24

Lessay se sentó de golpe en la cama, con el pelo pegado a la frente y los sentidos embotados por el ruido ensordecedor de su propio corazón al galope. Acababa de escapar de una pesadilla angustiosa, pero no habría podido decir qué había soñado. No le quedaban más que jirones de recuerdos que se iban disolviendo con rapidez según se espabilaba: una luz espectral, unas tinieblas, el llanto de un niño… Como la última vez. Miró a su alrededor para cerciorarse de que seguía en su casa de Auteuil: la chimenea, el baldaquín dorado de la cama, la mesa de patas labradas, las sillas mullidas, el espejo y los tapices con motivos galantes que cubrían las paredes. Se pasó la mano por el pecho. Se notaba febril y tenía la boca seca igual que si hubiera abusado del vino el día anterior. Sólo que todavía era de noche y apenas había bebido dos copas antes de…

Giró la cabeza, cauteloso, y contempló un instante la forma de la mujer que dormía plácidamente a su lado, cubierta casi por completo por la sábana. Sólo asomaban unos larguísimos mechones negros que yacían como culebras agotadas. Le gustaba taparse la cabeza para dormir, como si no quisiera que nadie pudiera ser testigo de su rostro arrebatado por el sueño. Susurró:

—Valeria.

Las curvas lánguidas de la mujer se rebulleron para cambiar de posición y luego se quedaron inmóviles de nuevo. O dormía o quería hacérselo creer. Tanto daba.

Saltó de la cama y se acercó a la ventana con la intención de abrirla; le apetecía sentir el aire invernal para despejarse. Pero recordó que ella le había pedido que no lo hiciera, como si tuviera miedo de que alguien pudiera flotar desde el jardín hasta el primer piso y verlos juntos allí.

Cruzó la habitación, abrió la puerta y salió desnudo al rellano. Allí sí hacía frío y el aire estaba limpio, libre de los olores del sexo y de los ungüentos que ella había quemado al principio de la noche. Caminó hasta la escalera de madera y escudriñó la oscuridad. Tenía la sensación de haber vivido algo parecido en el sueño. Pero el recuerdo se evaporó nada más pensar en ello.

La casa estaba vacía. La regla principal que regía sus encuentros era que él debía estar solo cuando ella apareciera. Los criados encendían la chimenea y las velas y disponían comida y bebida. Luego se marchaban sin tener idea de con quién iba a encontrarse su señor. Mientras, Valeria salía de su casa, enmascarada y a escondidas, y se acercaba hasta la esquina donde la recogía un cochero, siempre distinto, que la conducía hasta allí. Con tan exagerada cautela no entendía qué riesgo pensaba aún que podían correr.

Le sacudió un escalofrío y regresó al dormitorio, ansioso por volver junto a ella. Por allí habían pasado otras mujeres, pero ninguna le había trastornado tanto.

La primera noche había intentado convencerse de que el apetito desbocado que sentía por la italiana se justificaba por el tiempo que llevaba deseándola y que, después de unos pocos encuentros, se le haría fácil deshacerse de ella. Porque no era prudente seguir enredado con aquella hechicera con más recovecos que el laberinto de Chartres.

Aunque sólo fuera por el respeto que le merecía la memoria de La Roche.

La sábana que la cubría se había deslizado parcialmente. Lessay se quedó mirando sus hombros y su espalda, en la penumbra de las llamas de la chimenea. Se acercó de puntillas y tiró de un extremo de la tela, que se escurrió despacio, revelando las magníficas nalgas entre las que había estado hundido hasta los huevos hacía un momento. Ella no se movió, pero a él el simple recuerdo le erizó la piel y se la puso dura otra vez. Tendió una mano para acariciarla. Pero le sobrevino un mareo brusco y tuvo que dejar el juego.

Se levantó y se acercó al aguamanil para remojarse el rostro. El agua fresca le hizo sentirse mejor pero, por precaución, se quedó inclinado sobre el mueble.

No se había cansado de ella en absoluto. Ignoraba si era la clandestinidad de su relación lo que le excitaba de aquel modo, pero lo cierto era que se pasaba la mitad del día reviviendo en su mente los placeres de sus noches, aun en las situaciones más inapropiadas: una visita a un convento junto a Ana de Austria o un partido de pelota con algún rival recalcitrante. Igual que un recluta bisoño, contaba los días que faltaban entre sus citas y la buscaba y la rehuía en palacio a partes iguales, temiendo que la reina o cualquier otro acabaran por darse cuenta de que se había convertido en una reencarnación de Príapo.

