22

Bernard apartó las mantas de una patada y se sentó en el borde de la cama, con las piernas colgando. Cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir un par de veces. Sacudió la cabeza de un lado a otro. Nada.

Le dolía la espalda de llevar tanto tiempo tumbado, tenía los músculos entumecidos y la boca seca. Y el estómago le rugía. Normal. Llevaba tres días enclaustrado en aquel cuarto, con paños calientes en la frente, un calentador bajo los pies y sepultado por un quintal de mantas. Ya no aguantaba más. Esta vez iban a tener que atarle a la cama si querían que siguiera acostado. Por muchas vueltas que se pusiera a dar el suelo en cuanto plantara el pie.

El dolor de cabeza que le había ido yendo y viniendo durante aquellos tres días le resultaba soportable. El zumbido en los oídos era molesto, pero lograba ignorarlo. Y aunque había nubarrones que le entorpecían la vista de cuando en cuando, tampoco le parecían un gran impedimento para hacer una vida normal. El problema era que todas y cada una de las veces que había conseguido levantarse, ignorando las protestas de Charles y las prohibiciones del médico, había tardado menos de un padrenuestro en regresar entre las sábanas: en cuanto se confiaba, la cabeza empezaba a darle vueltas, las piernas se le doblaban y se daba con el suelo en las narices.

No recordaba cómo había llegado hasta allí. Tenía una reminiscencia vaga de una pelea en la posada en la que había dormido con Charles después de que les robaran las cartas, la sensación de que habían montado a caballo de vuelta a París y luego nada más. Sólo que se había despertado en su cama, en mitad de la noche, con un dolor de cabeza de mil demonios, una sanguijuela en un brazo y otras dos detrás de las orejas. Junto a él se encontraban su paisano, con cara de sepulturero, un cirujano y el físico del conde de Lessay.

Charles le había explicado que a media legua de la puerta de Montmartre había empezado a vomitar. Le habían entrado unas convulsiones tan fuertes que le habían tirado del caballo. Y había tenido que pagar a un carretero que regresaba a su aldea para que diera media vuelta y le llevara hasta el hôtel de Lessay.

Lo que sí recordaba era haber escuchado a su amigo y al médico discutir, cuando creían que estaba dormido. De humores líquidos que había que secar a base de calor, de matasanos griegos, de agujas y de sangrías. Al principio, el físico había tratado a su paisano con altanería. Por mucho que hubiera aprendido de su padre, el viejo Montargis no era más que un cirujano instruido, y Charles se pronunciaba con la autoridad de un doctor de la Sorbona. Sin embargo, con las horas, la conversación se había ido haciendo más y más amistosa hasta convertirse en una cháchara interminable. Cuando les había escuchado comentar que si las convulsiones no remitían tendrían que avisar a un cirujano para que le practicara una trepanación que aliviara la presión del cerebro, Bernard había dejado de fingir que dormía: se había incorporado en la cama de un salto y les había dejado claro que al primero que se le acercara con intención de hacerle un agujero en la cabeza le arrancaría él antes la suya, y que luego continuaría con la del médico y con la del energúmeno de su amigo. Habían tenido que sujetarle entre los dos para obligarle a regresar a la cama, a pesar de que el mareo no le dejaba ver.

Pero ya llevaba horas sin sentir ningún malestar. Ni vértigos, ni espasmos, ni pitidos. Sólo tenía un dolor de cabeza, apagado y muy razonable. Y las lucecitas que veía detrás de los párpados no le molestaban nada. Además, le habían dejado solo. No había nadie para obligarle a permanecer en cama.

Se frotó la barba, áspera y dura, con el dorso de la mano. Antes de salir de su aldea ni se le pasaba por la imaginación afeitársela en invierno, y pocas veces en verano. Pero en la Corte, la perilla minúscula era casi una obligación. Y si el pelo de la cara había que quitárselo, el de la cabeza había que dejarlo crecer. Entre Charles y Lessay habían acabado por convencerle, así que las greñas le llegaban ya al cogote, y después de tres días sin salir de la cama lo que estaba palpando con la mano se parecía más a una maraña de cuerdas de pita que a una cabellera.

