La bestia era magnífica. Dio dos pasos cautelosos, acercándose a ellos, y luego se quedó paralizada, observándolos fijamente con sus enormes ojos de obsidiana y el hocico palpitante. Lessay contuvo la respiración. Era un animal joven, de buena alzada, con unas cuernas suntuosas de catorce puntas, astillada la derecha, y pecho y cuello poderosos, cubiertos por el mismo pelaje blanco inmaculado que el resto de su cuerpo. Apenas el tercio inferior de las patas amarilleaba un poco.
De repente pegó un quiebro y se alejó al galope, levantando una nube de aguanieve con las pezuñas. Las damas saludaron la carrera con palmas desde lo alto de la carreta y, a una señal del rey, los monteros se lanzaron en su persecución intentando conducirlo hacia las redes.
El cielo estaba gris pálido. El suelo del cercado tenía parches blancos, y sobre los sombreros de guardias y espectadores empezaba a instalarse un barniz rucio a medida que la cellisca se iba convirtiendo en nevada.
Luis XIII puso pie a tierra, le entregó las riendas de su caballo a uno de los monteros y les hizo un gesto con la mano al duque de Chevreuse, a su hermano Gastón y a François de Baradas para que le siguieran. Cómo no.
Era increíble la forma en la que el rey se había encaprichado de un mozo que hacía cuatro días no era nadie. Veinte o veintiún años, buena apariencia y poco cerebro. No había más. Pero Luis XIII no se separaba de él ni a sol ni a sombra. Lessay se encogió de hombros. Era irritante, pero nada más.
Trepó sobre una de las ruedas agarrándose a los varales y saltó dentro del carro de las damas para seguir el final de la cacería.
Hacía semanas había llegado noticia al Louvre de que había sido avistado un ciervo blanco en el bosque de Versalles y Luis XIII había dado órdenes para que intentaran atraparlo. Los monteros habían plantado las lonas, habían preparado la trampa y la tarde anterior, por fin, habían enviado mensajeros a París para anunciar que el animal había caído en las telas.
Y allí estaba. Como surgido de una leyenda de novela de caballerías.
Esquivó a los jinetes con una nueva finta y saltó despavorido por encima de los perros. Los monteros se apresuraron a cerrar el círculo, dirigiendo su carrera hacia dos árboles que se alzaban a treinta pasos de las carretas y entre los que estaba tendida una de las mallas. El ciervo embistió contra la red, sin verla, y se alzaron varios gritos de entusiasmo entre los cazadores y el público. Ana de Austria se llevó una mano enguantada a los labios en un gesto de desilusión, viéndolo debatirse con las cuernas y las patas trabadas. El día era tan frío que sólo la acompañaban tres damas: la princesa de Conti, la duquesa de Elbeuf y la baronesa de Cellai.
Valeria estaba más bella que nunca. Lessay estaba acostumbrado a verla envuelta en la calidez de los salones tapizados, entre perfumes, brillos de joyas y claroscuros engañosos. Incluso desnuda tenía siempre el cuerpo teñido de bronce por el resplandor de las llamas. Ahora, en cambio, seguía la cacería abrigada con una capa de piel de lobo gris oscura. La capucha se le había deslizado hacia atrás y la humedad le aplastaba los rizos sobre las sienes. Su rostro tenía la palidez transparente y gélida de las gotas de aguanieve y sus ojos seguían a la presa con la misma mirada umbría e indómita que le proporcionaba la esencia de beleño negro. Parecía que ella era el animal silvestre.
Luis XIII se acercó al ciervo, decidido. Se arrojó sobre su cabeza para mantenerlo con el cuerpo a tierra, y Chevreuse y Gastón se lanzaron sobre él casi al mismo tiempo. El hermano del rey se sentó a horcajadas sobre sus cuartos traseros mientras el duque lo agarraba del cuello. El rey dio una orden rápida y Baradas se aproximó con el tronzador en la mano y comenzó a aserrarle las cuernas al animal, que se debatía con fiereza.
Lessay sintió un peso leve en un brazo. La reina se había apoyado en él como si le faltaran las fuerzas.
—Pobre bestia…
—Sólo será un momento, madame. No le están haciendo daño. Tienen que cortarle la cornamenta para poder transportarlo.
Luis XIII quería asegurarse de que aquel animal único sobrevivía al invierno y planeaba llevarlo hasta Fontainebleau para que permaneciera a salvo en un cercado y, llegado el próximo otoño, montara a las ciervas del parque.
Los cuatro hombres levantaron al animal, lo sacaron de las redes y lo introdujeron en una caja de madera que habían acercado los monteros. Durante unos instantes se escuchó al ciervo batallar y golpearse, pero enseguida se quedó inmóvil.
