–Por favor, monsieur de Guiche, acercadle ese escabel a madame de Lessay, que parece encontrarse incómoda.
Isabelle quiso protestar, pero no tuvo tiempo. El joven Guiche se precipitó a cumplir la voluntad que había expresado la marquesa de Rambouillet.
La anfitriona estaba arrebujada entre varios cobertores bordados. Su lecho estaba colocado lo más lejos posible de la chimenea porque el calor y los vapores le hacían bullir la sangre y la debilitaban, pero como era tan friolera, llevaba las piernas embutidas en un saco de piel de oso y la garganta envuelta en una bufanda peluda.
Aunque aquella tarde nadie la habría tachado de exagerada. Hacía un tiempo glacial y había más de un invitado acurrucado en su ropa de abrigo.
Isabelle se ajustó su mantón bordado, azarada, y rechazó el escabel:
—No hace falta, me encuentro bien.
—¿Cómo os vais a encontrar bien en vuestro estado? —susurró la marquesa—. El primer hijo es el que más castiga el cuerpo.
Isabelle se estremeció y posó la mano sobre su vientre. Madame de Rambouillet no era de las que daban consejos sobre asuntos en los que no fuera experta. Sus propias gestaciones habían sido motivo de cuidados tan extremos que era difícil entender cómo había aceptado pasar por ello siete veces.
A ella todavía le quedaba un mes para el parto y le daba tanto miedo que prefería pensar que aún estaba muy lejos. O mejor aún, no pensar en ello en absoluto. Pero cuando el conde de Guiche le volvió a arrimar el escabel a los tobillos no tuvo más remedio que levantar los pies y posarlos sobre la mullida superficie.
El bisoño gentilhombre esbozó una media sonrisa y sus mofletes picados de granos se hincharon, satisfechos:
—Ya veréis qué bien estaréis así con los pies en alto, chère madame.
A Isabelle le parecía que sus ojillos brillaban demasiado risueños. Su estatus entre ellos todavía no estaba del todo establecido y por eso se desvivía por agradar a todo el mundo, pero ella tenía a veces la sensación de que había algo de pose en sus delicadezas.
Se resignó a dejar los pies en alto y volvió a quedarse amodorrada. Las paredes de la estancia estaban forradas de blanco y azul claro, así que si entrecerraba los ojos podía imaginarse que era hielo y que estaban encerrados en el corazón del invierno.
En lugar de estar allí, aburrida, le habría gustado acudir a Versalles a ver el ciervo blanco, a pesar de lo gélido que había amanecido el día. Pero cuando se preparaba para salir había recibido un billete de madame de Combalet, su querida amiga Léna, que le pedía que no faltara aquella tarde a casa de la marquesa de Rambouillet. Necesitaba su apoyo por si se encontraba cara a cara con su enamorado Mirabel.
Era la historia eterna de los desacuerdos de su amiga y su enamorado: el embajador español cada vez era más insistente en sus apasionadas demandas y Léna no estaba lista para rendirse a los carnales deseos del suplicante. El día anterior habían tenido una discusión tan violenta que había acabado por prohibirle que volviera a dirigirle la palabra nunca más. Pero temía que él fuera capaz de presentarse en la Estancia Azul como si nada hubiera ocurrido.
Isabelle había pensado que los temores de su amiga no estaban justificados. Aunque Mirabel no era el más atento de los hombres, sin duda comprendía que imponerle su presencia a su dama después de semejante disputa sería una desconsideración inadmisible. Pero se había equivocado. A su llegada a la Estancia Azul, el español ya estaba allí instalado, charlando en un rincón de la habitación con el poeta Voiture y la mismísima duquesa de Chevreuse, cuya presencia en la reunión le resultaba del todo inexplicable.
Léna se había sentado lo más apartada posible, junto a madame de Sablé, que con la excusa del mal tiempo llevaba cerca de media hora hablándole de enfermedades. Ahora mismo le aseguraba que el único modo de combatir catarros y pulmonías era llevar la garganta cubierta de septiembre a mayo, a la española, aunque los escotes fueran más favorecedores.
La pobre Léna, que iba vestida con modestia de religiosa y no se había puesto un escote desde la muerte de su marido, hacía tres años, asentía sin entusiasmo. Tenía las mejillas mustias y la oscura mirada clavada en la esquina de la habitación donde el marqués de Mirabel y Vincent Voiture atendían extasiados a cada palabra de madame de Chevreuse. Los dos bobos no tenían ojos más que para esa coqueta, que los mantenía arrebatados y pendientes de sus labios, hablando y moviendo las manos tan deprisa como si quisiera llenar todos los silencios del mundo con el burbujeo incesante de su charla.
