23

Charles dobló la esquina del hôtel de Lesdiguières y divisó la sala de pelota de Auguste Perron al final de la calle. Había oído que el banquero Zamet la había hecho levantar para tener una lo más cerca posible de su residencia y que en su testamento se la había legado a su maestro favorito. Desde entonces, era casi imposible conseguir un turno sin contactos importantes; lo frecuentaba media Corte y era uno de los más famosos de una ciudad en la que había más salas de juego que iglesias.

Entró en el edificio, impaciente. Llevaba preguntándose para qué le habría citado el abad de Boisrobert allí desde que Pascal le había llevado el mensaje al hôtel de Lessay a primera hora de la mañana.

Casi no se había separado de Bernard en tres días, por culpa de los remordimientos y porque alguien debía vigilar que el animal no se escapase de la cama con la cabeza como la tenía, pero no podía quedarse en esa habitación para siempre y la invitación no era fácil de rechazar.

En su carta, el abad le convocaba ese mismo mediodía en aquella sala de pelota de tanto postín, para hacer ejercicio, decía, pero sobre todo para tratar asuntos de enorme importancia. Y le pedía que no faltara bajo ningún concepto.

A Charles no le hacía ninguna gracia encontrarse de nuevo con él en público, pero el tono era tan solemne que tenía que tratarse de algo serio.

Aunque no lograba adivinar qué. Se le había ocurrido que, satisfecho de su soplo, el cardenal quizá quisiera recompensarle. Pero era raro. Con quien él había tratado era con el padre Joseph. Boisrobert no tenía nada que ver en el asunto de las cartas.

En fin, cuanto antes hablara con el abad, antes se enteraría. Así que había ido a su casa a cambiarse de ropa, había empaquetado una camisa de repuesto y había salido disparado de nuevo hacia la sala de pelota.

Atravesó la antesala sorteando a unos mozos que estaban sentados en el suelo encordando las raquetas de alquiler. Dos zancadas más y se plantó en la sala de juego. El sonido de los pelotazos y el olor a sudor despertaron en él el familiar hormigueo de excitación previo a la partida. Paseó la vista por la sala: unas esbeltas columnas con capiteles vegetales ayudaban a sostener la airosa bóveda de madera; los bancos de la galería donde se sentaba el público estaban forrados de tela roja; los flecos de la cuerda que dividía el campo de juego estaban teñidos de colores brillantes, y los agujeros de azar de la pared en forma de lunas y estrellas tenían el borde dorado. Nunca había visto una sala tan rica.

Dos parejas de jugadores expertos se enfrentaban enconadamente en la pista. Charles admiró con envidia sus holgadas ropillas forradas de satén, confeccionadas a propósito para practicar aquel ejercicio. El acuchillado de las mangas y los botones desabrochados revelaban unas camisas de un blanco inmaculado, con cuellos y puños de encaje, que contrastaban con los vivos tonos encarnados y verdes de sus calzones de «gros de Tours». Ojeó consternado su propio jubón amarillento y su camisa de hilo grueso de escaso lustre. Él siempre se ponía ropa no muy lucida para sudarla sin reparos, y tan usada que no le apretara en ningún sitio. Pero mirando a aquellos elegantes, ya no estaba tan seguro de su criterio. A dos de ellos los conocía de vista, pero a los otros los juzgó recién llegados a la capital por el tinte bermellón de sus ropillas, que era de hacía un par de años. Una mano se posó sobre su hombro, sacándole de su contemplación:

—Temía que no os atrevieseis a venir.

El abad de Boisrobert esbozó una mueca tensa y le alargó una raqueta. Escamado por el extraño saludo, Charles la aceptó con una breve inclinación y le dedicó una sonrisa cautelosa:

—Escribíais que era urgente…

El abad le miró, serio. A pesar de que también llevaba una ropilla a la última moda, parecía de mal humor.

Un grito de entusiasmo le hizo girar la cabeza de nuevo hacia la pista. Los dos jugadores de bermellón se abrazaban, celebrando un tanto que les acababa de dar la victoria. En la galería, los apostadores ajustaron cuentas.

—Es nuestro turno —dijo el abad—. Hablaremos después de la partida.

Un viejo pequeño y de aspecto sanguíneo se acercó a saludarles, y Boisrobert le presentó al maestro Perron. Charles buscó a quién entregarle el paquete en el que traía envuelta su camisa limpia, y cuando uno de los ayudantes se acercó a recogerlo, el dueño del establecimiento salió de la pista y gritó que podían comenzar.

Se colocaron en sus puestos y se miraron con mutuo recelo. Charles suponía que Boisrobert tendría experiencia, pero le sacaba quince años y cuarenta libras de peso; con esos mofletes colorados no iba a aguantar muchas carreras a la red.