Se secó la cara y se miró en el espejo. Tenía el pelo revuelto, el bigote lacio y empezaba a asomarle la barba. Pero lo más llamativo eran las pupilas. Se le veían enormes, como las de un soldado atenazado por el pavor previo a una batalla. Aunque no eran ni el miedo ni la anticipación lo que las dilataba de aquel modo casi diabólico. Había sido la esencia de beleño negro.

Valeria no se había atrevido a proponerle aquel afrodisíaco hasta su segunda cita y había tenido que porfiar mucho para convencerle de que no se trataba de un truco para envenenarle. Era la misma sustancia que guardaba el anillo que había encontrado en la caja de Anne Bompas, y recordaba lo que la baronesa le había contado sobre la droga, sus advertencias sobre el uso que le daban las brujas y lo peligrosa que podía ser. No se fiaba. Pero finalmente ella se había ofrecido a probarlo antes que él.

Primero había puesto agua a calentar en un pequeño caldero que habían encontrado en la cocina. Cuando había comenzado a hervir, lo había retirado del fuego, había vertido dentro unas gotas de una botella diminuta adornada con un relieve de un arco y una flecha, y se había inclinado sobre el líquido humeante para aspirar el vapor, que tenía un olor intenso y amargo. Le había explicado que el mejor efecto se lograba cubriéndose la cabeza con un paño para evitar que se escapara la esencia del preparado. Tras unos minutos de inhalar de esa guisa, le había cedido el turno.

Lessay se había arrodillado a su vez para respirar los vapores, con la cabeza cubierta, y al principio no había sentido más que náuseas. Aquello hedía como un cadáver putrefacto. Pero al poco había debido acostumbrarse, porque había dejado de parecerle desagradable y se había quedado medio atontado sobre el caldero hasta que ella le había sacudido suavemente por el brazo.

Había levantado la cabeza, apartando el paño, y al mirarla le había dado la impresión de que la rodeaba un aura dorada. Sus labios y sus pechos parecían más llenos que nunca, y él se sentía fuerte y poderoso, como si le hubiera poseído un toro bravo. Ella se había reído con un tintineo tan feliz que le había dejado desconcertado y le había acariciado el rostro, demostrándole que no le había mentido: la droga acentuaba todas las sensaciones de un modo tan placentero que era casi insoportable.

Jamás había disfrutado con esa intensidad y ese ardor. Por momentos había sentido que estaba a punto de salirse de su propia piel.

Una vez serenos, le había preguntado de qué estaba compuesta la receta exactamente, pero ella se había negado a especificar, y le había advertido que no se lo contara a nadie. Si algún incauto intentaba emular la fórmula, era muy fácil que ocurriera un accidente mortal. El beleño negro era un veneno conocido desde la antigüedad, pero había que saber muy bien lo que se estaba haciendo para poder explotar su poder afrodisíaco. Además, en la composición de la pócima entraban otras hierbas igualmente peligrosas. Luego le había dado una charla sobre los vapores de Delphi y los textos de Heródoto a la que no había prestado ninguna atención, atontado como estaba por los restos de droga y el vaivén delicioso de sus pechos cuando movía los brazos para hacer énfasis en algo.

Por muy grave que se pusiera, los peligros del elixir no le preocupaban. Las únicas desventajas que había experimentado eran pasajeras: un pesado aletargamiento posterior y un sueño cargado de visiones, tan turbadoras que más parecían quimeras. Ni siquiera estaba seguro de estar dormido cuando le acometían. Y tampoco recordaba nada concreto al abrir los ojos, aparte de una sensación opresiva de amenaza y peligro. El primer día se había olvidado de todo en el acto; sin embargo, ahora empezaba a sospechar que no se libraría de aquellos sueños mientras siguiera amancebado con ella…

En fin. Sería cuestión de acostumbrarse.

Se estiró las puntas del bigote primero hacia arriba y luego hacia abajo, distraído, reflexionando sobre el asunto, hasta que la risa profunda de Valeria le hizo detenerse, sorprendido. A saber cuánto rato llevaba observándole:

—¿Vais a emular a vuestro amigo Bouteville y dejaros crecer un bigote con vida propia?