—Aun así, era tan hermoso… —Ana de Austria alzó la vista, le miró de un modo extraño y retiró la mano de su brazo, como si se hubiera acercado a él por costumbre pero quisiera marcar las distancias.
Lessay lo entendió. La reina sabía que tenía su reputación en sus manos. Era normal que estuviera recelosa.
El día anterior, después de despachar a Serres, había ido a buscar a su prima Marie, pero sólo le había contado la verdad a medias: le había dicho que estaba al tanto de la intriga de las cartas y le había revelado que a su mensajero le habían robado el último envío y sospechaba del cardenal.
Marie se había asustado tanto que Lessay había tanteado la idea de confesarle que era él quien tenía los papeles, pero al final había decidido mantenerla engañada. No podía delatar a Valeria y no le desagradaba la idea de que tanto su prima como la reina pagaran con una buena dosis de angustia sus imprudencias. Mientras pensaran que estaban en peligro, se quedarían quietecitas y sin enredar.
Pero si Serres no había llegado a Argenteuil, quizá hubiera correspondencia de Inglaterra aguardando aún en el convento. Marie no sabía cuán comprometida podía ser. Lessay no había querido saber nada de más intermediarios. Había subido a caballo y se había marchado a buscarlas él mismo sin demora. Y Ana de Austria lo sabía, por eso estaba avergonzada y desconfiada con él.
Los copos de nieve flotaban en el aire, gordos y lentos. Había más animales atrapados en las telas y los cazadores querían matar a los corzos y a los jabalíes. Y después, el rey tenía previsto quedarse a dormir en el pequeño pabellón de ladrillo que había hecho construir en lo alto de una colina cercana. Pero allí no había espacio para las damas, y Ana de Austria tenía frío y estaba cansada. Aunque había una mesa con viandas dispuesta en el interior de una carpa, expresó su deseo de regresar a París de inmediato.
Estaba ojerosa. Lo más probable era que no hubiera dormido en toda la noche.
Hacía días que había prometido que acudiría a Versalles si lograban atrapar al ciervo blanco en las telas. Aunque fuera un compromiso forzado por una improvisada alianza entre Valeria y Richelieu, empeñados ambos en favorecer por todos los medios la reconciliación del matrimonio real. El cardenal había sugerido a Luis XIII que la invitara y la reina había aceptado porque la italiana había insistido. Pero, dadas las circunstancias, era admirable que hubiera mantenido su palabra y que guardara ese aire de dignidad impermeable. Los nervios debían de estar devorándola por dentro.
Porque aunque el rey parecía de buen humor, era tan imprevisible y disimulado que para Ana de Austria eso no podía ser garantía ninguna de que las cartas desaparecidas no estuvieran en su poder. Cuando inesperadamente se ofreció a conducirla en persona hasta su coche, Lessay la observó temblar de modo casi imperceptible.
Valeria aprovechó para acercarse a él, con los ojos bajos y su acostumbrada expresión modesta:
—La reina quiere hablar con vos. No va a ser fácil pero intentad buscar una excusa para permanecer en sus apartamentos cuando lleguemos al Louvre —susurró, en el mismo tono de eficacia recatada en el que siempre se dirigía a él delante de otra gente, y le tendió la mano para que la ayudara a ocupar su lugar en el carruaje.
Lessay no hizo ningún gesto que revelara que la había oído y la ayudó a acomodarse con distante cortesía. Al principio de sus encuentros clandestinos se había pasado días intentando robarle alguna mirada embozada o un roce con doble intención cuando nadie les miraba. Pero ella le ignoraba con tanta determinación que había acabado por darse por vencido.
Era un grupo pequeño. Sólo acompañaban al carruaje media docena de guardias y dos gentilhombres ordinarios bajo su mando. Uno de ellos era el hijo de un viejo servidor de su padre y él mismo le había conseguido el puesto junto a la reina. El otro era un cretino flaco y desgarbado y con el pelo color zanahoria llamado Rhetel, al que aún le faltaban un par de años para cumplir los veinte, y se imaginaba que era la nueva estrella ascendente de la Corte. Era primo hermano del galancete Baradas, el favorito real, y no le había quedado otra que tragar con él por capricho de Luis XIII.
Durante un par de leguas avanzaron a buen trote. El carruaje era moderno, con cristales en las ventanas, y las cuatro damas viajaban acurrucadas y adormecidas en el interior. Pero a medida que se alejaban de Versalles, la nevada arreciaba y los caminos estaban cada vez más embarrados. Los jinetes iban envueltos en nubes de vaho. Hubo que poner los caballos al paso, y al cabo de un rato el cochero tuvo que echar pie a tierra para conducirlos de la mano e intentar esquivar los baches. Sin embargo, a cada tanto se quedaban atascados en las rodadas que habían dejado otros vehículos. No quedó más remedio que sacar el coche del camino bordeado de olmos desnudos y meterlo por el campo. Las sacudidas habían espabilado a las pasajeras, que apenas conseguían sostenerse en los asientos.