Saltó al suelo, se dirigió con paso decidido hasta la ventana y la abrió de par en par. Entró un soplo helado. Por fin, aire fresco. Bostezó con ganas y estiró los brazos todo lo que pudo y, aunque sintió un pequeño vértigo, lo achacó a la debilidad. Durante aquellos días le habían sangrado como a un cochino y casi no le habían dado de comer.

Sacó sus ropas del baúl. Estaban lavadas, planchadas y perfumadas. Se sentó sobre la tapa, se quitó la camisa sudorosa que llevaba puesta, se puso la limpia y se quedó allí sentado, meditabundo. Estaba visto que no se iba a caer redondo al suelo y lo más probable era que ya no le abrieran ningún boquete en la sesera, así que se le habían acabado las excusas para no pensar en los problemas que tenía entre manos.

Primero estaba lo de Charles. Por muchas cosas que se le hubieran borrado de la memoria con el golpe, de su traición no se olvidaba. Pero la verdad era que se le habían enfriado los ánimos. Ni iba a pegarse con él, ni iba a salir a buscarle con la espada. Casi no se había separado de su cama desde que le había traído a casa. Y le había pedido perdón tantas veces que estaba por pensar que él era el culpable de su dolor de cabeza.

La primera noche, cuando se había despertado y se lo había encontrado a su lado, le había echado a voces de la habitación, y su paisano había obedecido sin chistar. Pero al final le habían entrado remordimientos y había acabado pidiendo que le llamaran de vuelta. Charles era su hermano, después de todo. Y si esta vez su arrepentimiento no era sincero, más le valía que se dejara de poemitas y cardenales y se subiera a las tablas de un teatro, porque seguro que no había mejor comediante en toda Francia. Además, él no tenía luces para tener la cabeza ocupada por dos problemas. Y el otro asunto sí que no sabía por dónde agarrarlo.

Se puso de pie, aguantó unos segundos sin moverse a que desapareciera el vértigo, cogió un paño y empezó a restregarse la cabeza con ganas para quitarse toda la mugre del sudor.

Charles le había cubierto las espaldas contándole a Lessay que se había caído con el caballo cuando regresaban al galope de una venta del camino de Argenteuil. Aunque a él le había costado mantener la historia cuando el conde había subido a visitarle. Estaba convencido de que se le notaba en la cara que estaba mintiendo. Pero había seguido el consejo de su amigo, y en cuanto se había encontrado con una pregunta comprometida lo había solucionado diciendo que no se acordaba.

Se frotó la cabeza más fuerte, regodeándose en la ausencia de dolor. ¿Debía contarle a Lessay la verdad de lo que había pasado? ¿Y confesarle qué? ¿Que había estado ejerciendo de correo secreto entre la reina y Buckingham? ¿Que era tan bocazas que se lo había revelado a un servidor del cardenal? ¿Y que los hombres de Richelieu le habían robado las cartas sin que él opusiera la menor resistencia? Más le valía salir de aquella casa por patas. Había cosas que era mejor no menearlas. No quería ni pensar en el lío en el que podía haber metido a la reina, ni en si habría ocurrido ya algo irreparable. A lo mejor la carta de Ana de Austria era mucho más inocente de lo que imaginaban y no había nada de lo que preocuparse. Ya sería lo que tuviera que ser.

A Marie, desde luego, ni una palabra. Pensaba seguir con el plan que se le había ocurrido antes de que le robaran. Y hacerse pagar en carne. Nada de volver a subir a caballo por un par de achuchones mal dados. Y menos ahora que sabía que el cardenal le estaba vigilando… Aunque la verdad era que eso de seguir recorriendo caminos con aquella correspondencia tenía que pensarlo mejor. Tampoco era cuestión de dejarse matar a lo tonto.

Dejó de frotar, agotado, y se sacudió el pelo con las manos. Tenía demasiada hambre para ver claro y en la cocina siempre se pensaba mejor. Dejó caer el trapo, se dio la vuelta y se quedó paralizado. No la había oído entrar. Pero ahí estaba. Apoyada contra la puerta, arropada en un abrigado manto gris y plata forrado de pelo blanco, y envuelta en una nube de aire frío, preciosa y escarchada.