A Isabelle le parecía una ardilla en celo. Y no entendía qué hacía allí. Ella, que siempre decía que sus reuniones la aburrían mortalmente. O que lo que sus amigas necesitaban eran amantes de carne y hueso para olvidarse de amadises y de pastores. Rara vez ponía el pie en aquella casa, a pesar de que su residencia se encontraba justo al lado.
La última ocasión en que se había dejado ver había sido a principios de verano. Y sólo para acompañar al duque de Buckingham, que había acudido a escuchar cantar a Angélique Paulet. No se iban a olvidar fácilmente de la ocasión, porque el más joven de los bastardos de Enrique IV, que estaba perdidamente enamorado de madame de Chevreuse, la había requebrado tan encendido que su marido el duque había estado a punto de asesinarlo allí mismo, en mitad del templo de las buenas maneras.
Definitivamente, aquella mujer soliviantaba los ánimos de los hombres y traía la discordia allá donde fuera. Y para colmo llevaba acaparando la atención de Mirabel desde que había llegado, como si ignorara que era el enamorado de Léna. Qué desconsideración más vergonzosa.
Apartó la vista con desagrado y prestó atención a la conversación de monsieur de Guiche y madame de Aubry. El joven conde afirmaba que la extrema delicadeza de la salud de la anfitriona no era sino el reflejo de su altura de espíritu. Pocos seres humanos podían decir con sinceridad que las vibraciones del aire, el calor de la atmósfera o la presencia de algún ingrediente ofensivo en un plato eran capaces de conmocionarles por completo.
Isabelle reprimió un bostezo. No eran más que las cinco de la tarde pero ya se había hecho de noche. Pobres estaban los ingenios si todo lo que se les ocurría era cotillear sobre cuestiones de salud como criadas viejas… A ella no le interesaba su cuerpo en absoluto y se negaba a especular sobre su embarazo, sus infrecuentes enfermedades o si era más insalubre la lluvia que la canícula.
El cuerpo era el receptáculo del alma, y el alma era lo único digno de atención. Dudó si debía exponer su postura en voz alta, pero la posibilidad de que aquello provocara largas y bizantinas discusiones le causó tal hastío que desistió.
Lo cierto era que desde que Charles Montargis había dejado de acudir a la Estancia Azul, las horas allí eran mucho menos amenas. El breve tiempo en que el joven poeta había frecuentado su compañía había sido especial: el aire tenía una ligereza de tormenta eléctrica, las metáforas sonaban más osadas, las miradas se cruzaban más lánguidas y la conversación fluía como un río brillante, sonoro y lleno de tesoros.
En parte, ella era responsable de su ausencia. Hacía ya diez días que había prometido que intercedería por él. Pero lo había ido retrasando, temerosa siquiera de mencionarle y de revivir la turbación que su visita le había dejado en el espíritu aquella tarde. Embargada por la sinceridad vehemente de los versos y por el temblor emocionado de los ojos azules del poeta había olvidado por unos instantes quiénes eran ambos. No estaba segura de que fuera prudente tenerle cerca día tras día otra vez. Pero sin su vital presencia se apoderaba de ella el tedio más pesado y experimentaba un ansia de rebeldía que llegaba a avergonzarla.
Se dio cuenta de que madame de Rambouillet la miraba, con dos hoyuelos cariñosos en las mejillas, y enrojeció como si llevara escrito en la cara lo que había estado pensando. Pero afortunadamente la anfitriona reclamó justo entonces la atención de toda la concurrencia. Quería proponer un juego que les entretuviera y les hiciera entrar en calor.
Su hija Julie había escrito el nombre de cada una de las nueve musas en sendas tiras de papel y las había introducido en una bolsa de tafetán azul. Cada uno de los presentes debía extraer un billete al azar y preparar una pequeña actuación basada en el arte que le correspondiese a su musa. El tema sería el invierno, ya que tanto les había ocupado esa tarde. Para ayudarles, madame de Rambouillet ponía a su disposición toda clase de disfraces, artefactos e instrumentos musicales. A una señal de la anfitriona entraron en la estancia seis lacayos que cargaban con tres grandes baúles. Eso sí, necesitaban un juez.