A ese ritmo no iban a llegar a París hasta bien entrada la noche, mojados como perros de aguas, con los huevos congelados y más hambre que una puta en Cuaresma.
Por si fuera poco, al rato una arboleda cerrada les impidió continuar por la pradera. Hubo que volver al camino. El tiro de caballos saltó el desnivel inundado de agua sin problemas, pero una de las ruedas del carruaje se quedó atascada en el surco de lodo. No hubo forma de sacarla hasta que tres guardias no echaron pie a tierra para empujar.
El coche continuó con su moroso zarandeo durante veinte minutos más, aunque el terreno estaba cada vez más impracticable. Finalmente, al sortear una zanja más profunda la caja cayó de golpe hacia el lado izquierdo y la rueda trasera se hundió en el fango.
Lessay maldijo en voz baja. Estaban todavía a tres leguas de París y apenas habían avanzado en la última hora. Llamó a su gentilhombre de confianza y le ordenó ir a buscar ayuda a Saint-Cloud, junto a un par de guardias. No estaban lejos, y en el castillo de Gondi podrían proporcionarles monturas adecuadas para las damas. Luego le señaló una granja que se vislumbraba un poco más adelante, algo apartada del camino. Les aguardarían allí.
Los jinetes partieron y, en cuanto lograron liberar la rueda, el carruaje se dirigió hacia la granja.
Era un edificio bajo de madera y adobe, con el tejado de pizarra, construido al fondo de un patio. A su izquierda había un cobertizo abierto a los cuatro vientos donde estaban guardados los aperos de labranza y al otro lado un pequeño granero.
Por el hueco de la puerta entreabierta de la casa asomaba el rostro ajado de una mujer con cofia y vestida de gris, que los observaba con una desconfianza cercana al terror. Era imposible calcularle la edad, pero a su espalda asomaban los rostros curiosos de dos críos de nueve o diez años.
Estaban solos. El marido había ido a París a vender sus quesos con su hijo mayor, anunció la mujer sin apartarse de la puerta y con tamaña nevada no sabía cuándo estaría de regreso. No estaba claro qué le daba más miedo, si dejarlos pasar o intentar rechazarlos. Lessay empujó el batiente de madera sin dejarle tiempo a decidirse, le informó de que las damas que le acompañaban necesitaban descansar un par de horas y ordenó a los cuatro soldados que aguardaran fuera para tranquilizarla.
El interior era sombrío y húmedo, y no mucho más cálido que el exterior. Había un ventanuco con los postigos cerrados y otro entreabierto, cubierto con una tela de lino grueso claveteada al marco que apenas dejaba pasar una luz mortecina; dos camas altas de madera, una mesa con un par de sillas, dos arcones, un telar y varios taburetes constituían casi todo el mobiliario. El suelo de tierra batida estaba cubierto de paja y las paredes sin tratar rezumaban humedad. Un tabique de barro separaba la estancia del establo, desde el que se escuchaba el balar de los corderos.
Lessay acompañó a Ana de Austria hasta una de las sillas y el resto de las damas se acomodaron en los taburetes en torno a la chimenea, junto a la que dormitaban dos perros lanudos. La princesa de Conti reía y charlaba, disfrutando de la aventura, mientras la duquesa de Elbeuf lloriqueaba sin parar de quejarse del frío. La reina seguía decaída y cansada y hablaba en voz baja con Valeria. Un resto de estiércol humeaba tristemente en el hogar.
—Trae leña, mujer —ordenó Lessay a la campesina—. Y en cantidad. No hace día para estar sin un buen fuego.
A una señal de cabeza de su madre, los dos muchachos salieron disparados de la casa y regresaron cargados con sendas brazadas de ramas muertas. Debían de haberse pasado meses recogiéndolas laboriosamente del suelo, en previsión de las peores noches del invierno. Lessay les ordenó que las prendieran y estuvieran pendientes de mantener el fuego. La campesina barrió la paja que estaba más cerca de la chimenea, en silencio, y se agachó para encender la lumbre.
Valeria llamó a los dos niños y les puso una moneda de plata en la mano a cada uno. Los críos se las entregaron a su madre, quien se las guardó a toda prisa en un bolsillo del delantal y les ordenó que le dieran las gracias a la dama. Tras una breve discusión entre los dos, el menor de los hermanos se acercó a la baronesa, murmuró algo ininteligible y luego corrió a refugiarse tras las faldas de la campesina.
