La vieja armadura estaba inclinada hacia delante como si quisiera susurrarle algún secreto. El yelmo redondo, rematado por una cresta escamosa, y el brillo resbaladizo del oscuro metal le daban aire de pez. Bernard miró por la rendija de la visera, pero sólo pudo atisbar negrura. Estuvo tentado de extender la mano y tocar la superficie rugosa de un rondel para ver si pinchaban las fauces del león que tenía talladas pero una violenta tos, seguida de un graznido asmático, le disuadió:
—Esa armadura perteneció al abuelo de Su Excelencia, el condestable de Montmorency.
Era la segunda vez que el viejo lacayo interrumpía su contemplación, impaciente. Bernard respondió con un gruñido. Estaban en mitad de una galería de piedra desnuda, con enormes ventanales abiertos al jardín del hôtel de Montmorency, y todo el frío de aquel día de invierno estaba atrapado entre sus paredes ásperas. A pesar de ello, él caminaba despacio, admirando los muros cubiertos de alabardas, arcabuces, picas y espadas de guerra. Nunca había visto tantas armas ilustres juntas y no era cuestión de apresurarse. A pesar de que tenía ganas de ver a Madeleine.
Seguía lleno de magulladuras y había dormido poco y mal después de su visita a la baronesa de Cellai. Los rezos no le habían sacado el temor a que le hubiera echado mal de ojo e intuía algo retorcido en el enigmático mensaje que había mandado que le transmitiera a Lessay. «Enemigo». Aunque al recibirlo, el conde había hecho poco más que sacudir la cabeza con aire incrédulo, reírse y mandarle a descansar de nuevo a su cuarto.
Pero la italiana no era la única que le quitaba el sueño… Todavía le hervía la sangre cada vez que se acordaba de Marie, del modo en que le había utilizado y de cómo la había perdido. Y después de la rabia, venía la tristeza. Demasiadas damas en aquel tablero. Y todas creían que podían traerle como un zarandillo, mensajito para acá, mensajito para allá.
Se había pasado todo el día dormitando, sin ganas de nada, pero cuando había abierto las ventanas a primera hora de la tarde para respirar aire fresco, había descubierto un jardín nevado y un cielo blanco, y de inmediato se había sentido más animoso. Echa un gurruño, encima de la mesa, estaba todavía la carta que le había enviado Madeleine hacía dos días. La criada debía de haberla encontrado en el suelo.
Calmado el sofoco que le había dejado en el cuerpo su pelea con Marie, se le había despertado la curiosidad. Cuando había dejado a Madeleine en Nancy, a cargo de la duquesa de Lorena, había pensado que no volvería a verla. Y aunque sabía que el rey la había perdonado y era libre de regresar a Francia, no se había imaginado que se encontrara con ánimos para hacerlo en mucho tiempo.
El recuerdo de cómo se le había acurrucado en el pecho como un pajarito asustado, durante el largo viaje, le hizo esbozar la primera sonrisa en muchos días. Y el hôtel de Montmorency estaba muy cerca, podía llegarse dando un paseo antes de cenar.
Se rascó con cuidado el cogote; aún tenía la cabeza dolorida, aunque parecía que se habían acabado los mareos. El cuerpo raquítico del lacayo se bamboleaba delante de él. Cada vez que pasaban por delante de una luz, su imponente calva brillaba de un modo inmisericorde. Bernard se detuvo de nuevo a admirar otra pieza de la colección: una silla de montar forrada de terciopelo negro con estribos de plata labrada. Su guía se detuvo, suspiró resignado y explicó:
—Es la que usó el mariscal el día de la heroica victoria de la batalla de Marignano.
Bernard cabeceó con aprobación, como si supiera de lo que le estaba hablando, y echó a andar tras él hacia donde le esperaba Madeleine sin entretenerse más. No quería seguir impacientándole.
La galería desembocaba en una sala grande y oscura. Subieron unas escaleras hasta el primer piso y por fin se detuvieron tras una puerta de roble labrado.
—El gabinete de curiosidades —anunció el criado antes de retirarse.