Marie le sonreía. Y él allí, plantado como un idiota, con cara de enfermo, los pelos tiesos y sin más ropa que una camisa. Menuda figura de galán que debía de tener. Buscó los calzones a tientas con una mano y se los puso a la pata coja, sin quitarle la vista de encima.

Ella se acercó y le puso una mano en la mejilla. Aunque acababa de sacarla de un manguito de armiño, tenía la palma fresca:

—Qué pálido estáis, qué horror. Pero me alegro de veros levantado. Estaba muy preocupada. Mi primo me ha tenido informada día a día de vuestro estado pero no me atrevía a venir a veros para no molestaros.

—Vos no sois nunca una molestia, madame —balbuceó con la voz de borrego que se le ponía siempre que la tenía delante. No sabía si cogerle la mano. Ni si tratarla como a una duquesa o como a una moza con la que había retozado bajo las mantas.

Marie rió y se acercó a cerrar la ventana, reprendiéndole por pasearse en camisa y dejar entrar el frío en la estancia cuando estaba aún convaleciente. Bernard aprovechó para ponerse el jubón y abrocharse un par de botones.

Ella se sentó sobre el baúl y dio dos palmaditas para indicarle que se acomodara a su lado. Igual que el día que la había conocido hacía ya cien años. La observó apartarse la capucha del rostro y sacudir el pelo de un lado a otro. Tenía cristalitos de hielo en las pestañas y las mejillas arreboladas. Así no había quien recordase que le había engañado miserablemente y le había utilizado para comunicarse con ese inglés hijo de su madre… Agachó la cabeza entre los hombros y clavó la vista en sus pies desnudos, hosco. Pero Marie le acarició el pelo y le pidió que le contase lo que había ocurrido. A ella, añadió con un guiño, le podía decir la verdad.

Bernard la miró de reojo. Tenía en los labios ese mohín coqueto y burlón que hacía que siempre le dieran ganas de arrancárselos de un bocado. Se alegró de que le hubiesen sacado tanta sangre del cuerpo porque si no, no sabía cómo iba a hacer para mantenerse firme.

Al menos se la veía contenta. Eso era que las cartas no habían reaparecido aún en ninguna mano indebida. O no contenían nada importante o el cardenal no se las había enseñado al rey:

—No hay mucho que contar —masculló—. El caballo se resbaló en un charco, me caí y me di en la cabeza con una piedra. No le he contado a nadie a donde iba ni para qué, no os preocupéis.

—De eso estoy segura y os estoy muy agradecida. —Le tomó de la mano y Bernard se puso rígido—. Pero… Lessay me ha contado que fue un amigo el que os trajo de vuelta. ¿Cómo es que estaba con vos?

Charles. Que se lo llevara el diablo. Eso sí que no tenía forma de explicarlo.

—Me lo encontré en una venta en la que paré a almorzar y decidimos hacer juntos el resto del camino hasta París. —Siguió mirando al suelo, obstinado. Con lo que había tardado en contestar seguro que ella se había dado cuenta de que estaba mintiendo.

—Entonces, el accidente ocurrió cuando veníais ya de vuelta. —La voz de Marie estaba cargada de dudas—. ¿No había ningún mensaje aguardando en el convento? La reina no vive de la impaciencia.

Seguro. La reina. Tuvo que reprimir un bufido. Se animó a levantar la vista:

—No. No había nada.

La desilusión se pintó con una insultante claridad en el rostro de la duquesa. El brillo de sus ojos grises se apagó en un momento y las mejillas se le vencieron. Era como ver derretirse la nieve.

A Bernard en cambio se le estaba haciendo una bola de fuego en el estómago. Empezaba a dudar de que tuviera la frialdad necesaria para llevar a cabo su plan.

—En fin, habrá habido algún problema. Menos mal que ya estáis repuesto. ¿No abuso de vos pidiéndoos que llevéis una nueva carta, verdad? Seguro que ahora sí hay correspondencia aguardándoos en el convento.

Marie rebuscó entre sus ropas y extrajo un paquete igual que el que él había abierto hacía tres días. Ladeó la cabeza y le miró con ojos pedigüeños de cachorrillo.