Poco a poco fueron entrando en algo parecido al calor y la conversación fue animándose. Uno de los críos se envalentonó hasta pedirle a Rhetel que le enseñara la espada. El primo de Baradas desenvainó sin hacérselo repetir dos veces y fingió que se abalanzaba sobre él para atacarle. La madre chilló y corrió a cogerlo en brazos, mientras el imprudente se reía divertido de su espanto. Las damas le riñeron y Lessay le echó fuera, a pasar frío, para que dejase de molestar. Pero la reina permanecía callada. No paraba de toser, ya fuera por la paja del suelo, por la cercanía de los animales o por el humo que se escapaba de la chimenea mal construida. Valeria le habló al oído y luego giró la cabeza en su dirección:
—Su Majestad está sofocándose aquí dentro. Quizá le vendría bien salir a respirar unos minutos a pesar del frío —sugirió con voz dulce y razonable.
Lessay comprendió de inmediato. Aquello era más sencillo que intentar buscar un resquicio para hablar a solas en el Louvre. No se lo hizo repetir dos veces y le tendió el brazo a la reina. Las damas hicieron el gesto de ponerse en pie, descorazonadas ante la idea de seguirla al exterior, pero Ana de Austria se volvió hacia ellas con una sonrisa:
—No hay necesidad de que nos congelemos todos. No será más que un momento. Me basta con la compañía de monsieur de Lessay.
—¿Estáis segura, madame? —preguntó la princesa de Conti, dudosa.
Luis XIII había limitado de manera estricta la presencia masculina en los apartamentos de Ana de Austria desde el incidente del jardín de Amiens con Buckingham y no aceptaba que pasara ni un segundo a solas con ningún hombre. La duquesa de Elbeuf dudó también. Pero Valeria se mostraba tranquila y ella era al fin y al cabo la intérprete más rigurosa de las reglas de la decencia. Además era de día, había cuatro guardias en el exterior y no rondaba ningún inglés enamorado a la vista. Y hacía demasiado frío. Las damas se relajaron y decidieron permanecer junto al fuego.
La reina se calzó unos zuecos que le ofreció la campesina y salieron al exterior. Había dejado de nevar y todo estaba cubierto de un blanco silencioso. Uno de los perros, que les había seguido, se acercó a saludar a los guardias que vigilaban junto al carruaje. Ana de Austria respiró hondo, aunque el aire era tan gélido que se clavaba como puntas de cristal en los pulmones. Su mano enguantada temblaba sobre su brazo, pero cuando se giró para interrogarle, su voz tenía el tono almidonado que había aprendido a interponer entre ella y el resto del mundo en los salones del Alcázar de Madrid:
—¿Hace cuánto tiempo que estáis a mi servicio, Lessay?
—Cinco años, madame.
—Nunca he puesto en duda vuestra lealtad. Y doy por sentado que vos no dudáis de mi amistad tampoco. No os considero culpable de las indiscreciones de monsieur de Serres, aunque esté a vuestro servicio. —Hizo una pausa cargada de intención—. Ni aunque esas indiscreciones hayan puesto mi honra en vuestras manos.
Estaban parados frente a la casa, a la vista de los guardias.
—¿Le agradaría a vuestra majestad pasear un poco?
Echaron a andar hacia el techado bajo el que los campesinos guardaban el arado, un carretón viejo y diversas herramientas de labor, cubiertas por una lona. Junto al cobertizo había una pajarera con media docena de tórtolas, protegida de la intemperie por un tejadillo de madera. La reina avanzaba torpemente, calzada con los zuecos, y el borde de terciopelo de sus faldas plateadas arrastraba embarrado sobre la nieve.
En cuanto estuvieron fuera de la vista de los soldados, Lessay extrajo del interior de su jubón un paquete delgado envuelto en un pañuelo de hilo blanco.
—Ayer por la tarde estuve en las dominicas de Argenteuil. Creí que madame de Chevreuse nos acompañaría esta mañana y pensaba entregárselas a ella para que os las hiciera llegar de manera discreta.
Ana de Austria abrió la boca, sorprendida, y tendió una mano para recoger las cartas. Pero ni desenvolvió el paquete ni las escondió. Se quedó inmóvil, con el brazo lánguido y, de pronto, rompió a llorar.
Lessay no sabía si las lágrimas eran de alivio, de inquietud o de vergüenza, pero sintió compasión. Al fin y al cabo, la pobre no era más que una inocente enamorada de un espejismo. Resultaba casi cruel dejar que se angustiara de aquel modo por un peligro que no existía. Pero era mejor para todos que siguiera pensando que las cartas que había interceptado Valeria las tenía el cardenal.