El embajador Mirabel no dio tiempo a que nadie se le adelantara. Se puso en pie de un brinco y solicitó a la anfitriona que le dejara ejercer como tal con la excusa de que su imperfecto dominio del francés no le iba a permitir estar a la altura. Madame de Rambouillet aceptó, generosa. Lo cierto era que el español no tenía ningún talento artístico y le horrorizaba tener que exhibirse delante de la concurrencia.
Los invitados se levantaron para hacer cola y extraer sus suertes. A ella le cedieron el primer puesto. Introdujo los dedos rígidos por el frío en la bolsa. El próximo día se traería los guantes de cabritillo que le había regalado su marido. Y un cobertor de lana. Cogió dos billetes por error y tuvo que frotarlos uno contra otro para quedarse sólo con uno. Desdobló el papel.
Clío. La musa de la historia. La opción más aburrida. Su espíritu era un desierto de inspiración. Lo único relacionado con el invierno que se le ocurría era que si fingía que no soportaba más el frío podría marcharse a su casa y pasar el resto de la tarde en la paz de su gabinete, a solas, sin tener que entretener a nadie. Estaba considerando seriamente esa opción cuando Léna se le acercó con su billete en la mano. Las sombras que rodeaban sus ojos de largas pestañas negras le daban un aire trágico. Además, había decidido quitarse los lazos de seda de colores con los que se adornaba últimamente el pelo en honor de Mirabel, y llevaba un recogido triste y severo.
—Me ha tocado Polimnia —se lamentó—. Ya veré lo que hago, porque desde luego no pienso cantar. No quiero hacer el ridículo precisamente hoy que esa diablesa no se despega de mi ciruelo.
Era el apodo secreto, no exento de cariño, que le habían puesto al marqués de Mirabel cuando había empezado a galantearla con sus regalos ostentosos y exóticos. Al principio se habían reído de él y de sus ansias, que no entendían de esperanzas a largo plazo, y de lo inapropiado e infantil de los versos que le escribía. Sin embargo, poco a poco Léna había ido tolerando su asiduidad, aceptando sus presentes y dedicándole sutiles atenciones; eso sí, sin dejar que le tocara ni el borde de la falda.
La misma Isabelle había tomado un día la iniciativa de explicarle al embajador cuáles eran las normas del amor cortés, para que se armara de paciencia y no creyera que conquistar a la sobrina favorita del cardenal de Richelieu iba a ser cosa de cuatro tardes. Mucho iba a tener que esforzarse para conseguir que su amada olvidase la aversión profunda que le había cobrado al sexo opuesto tras su breve matrimonio. Así que había intentado persuadirle de que de momento debía contentarse con las muestras tan evidentes de favor que ella ya le había dado, perseverar y mostrarse digno.
Por un tiempo, Isabelle y Léna habían creído que le tenían bien aleccionado.
Pero aquella tarde, asomado al abismo peligroso del escote de la duquesa de Chevreuse, era obvio que el español se había olvidado de todas sus promesas. Los dos seguían cuchicheando juntos y ahora a solas, resguardados en el vano de una de las maravillosas ventanas abiertas hasta el suelo, como puertas al aire, que había diseñado la misma madame de Rambouillet.
Era ella la que hablaba casi todo el tiempo, mientras Mirabel asentía en silencio. El español tenía el pelo moreno y un poco ralo en la coronilla; no iba a tardar en quedarse calvo. Aunque Léna decía que no le importaba, que su porte orgulloso y sus ojos inteligentes le hacían parecer apuesto de todas formas.
—Qué humillación —masculló—. No se despega de ella. Y anoche parecía que iba a morir de desesperación si no le abría ya la puerta de mi dormitorio. Ahora sí que no pienso hacerlo jamás.
Léna tenía razón. El español se estaba comportando como un cretino sin maneras. Pero a Isabelle no le gustaba que hablara de los placeres carnales como si fueran una moneda de cambio. El amor jamás debía llevar prosaica cuenta de regalos y desaires para luego corresponder abriendo o cerrando las puertas del tálamo, según tocara. Al amor había que abandonarse con toda el alma.
El cuerpo acababa entregándose también porque no había más remedio, cuando el alma se inflamaba lo arrastraba todo, pero no había de ser objeto de negociaciones…
Apretó la mano de la despechada para transmitirle consuelo e intentó que atendiera al contenido de los cofres como los demás invitados, que estaban amontonados, riendo y revolviéndolo todo. Léna fingió que se interesaba por el revoltijo de fruslerías, pero no dejaba de observar a la pareja con el rabillo del ojo, e Isabelle no pudo evitar que viera cómo madame de Chevreuse se sacaba una carta del ajustadísimo jubón y se la entregaba con rapidez a Mirabel.