Echaron a suertes a quién le tocaba comenzar el juego y la moneda eligió al abad, que sacó con suavidad. Siguieron varios pases de tanteo. Boisrobert le observaba y le servía bolas fáciles sin intención aparente de ganar el primer punto. Charles respondía sin problemas, pero poco a poco se fue dando cuenta de que el único que corría era él. Y cuando menos lo esperaba, su adversario amortiguó la pelota con la raqueta y la dejó caer en su campo rozando la red sin que le diera tiempo a subir al centro. 15-0.

El muy cabrito nunca había mencionado que era un gran jugador: su técnica era impecable y apenas necesitaba moverse. Utilizaba la pared y las galerías de modo magistral, obligándole a devolver la pelota de cualquier manera. Un momento de distracción le costó otro punto en una volea implacable. Perron anunció el 30-0 y el abad se apartó un mechón de la frente con tranquilidad. Su siguiente saque envió la pelota directamente a través del agujero en forma de luna, 45-0 más el extra del agujero de azar, 60, juego para Boisrobert. A Charles se le escapó un juramento y el maestro de pelota le castigó con cinco sueldos de multa.

Los escasos espectadores aplaudieron la jugada y varias monedas cambiaron de mano. Su contrincante les dedicó una cortés inclinación de cabeza. Luego se acercó a la red a pasitos cortos:

—Si queréis podemos apostar —propuso con sequedad—. ¿Un escudo?

El ofrecimiento era previsible, conociendo al abad, pero a Charles le desconcertaban el tono y la expresión despectivos. Quizá, como le había ganado con tanta facilidad el primer juego, pensaba que no estaba a la altura. Irguió la cabeza y respondió, orgulloso:

—Como queráis. Me adapto a todo.

—Eso ya lo sabemos —respondió Boisrobert con intención—. La cuestión es: ¿hasta dónde estáis dispuesto a llegar para ganaros el favor de unos y otros?

Charles le observó, confuso e irritado. ¿Qué clase de insinuación era aquélla? No sabía de qué estaba hablando pero ya le estaba tocando las narices. El abad se volvió a su campo y un bramido del maestro les ordenó reanudar el partido.

Al menos, sus fuerzas se fueron igualando un poco. Boisrobert seguía siendo superior pero su enfado le hacía perder precisión. Él compensaba la desventaja con rapidez y destreza, y logró ganar algunos puntos. Sin embargo, estaba claro que iba a perder el escudo de la apuesta. Jugaron las tres rondas de rigor: la partida, la revancha y el todo. Charles sólo ganó la segunda, y al final sucumbió a una lluvia de bolas con la que el abad le ganó seis juegos a dos.

Un asistente les acompañó a un pequeño cuarto donde les esperaban dos paños blancos y sus camisas limpias. Luego les dejó solos. Charles le echó una ojeada preventiva al abad y se apartó dos pasos para despojarse del jubón y de la camisa. Trataba de no tener más tratos con él y acababa desnudándose a su lado. Pero Boisrobert, colorado y descompuesto, forcejeaba con un botón tenaz de su ropilla. Al final lo arrancó de cuajo. Soltó un juramento tabernario y se deshizo del resto de su atavío a tirones descompasados.

Charles le miraba atónito, con el pecho todavía agitado por el ejercicio. Estaba harto de tanto misterio:

—¿Se puede saber qué demonios os pasa?

Empezó a frotarse el pecho con el paño para hacer desaparecer cualquier rastro de sudor. Boisrobert enterró la cabeza en el suyo y se la restregó violentamente; su respuesta le llegó amortiguada por la tela:

—¿Vos qué creéis? Mirad en vuestro corazón y ved si encontráis alguna falta.

Charles se detuvo y se apartó el pelo de la cara. ¿Le sermoneaba o se estaba riendo de él? Sintió un movimiento de enojo. Cualquier día acabaría dándole una tunda o algo peor. Y el cardenal no lo iba a ver con buenos ojos, por mucho que se lo mereciera:

—Yo que vos tendría cuidado, ya me habéis tocado bastante los cojones hoy. —Bajó la voz—. Me citáis a toda prisa para luego no contarme nada. Y encima jugáis mohíno como un gato escaldado. ¿Vais a desembuchar o qué?

Boisrobert enarcó las cejas y comenzó a pasarse el paño rítmicamente de un lado a otro de la espalda:

—Qué frialdad envidiable. Os llevo observando toda la partida en busca de una señal mínima de arrepentimiento, pero nada. —Bajó también la voz—. Ya no quiero perder más el tiempo: ¿dónde están las cartas?

Charles siguió mirándole y restregándose el pecho; le había descolocado. ¿Se refería a la correspondencia de Ana de Austria? ¿Quién le había dado vela en aquel asunto? Era con el padre Joseph con quien había tratado, no con él. Pero por lo visto tenía que meter las narices en todo lo que le concernía. Además, no entendía la pregunta. Las cartas las tenía el cardenal.

—¿De qué estáis hablando?