Se desperezó con un gesto satisfecho y estiró los brazos hacia el techo sin preocuparse de la sábana, que cayó al suelo.

A Lessay le maravillaba lo tranquila que estaba en su compañía. Incluso era capaz de dormir a pierna suelta, mientras que él no se atrevía a bajar la guardia ni siquiera cuando el sopor le obligaba a cerrar los ojos. La observó, admirativo, dejando que sus ojos remolonearan por donde más les apeteciera y le sonrió:

—Si Bouteville supiera que te has fijado en su bigote, moriría feliz.

Subió a la cama de un salto, le agarró los pechos con ambas manos y la besó en el cuello. Ella rió, pero le apartó con cierta firmeza:

—Me tengo que ir. —Nunca le daba explicaciones concretas, ni él se las pedía—. Pero antes tienes que ver algo importante.

Por debajo del tuteo íntimo asomaba ahora el tono de sabihonda que se le escapaba de cuando en cuando. Lessay sonrió al imaginar lo pasmadas que se quedarían la reina y sus damas si la vieran bajo la influencia del elixir. A él desde luego le gustaba mucho más en su encarnación dionisíaca que en el papel de juiciosa devota. Suspiró y se dejó caer de espaldas sobre el colchón de plumas, con los miembros todavía pesados a causa del beleño negro:

—Si no es una parte de tu cuerpo, no me interesa. —Se apoyó sobre un codo y se agarró con descaro la entrepierna—. Aunque creo que ya lo hemos visto todo…

Ella se había levantado y rebuscaba entre los pliegues de sus ropas, hechas un guiñapo a los pies de la cama. Sacó unos papeles atados con una cinta y le miró con expresión de guasa:

—No todo ha de ser diversión, querido conde. Ha llegado la hora de la penitencia.

¿Papelajos? No ocultó su decepción. Esperaba convencerla para que le concediera un último asalto antes de marcharse, no quería perder el tiempo con lo que fuera aquello. Cogió el paquete y desanudó el lazo con desgana. Dentro había dos cartas con los sellos rotos. Una iba dirigida al duque de Buckingham y la otra al conde de Holland. Reconoció la letra de su prima Marie en la segunda al instante:

—Esto ¿qué cojones es?

Valeria había comenzado a vestirse. Dejó que la tela de su camisa se deslizara sobre la curva de sus caderas y alzó las cejas:

—A la vista está. Dos cartas escritas esta misma semana. Una es de madame de Chevreuse y la otra de la reina.

Lessay respiró hondo y abrió la que estaba destinada a Buckingham.

La había escrito la reina y parecía la respuesta a una carta previa del inglés; a juzgar por lo que Ana de Austria contestaba, Buckingham debía de haberle hecho mil promesas de devoción eterna, entre lágrimas, por lo cruel de su forzosa separación. Ella se mostraba reticente pero halagada, y admitía que no le había olvidado y que le había perdonado el desliz de Amiens.

No se lo podía creer. ¿Acaso no había comprendido que nada bueno podía venir de alargar aquella historia imposible? ¿Y qué hacía Buckingham alentando sus esperanzas? Si el duque porfiaba en aquel galanteo era simplemente por puro amor propio, por poder fanfarronear de haber conquistado a toda una reina. Capaz era de enseñarle sus cartas a medio Londres.

Si aquello caía en manos del rey…

—Esto es un disparate. ¿Cómo…?

La baronesa no le dejó terminar:

—Esperad a leer la otra carta.

Lessay desdobló el segundo pliego. Era otra carta de amor, mucho más apasionada y vehemente. Sus ojos volaban sobre las líneas, más preocupados de acabar cuanto antes que de prestar atención al contenido concreto de las majaderías que Marie le escribía a Holland. Pero sentía un cosquilleo premonitorio en el estómago. Entre las brumas del beleño, recordó la expresión tan evasiva que había adoptado su prima en casa del coronel Ornano, cuando él le había advertido que tuviera cuidado al comunicar con su enamorado inglés. Y en cuanto llegó al último párrafo de la carta, comprendió.

