–Decidme: ¿Cómo habéis podido meteros en semejante embrollo y pensar que no me iba a enterar?
Bernard callaba, avergonzado, mientras el conde paseaba de arriba abajo, sin dominar el enojo.
Se había temido lo que le esperaba desde el momento en que el criado había subido a sacarle de la cama y conducirlo a los apartamentos de Lessay. Él había intentado resistirse, gruñéndole que estaba enfermo y no podía levantarse. Después de la pelea con Marie el día anterior, no tenía ganas de nada. Hasta se había hecho el dormido cuando Charles había ido a verle por la noche, y llevaba desde entonces remoloneando entre las sábanas.
Nada que hacer. El lacayo se había mostrado implacable y le había obligado a seguirle hasta los apartamentos del conde, que le había tenido esperando en un rincón mientras terminaban de afeitarle.
En cuanto había despedido al barbero había comenzado el rapapolvo. Bernard no tenía ni idea de cómo había ocurrido, lo único que estaba claro era que Lessay se había enterado de sus andanzas entre Argenteuil y París de alguna manera. Y llevaba ya un buen rato recriminándole su conducta y sus mentiras. Le consideraba un desagradecido que había traicionado su confianza y un imbécil. Y no le faltaba razón.
Echó una mirada de reojo a la cama deshecha, con su baldaquín labrado y su cobertor rojo oscuro. Se veía de lo más mullida. Con el dolor de cabeza que tenía no le hubiera importado seguir escuchando la filípica allí tumbado. Hundió los hombros:
—Lo siento. —Era la tercera vez que repetía aquellas dos palabras, pero no sabía qué más decir sin acusar a Marie y no le gustaba escudarse en los demás cuando la falta era suya. La duquesa le había enredado, era verdad, pero el borrico era él y nadie más que él.
Lessay apoyó la mano en la repisa de la chimenea de mármol y se miró las uñas. Tenía ojeras y aspecto de no haber dormido demasiado él tampoco:
—Mirad que os tengo dicho que hay que separar la política de los lances de amor. Pero vos decidisteis que no valía la pena hacerme caso.
Bernard quiso defenderse:
—No es que decidiera nada. Yo… —Cómo explicarle que cuando ella le tocaba, suelo y cielo se fundían y él se entontecía de tal modo que hasta el seso parecía empantanársele. Su estómago rugió indignado de que le tuviera tanto tiempo sin desayunar y se llevó las manos a la barriga tratando de ahogar el inoportuno ruido.
A pesar de su torpeza para explicarse, algo debió de entender el conde de todas formas, porque su ceño se ablandó:
—Ya sé que madame de Chevreuse anda metida de por medio, no necesito que me contéis nada. —Apretó los labios de nuevo—. Pero eso no quita que lo que habéis hecho es imperdonable. Y encima os lleváis un amigo, como si fuera una romería.
Lessay seguía teniendo razón. Bernard empezaba a imaginarse cómo se había enterado. Aquello olía a venganza. No le extrañaría nada que Marie hubiera ido corriendo a contárselo todo para ponerle a él en un brete. Maldita fuera.
—Mi amigo no sabe nada, no le di explicaciones. —Iba a decir otra vez que lo sentía, pero hizo un esfuerzo por justificarse mejor—. No imaginaba que fuese nada grave. Eran sólo cartas de amor, pensé que no tenían nada que ver con nada.
—¡Pues a ver si vais aprendiendo que todo tiene que ver con todo! —replicó el conde. Resopló, como si intentar aleccionarle fuera un esfuerzo sobrehumano—. ¿No se os ha ocurrido que en esas cartas podía haber información que pusiera en peligro a otros?
Claro que se le había ocurrido. No paraba de pensar en Ana de Austria, que estaría tan tranquila en el Louvre sin saber que su correspondencia no iba camino de Inglaterra, sino que andaba dando vueltas por la Corte a saber en qué manos.
No podía seguir callado con la esperanza de capear el temporal. Aquello era serio. Tenía que dar el aviso. Y no había manera fácil de hacerlo, así que tomó carrerilla y lo soltó de golpe:
—Es peor de lo que pensáis. Las dos últimas cartas que llevé me las robaron en el camino… —Pero el conde no decía nada. Nervioso, se sorprendió añadiendo explicaciones que nadie le había pedido—: Seguramente fueron hombres del cardenal. Quizá vos podáis hacer algo para evitar el daño…
Ya estaba dicho. Pero, para su sorpresa, Lessay apenas reaccionó. Sólo le interpeló, suspicaz:
—¿Richelieu? ¿Por qué pensáis eso?