Si no fuera quien era la habría abrazado para consolarla. Pero ya era bastante atrevido tomarla de la mano:
—No os angustiéis, madame. No sabemos con certeza quién le robó las cartas a Serres. Si las tuviera el rey, ya lo sabríais. Y si ha sido el cardenal, ¿por qué iba a querer enemistaros con Su Majestad? Seguramente os las devuelva.
—Dios mío, Dios mío, no sabéis lo que decís… Si alguien hubiera leído… Qué deshonra, Señor. —La reina balbuceaba, desolada, mezclando el español con el francés—. Si al menos supiera quién me ha traicionado. Casi no me quedan amigos cerca, monsieur, el rey se ha encargado de ello. Madame de Chevreuse me aseguró que vuestro gentilhombre era un hombre seguro, pero…
Lessay golpeó las plantas de los pies contra una de las vigas de madera para despertárselos. Ana de Austria estaba tan embebida en su aflicción que parecía que ni siquiera sentía el frío. Pero él tenía aún los dedos congelados del trayecto a caballo, a pesar de las dobles suelas y las gruesas medias de lana. Sacudió la cabeza:
—Puede haber sido cualquiera. Una religiosa del convento, una criada que os escuchara hablar sin que os dierais cuenta, incluso alguien de Inglaterra. Ésa es la razón por la que hay que ser prudente con estos asuntos.
Ana de Austria sorbió como una niña pequeña e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, aceptando la tímida reprimenda:
—Si al menos pudiera hablar con el marqués de Mirabel… ¿Cómo es posible que mi esposo no me permita verme con el embajador de España? Él no me traicionaría y tiene contactos en todas partes, quizá pueda averiguar algo. Madame de Chevreuse me prometió anoche que le contaría lo ocurrido. Esta tarde iba a verle en casa de la marquesa de Rambouillet. Por eso se ha quedado en París.
Lo había susurrado a toda prisa, con los labios ocultos tras una nubecilla de aliento gélido que se quedó flotando un instante ante su rostro antes de desvanecerse. Ana de Austria tenía los ojos algo caídos, como los de un perro de caza, y el enrojecimiento de las lágrimas no los embellecía. Sus labios gruesos vibraban, tristes, y unos mechones de color rubio oscuro se le escapaban bajo la capucha del abrigo. No era ni mucho menos la belleza que los aduladores pretendían, pero nada justificaba la renuencia de Luis XIII a visitar su dormitorio. Un marido de verdad era todo lo que aquella mujer necesitaba para curarse de las veleidades inglesas.
—Guardad esto, que nadie lo vea —le dijo, apretándole el puño en el que sostenía las cartas. Se habían dicho todo lo que tenían que decirse y era inconveniente permanecer tanto tiempo a solas y lejos de la vista de los demás. Pero no podían regresar a la casa hasta que ella recobrara la serenidad.
Se alejaron unos pasos y rodearon el cobertizo. Era la última hora de luz del día y las sombras alargadas teñían de azul metálico la nieve del suelo. La reina se sentó sobre una caja de madera, bajo la techumbre:
—Dadme unos minutos para reponerme.
Lessay se apartó para dejarla intimidad y asomarse a comprobar si los guardias seguían en su puesto. Quería que le vieran deambular para que no concibieran ideas raras. Sólo faltaba que llegaran rumores al Louvre de que había permanecido escondido con la reina detrás de unas lonas, a solas, y lejos de la vista de todos.
Pero le tentaba una idea… Quizá fuera un tanto imprudente pero no iba a volver tener una oportunidad así.
Valeria decía que era Ana de Austria quien le había hablado de la atadura que Leonora Galigai había practicado en las agujetas de los calzones del rey. Y aseguraba que Luis XIII creía en el conjuro a pies juntillas.
A él le parecía todo un absurdo, pero si hubiera forma de comprobar la verdad de la historia con la reina… Eso sí, no podía decirle que Valeria se lo había contado. Ana de Austria se había confiado a ella en el mayor secreto.
De repente se le ocurrió una idea. Regresó junto a la reina y puso una rodilla en el suelo helado. Ana de Austria retrocedió, intimidada:
—Madame, os ruego que me disculpéis si me consideráis indiscreto, pero creo que os estaría traicionando si me callara. Os juro que no he hablado con nadie de lo que voy a deciros y que seguiré sin hacerlo. Pero vos también habéis de prometerme que no contaréis lo que os voy a revelar.
—Me estáis asustando, Lessay.
—No hay motivo alguno, madame. Sólo es algo que creo que debéis conocer, pero el rey no puede saber que os lo he contado.
—Virgen santa, os prometo guardar el secreto, hablad de una vez.
—Es sobre lo que ocurrió en Ansacq hace cosa de mes y medio. Ya sé que conocéis la historia que ha corrido por París. —Bajó la voz, confidencial—. Pero lo que quizá no sabéis, a pesar de que os concierne, es que fue Su Majestad el rey quien ordenó detener a mademoiselle de Campremy y a su ama.