Tuvo que leerlo dos veces para convencerse de que no era una de las ilusiones provocadas por la droga. Con trazo ligero, demasiado ligero, Marie había escrito:

Entonces, ¿no habéis tenido todavía noticias de Lessay? Tendré que hablar con él. Creo que las proposiciones que le hicisteis en Chantilly son de lo más ventajosas. Mi primo desea como el que más deshacerse del tirano con sotana que nos oprime y sabe que no tiene sentido seguir planeando nada sin la ayuda de Inglaterra, aunque está empeñado en conseguir antes el visto bueno de Madrid. Además, me ha asegurado que está haciendo todo lo posible para lograr que el duque de Montmorency se una a nuestra causa.

Por la Virgen, los santos y todas las almas del purgatorio. Aquella carta le incriminaba de una manera que constituía inequívocamente alta traición.

Miró a la italiana con suspicacia, ¿dónde habría conseguido aquellas cartas? Pero ella le daba la espalda, ocupada en ajustarse las medias.

Estrujó el papel entre las manos. Maldita fuera aquella cabeza de chorlito. ¿Cómo se le había ocurrido mencionar su nombre tan alegremente?

Capaz era de creer que le estaba haciendo un favor. Desde su regreso de Londres, estaba empecinada en convencerle para que se subiera el primero al carro de los ingleses y sacara todo el partido posible. Y por lo visto, como él seguía indeciso, había decidido allanarle el camino, quisiera o no. Sin duda pensaba que seguía siendo tan maleable como cuando eran niños y ella lograba persuadirle siempre para emprender los juegos más audaces.

Valeria había acabado de colocarse las faldas y estaba concentrada, haciéndose un moño frente al espejo. A Lessay le pareció que le miraba con cierto regodeo, satisfecha del efecto que habían producido los papeles. Se esforzó por disfrazar su cólera y darle a su voz un tono indiferente:

—¿De dónde habéis sacado esto?

Ella sonrió. Estaba claro que su displicencia no le resultaba convincente. Se acercó a él y le acarició la pierna con un ademán distraído, casi conyugal:

—Hace dos días que las tengo. Mi escudero las interceptó. Se las robó a dos correos que iban camino del convento de las benedictinas de Argenteuil.

Lessay recordó al italiano moreno y callado que solía acompañar a la baronesa.

—¿Cómo sabíais…?

—La reina me lo contó. Traté de hacerle ver que era una insensatez, pero se negó a escucharme. Así que tuve que intervenir para protegerla. —Sus dedos hacían dibujos enrevesados sobre su pierna, desinteresándose de las palabras que le salían de la boca—. No es consciente del riesgo que supone que una correspondencia así circule de mano en mano por media Francia. Y la historia de Buckingham tiene que terminar si quiere conservar esperanzas de reconciliarse con el rey.

Lessay le cogió la mano y la besó, pensativo:

—¿Y concebir un heredero?

—Y concebir un heredero —confirmó ella. Ésa era la medida del éxito de la misión de la italiana en la Corte.

Después de las breves insinuaciones que le había hecho en la iglesia de Saint-Séverin, había conseguido arrancarle más detalles, poco a poco. Valeria le había hablado de su procedencia napolitana, de sus lazos con algunos de los virreyes españoles que habían gobernado la ciudad italiana y del parentesco de su primer marido con Pignatelli, el napolitano que había precedido a Mirabel en el cargo de embajador del rey de España en París.

Lo que aún no sabía era cuánto de ambición personal había en sus leales servicios. Valeria parecía contar, como tantos otros, con que a Luis XIII la enfermedad no le dejase muchos años de vida. Y si Ana de Austria asumía la regencia, su intimidad con ella podía colocarla en una posición muy poderosa.

Lessay le susurró al oído con sorna:

—¿Y cómo vas a arreglártelas para el asunto de la concepción? ¿Te va a dejar Luis XIII que uses beleño negro con él? ¿O es que esperas tenerme tan complacido que acabe por regalarte el cordón de los calzones del rey? Así podrás deshacer la dichosa maldición. Abracadabra… —Enredó la mano en sus cabellos negros y comenzó a revolver el moño recién compuesto.

Le gustaba provocarla mencionando el hechizo de Leonora Galigai, pero él ya no llevaba encima el cordón. Lo había guardado a buen recaudo y había colgado la manita del nonato, que había conservado consigo, de una simple cadena de oro. Había decidido permitirse aquella superstición tonta y en aquel momento el amuleto debía de andar rodando entre sus ropas esparcidas entre una silla y el suelo de la habitación.