Ni idea. No sabía por qué había tenido que decirlo. ¿No podía haber dejado que se le ocurriera a Lessay solo? Ahora iba a meter en un lío a Charles de la forma más tonta.
—No sé, a lo mejor no fue él, pero como decís que tiene espías en todas partes… —respondió, inquieto—. Quienes fueran los que me asaltaron no se llevaron ni dinero, ni ropa, ni el caballo; era gente que sabía lo que buscaba.
Rezó para que Lessay no le mirara a la cara y se diera cuenta de su duplicidad.
A Dios gracias, le dio por volver a echarse a pasear de un lado a otro:
—¿Y no habíais pensado decírselo a nadie? —Se acercó a él y bajó el tono de voz—. Estuvisteis en Chantilly conmigo y no os tengo por tonto. ¿No se os ocurre que cualquier comunicación con Inglaterra puede ser comprometedora para… mucha gente?
Bernard cambió el peso de un pie al otro. Cuando la cabeza dejaba de molestarle empezaba a dolerle la cadera. No lo recordaba, pero debía de haberse llevado un buen golpe peleando con Charles en la posada:
—No sé. Aún no se me había ocurrido qué hacer —respondió, mohíno.
Lessay bufó y levantó la vista al techo como si el Altísimo le fuese a dar instrucciones a través del artesonado:
—Está bien. La deuda que tengo con vos es grande. Y sé que no actuáis con malicia. —Aún tenía la expresión empañada por un velo de cautela—. Espero que me demostréis que no me equivoco.
Bernard dio un suspiro de alivio; no iba a echarle de su casa:
—No os decepcionaré.
Lessay le despidió con un gesto de cabeza y Bernard se dirigía ya hacia la salida, renqueante, cuando oyó de nuevo la voz del conde:
—Esperad, ya que estáis aquí. Necesito que vayáis a entregarle este mensaje en mano a una dama y me traigáis la respuesta. —Lessay garabateó unas frases en un papel y lo lacró.
—¿Quién es la dama?
—La baronesa de Cellai.
Sangre de Cristo. Tentado estuvo de no coger el papel, pero acabó por guardárselo con no poco recelo. Por nada del mundo quería verse a solas con aquella mujer y estaba seguro de que el conde lo sabía. Además, no podía ir a su casa. No hacía ni dos meses que había estado allí haciendo preguntas con un nombre falso. Los criados iban a reconocerle.
Se miraron un momento en silencio. Lessay se abrochó el jubón, con cierta impaciencia, y él se preguntó una vez más si estaría hechizado por la italiana o no. Se forzó a atajar sus pensamientos. Así habían empezado todos sus problemas, por querer saber más de lo que le correspondía. Inclinó la testa en un gesto sumiso haciendo propósito de no cavilar más: desayunaría algo rápido, iría a entregar el mensaje con una reverencia, y a casa. A partir de ahora, ni pensar, ni hablar.
En cuanto se subió al caballo, su cuerpo quebrantado protestó. Era la primera vez que se encaramaba a su montura desde la cabalgada hacia Argenteuil. Pensar en ello le llenó la cabeza de Marie sin poder evitarlo. Su risa, su mohín coqueto y su cuerpo blanco y voluptuoso; nunca iba a dejarle tentarla de nuevo, ni siquiera iba a volver a mirarle con agrado. Las magulladuras que se había ganado le recordaban a las claras que ahora eran enemigos.
Hizo el camino hasta la puerta de Nesle en una suerte de trance, sin hacer ni caso a la muchedumbre excitada que había reunida al pie del agua; seguramente había aparecido un ahogado. Se acarició con cuidado la venda de la cabeza y se agarró al borrén de la silla. No recordaba haberse sentido nunca tan abatido.
Perturbada por un golpe de viento, la humedad del viejo foso envolvió su cuerpo como un sudario y le hizo estremecerse. De mala gana, enfiló la calle de Seine y llegó hasta el pequeño hôtel que ya conocía. No había vuelta atrás.
El mismo italiano narigudo de la otra vez holgazaneaba en el patio. Lo que le faltaba. Ahora sí que no había forma de evitar que la baronesa se enterara de que había intentado colarse con engaños en su casa cuando estaba enferma.
El fulano le saludó con una risita burlona pero él no prestó atención, decidido a llevar a cabo su misión sin distraerse. Frustrado, el italiano dio un silbido:
—Vaya, vaya, otra vez por aquí. Qué buen palo os han dado en la cocorota. —Señaló la venda que llevaba en la cabeza—. Fuerte tuvo que ser la mano.