Boisrobert dejó arrastrar la toalla por el suelo. La voz le temblaba de ira:

—Las cartas de la reina. Os vieron salir de París a primera hora, junto a Bernard de Serres, y tomar el camino de Argenteuil, pero nunca llegasteis hasta donde estaban apostados los hombres que le aguardaban. —Levantó el paño y lo estiró entre los puños como si se dispusiera a ahogar a alguien—. Quiero saber qué hacíais acompañándole y dónde están las cartas. Si habéis traicionado al rey y al cardenal por salvarle la piel a vuestro amigo, sois un completo imbécil.

¿Qué disparates estaba diciendo? Charles comenzaba a ponerse nervioso:

—Y yo qué sé dónde están las cartas. Preguntádselo a los que nos las robaron en el camino. Unos tipos nos dejaron secos a bastonazos. Bernard lleva tres días entre la vida y la muerte. —No podía confesar que lo que le había dejado seco a él había sido una caída de una mala penca y que ni había visto a los bandidos. Pensaba a toda velocidad tratando de encontrar la forma menos comprometida de explicarse—. Escuchad, es verdad que acompañé a Bernard. Pero sólo para tratar de evitar que le mataran. Él no sabe ni que sirvo al cardenal ni de su interés por las cartas.

Ni muerto iba a admitir que se lo había contado todo.

—¿De qué tipos habláis? —preguntó Boisrobert.

—De los que nos atacaron. Por cierto, que los necios no pusieron ningún empeño en parecer auténticos salteadores, porque no se llevaron nada más que las cartas. Tuve que quitarle las botas y la espada a Bernard y esconderlas entre unas matas para que no sospechara.

El abad dejó caer la toalla sobre el banco. Charles se anudó el cordón de la camisa limpia, a la expectativa. Pero cuando Boisrobert volvió a dirigirse a él, su voz tenía un retintín insultante:

—A ver, recapitulemos. Según vos, las cartas se las llevaron los hombres del padre Joseph. Sin embargo ellos dicen que nunca llegasteis a pasar por donde os esperaban. ¿A quién creer?

Su expresión burlona revelaba a todas luces a quién creía. Charles le tomó del brazo con fuerza:

—Os juro por lo más sagrado que ésa es la verdad.

El abad se deshizo de su mano y comenzó a vestirse a su vez:

—Vamos a ver, pequeño imbécil. El padre Joseph no le miente al cardenal. Me he enterado de milagro del lío que habéis armado, y como soy un cretino me he comprometido con Richelieu a que a mí me entregaríais las cartas, para calmarle. Estoy intentando ayudaros.

—¡Os digo que no las tengo!

No entendía nada. Tenía que ser una prueba de algún tipo. Porque para ser una broma era demasiado pesada. Estaba tan aturullado que no atinaba a abrocharse el jubón. Lo dejó por imposible y se sentó en el banco con un gesto de desaliento.

Boisrobert no había dejado de observarle y daba la impresión de que ahora dudaba:

—¿Y vuestro amigo? ¿Le ha contado a alguien que os han robado las cartas?

—No. Que yo sepa, no.

—¿Y cree que los misteriosos ladrones eran simples bandidos? ¿No teme que le hayan descubierto?

No le quedaba otra que volver a mentir:

—Supongo que no.

—Entonces no tendréis inconveniente en seguir vigilándole. Quizá haya más cartas. Tenemos que averiguar quiénes son esos fantasmales asaltantes.

Charles sacudió la cabeza y enfiló las mangas del jubón sin mirar a los ojos a Boisrobert:

—No voy a utilizar más a Serres.

El doble juego se había acabado. Lo había jurado y pensaba cumplirlo costara lo que costase.

El abad agitó la cabeza de un modo ominoso, como si hubiera previsto la respuesta:

—Ya veo. En fin, tendré que decirle al cardenal que he fracasado. —Se encogió de hombros—. Es una pena tener que terminar así.

Charles apretó los puños. No sabía qué decir. En el pecho le bullían mil quejas: que se equivocaba, que era una injusticia, que el cardenal no iba a poder encontrar un servidor más fiel y más competente… Pero todo sonaba a lloriqueos de fracasado, a pataleta infantil. Alzó la barbilla con dignidad:

—Entonces estaréis cometiendo un gran error. Porque no creo que el rey y el cardenal tengan servidor más fiel. Y algún día os lo demostraré.

Bajó la cabeza. Le temblaban los labios y no quería que Boisrobert le viera la cara. Los zapatos del abad giraron despacio y repiquetearon, alejándose.

Casi enseguida el ruido se detuvo y regresaron junto a él. Su dueño murmuró apresuradamente:

—El marqués de La Valette ha vuelto de Metz. Le han oído decir que os va a hacer matar como a un perro en venganza de lo que ocurrió en casa de la Leona. Tened cuidado. Ya no estáis bajo la protección del cardenal.

La ira había desaparecido de la voz del abad. Charles levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de Boisrobert, que brillaban de un modo extraño. Inclinó la cabeza agradeciéndole en silencio la advertencia y el otro hizo lo mismo. Luego se marchó, sin una palabra más.