Pero con las agujetas del rey todavía no había decidido qué hacer. Estaba convencido de que María de Médici quería el cordón para destruirlo y dejar a Luis XIII sin descendencia, y Valeria para todo lo contrario. Pero él no tenía ninguna prisa por decidirse. Y recordarle que lo tenía era siempre un recurso útil para atarla en corto.

Ella se zafó de su abrazo y se levantó con brusquedad. Estaba claro que la sesión amatoria había concluido:

—Me sorprende que os lo toméis tan a la ligera cuando vuestro nombre está comprometido de tal modo. Os he traído las cartas para ayudaros. —Adoptó un tono seco, poniendo distancia entre ellos—. Y sí, quiero el cordón. Ya lo sabéis. Regalármelo es lo mínimo que podríais hacer. Lo que os acabo de entregar tiene mucho más valor para vos.

Eso era verdad, y a Lessay le desconcertaba que le hubiera rendido de aquel modo su ventaja. Aunque ya conocía el modo impaciente en que alzaba la barbilla cuando él no le seguía el juego. Le sentaba muy bien.

—Pero eso no sería un regalo. Sería una compraventa. —Se levantó a su vez y la acorraló contra la pared—. Y a mí lo que me gusta es ese afán desinteresado que te caracteriza, santa Valeria.

Esta vez sí le dejó besarla. Pero cuando el abrazo empezaba a durar, le apartó:

—No vais a distraerme con vuestros juegos. Quiero ese cordón de una vez. Y que quede clara una cosa: yo no soy desinteresada. —Se volvió y le ofreció la espalda, inclinando la cabeza—. Abrochadme el jubón.

Lessay comenzó a tirar de la tela y a ajustar lazos con dedos torpes. Susurró contra su nuca:

—Ser desinteresado es una virtud. No era un insulto.

—Claro que es un insulto. Sólo los estúpidos son desinteresados. Escuchad —dijo con voz grave—. No creéis en el poder del conjuro de la agujeta. Muy bien. Pero el rey sí cree en él. Os lo he dicho mil veces y os seguís negando a aceptar mi palabra. Pensad en vuestro provecho. En los beneficios que podríais obtener si Luis XIII quedara en deuda con vos. ¿Vais a renunciar a algo así por contrariarme a mí? Os tenía por un hombre inteligente.

La italiana hablaba de intereses, provechos, beneficios. Y sin embargo a él le había entregado las cartas a cambio de nada. De ahí precisamente provenía su recelo. Le dio un tirón al último cordón del vestido y la obligó a darse la vuelta para mirarle de frente:

—¿Por qué me habéis entregado esas cartas? Con lo que le escribe madame de Chevreuse a Holland habríais podido deshaceros de mí sin que yo sospechara nada. Sólo teníais que enseñárselo al cardenal o al rey.

Valeria le sostuvo la mirada:

—Si quisiera deshacerme de vos —respondió, sin titubear—, ya lo habría hecho hace tiempo.

Se quedó callada, sin despegar los ojos de los suyos. Pero casi enseguida parpadeó, molesta de repente, y se soltó de su abrazo con irritación.

Lessay la dejó ir, confuso. No le cabía duda de que Valeria disfrutaba de sus encuentros clandestinos tanto o más que él. Pero nunca había dudado de que si se le presentaba una oportunidad de librarse de su amenaza la aprovecharía. Sin embargo, había dejado pasar la ocasión, y casi podría jurar que era eso lo que la enojaba. Hizo ademán de acercársele de nuevo, pero ella le detuvo alzando la palma de la mano.

Estaba claro que no le quería a su lado ahora.

Comenzó a vestirse él también, incómodo. Se puso los calzones y se colgó el amuleto del cuello.

No. Esa mujer no era de las que se olvidaban de lo que les convenía. Ella misma lo había dicho. A lo mejor sólo pretendía demostrarle que podía ser su aliada, aguardando que él correspondiera. O tal vez era que no quería que le ocurriera nada hasta que no le hubiera entregado el cordón. La oyó murmurar un juramento y cuando levantó la vista la vio apoyar la espalda en la pared con los ojos cerrados, presa de un fuerte vahído.