Bernard cogió los papeles y los plantó de un manotazo al otro lado del baúl. A eso había venido. Un par de carantoñas y ya estaba. Sin más disimulos.

Se decidió de un plumazo. Los papeles iban a terminar en las brasas en cuanto la duquesa cerrara la puerta. Pero antes pensaba cobrarse el servicio de mensajero.

—No habíais vuelto a pisar esta estancia desde hace dos meses. La noche de la fiesta. ¿Os acordáis? —Él no era ningún seductor ni tenía un gran don de palabra, pero muy lerda tenía que ser la duquesa para no entender lo que estaba insinuando.

Marie parpadeó, con expresión confusa, se puso de pie y empezó a revolotear por la habitación, riendo. Bernard ahogó un juramento. No soportaba cuando hacía eso. Nunca sabía cómo volver a centrarla. La vio lanzarle una ojeada disimulada al abrigo y, ante la duda de que pudiera escabullirse, se levantó de un salto y se plantó delante de la puerta con los brazos cruzados. Lo más importante era cerrarle a la gallina el escape del corral.

Ella se apoyó contra los pies de la cama y levantó una ceja, burlona.

—Me alegro mucho de que hayáis venido a verme —continuó Bernard. No conseguía librarse de la voz de borrego y eso le enfadó aún más.

—Es lo mínimo que podía hacer. Al fin y al cabo, vuestras lesiones las habéis sufrido por servir a la reina. —Marie le dedicó una media sonrisa que no pintaba mal del todo. A lo mejor había comprendido que no era razonable mandarle otra vez por esos caminos de Dios, con la excusa del servicio a Ana de Austria, sin darle algo a cambio.

Lo importante era no darle tiempo a cambiar de opinión. Abandonó la posición de guardia y se arrojó sobre ella sin miramientos. La agarró por la cintura, la derrumbó sobre la cama y se tumbó encima, mordiéndola el cuello y manoseándola por todas partes. Como la primera noche. Marie acogió su acometida con un gritito de sorpresa y una carcajada, pero enseguida empezó a protestar. Le golpeó con el puño e intentó apartarle con las piernas:

—¡Quita, bruto! ¡Me estás haciendo daño! ¡Aparta!

Bernard se incorporó y la miró ceñudo. La otra vez le había gustado que se comportara así:

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que estoy haciendo mal?

Marie se escurrió de entre sus brazos y recogió un zapato que había perdido en la refriega:

—No es eso… —Le hizo un arrumaco rápido—. Os estoy muy agradecida por todo. Y la reina también. Pero ahora tengo prisa, me están esperando en el coche. Quizá podamos volver a vernos con más tranquilidad uno de estos días.

—¿Cuándo?

—Ay, Dios mío, no lo sé. —Saltó de la cama, se dirigió al arcón y empezó a recoger sus cosas—. Uno de estos días.

Bernard se sentó en la cama, con los pies colgando. Se le estaba escapando otra vez. Sintió una desazón inaudita:

—Es que a mí la reina me da igual. Yo os dije que sí a lo de las cartas para que estuvierais contenta. Creía que vos y yo… Haría cualquier cosa por vos, y ahora… —No sabía qué decir. El asunto de Holland escocía como mil diablos, pero el inglés estaba a cientos de leguas de allí; aquel romance era imposible y tarde o temprano Marie se daría cuenta. No quería quemar las naves. Cogió aire—. Creo que estoy enamorado de vos.

Ya lo había dicho. Se quedó mirándola.

Ella se dejó caer sobre el baúl con un suspiro. Parecía totalmente descorazonada:

—Pero ¿qué he hecho yo para merecer esto? Bon Dieu… Debe de ser mi destino. ¡Siempre tengo que ser el objeto de la locura de todos los extravagantes!

Bernard parpadeó. Él no se consideraba ningún extravagante. Más aún, sus exigencias le parecían el colmo de lo razonable:

—No sé qué es lo que tanto os extraña. Me tenéis de acá para allá como a un badulaque desde que os conozco. ¡Casi me rompo la cabeza por vos!