Bernard ignoró la guasa. Le dijo quién era y a qué había venido y el otro le indicó que le acompañara, sin más choteos. Atravesaron un vestíbulo de modestas dimensiones y subieron una planta hasta llegar a una pequeña antecámara. De las paredes colgaban dos viejos tapices de batallas y no había más muebles que un baúl de madera. Allí le tocaba esperar.
Se sentó encima del cofre a reposar su molido cuerpo, en medio de un silencio conventual. En el rato largo que transcurrió no se asomó ni un alma a curiosear ni oyó una sola voz hasta que no volvió el escudero:
—La signora os va a recibir —dijo, sujetando el batiente de la puerta. Bernard se descubrió y cruzó la antecámara en dos zancadas para disimular su nerviosismo, sin ocuparse del tipo, que cerró tras él cuidadosamente.
La italiana estaba de pie en medio de la estancia, junto a una mesita circular sobre la que había una bandeja llena de una masa blanca y esponjosa. El negro brillante de su pelo y de su vestido le hicieron pensar en un cuervo. Un inquietante cuervo con un rostro hermoso y unas manos blanquísimas, alzadas en una pose de bailarina, que sujetaban un péndulo brillante, mientras una criada menuda le alargaba un pedazo de lo que fuera que hubiese en la bandeja. La luz encapotada que entraba por las ventanas le daba a la escena un aire irreal.
Santa María le asistiese si aquello no era brujería. Apretó el sombrero entre las manos para resistir la tentación de santiguarse y el espejo que colgaba frente a él le devolvió el reflejo borroso de su propia cara de pasmarote. Disimuladamente, dio un paso atrás y tocó la madera del marco de la puerta en una plegaria silenciosa. La criada, que había terminado de asistir a su señora, pasó casi rozándole, le miró con una expresión burlona y abandonó la habitación.
Se habían quedado solos.
—Acercaos, que no muerdo. —La italiana bajó los brazos, sin soltar el péndulo, y le hizo un gesto invitador con la mano.
Bernard avanzó a pasos cortos. Al llegarse junto a ella se dio cuenta de que lo que había en la bandeja eran puñados de lana bruta. Y lo que colgaba entre sus dedos, un huso viejo y desgastado como los que usaban las campesinas pobres para hilar. La tortera de contrapeso estaba hecha de un material anaranjado y reluciente como una piedra preciosa. Así que la gran señora se entretenía con humildes labores domésticas. Hizo una inclinación breve y masculló:
—Os traigo una carta de monsieur de Lessay.
La baronesa sonrió, hizo rodar la vara puntiaguda del huso sobre su cadera y volvió a dejarla colgar. La madera empezó a girar vigorosamente mientras ella estiraba la nueva hebra de lana con la otra mano en alto.
Estiraba las hebras con maestría, sin romperlas. Poco a poco el copo de lana se fue consumiendo y convirtiéndose en hilo. La italiana lo enrolló al palo de madera y le indicó la mesa circular con la barbilla:
—Alcanzadme un puñado de lana, por favor.
No se atrevió a negarse. Cogió un copo y se lo entregó, cuidando de no rozar su piel. La dama enarcó las cejas como si se hubiera percatado de sus precauciones, y él echó mano a la faltriquera. Hora de concluir aquel negocio:
—Ésta es la carta. Tengo orden de esperar respuesta.
Los dedos de la baronesa habían comenzado a moverse de nuevo, haciendo girar el huso.
—Ponedla encima de la mesa. —Levantó la vista—. ¿Por qué me miráis con esa expresión de extrañeza?
Bernard se encogió de hombros y dijo, con brusquedad:
—En casa de mi madre hay una rueca. —Señaló el huso con desconfianza—. Eso sólo lo usan las mujeres pobres.
—Este huso es una de mis posesiones más preciadas. Es muy antiguo, de un tiempo en que la tortera de ámbar también le servía de collar a las mujeres modestas en las fiestas de guardar. —Su mirada se perdió en el azogue del espejo, soñadora—. Y es superior a la rueca. Hila más fino.
La italiana enrolló en la vara la hebra recién hilada y le alargó el huso para que se lo sujetara. Sorprendido, Bernard no tuvo más remedio que agarrarlo. Lo sopesó, curioso: era macizo, pero no pesaba mucho. Ella abrió el mensaje de Lessay y lo leyó, tan desprovista de expresión como una estatua. Cuando acabó depositó el papel en la mesa y le quitó el huso de entre las manos, con delicadeza.
Callaron un buen rato: ella, concentrada en su labor, como si estuviera sola, y él con las canillas doloridas de lo tieso que estaba. No sabía a dónde mirar. Los movimientos pausados y sensuales de la dama le tenían de lo más inquieto. Era imposible no imaginarse lo que habría debajo de las faldas negras. Y sabido era que la lascivia era el arma favorita de las brujas para encadenar a los incautos.