Así que era eso. El elixir de beleño era el culpable de su extraña fragilidad. Aun así, le extrañaba que no hubiera mostrado curiosidad ninguna por saber más sobre lo que decía su prima en su carta. O había dado por sentado que no le iba a contar nada o ya se había enterado por sus propios medios de sus negocios con ingleses y españoles:

—En fin, habéis leído la carta. Decidme, al menos, ¿qué opinión os merece Holland?

Valeria levantó la cabeza. Tenía la mirada un poco perdida. La pregunta la había descolocado, pero se recuperó enseguida:

—La misma que el duque de Buckingham. Son dos ambiciosos incompetentes —respondió, aún desabrida.

—Incompetente o no, la flota del duque va camino de Cádiz. Quizá haya tomado ya la ciudad. Vuestros queridos españoles no deben de estar muy contentos.

—¿Eso pensáis? —La italiana sonrió de una manera extraña—. Por lo que yo sé, los ingleses desembarcaron en la ciudad a primeros de mes. Un ejército compuesto por carroña extraída de las prisiones, enemigos políticos y deudores del duque. Sin contar a los lisiados y a los ancianos. A las órdenes de comandantes inexpertos. Tanto, que no se les ocurrió bajar a tierra ni agua ni provisiones para alimentar a sus diez mil hombres.

A Lessay se le escapó una risotada:

—No puedo creérmelo.

Por lo visto, las fuentes de comunicación de Valeria eran más rápidas que las suyas y quizá que de las del propio Luis XIII. Se remetió la camisa y ojeó la estancia en busca de las botas.

—Ellos tampoco. Así que se apresuraron a vaciar todos los toneles de vino que encontraron en las bodegas. Cuando llegaron los españoles, se los encontraron tan borrachos que los pasaron a cuchillo como ovejas en el matadero, aunque los ingleses les aventajaban cinco a uno. Los supervivientes regresaron a los barcos con el rabo entre las piernas y al parecer han puesto rumbo de vuelta a Inglaterra.

La baronesa apuntó con el dedo hacia el otro extremo de la estancia y Lessay descubrió su calzado debajo de una silla:

—¿Así que vos no os embarcaríais con Buckingham ni Holland en ningún asunto arriesgado?

—Supongo que depende de cuál sea el asunto en cuestión. Eso tendríais que decírmelo vos, ¿no creéis? No puedo leeros la mente.

Lessay sonrió con cautela. No estaba tan seguro de eso. Se sentó en un taburete para calzarse:

—Era hablar por hablar. No me hagáis caso. —Pero estaba seguro de que ella se daba cuenta de que estaba mintiendo. No quería que pensase que la tomaba por boba. Y ni siquiera había reconocido el favor que le había hecho. Le tendió una mano conciliadora—. Os agradezco de verdad que me hayáis traído las cartas.

Valeria afirmó con la cabeza, pero no se movió. Se quedaron un momento en silencio y Lessay terminó de ajustarse las vueltas de encaje sobre las botas.

—Casi olvido lo más importante —dijo ella, finalmente—. Uno de los dos mensajeros que iban con las cartas camino del convento de Argenteuil era un gentilhombre vuestro, un tal Bernard de Serres.

Lessay alzó la cabeza de golpe. Ahora sí que le había sorprendido. De pronto cobraba sentido el estado lamentable en el que había aparecido el mozo en su casa hacía tres días. Le había dicho que se había caído del caballo.

—¿Estáis segura?

—Sí. ¿Recordáis la noche de la tormenta, cuando os lo encontrasteis en los apartamentos de la reina? Madame de Chevreuse quería que Ana de Austria le conociera antes de encomendarle la misión de correo. —Se acercó dos pasos y su voz se volvió más sombría—. Por cierto, mi escudero se quedó tan asombrado como vos al verle la cara. Resulta que ya le conocía, pero con otro nombre. Parece ser que cuando estuve enferma fue a mi casa a indagar sobre maître Thomas con una historia falsa.

Le miraba con ira, como si él tuviera la culpa.

—¿Serres?

Ella achicó los ojos:

—¿No le enviasteis vos a mi casa?

—No.

—Es muy extraño que ese muchacho aparezca en todas partes, ¿no creéis?

Lessay no contestó. No iba a contarle que él ya sabía que Serres había estado en su casa haciendo averiguaciones sobre maître Thomas después de la fiesta, ni que aún seguía aferrado a aquel asunto como un perro de presa. Sonrió imperceptiblemente. Si Valeria supiera que el gascón había visto el cadáver del secretario estaría aún más preocupada.