Aquello se lo acababa de inventar. Lo único que sabía con certeza era que al magistrado de París lo había enviado a Ansacq Richelieu. Pero era plausible. A partir de ahí, la mentira brotó prácticamente sola, quizá por lo verosímil que era. Le contó a la reina que el ama de Madeleine le había revelado en la prisión que practicaba la brujería, que había vivido en la Corte y que había conocido a Leonora Galigai. Y que lo único que le interesaba al magistrado que la interrogaba día y noche era averiguar el paradero de un cordón de los calzones de Luis XIII que la Enana Negra le había robado, condenándole a la esterilidad.
—¿Por qué me contáis eso? —preguntó la reina con recelo.
—Madame, los jueces, por lo que yo sé, no encontraron nada. Pero si Su Majestad ha cedido de tal modo a las supersticiones como para intervenir en un proceso de brujería, si piensa de verdad que está maldito y no puede engendrar hijos… Tal vez ésa sea la razón por la que hace tanto tiempo que no… —Se interrumpió, sorprendido al descubrir que le cohibía de verdad explicar aquello con más detalle y esperando que la reina atara cabos por sí sola—. Creí que debíais saberlo.
Ana de Austria le escuchaba, lívida y sin fuerzas. Parecía una muñeca de serrín:
—Si el rey se enterara de que sabéis eso… —dijo por fin—. Todas las noches rezo para que el Señor le libere de su locura. Pero ni siquiera me he atrevido a contárselo a mi confesor. Y ahora me decís que ha ordenado torturar a inocentes sólo para… que una chiquilla ha estado a punto de morir en la hoguera por culpa de su superstición… Virgen santa.
Se mordió los labios, calculando hasta dónde podía insistir. A él le daba igual que todo fuera una superstición grotesca o que la trencilla de seda verde que guardaba en su casa sirviese para invocar a Satanás en persona. Lo que quería averiguar era si Luis XIII creía de verdad en su poder. Eso era lo que la hacía valiosa.
La reina había bajado todas las defensas, pero en cualquier momento podía recordar que era una altiva infanta dejando que un hombre indagara en su intimidad. Tenía que ir al grano:
—Madame, vuestra majestad no tiene nada que reprocharse. Ni en este asunto, ni en el del duque de Buckingham. No es ningún crimen que una mujer hermosa acepte el homenaje de un gentilhombre, ya sea francés o extranjero. —La miró cuidadosamente—. Si además la superstición ha llevado a vuestro esposo a abandonaros y a olvidarse de vos…
Ana de Austria seguía vencida, con la cabeza baja y las manos sobre el regazo, sumida en su papel de víctima:
—El rey vino una noche a mis habitaciones, a principios del verano. Era la primera vez en muchos meses… —Tenía un hilo de voz gastado y monocorde, como si no se diera cuenta de que estaba hablando en voz alta—. Estaba sudoroso y tenía el pelo revuelto. Le había despertado una pesadilla. Entró en mi lecho y comenzó a… Pero de repente no pudo, o no quiso… No sé… Se levantó enfurecido, con la mirada extraviada. Me miraba con odio. Me dijo que nunca había dejado de soñar con la mujer que mandó a la hoguera. Pero que últimamente no le dejaba ni conciliar el sueño. Que Dios no le había perdonado. Y que no pensaba volver a yacer conmigo nunca más. Que era inútil porque el cielo no quería que tuviera hijos.
Así que Valeria no había mentido. El rey creía en la maldición de verdad. Condenada hechicera italiana, pensó, admirado. Había algo antinatural en la rapidez con la que se había ganado la confianza de Ana de Austria para que le contara algo tan humillante.
—¿Os dijo por qué pensaba eso? —preguntó, con la voz más suave de que era capaz.
Ana de Austria suspiró. Parecía imposible que pudiera desinflarse más:
—Dice que está embrujado, Dios me perdone. Que Leonora Galigai le robó las agujetas de unos calzones… tal y como habéis dicho vos antes… Que está maldito… Y se hace llamar el rey Muy Cristiano…
Las últimas palabras las pronunció de modo apenas inteligible y dejó caer la cabeza sobre su hombro, exhausta y desalentada. Lessay la sostuvo y la dejó reposar unos instantes, pero enseguida susurró:
—Deberíamos regresar, madame.
La reina parpadeó, confusa, y se puso en pie. Lessay le ofreció el brazo. Sólo se escuchaba su respiración en medio del silencio de la nevada. De pronto, las aves del palomar aletearon frenéticas, como si algo las hubiera sorprendido.
