso que otra cosa. Él no tenía dotes de conversador y la actitud de Madeleine no le iba a acabar dejando más remedio que tomar la iniciativa, a pesar de sus propósitos.
Se quitó el sombrero y lo posó en el banco. Antes de salir se había deshecho de la venda que le cubría la cabeza. Había sido una torpeza quitarle importancia a su herida ante Madeleine el día anterior y decirle que se la había hecho cayéndose del caballo. Puestos a mentir, podía haberse inventado algo menos pedestre. Algo que le hiciera parecer atrevido y valeroso, no un zote desmañado. Esperó un momento a ver si se interesaba por él al ver que ya no llevaba el vendaje pero ella seguía ensimismada.
Permanecieron un par de minutos en silencio hasta que Madeleine apretó ambos puños, como dándose fuerzas para tomar una decisión, volvió a abrir la portezuela y le lanzó una dirección al cochero. Diu vivant. Y él preocupándose por el tamaño y la comodidad de los asientos del coche. Cuando ella ya lo había previsto todo y tenía una casa aguardándoles en algún sitio. Estaba visto que las mujeres no iban a dejar de sorprenderle nunca.
Le dedicó una sonrisa de oreja a oreja tratando de aparentar una seguridad que estaba muy lejos de sentir. No estaba dispuesto a que se repitiera lo que le había ocurrido con Marie la noche de la fiesta. La duquesa había tenido que aplicarse en domar su inexperiencia y en guiarle paso a paso, como al mozo verde que era. Pero él había aprendido rápido. Con Madeleine estaba dispuesto a ser el maestro.
Eso si a la hora de la verdad tenía algo que mereciera la pena enseñarle.
Por culpa de los nervios había pasado la noche en un duermevela agotador en el que no paraban de confundirse, incitantes y tentadoras, no sólo las imágenes de Madeleine y de Marie, sino también las de la Otra. Pero al amanecer se había levantado con el miembro más encogido que una media vieja. Igual que la mañana anterior. Y que todas las horas intermedias. Aquello no cobraba vida desde su visita a casa de la italiana.
Había estado a punto de preguntarle a Charles si las sangrías que le había practicado el cirujano podían tener algo que ver con lo que le estaba ocurriendo. Pero al final no se había atrevido. Porque si le decía que no, no le iba a quedar más remedio que dar por cierto que todo era cosa de brujería. La baronesa ya había dejado secos a su marido y a su secretario. Estaba claro que hombre que se le acercaba, hombre que se quedaba sin savia.
Y él, de momento, ni pensando en lo que estaba a punto de catar se despabilaba. No quería ni imaginarse la vergüenza si cuando llegara el momento de la verdad seguía teniendo un colgajo mortecino entre las patas.
Intentó concentrarse en adivinar cómo iría vestida Madeleine bajo la gruesa capa en la que venía envuelta. Jugó incluso con la posibilidad de que no se hubiera puesto nada y estuviera desnuda por debajo de la ropa de abrigo.
Nada.
Exasperado, giró la cabeza y se quedó mirando la ventana hasta que cruzaron el río y entraron en la isla de la Cité. Entonces sintió un contacto suave sobre el dorso de una mano. Madeleine le acariciaba los guantes con la punta de los dedos.
—Muchas gracias por venir. Sabía que podía contar con vos. —Sus pestañas aleteaban entre las rendijas de la máscara—. No me equivocaba. Sois mi verdadero caballero andante.
Bernard arrugó la frente, perplejo. No entendía de qué le estaba hablando ni por qué le daba las gracias, pero el carruaje se detuvo antes de que tuviera tiempo de preguntarle nada. Madeleine le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que habían llegado a su destino y se cubrió la cabeza con la capucha. Él abrió la portezuela y saltó a tierra para ayudarla a descender, dándole vueltas todavía a sus palabras.
Habían parado en una vía transitada, de buena anchura. A espaldas del coche se divisaban las agujas y los torreones del Palacio de Justicia. Madeleine posó la mano en su brazo y le guió unos pasos calle arriba, siempre sin decir palabra. Caminaba insegura sobre sus chapines altos, que mantenían la orilla de sus faldas a salvo del barro.