La estancia en cuestión era una habitación grande y alargada con las paredes cubiertas de anaqueles donde se exponían los más peculiares objetos que hubiera visto nunca. Del techo colgaban animales disecados y al fondo de la sala, cerca de la chimenea encendida, había una enorme mesa de mármol. Allí, sentada de espaldas a la puerta, había una muchacha envuelta en una pelliza y embebida en alguna tarea que exigía toda su concentración, hasta el punto de que ni siquiera le había oído entrar.
Dio dos pasos quedos hacia ella, planeando sorprenderla, pero se le fue el santo al cielo con el contenido de las vitrinas. De entre las luces y sombras de la estancia surgían estatuillas, globos terráqueos, conchas marinas, botellitas de perfume, medallas y monedas antiguas, peces extraños y todo tipo de objetos imposibles de identificar. En los anaqueles más altos había multitud de cuadros apoyados unos contra otros: retratos de damas y caballeros antiguos, santos y personajes desconocidos vestidos con sábanas como en tiempos de la Biblia. Sus ojos descendieron hasta el centro de la sala, donde se alzaba una mesa redonda y con las patas arqueadas sobre la que descansaba una figurita de madera que representaba a un hombre en miniatura. Se arrimó y tocó con cuidado la mano del muñeco, que en el acto se puso a temblar como si le hubieran poseído los demonios.
Dio un paso atrás con la mano en el pomo de la espada y juró:
—Diu vivan!
Una risa cristalina le impelió a disimular el susto. Giró la cabeza. Madeleine se puso en pie y se acercó a él dando saltos como una niña, divertida:
—A mí me pasó lo mismo la primera vez. Es un autómata; tiene dentro un mecanismo como el de un reloj —explicó, pero Bernard siguió mirándolo con desconfianza hasta que dejó de moverse—. No os preocupéis, no tiene espada con la que pincharos.
Le hablaba en el mismo tono que una madre a un niño menguado de entendederas, pero sus ojos chispeaban del mismo modo que los de su hermana cuando le metía cagarrutas de oveja en las botas. Casi contra su voluntad, se le escapó un bufido y acabaron los dos riendo.
La observó con más cuidado y un tanto de sorpresa. El descanso en Lorena le había sentado de maravilla. Madeleine había recuperado todas las carnes que había perdido en Ansacq e incluso se le había rellenado más la figura. Sus pechos le daban forma al vestido rojo que llevaba de un modo nuevo y desconcertante, las mejillas se le habían coloreado y del pañuelo de encaje que ocultaba su cabeza rapada se escapaba algún mechoncito muy corto que daba fe de que la cabellera le estaba creciendo tan hermosa como antes. Un agradable aroma a flores se le coló por la nariz y, sin saber muy bien lo que hacía, dio un paso más hacia ella y se inclinó. Violetas.
Ambos se miraban con cierto embarazo. Bernard estaba pensando qué decir cuando una voz severa les sobresaltó:
—¿Habéis acabado de pintar? —Una dama con unos mofletes gordos, picados de viruela y unos brazos casi tan musculosos como los suyos entró en la habitación. Se acercó hacia ellos y se incrustó entre los dos con afán evidente de separarlos.
—Por hoy sí —respondió Madeleine.
Sobre el tablero de mármol de la gran mesa del fondo descansaba, entre dos candelabros, un extraño objeto de color rojo parecido a un vegetal petrificado. Junto a él había un cuaderno y unas pinturas. Madeleine alzó la planta con reverencia y se la entregó al adefesio.
—La duquesa va a venir a ver si habéis hecho progresos —insistió la fea.
Madeleine suspiró, dócil:
—El coral rojo no es fácil de pintar. Y a la luz de las velas, las ramas se retuercen y hacen sombras extrañas. Ya seguiré mañana por la mañana.
Así que era coral. Bernard no se había imaginado que tuviera ese aspecto al natural. Las ramas parecían dedos de niños deformes. Sintió un repelús.
—Por eso dice el maestro que tenéis que practicar más —replicó la mujer.
—Está acumulando polvo. Por favor, sed tan amable de devolverlo a su sitio —dijo Madeleine con firmeza.