Entonces le vio. De pie junto a la pajarera, con sus ropas chillonas y sus tirabuzones de pelo naranja sobre los hombros. El joven Rhetel les aguardaba en una exagerada actitud marcial, con las mandíbulas rígidas y el cuello muy estirado. Daba la impresión de que se había enderezado de golpe.
—Madame… —Un gallo destemplado le quebró la voz y agachó la cabeza, como si quisiera esconderla debajo del ala—. Disculpadme, estaba dando un paseo. No esperaba encontrarme aquí con vuestra majestad.
A Lessay tantas explicaciones, ofrecidas sin que nadie le preguntara nada, le dieron mala espina. Lanzó una ojeada fulminante a los pies del mozo. Estaba plantado en medio del surco de pisadas que habían dejado la reina y él hacía un rato, como si se hubiera preocupado por seguirlas con esmero para no dejar huellas. Y bajo el techado del cobertizo, tras las lonas, había hueco de sobra para que un hombre permaneciera oculto. Podía haber visto a la reina recostada en su hombro y buscando consuelo del abandono de su marido mientras él la rodeaba con el brazo. Estaba seguro de que los pájaros se habían asustado porque se había incorporado de un salto.
Levantó la vista, sus ojos se cruzaron con los de Rhetel y al mozo se le puso la cara del mismo color que el pelo.
No se equivocaba. Los había visto.
Y si había interpretado lo que no era, les podía buscar la ruina a ambos. Al menos, Ana de Austria había recobrado el dominio sobre sí misma y no dio muestra alguna de inquietud. Miraba al joven gentilhombre, impasible, ya fuera por la fuerza de su crianza castellana o porque no se había dado cuenta de nada.
Regresaron a la casa y los jinetes de Saint-Cloud no tardaron mucho en llegar. Media docena de hombres con caballos de repuesto y antorchas para alumbrar el camino. La noche había caído y la cabalgada hasta París tendría que continuar en penumbra.
Lessay situó su caballo junto al de la reina, sin despegar los ojos de Rhetel, que había arrimado su yegua torda a la montura de la princesa de Conti y hablaba sin parar, gesticulando y puntuando su charla con carcajadas estruendosas. No sabía qué pensar. El mozo era poco más que un adolescente desmañado. Pero era Luis XIII quien le había introducido en el séquito de la reina. Y el cuidado que había puesto para acercarse a ellos con sigilo y pisando sus huellas para no dejar rastro lo decía casi todo. Igual que su mentira aturullada.
No había forma de que el rey no se enterase de que había estado paseando a solas con la reina. Eso estaba claro. Si no lo soltaba uno de los guardias se le escaparía a la princesa de Conti o a la duquesa de Elbeuf. Pero la sangre no iba a llegar al río por esa nimiedad. Estaba dispuesto a dejar que Luis XIII le abroncara cuanto quisiera y a pedirle todas las disculpas que hicieran falta. En cambio si Rhetel hablaba y contaba lo que había visto…
Intentó confortarse pensando que al menos ahora sabía con certeza que el rey había perdido la cabeza con las supersticiones. La insistencia de Valeria para que le entregara el cordón cobraba un nuevo sentido. Si se lo devolvían y Luis XIII se sugestionaba de tal modo que regresaba al dormitorio de su esposa, quizá por fin la dejara embarazada.
Y si Ana de Austria alumbraba un hijo varón, cuando Luis XIII dejara el trono libre incluso Gastón era prescindible. Sería la española, que confiaba en él y le apreciaba, quien regiría la nación, agradecida por sus servicios. No cabía mejor perspectiva.
Sí. Le daría el cordón a Valeria para que deshiciera la atadura, ya que tenía ese absurdo empeño, y luego entre los dos podían buscar la forma de ofrecérselo discretamente al rey.
Por supuesto, cabía la posibilidad de que ni aun así dejara Luis XIII preñada a la reina. Pero al menos, si hacían las cosas bien, podía asegurarse un generoso beneficio sólo por haberle devuelto al soberano la posibilidad de engendrar un heredero.
Llegaron al Louvre exhaustos y ya era noche cerrada.
Lessay acompañó a la reina a sus apartamentos y al cabo de un momento se dio cuenta, inquieto, de que había perdido de vista a Rhetel. Sintió una punzada de aprensión, pero intentó decirse que era ridículo. No podía tener al mozo bajo su vista permanentemente. Si había visto algo o no, la suerte estaba echada. Ana de Austria parecía tranquila. O no se había dado cuenta de que su gentilhombre les había estado espiando y podía denunciarles al rey, o era una inconsciente.