Al llegar a la primera esquina le pidió que la aguardara un momento, cruzó la calle con decisión y se acercó a hablar con una mujer con ropas de viuda que iba acompañada por una niña pequeña. Ésta sacudió la cabeza con amabilidad y Madeleine se acercó a una segunda persona y a una tercera, hasta que una anciana señaló hacia la bocacalle donde Bernard seguía aguardando, cada vez más escamado.
Madeleine regresó junto a él:
—No estaba segura de dónde está la casa que buscamos y no quería que preguntase el cochero. Mejor que no se entere —le dijo, a modo de explicación. Volvió a apoyarse en su brazo y le indicó el fondo de la calle.
Bernard plantó los pies en el suelo. Aquello no le gustaba ni un pelo. Y cada vez tenía menos pinta de ser una cita galante:
—Madeleine, ¿a dónde vamos?
Se mordió la lengua. La había llamado por su nombre de pila sin darse cuenta. En cualquier otro momento eso la habría hecho respingar, ofendida de que la tomara por una campesina. Esta vez, sin embargo, se giró muy despacio hacia él, cogió aliento y le susurró con los párpados bajos:
—Enseguida lo sabréis. Os prometo que no vamos a hacer nada malo.
Así que definitivamente no era una cita amorosa. No sabía si sentir desilusión o alivio. Accedió con un gesto de cabeza y echaron a andar de nuevo. No entendía a qué venía tanto secretismo. Pensó en lo que le había dicho Madeleine el día anterior sobre madame de Montmorency, escamado. Que había cosas que no podía confiarle. A él la duquesa le parecía una mujer discreta y cabal. Si la moza no se había atrevido a hablarle de aquella excursión era que allí había gato encerrado.
Pero no iba a tardar en averiguar si era negro, con manchas o atigrado. Madeleine se detuvo frente a una casa de tres pisos con una severa fachada de piedra. La sintió respirar hondo antes de tomar la gruesa aldaba en su manita enguantada y golpear tres veces con firmeza.
Un criado de mediana edad abrió la puerta y les hizo pasar a un zaguán sombrío y pavimentado con losas de tierra cocida. Sin aguardar un momento y con una voz de autoridad de la que Bernard no la habría creído capaz, Madeleine le anunció que quería ver a su señor. El sirviente inclinó la cabeza y preguntó a quién debía anunciar.
—Es un asunto privado —respondió Madeleine. Esta vez Bernard creyó detectar un leve temblor en su voz.
El hombre dudó apenas un momento y enseguida les pidió que le acompañaran. Bernard siguió a Madeleine escaleras arriba, desconcertado por la docilidad con la que el lacayo acataba sus deseos. Pero la máscara y la capa camuflaban de manera sorprendente la juventud de Madeleine. Lo que el criado había visto al abrir la puerta había sido a una dama con aires de gran señora y acento de autoridad que llegaba acompañada por un gentilhombre armado y vestido de tafetán bordado. Ni se le había ocurrido contrariar a semejantes personajes.
Les introdujo en una estancia de la primera planta. Una sala alargada con la parte inferior de los muros recubierta de madera y la parte alta tapizada de cuero. De las paredes colgaban varios retratos de personajes con toga negra, pero el lugar de honor lo ocupaba un enorme aparador de ébano tallado en cuyo travesaño inferior reposaban diversas piezas de rica orfebrería. El lacayo guió a Madeleine hasta una silla de brazos que había junto a la ventana y luego anunció con voz indiferente:
—Monsieur Cordelier se encuentra trabajando en la biblioteca. Si madame tiene a bien aguardar unos instantes, le anunciaré que le aguardáis.
Y, sin más, cruzó la habitación y desapareció por la puerta del fondo.
Bernard se había quedado de piedra.
No podía ser. Lo que había escuchado no tenía sentido. ¿Qué diablos hacían allí? Se giró hacia Madeleine con la velocidad de un disparo.