La mujer abrió la boca para protestar, pero no debió de ocurrírsele nada:
—Sí, madame.
Se alejó con el coral hasta una de las vitrinas del fondo de la sala y Madeleine se volvió hacia él, le cogió del brazo y le condujo a la mesa donde había estado pintando:
—Venid, os enseñaré mi trabajo —dijo, en una voz alta y clara—. ¿Sabéis lo que es el coral? La leyenda dice que cuando Perseo cortó la cabeza de Medusa, la sangre de la gorgona se petrificó en torno a las algas de la orilla y así nació el coral rojo.
Hablaba con desparpajo y se la veía descansada y alegre.
—Os veo muy bien —constató. Madeleine se sonrojó y él se apresuró a matizar—. Quiero decir que os veo en buena salud.
Ella sonrió con timidez:
—Gracias. Me han cuidado muy bien en Lorena. Lo que mejor me ha sentado han sido los paseos por el campo… Ya casi ni me acuerdo de Ansacq.
—¿De verdad?
Madeleine resopló:
—Es una forma de hablar. Claro que me acuerdo. Pero ahora ya no es lo único en lo que pienso —dijo, encogiéndose de hombros—. ¿Y a vos? ¿Qué os ha pasado en la cabeza?
—¿Esto? —Se tocó la venda con la mano—. Nada, el otro día me caí del caballo y me golpeé con una piedra. Pero ya estoy recuperado.
Enderezó el cuerpo e hinchó el pecho, no fuera a pensar que era un flojo. Y de nuevo se quedó a la espera, indeciso. Miró a la dama de compañía. Se había quedado apostada junto a la puerta, pero no les quitaba ojo. Madeleine seguía mirándole, pensativa:
—Habéis cambiado.
¿A qué se refería? Se rascó la barba. Como no fuera que el día de la fiesta llevaba las mejillas lampiñas como las de un cura… No, eso no podía ser. Durante el viaje hasta Lorena tampoco iba afeitado. Jugueteó nervioso con el pomo de la espada:
—He practicado mucha esgrima…
En realidad la que había cambiado era ella, y no sólo se le notaba en el cuerpo. Era algo en los ojos, que los dos candelabros encendían como si fueran de ámbar. Pero no sabía si se le podía decir algo tan raro a una doncella.
Madeleine volvió a reír con suavidad y bajó la voz:
—Mejor, porque necesito que sigáis siendo mi caballero andante.
Le hizo un gesto para que se inclinara sobre la mesa, como si fueran a examinar los garabatos que había pintado, de espaldas a la sirvienta. Bernard murmuró:
—¿Por qué? ¿Qué ocurre? —La cercanía de Madeleine le producía en las tripas un cosquilleo extraño que nunca antes había sentido en su compañía. Sus mejillas parecían melocotones maduros con aquella luz. Y el pelo, que le olía a violetas…
—Sólo puedo confiar en vos. —La manita de Madeleine agarró la suya con repentino apremio aunque ella seguía mirando el lienzo, como si no fuera responsable de lo que hacían sus dedos.
Bernard se trabucaba:
—¿En mí? ¿No os tratan bien aquí? —Una sospecha le puso de pronto en guardia—. ¿No será el duque?
—No, no, no es eso. El duque no tiene ojos más que para su mujer, y además se ha ido de París. Y madame de Montmorency me cuida mucho. Pero hay cosas que no le puedo confiar…
Escucharon un rudo carraspeo. La gorda se impacientaba. Bernard se apresuró a preguntar:
—¿Qué queréis de mí? —Tímidamente, se atrevió a rozar los dedos de Madeleine con el pulgar.
Ella susurró a toda prisa:
—Que volváis aquí mañana a mediodía. No a la puerta principal. Tenéis que esperar con un coche a que yo salga por la del jardín, por la calle du Chaume.
—¿Para qué?
Más secretos y conspiraciones. O no. Lo mismo era una cita galante. Aquella posibilidad le nubló el pensamiento de repente. Intentó cerrar los dedos en torno a la manita fría de la muchacha, pero ella la escamoteó con vivacidad. Los pasos de la dama de compañía se les echaban encima a toda velocidad.