Iba a ponerse de pie, buscando una forma de escabullirse de aquella conversación, cuando sintió un vértigo mucho más violento que el de hacía un rato y tuvo que volver a sentarse, tanteando el taburete. Reprimió una fuerte arcada y levantó la cabeza buscando a la italiana, pero ella le miraba sin inmutarse, inmisericorde, como una serpiente frente a un ratón. Sus ojos tenían el color de la hierba en lo más profundo del bosque. Ella era quien había causado la muerte de maître Thomas. Le recorrió un escalofrío.

Y casi de inmediato un súbito enojo. Alzó la barbilla, autoritario, y la sujetó de la muñeca:

—Contádmelo de una vez. ¿Cómo lograsteis que maître Thomas se diera muerte?

Valeria tensó el cuerpo, a la defensiva. Parecía que quisiera escapar. Pero debió de pensárselo mejor, inspiró hondo y se arrodilló a su lado:

—¿Para qué quieres saberlo? —Su voz tenía una suavidad falsa y sus ojos guardaban un resto de crueldad—. Aunque te contara la verdad, no me creerías.

—Ponme a prueba —instó él, desafiante.

Valeria negó con la cabeza:

—Sería inútil. Y lo sabes. —Le hizo abrir la palma de la mano y se quedó observándola un momento, en silencio. Por fin susurró, acariciante—: Tú y yo no creemos en las mismas cosas.

Lessay retiró la mano. Sentía un sofoco creciente y un ahogo, como si el corazón se le fuera a salir por la garganta. Endemoniado beleño. Le estaba afectando más de lo habitual. Lo mejor que podían hacer era separarse de una vez. Se puso en pie y murmuró un adiós un tanto brusco.

Ella se levantó a su vez, pero en lugar de marcharse, le condujo con gentileza hasta la cama. Por algún motivo no reaccionaba al veneno tan violentamente como él. La oyó murmurar:

—Ese Serres, vuestro gentilhombre…

—¿Qué pasa con él?

Estaba harto de aquella conversación y quería que Valeria se marchara ya. No le gustaba que le viera en aquel estado de flojedad. Pero no había manera.

—¿Estáis seguro de que es de confianza? La carta de la reina a Buckingham me llegó con el sello intacto, pero la otra estaba abierta. Está claro que leyó lo que decía. Y que vos no sois su único amo.

Eso había quedado claro. Pero Serres no sería el primero que se guiara por lo que le dictaba la verga en lugar del cerebro. Marie era muy capaz de enredar a un aldeano como él de manera que olvidara a quién le debía lealtad, y hasta su nombre de pila si se lo proponía. Le iban a oír los dos, cada uno por su lado. Cuando hubiera dormido un rato.

Valeria aguardaba una respuesta. Lessay se dejó caer en el colchón y sacudió la mano con impaciencia:

—No os inquietéis por él. Yo me ocupo.

La italiana se ajustó la capa para marcharse, pero enseguida regresó junto a la cama, sacudiendo la cabeza:

—No me gusta que haya ido a mi casa. No me quedo tranquila.

Lessay gruñó, reprimiendo el deseo de enterrar la cara en las sábanas:

—¿Y qué queréis que haga, madame? A mí sí que no me dejáis tranquilo.

—Quiero conocerle. Enviádmelo con cualquier pretexto. Yo sabré juzgar si es tan de fiar como aseguráis.

Aquello no acababa de gustarle. Valeria podía indagar más de la cuenta y Serres era capaz de acusarla de cualquier barbaridad. Pero era la única forma de que cesara en su porfía:

—Está bien —concedió con reticencia.

Ella se acercó de puntillas y se despidió de él con un beso en la mejilla. Lessay no se movió hasta que no la oyó salir y cerrar la puerta tras de sí. Entonces se levantó, caminó hasta la ventana y la abrió con un gesto violento. La noche estaba fría y extraordinariamente tranquila; no se oía ningún ruido. Abajo, una figura sinuosa trepaba al carruaje con elegancia.

Acarició la manita de nonato, pensativo. Ni imprudencias epistolares de damas enamoradas, ni maniobras de ministros ingleses, ni engaños de gentilhombres. De ella era de la que menos se fiaba.