La moza estaba rígida. Sentada en la silla con la espalda muy recta y las manos agarradas a los reposabrazos. Pero la maldita máscara no le permitía leerle el rostro. De buena gana se la habría arrancado de un tirón. Cogió aliento, buscando la forma de ordenar todas las palabras que se le agolpaban en la cabeza, pero si hablaba iba a soltar cualquier barbaridad imperdonable. La agarró de un codo, dispuesto a levantarla del asiento de un tirón:
—¡Vámonos de aquí ahora mismo!
Ella se revolvió:
—¡No me toquéis!
Dio un paso atrás, sorprendido. La voz de Madeleine había resonado dura y poderosa, irreconocible. Y a través de las rendijas de la máscara negra, unas pupilas metálicas le taladraban.
Se asustó. No parecía ella.
Justo en ese momento la puerta del fondo volvió a abrirse. El criado de Cordelier les observaba con una leve expresión de desconcierto. Anunció:
—El magistrado os recibirá cuando gustéis, madame.
Madeleine se puso de pie, despaciosamente. No dijo ni una palabra. Sólo le dio la espalda y cruzó el umbral. El criado cerró la puerta tras ella, atravesó la estancia, dedicándole una larga mirada de recelo, y desapareció a su vez escaleras abajo. Bernard se quedó solo.
¡Necio, necio y mil veces necio! Por eso no había querido decirle a dónde iban y por eso se lo había ocultado también a la duquesa de Montmorency. La muy… Y él pensando que iba a pasarse la tarde retozando con ella en alguna habitación discreta. ¿Cómo había podido dejarse enredar por otra mujer?
Cruzó la sala a zancadas dos, tres, cuatro veces. La sonrisa de serpiente del magistrado Cordelier se le aparecía en las mientes, burlándose de él, como en las mazmorras de Ansacq. Estúpida niña malcriada. ¿Para qué querría ver al hombre que la había hecho pasar por semejante horror? ¿Qué era lo que pretendía?
Se le pasaban por la cabeza mil desafueros. ¿Y si Madeleine los había engañado a todos con ese aire de inocencia? ¿Y si realmente había embrujado a toda esa gente en Ansacq y, presa de los remordimientos, venía a confesarle al magistrado sus culpas?
Menuda sandez. A lo mejor sólo quería mirarle a la cara de frente, ahora que ya no eran juez y prisionera. Recriminarle la muerte de su ama y preguntarle por qué había hecho lo que había hecho. El recuerdo de la mujer que la había criado tenía que atormentarla aún por las noches. Quizá lo necesitaba para quedarse en paz. Aun así, aquello era una insensatez.
Un grito femenino, agudo y urgente, cargado de pavor, interrumpió todas sus reflexiones. Sin pensárselo dos veces salió corriendo hacia la biblioteca y abrió la puerta con violencia.
Todo estaba en calma. Las estanterías recubrían las paredes cargadas de libros y legajos. Un tintero y dos pilas de papeles aguardaban ordenados sobre la mesa del centro de la sala. La luz gris penetraba en diagonal por la ventana. Un gato de pelo blanco se acicalaba pausadamente en una silla.
Y sobre la alfombra, a dos pasos de donde él se encontraba, un hombre yacía en el suelo. Su pierna izquierda se agitaba convulsamente, presa de un espasmo, e inclinada sobre él, la espalda de Madeleine temblaba, sacudida por fuertes temblores.
La muchacha levantó la cabeza. Tenía las manos cubiertas de sangre hasta las muñecas. La misma sangre que bruñía con su tinte viscoso las ropas negras del magistrado. El pomo de un puñal le asomaba a la altura del corazón.
—Mal de terre, pero ¿qué habéis hecho? —Se agachó a su lado. Madeleine le miró con ojos desorbitados, sin responder. La sacudió por los hombros—. ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí!