Pero no quería alarmarla sin necesidad. Se despidió de ella en cuanto pudo y bajó por la escalerilla privada hasta el patio, intentando convencerse de que el zagal no era ningún espía y no había motivo de preocupación. Y entonces le vio. Estaba apostado en uno de los últimos escalones, relatándole a alguien los sucesos del día, chillón y enfático:
—¡El ciervo más impresionante que he visto en mi vida! —Abrió los brazos todo lo que pudo para ilustrar el tamaño de las cuernas—. ¡Y casi salta por encima de las lonas! No se lo esperaba nadie. Ni los monteros más viejos. ¡Ha estado a punto de destriparme la yegua un jabalí al intentar cortarle el paso! ¡Le pasamos por encima por un pelo!
Saltó los cuatro peldaños que le separaban del suelo, ilustrando el brinco que había dado con su montura, y aterrizó con un ademán teatral.
Lessay se le quedó mirando. Era intolerable que ese lelo le tuviera en vilo, pendiente de lo que había visto o dejado de ver y qué historia decidía contar. Parecía aún más joven de lo que era, con esas piernas y esos brazos tan largos y esa espalda encorvada. Y daba la impresión de que apenas tenía músculos.
Se decidió de inmediato.
Bajó los últimos escalones y al llegar a su altura lo apartó de un empellón:
—¿No tenéis otro sitio donde pararos a contar sandeces? Aquí estáis molestando.
Rhetel tardó un momento en reaccionar, sorprendido por su brusquedad. Pero era orgulloso. Enderezó su cuerpo desgarbado y respondió a la provocación:
—Y vos, monsieur, podríais pedir paso de mejores modos. Aunque hayamos pasado el día entre animales de granja no tenéis que comportaros como uno de ellos.
Los dos espectadores intercambiaron un murmullo preocupado. Lessay sonrió. Pobre necio. Le agarró del brazo y se lo llevó aparte:
—Me encantaría discutir con vos sobre modales, monsieur, pero aquí hay demasiado público. Supongo que no tendréis inconveniente en acompañarme a dar un paseo.
Rhetel tardó un par de segundos en contestar:
—¿Ahora?
—Ahora.
—¿Los dos solos?
Lessay se encogió de hombros e hizo un gesto de cabeza en dirección a los dos hombres que les observaban a cierta distancia. Uno de ellos era el conde de Chalais, un viejo conocido. El otro, un mosquetero cuyo nombre no recordaba.
—Podéis preguntarles a esos señores si quieren acompañarnos, si lo preferís. —El mozo le miró fijamente, con los ojos muy abiertos. Al parecer, no había previsto que la cosa fuera tan lejos. Lessay temió que fuera a disculparse—. A no ser que la única arma que estéis acostumbrado a empuñar vos también sea la que menea vuestro pariente Baradas en el interior de los calzones del rey todas las noches.
Rhetel tragó saliva ostensiblemente. Ya era suyo. Nadie podía ignorar un insulto así.
Sin mediar palabra, el mozo se le arrojó encima, enrabietado y dispuesto a resolverlo todo a golpadas en el mismo patio del Louvre. Pero los otros dos hombres no les habían quitado ojo de encima y corrieron a detenerle.
Abandonaron el palacio los cuatro juntos y caminaron en silencio por el muelle. El Sena bajaba negro a su izquierda. A la derecha quedaba la reja nevada de las Tullerías. Detrás de ellos avanzaban dos criados con sendas antorchas. En una noche tan fría como aquélla no había ni un alma a la vista. No merecía la pena alejarse más.
Se despojó de casaca y jubón. Nada que protegiera el cuerpo ni pudiera desviar la punta de la espada. Rhetel se sintió obligado a hacer lo mismo y arrojó la ropa al suelo, encorajado, y desenvainó la ropera con un gesto violento. Sus segundos también habían echado mano a dagas y roperas y se medían a cierta distancia, calmosamente.
Lessay abrió levemente su guardia y dejó que Rhetel atacara primero. Tal y como había anticipado, el pobre apenas sabía moverse y estaba tan fuera de sí que los nervios le hacían todavía más impreciso. Paró el embate sin problemas y siguió dejando que le acometiera, ocupándose sólo de mantener la distancia.
No tenía sentido prolongar aquello… Casi con pesadumbre, volvió a abrir la guardia, de manera más clara esta vez, y el mozo cayó en la trampa y se lanzó a fondo. Lessay le estaba esperando. Se puso fuera de su alcance con un paso breve y antes de que Rhetel pudiera recuperar la posición le lanzó una estocada imparable al estómago.
Casi al mismo tiempo Chalais alcanzaba al mosquetero en el antebrazo haciéndole saltar la espada.
Rhetel cayó de rodillas, mirándole como si no comprendiera lo que acababa de ocurrir. Con las dos manos se sujetaba las tripas, de las que brotaba un líquido negro y espeso.
Lessay apretó el puño de la espada y, de una segunda estocada, le hizo cerrar los ojos.