—Por la reina —corrigió Marie, petulante—. Yo no os debo ningún favor.

—¡Por todos los demonios! —Se levantó de la cama de un salto—. ¡Dejaos de mentiras! ¡Ni os importa la reina ni os importo yo! ¡Lo único que os interesa es saber si Holland va a venir a París de una vez para no tener que seguir suplicándole por carta!

Lo había gritado con toda la fuerza de sus pulmones. Pero de pronto se quedó callado, dándose cuenta de lo que acababa de decir. Marie se había llevado una mano a los labios y le miraba, muda. Pero poco a poco la expresión de sorpresa fue desapareciendo y dejó paso a una mueca de ira profunda.

—No puedo creerme que hayáis leído mis cartas…

Ya era tarde para rectificar. Más le valía soltar todo lo que tenía guardado en el pecho. De perdidos, al río:

—¡Y yo no me puedo creer que me hayáis utilizado como lo habéis hecho! ¿Cuánto tiempo lleváis riéndoos de mí? ¡El pobre patán dispuesto a correr de un lado a otro con vuestras cartitas de amor sin darse cuenta de nada! ¡Y vos mientras tanto lloriqueándole a otro! —Estaba ciego de rabia, de celos, de despecho. En aquel momento le daba todo igual. Puso voz de niña pequeña—: «Por favor, por favor, venid a verme, no puedo vivir sin vos, mi adorado hereje, por favor…». ¡Tal vez no os importe ser la puta de los ingleses, pero yo no estoy dispuesto a seguir siendo vuestro alcahuete!

Marie se había puesto de pie y le miraba sin poder creer lo que escuchaba, pálida:

—Cómo os atrevéis. —La voz le vibraba y las lágrimas de rabia se le agolpaban en los ojos—. ¡Oh, Dios, cómo me arrepiento de haberos dado ni la más mínima confianza! No me conocéis bien. Esto lo vais a pagar, y lo vais a pagar muy caro.

Acabó de recoger sus cosas, volvió a guardarse la carta que le había entregado y se dirigió hacia la puerta. Él intentó agarrarla de un brazo. De repente se daba cuenta de cómo se le había ido aquello de las manos. Pero ella se revolvió con la rapidez de una víbora y le cruzó la mejilla de un bofetón que se convirtió en una lluvia de golpes. Bernard se llevó las manos a la cara para protegerse e intentó sujetarle las muñecas, pero ella no paraba. Finalmente consiguió retenerla. Marie le miraba con los ojos rojos e hinchados por las lágrimas, la respiración agitada y el peinado deshecho:

—No os voy a perdonar —siseó. De una sacudida se deshizo de él y salió del cuarto con un portazo.

Bernard escuchó sus pasos bajar corriendo por las escaleras, aturdido, y sin acabar de comprender lo que había ocurrido. Le dio una patada a la puerta, se volvió a la cama con un rugido y agarró las mantas y las sábanas de un tirón y las arrojó al suelo. Pero aquello no le calmó. Cogió el aguamanil y lo arrojó contra la pared. Luego fue al arcón en dos zancadas y estuvo abriendo y cerrando la tapa con todas sus fuerzas, una y otra vez, hasta que la cabeza empezó a darle vueltas, le invadió una náusea y los ojos se le llenaron de estrellas de colores. Se dejó caer al suelo y se quedó sentado, con la cabeza entre las manos, un rato largo.

Cuando al cabo de un tiempo llamaron a la puerta contestó con un «qué» desabrido. El criado le dejó una bandeja con comida junto a la cama y le entregó un billete que habían traído para él del hôtel de Montmorency.

Bernard recogió la carta sin levantarse del suelo. No reconocía la letra. Rompió el lacre.

Era un mensaje de Madeleine de Campremy. Le escribía para decirle que estaba de regreso en París, alojada en casa de la duquesa de Montmorency. Se encontraba mejor y no olvidaba todo lo que había hecho por ella. Si quería visitarla, sus puertas le aguardaban abiertas.

Leyó dos veces la nota, incapaz de concentrarse en las palabras. Al final, hizo un gurruño con el papel, lo arrojó bajo la cama, apoyó la cabeza en las rodillas y se echó a llorar.