Ella asintió, volviendo en sí de repente, y se puso en pie. Bernard la agarró del brazo y la arrastró detrás de él fuera de la estancia. En ese mismo instante el criado de la puerta y un segundo sirviente, más joven y corpulento, entraban a la carrera en la antecámara. Desenvainó, sin pensarlo, y se interpuso entre ellos y Madeleine. Tenía que evitar que entraran en la biblioteca hasta que ellos hubieran tenido tiempo de alejarse de allí:
—¡Fuera de aquí! ¡Ya! ¡Al que se acerque le rebano el pescuezo! —gritó, amenazador.
Debía de tener un aspecto lo bastante intimidatorio, porque los dos hombres retrocedieron hasta el descansillo sin chistar. Bernard les hizo gesto de que descendieran las escaleras por delante de ellos. En la mano izquierda llevaba sujeta a Madeleine, que le seguía paso a paso pegada a su espalda y temblando como una hoja. En uno de los últimos escalones se tropezó y tuvo que sostenerse en su hombro.
Exasperado, le gritó que se quitara los chapines de una vez, sin perder de vista a los dos criados. Una vez abajo, les ordenó que abrieran la puerta de la calle y empujó a Madeleine al exterior:
—¡Corred hacia el coche!
Apostado en el umbral de la puerta mantuvo al primer criado a raya, pero el más joven se escabulló escaleras arriba para ver qué era lo que había sucedido en la biblioteca. Y él no tenía forma de evitarlo.
Madeleine corría como un diablillo, con las faldas remangadas, calle abajo. En cuanto la vio doblar la esquina abandonó la vigilancia y de un salto salió raudo tras ella, galopando con todas sus fuerzas. A sus espaldas escuchaba las voces de los lacayos gritando que le detuvieran pero, gracias a Dios, los transeúntes no parecían dispuestos a entrometerse en los asuntos de un tipo que corría enloquecido con una espada en la mano.
Llegó a la esquina al mismo tiempo que el carruaje. Madeleine sostenía la portezuela abierta. Le gritó al cochero que les llevara lejos de allí, a toda velocidad, y subió de un salto.
Durante un rato ambos permanecieron en silencio, arrinconados cada uno en una esquina del carruaje mientras los caballos trataban de abrirse paso con la mayor ligereza posible por el centro de París, pero apenas conseguían ir al trote. Madeleine se enjugaba frenéticamente las manos en el forro de la capa. Bernard asomó la cabeza por la portezuela dos o tres veces. Daba la impresión de que nadie los seguía.
El carruaje cruzó una puerta de piedra. Bernard saludó con gentileza a los vigilantes, que al verlos bien vestidos no les pidieron más referencias, y por fin se encontraron en las afueras de la ciudad, ignoraba si al norte, al sur, al este o al oeste. Los caminos estaban tan embarrados que el coche no paraba de dar sacudidas, aunque iban al paso. Volvió a asomarse y le pidió al cochero que bajara el ritmo. Luego se cruzó de brazos. Madeleine se había quitado por fin la máscara, que ahora yacía hecha un gurruño a sus pies. Tenía el rostro congestionado y los ojos hinchados por las lágrimas. En algún momento se había mordido un labio y tenía unas gotitas de sangre en la barbilla.
Bernard cogió aliento:
—¿Se puede saber en qué cojones estabais pensando? —tronó, con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Me habéis llevado detrás de vos engañado! ¡«No voy a hacer nada malo, confiad en mí»! ¡Y un huevo no ibais a hacer nada malo! ¡Me habéis mentido y me habéis embaucado! ¡Con ese cuento del caballero andante y esos ojos enormes y ese vestido que os dejaba todo al aire! ¿Y para qué? ¡Para ir a asesinar a un hombre! ¡Estáis loca, loca de remate! ¡Tenía que haber dejado que os quemaran en la hoguera! ¡Sí señor, les tenía que haber dejado! ¿Cómo se supone que vamos a salir de ésta? ¡Os arrancaría la cabeza ahora mismo con mis propias manos!