—Mañana lo sabréis. Ah, una cosa muy importante: no entréis con el carruaje en la calle. Esperadme cerca, pero aseguraos de que el cochero no me vea salir de aquí. —Madeleine se dio la vuelta, con un remolino de faldas, y se despidió de él con voz ligera—. Adiós, monsieur de Serres. Os agradezco mucho la visita.
Bernard se inclinó con torpeza y salió del gabinete tan ensimismado que casi se dio de bruces con un hombre vestido de negro y una dama pequeña y jorobada que discutían en voz baja al otro lado de la puerta. De inmediato reconoció a la duquesa de Montmorency y al duque de Épernon, y los saludó con deferencia.
Ella le dedicó una sonrisa y sus ojos se llenaron de arrugas:
—Monsieur de Serres, qué sorpresa. ¿Habéis venido a visitar a mademoiselle de Campremy?
Bernard infló el pecho, con orgullo. La gran señora recordaba su nombre.
—Sí. —Todavía estaba aturdido por el brusco final de su charla con Madeleine, pero intentó pensar en alguna cortesía que dedicarle—. Vuestra residencia es magnífica. Hay aquí más tesoros que en el templo de Salomón.
—Sois muy gentil.
El viejo Épernon le escudriñaba con las cejas fruncidas. Quizá ya no recordara que se habían conocido en el Louvre. A Bernard desde luego no se le había olvidado el truculento relato que había contado el anciano sobre la madre del duque de Montmorency y sus tratos con el diablo. ¿Conocería la amable duquesa aquella historia terrible sobre la familia de su marido?
Pero entonces Épernon sonrió:
—Muy cierto, gojat. Es una casa espléndida. Es imperdonable el tiempo que llevaba sin pisarla. El padre de monsieur de Montmorency fue un gran amigo mío y he pasado horas muy felices entre estas paredes. Precisamente estaba recordándole a la duquesa que aquí fue donde celebré mis bodas hace casi cuarenta años. —Hablaba con un acento extraño y Bernard no habría podido decir si rememoraba el acontecimiento con añoranza o desagrado—. Nunca olvidaré lo mucho que bailó Su Majestad Enrique III en la fiesta, ni su alegría. Quién iba a decir que apenas le quedaban dos veranos de vida.
La duquesa de Montmorency le tomó del brazo y le propinó unas palmaditas de consuelo que el viejo cortesano recibió con un resoplido sarcástico, sin importarle que hubiera testigos delante.
Bernard desvió la vista, incómodo. Entre aquellos dos personajes ocurría algo que él no entendía, pero era obvio que estaban molestos el uno con el otro. La dama suspiró, ignorando el mal gesto de Épernon:
—Horas tristes y horas alegres. Estos muros han visto de todo. —Sonrió—. No sabía que conocierais a monsieur de Serres. Él fue quien acompañó a Lorena a la doncella que vuestro hijo ha traído de vuelta hace unos días.
—Lo sé —gruñó el duque—. Nos conocimos hace dos o tres semanas, en los apartamentos de la reina.
A Bernard se le escapó:
—¿Monsieur de La Valette es quien ha traído de vuelta a mademoiselle de Campremy?
Madeleine no le había dicho nada. Pensó en la atención malsana que el marqués de La Valette le había dedicado a la muchacha durante la fiesta de Lessay y le asaltó un mal presentimiento. Aderezado con una punzada de celos. El duque de Épernon pareció percibirlo, porque su voz perdió toda la afabilidad con la que se había dirigido antes a él:
—El mismo —respondió, seco—. Y ahora, si nos permitís entrar…
Bernard se apartó con una inclinación de cabeza y les franqueó el paso. Al salir de casa había planeado acercarse también al convento de los Mercedarios, que se encontraba en las inmediaciones. Llevaba unos días dándole vueltas a la idea de encargar unas misas para que rezaran por su alma cautiva.
Pero pensándolo bien, el recuerdo de Marie ya no le atormentaba tanto. Sería poco menos que tirar el dinero.