Se imaginó que el papel estaría caliente y blando por la presión del generoso seno de la dama. Y lo mismo debía de estar pensando él, porque se quedó sobándolo con cara de bobo beatífico hasta que ella le obligó a escondérselo en un bolsillo.
—¿Habéis visto eso? —siseó Léna—. Le ha dado una carta de amor.
La obscena pareja levantó la vista hacia ellas e Isabelle les sonrió, disimulando. Luego atrajo hacia sí a su amiga:
—No creo. ¿Para qué iba a hacer eso?
No le hacía falta, porque le tenía ya engatusado. Pero eso no podía decírselo a Léna. Su amiga le murmuró al oído, con las mandíbulas apretadas:
—Maldito sea ese fantoche español con todas sus promesas huecas.
La barbilla le temblaba. Isabelle se asustó, la conocía bien y sabía que era capaz de cualquier cosa cuando se dejaba llevar por el genio. La cogió del brazo, rogándole que se tranquilizara para no darle al español la satisfacción de verla herida:
—Los hombres son inconstantes. Es su naturaleza.
Sólo había que ver a su marido, sin ir más lejos. Él, desde luego, lo era. O quizá habría que decir que era constante en su inconstancia. Sonrió para sí. Aquello era un oxímoron, pero quizá pudiera servir para ver el asunto desde otra perspectiva. Miró de reojo a su amiga, que hacía lo posible por camuflar su ira rebuscando entre los cofres, y dejó que su mente cabalgara a su antojo.
La constancia tenía una dimensión temporal objetiva y siempre era algo duradero y firme, pero su objeto podía ser cualquier cosa por la que se interesaran los hombres, incluido el deseo de mudar tiempos y amores. Querer que el cambio durara eternamente también era una forma de constancia.
Se sobresaltó al sentir las uñas de su amiga, clavadas con fiereza en su antebrazo, y un murmullo rápido en su oído:
—Mírala. Ya se ha puesto de acuerdo con él y ahora se marcha.
En efecto, la duquesa de Chevreuse se despedía de la anfitriona y de su hija poniendo mil excusas falsas para no quedarse a presenciar el juego que estaban organizando, y repartiendo sonrisas y carantoñas. Léna tenía una guirnalda de flores de papel en una mano y se estrujaba las faldas con la otra, pero consiguió reunir el suficiente dominio como para dejar que su rival la besara en ambas mejillas sin un mal gesto.
Isabelle respiró tranquila, pero en cuanto la enredadora salió de la estancia, Léna se giró hacia ella:
—Voy a pedirle a Mirabel que me enseñe la carta.
Se llevó la mano a la boca con un respingo, alarmada, y sacó a su amiga del grupo. Le susurró a toda prisa:
—No hablaréis en serio, no podéis hacer eso.
—Vaya que si hablo en serio.
Isabelle se angustió. No podía dejar que su amiga se humillara en público de ese modo.
—Pensad un poco…
—Ya he pensado todo lo que tenía que pensar. Si se niega a dármela o se atreve a insinuar que no sabe de lo que hablo, le exigiré a madame de Rambouillet que le expulse de aquí para siempre.
—¡Aguardad! —Como siempre que la ponían a prueba, su cabeza comenzó a bullir de ocurrencias. Le sugirió, inspirada—: ¿Y si no se trata de una carta de amor?
—¿Qué otra cosa puede ser?
Se le ocurría al menos una posibilidad. Mirabel no tenía acceso privado a Ana de Austria y había veces en que, para que pudiera comunicarse con él, los amigos de la reina ejercían de discretos intermediarios. Ella lo sabía porque su marido se lo había explicado tiempo atrás, cuando estaban recién casados, apenas se conocían y a ella aún le interesaba todo lo que él le contaba, aunque fueran aburridas cuestiones políticas.
—La pobre reina sólo tiene esa forma de comunicarse con su familia de Madrid sin que la vigilen. Madame de Chevreuse es la amiga más inconveniente que nadie podría tener, pero es su amiga al fin y al cabo. Seguro que no era más que una mensajera.
Léna arrugó los labios:
—Mirabel nunca me ha contado nada así. Y dice que no tiene secretos para mí.