Madeleine lloraba más y más fuerte, y Bernard no podía dejar de gritar. Al final, pidió al cochero que se detuviera y saltó a tierra, incapaz de permanecer por más tiempo en el interior del vehículo.
Estuvo deambulando por el campo nevado casi una hora y, de haber sido por él, se habría perdido entre los árboles todavía más tiempo, pero no se atrevía a dejar sola a Madeleine demasiado rato.
Cuando regresó, se la encontró sentada en la puerta, con los pies colgando y temblando de frío. El cochero dormitaba en el pescante y él había logrado calmarse un poco. Al menos lo suficiente para dejarla hablar y explicarse.
No había querido causarle problemas, le juró Madeleine entre hipidos. Pero las cosas no habían salido como había planeado. Pensaba que sería capaz de mantener la sangre fría. Que sería capaz de presentarse ante Cordelier, mirarle a los ojos, cortarle la garganta de un tajo y luego salir de allí como si tal cosa. Él no tenía por qué enterarse de nada. Y mientras aguardaban en la antecámara a que la llamasen, le había invadido la certeza absoluta de que aquello era lo que tenía que hacer. De que era lo correcto. Había sentido un frío desconocido en las venas. Una fuerza insólita alimentada por todo su rencor y su dolor y sus deseos de venganza. Pero el magistrado la había reconocido antes de que le diera tiempo a abrir la boca, se le había acercado con esa sonrisa repugnante que tenía y ella, de golpe, se había sentido indefensa, desnuda en una celda oscura, mientras los labios fríos de ese hombre sonreían. Pero no se había achantado. Le había clavado el puñal en el pecho, sin pensárselo.
Cordelier no había dicho nada. Se había arrodillado en el suelo, sujetándose la herida, y había empezado a sangrar.
Pero no se moría.
Sangraba y sangraba sin decir nada, pero no se moría. Había tenido que apuñalarle una segunda y una tercera vez. Y aun así no se quedaba quieto. Tenía una pierna que no paraba de moverse. Se había quedado moviéndose cuando habían salido corriendo de la habitación.
Se enjugó los ojos con el dorso de la mano, como una niña pequeña, pero la mirada que posó sobre él inmediatamente después estaba llena de una pesadumbre tan honda que Bernard sintió un escalofrío:
—No podía soportarlo. Saber que vivía allí, como si tal cosa, después de lo que me hizo… Después de lo que le hizo a Anne. ¡Le aplastaron los pulgares! Le aplastaron los pulgares y le destrozaron las piernas y… Y todo por mi culpa. —Fijó la mirada en él con más intensidad aún, como si le estuviera pidiendo que leyera en el fondo de su alma—. Nos peleamos porque no quise escucharla cuando me advirtió contra Lessay. Anne volvió a Ansacq sólo para traerme de vuelta, porque sabía el peligro que corría allí. Fue a buscarme para protegerme… Yo la maté.
Madeleine seguía llorando, pero las lágrimas le caían por las mejillas en silencio. Bernard sentía que toda su ira contra ella había desaparecido de golpe. En su lugar sólo quedaba una sensación abrumadora de compasión y un deseo intenso de protegerla.
Se acercó a ella y le pasó un brazo por encima de los hombros. Madeleine reclinó la cabeza sobre su pecho. Él le retiró la capucha y casi sin darse cuenta de lo que hacía se inclinó y le besó el cabello:
—Nadie os ha visto la cara. Y yo no voy a hablar. Os lo juro. Ahora os voy a llevar de vuelta a casa y vamos a hacer como si no hubiera pasado nada. Seguro que nadie nos identifica. Y pase lo que pase, no van a entrar a buscaros a casa de los duques. Tenemos que estar tranquilos.
Madeleine hizo un gesto obediente con la cabeza y se enjugó las lágrimas, más sosegada.
Bernard, en cambio, no se creía ni una palabra de lo que le había dicho. Un magistrado del Parlamento asesinado en su propia casa por una dama enmascarada no era algo que la justicia pudiera dejar pasar como si tal cosa.
A él le daba que no iba a ser tan fácil salir con bien de aquello.