—¿Hay respuesta? —Se atrevió a preguntar por fin.
—Estoy pensando. Mientras tanto podéis irme pasando la lana. Con el ruido del huso se discurre mejor.
Bernard aguzó el oído hasta identificar un zumbido apenas perceptible; allá ella con sus manías. Al menos no parecía tener ganas de convertirle en sapo. Escuchó un tintineo de campanillas, pero en la habitación no había nada que pudiera haberlo causado. De pronto el zumbido del huso se detuvo. La baronesa había terminado de hilar el copo y le miraba, esperando otro:
—Perdón —farfulló, y le alargó un puñado más.
Ella lo enganchó, deslizó el huso por su cadera para imprimirle velocidad y murmuró sin mirarle:
—¿Por qué vinisteis a preguntar por maître Thomas hace un par de meses bajo un nombre falso?
Ventre Diu, justo cuando empezaba a creer que iba a irse de rositas. Seguro que el italiano chulesco había hablado de más. Estuvo tentado de decir que seguía órdenes de Lessay, pero si el conde llegaba a enterarse no habría quien le salvara. No tenía más remedio que apechugar y decir parte de la verdad:
—No lo sé, él hablaba de vos constantemente. Supongo que quise averiguar qué había de cierto en lo que decía.
Charles estaría orgulloso de lo sutil que se estaba volviendo. A la fuerza ahorcaban. Aunque no estaba acostumbrado a medir sus palabras y en cualquier momento podía meter la pata. Esperaba que la italiana le despidiera cuanto antes.
La hebra se estiró hasta lo inverosímil en manos de la baronesa y Bernard volvió a oír las campanillas misteriosas. Ella deslizó el palo por su cadera con un ademán casi lascivo y pestañeó, complacida:
—¿Y qué decía de mí?
Bernard tragó saliva al recordar el rostro congestionado por el miedo del hombrecillo. ¿Qué quería que respondiera? ¿Que maître Thomas decía que había hechizado a su marido colocándole un conjuro bajo la almohada y que luego le había envenenado?
—Que no erais trigo limpio.
Aquello podía significar cualquier cosa. Sin embargo, le pareció que la figura sinuosa de la baronesa se había puesto rígida:
—Así que hablasteis con él cuando estaba escondido en el hôtel de monsieur de Lessay.
Bernard empezó a sudar. Sólo el conde, un viejo criado y él mismo sabían que maître Thomas había estado oculto en la casa. Giró la cara hacia la ventana rezando por que la italiana no le obligase a responder. Otra vez escuchó el tintineo, ahora más cercano, por encima de su cabeza. Venía del exterior. Pegó la vista al cristal y vio que del alero del tejado colgaba una serpiente de metal del tamaño de un brazo que sujetaba tres campanitas labradas.
La voz oscura de la italiana se impuso al leve bamboleo metálico:
—Los antiguos lo llamaban tintinnabulum. Ahuyenta a los malos espíritus.
Bernard se giró hacia ella, con un nudo en la garganta. La baronesa tenía la mano extendida en el mismo gesto que la noche que había apaciguado a los perros en el Louvre. Quizá esperaba que él también se arrojara a sus pies. No le faltaba mucho para hacerlo. Entonces comprendió que quería otro copo de lana y se apresuró a entregárselo:
—Los malos espíritus —repitió con voz débil.
La baronesa comenzó a hilar de nuevo, pero enseguida cambió de opinión y dejó caer los brazos:
—Enemigo —dijo, con voz grave.
—¿Cómo? —Si eso era el comienzo de un sortilegio, estaba perdido.
Ella retomó el hilado:
—Es la respuesta al mensaje de monsieur de Lessay: «Enemigo». —La italiana sonrió, dejándole que viera el brillo de sus dientes blancos y regulares, y arqueó las cejas fijando en él sus ojos hechiceros—. Podéis retiraros.
Bernard se encasquetó el sombrero lo más rápido que pudo. Esa mujer se creía muy lista pero no se le había escapado el gesto que había hecho con las cejas. Así era como las brujas le echaban el mal de ojo al ganado. Escabulló la mirada del espejo para no leer en su reflejo si había conseguido embrujarle y salió casi corriendo. Cerró la puerta tras de sí, escupió tres veces apresuradamente, rezó un avemaría pidiendo amparo y se precipitó hacia la calle.
No entendía lo que acababa de ocurrir. No había confesado nada de lo que sabía, pero aun así tenía la sensación de que ella lo había averiguado todo.