Qué niñería. Todo el mundo guardaba secretos que no se atrevía a compartir. Y Léna no dejaba de ser la sobrina del cardenal de Richelieu, por poco que le interesara la política. ¿Cómo iba a confesarle Mirabel nada que pudiera comprometer a la reina? Pero su amiga seguía decidida a seguir adelante con su propósito. Tenía que evitar que se pusiera en evidencia. Se frotó las manos satisfecha, o helada, o ambas cosas:
—Si conseguís ver esa carta de otro modo, ¿dejaréis estar el asunto?
Léna asintió, desconcertada, e Isabelle la tomó de la mano antes de que tuviera tiempo de reaccionar y la condujo hasta los pies de la cama azul. Mirabel se encontraba sentado en una silla, medio escondido en el espacio que quedaba entre el lecho y la pared, a refugio del reparto de disfraces. Cuando la vio acercarse con su enamorada se puso en pie, pero no se atrevió a dirigirle la palabra. Al menos sabía que no había hecho bien, ni presentándose allí esa tarde, ni amartelándose de aquel modo tan impúdico con madame de Chevreuse.
Se le ocurrió que a lo mejor lo que había pretendido el español había sido darle celos a su amiga, dándole a entender que si no se entregaba a él, encontraría fácilmente a otra con la que satisfacer sus bajos instintos. Qué recurso tan grosero. Aquello la decidió definitivamente a llevar a cabo su plan. Se dirigió a la anfitriona:
—Madame, hemos estado pensando que el único con derecho a juzgar a las musas debería ser el mismísimo Júpiter. —Sonrió, mirando al embajador, que la observaba escamado, e inclinó la cabeza afectando ingenuidad—. Y Júpiter no viste con ropilla negra ni calzones.
—¡Es cierto! —Palmoteó madame de Rambouillet, encantada, desde su refugio peludo—. Si queréis participar en el juego debéis disfrazaros como los demás y dejar de escabulliros, monsieur. Es una orden.
El español se resistió débilmente a desprenderse de su tétrico jubón, alegando que había estado resfriado. Isabelle pensaba que tanto Mirabel como sus compatriotas, en general, tenían demasiado sentido del ridículo. Siempre estaban pendientes de su rancia dignidad. Pero madame de Rambouillet insistió hasta que le hizo claudicar con un suspiro.
No había que dejarle tiempo de arrepentirse. Isabelle corrió de vuelta a los arcones y enseguida regresó con una gran tela de color azul y una barba de dimensiones olímpicas en los brazos.
—Acercaos, oh, padre de los dioses. Vuestras musas os vestirán.
Mirabel la miraba atónito:
—Si no hay más remedio…
A Isabelle se le escapó una risita aguda por la transgresión que estaban a punto de cometer. El corazón le latía a toda velocidad, descompasado. Le pidió a Léna que la ayudase a correr las cortinas del gran dosel para que el hueco que ocupaba el embajador, junto a la pared, quedara oculto a la vista y así darle una sorpresa a la anfitriona.
Luego penetró en el estrecho callejón en penumbra que había quedado entre las colgaduras del lecho y los muros tapizados, plantó un candelero sobre la silla y, entre risas, animó a Léna a que la ayudara a desabrocharle el jubón al español. Su amiga estaba tanto o más nerviosa que ella y las manos se le hacían nudos intentando desembarazar los botones. Mirabel tenía el cuerpo tenso y colaboraba como podía.
Cuando le hubieron dejado en camisa y calzones, Isabelle le entregó la ropilla del español a su amiga para que la sostuviese, con la mayor naturalidad del mundo, y empezó a enrollar la tela celeste alrededor del torso de Júpiter redivivo, haciéndole girar sobre sí mismo, con cuidado. Finalmente le obligó a permanecer inmóvil para darle los últimos retoques, de espaldas a Léna y a sus ropas.
Su amiga no desperdició ni un instante. Introdujo la mano en el bolsillo del jubón, extrajo sin ruido los papeles y se los guardó. El español trató de girar la cabeza en una ocasión, en un intento de dirigirle las primeras palabras de la tarde a su enamorada, pero Isabelle le sujetó tirando de la tela:
—Si no os estáis quieto se pierde la dignidad del pliegue.
Él no tuvo más remedio que obedecerla. Cuando terminó, no se veían por ningún lado ni los calzones ni la camisa del español. Entre Léna y ella le colocaron las barbas. Parecía en verdad salido de un cuadro mitológico.
Con las piernas temblorosas, Isabelle tomó al español de la mano y le condujo fuera de su escondrijo. Madame de Rambouillet rió entusiasmada y el resto de los invitados no tardaron en corear sus divertidas alabanzas. Voiture se lamentó de que a Júpiter le faltase su rayo y le ofreció un cayado de pastor en su lugar, hincando una rodilla en tierra. Madame de Sablé le afirmó la tela en el hombro con un broche, asegurándole que se le veía majestuoso y solemne, pero Mirabel no paraba de revolverse, intranquilo, ya fuera por el disfraz o porque había dejado abandonado el jubón, con todas sus pertenencias, detrás de las cortinas.
Isabelle también estaba nerviosa. ¿Qué hacía Léna? La había visto asomar un momento entre el corrillo de burlones admiradores, pero había vuelto a desaparecer en el callejón. Para ver de quién era la dichosa carta no hacían falta más de unos segundos.
Justo en aquel momento las cortinas de la cama volvieron a descorrerse y Léna apareció al otro lado poniendo las telas en orden, encaramada en un taburete. Mirabel, más tranquilo ahora que tenía su ropa a la vista, se acercó tímidamente para ayudarla a descender. Ella curvó los labios en una sonrisa, inocente como un ángel, y le tendió la mano.
Isabelle se asustó. A ella no la engañaba. A veces bromeaba con Léna sobre lo mucho que se parecía a su tío el cardenal. Los dos sufrían de explosiones incontrolables de ira, pero también eran capaces de disimular de la manera más ladina que imaginarse pudiera.
No quiso preguntarle nada, por precaución, y su amiga tampoco abrió la boca. Las dos se aplicaron a preparar sus intervenciones como Clío y Polimnia y se esforzaron por mostrar interés en la competición. Mirabel juzgó a las nueve musas con la ayuda de la anfitriona y su hija Julie, y le concedió la victoria a madame de Sablé, que les había deleitado con una danza digna de Terpsícore, acompañada al laúd por monsieur de Guiche. Por fin, rondando las nueve de la noche, Isabelle y Léna se despidieron, cansadas y somnolientas.
Pero en cuanto se acomodaron en su coche, Isabelle preguntó en voz muy baja y con el corazón palpitante:
—¿Y bien?
Léna le contestó en el mismo tono:
—Teníais razón. Era una carta con el sello de la reina.
—¡Os lo dije! ¿No la habréis leído?
—No, claro que no. Habría tenido que romper el lacre. —Léna hizo una pausa—. Pero había otra carta. Abierta.
—¿Otra? ¿De quién?
—Oh, una carta de España… Nada de mensajes de amor, no os preocupéis por mí. —Léna tenía los ojos tan candentes como si siguiera contemplando al español y a madame de Chevreuse. Isabelle no se fiaba. Su amiga no se iba a quedar tranquila hasta que no se desquitara—. Es Mirabel quien debería ser más prudente. Tantas precauciones para no descubrir la correspondencia de la reina ante una sobrina del cardenal… y luego se olvida en los bolsillos documentos mucho más confidenciales.
—¡Léna! —adivinó, alarmada, lo que pretendía su amiga—. ¿No pensaréis contarle a nadie lo que hayáis leído, sea lo que sea? ¡No os he ayudado para eso! No estaría bien…
—¡Me ha puesto en ridículo delante de todos nuestros amigos! —la interrumpió Léna, con acento duro—. Y lo que no está bien es ocultarle secretos a la familia. Yo no tengo la culpa de que el cardenal de Richelieu sea mi tío, ¿no?
Isabelle se quedó callada. Vengarse de su enamorado contándole al cardenal lo que hubiera descubierto en su correspondencia privada era indigno de Léna. Pero sabía que en ese momento era inútil intentar convencerla.
Sintió una desagradable punzada en el vientre. De vez en cuando la criatura que llevaba dentro le recordaba su inoportuna presencia. ¿Qué pondría en la carta de España? ¿Sería muy comprometedor?
Era verdad que lo que había hecho Mirabel era imperdonable y totalmente incompatible con la condición de fiel caballero. Estaba claro que nunca comprendería ni aceptaría las reglas de la honesta galantería. Y quizá era mejor que su relación terminara. Pero presentía que en el fondo era un hombre sin maldad y estaba enamorado de veras.
Por eso oír a su amiga hablar de venganza con tal frialdad había vuelto a estremecerla. Había algo infinitamente triste en los amores rotos y las conexiones perdidas. Aunque no fueran apropiados el uno para el otro, el desencuentro de dos destinos era una tragedia de proporciones cósmicas. Sintió unas extrañas ganas de llorar, aunque no sabía si era por Léna o por sí misma.
Si Charles Montargis hubiera estado allí, lo habría comprendido…