Lo primero que pensó Lessay nada más poner pie en el dormitorio del coronel Ornano fue que allí había demasiada gente. Lo segundo, que en aquella estancia con el suelo y las paredes cubiertas de alfombras, las ventanas cerradas y la chimenea devorando leña, hacía un calor infernal. Giró la cabeza, sofocado, y miró de reojo a su acompañante.
El duque de Montmorency tenía los mofletes rubicundos surcados de venas rojas, y tan poca pinta de querer entrar allí como él. Había regresado de Chantilly hacía un par de días, mal restablecido de su enfermedad, y volvía a marcharse de París de inmediato: el rey le había enviado de vuelta al ejército sin contemplaciones, con el encargo de asegurar la isla de Ré.
Los dos habían pasado la jornada juntos, bebiendo y comiendo, después de que el aguacero les disuadiera de salir a caballo, y Lessay se arrepentía de haberle prometido a su prima que luego se reunirían con ella y con la hermana de Montmorency en aquella casa. Marie le había dado a entender que serían sólo ellos cuatro. Pero por lo visto eran casi una docena los que habían decidido interesarse, el mismo día y a la misma hora, por el ataque de gravela que mantenía postrado al coronel sin poder orinar. Entre ellos, el hermano del rey.
Marie le había preparado a Montmorency toda una encerrona.
De no mediar la barrica de vino español que habían vaciado entre el duque y él aquella tarde, la sorpresa le habría enfadado seriamente. Dadas las circunstancias, se contentó con preguntarle al enfermo por su estado, agarrar una silla y acomodarse lo más lejos posible del fuego. Montmorency le imitó, con una sonrisa complaciente de beodo pintada en el rostro.
La presencia de Gastón no tenía nada de sorprendente de por sí. El coronel Ornano había sido su ayo. Había estado a cargo de su educación desde que el príncipe tenía once años, y había cumplido su tarea con tanta pasión que él y su mujer se habían convertido en la verdadera familia del hermano del rey, quien sentía un afecto profundo por ellos. Aquél era el hombre en quien más confiaba y el único al que respetaba sinceramente. Y en consecuencia, el primero al que Marie se había dirigido para que la ayudara a sabotear los planes de matrimonio que la reina madre había trazado para su hijo menor.
Había puesto en marcha la ofensiva a finales de verano, nada más regresar de Inglaterra.
Primero había acudido a visitar al coronel acompañada por su cuñada, la princesa de Conti, y por su amiga, la marquesa de La Valette. Pero en cuanto se había enterado de que Ornano estaba enamorado de la hermana del duque de Montmorency, la había reclutado a ella también para la causa. Entre las cuatro damas habían mimado y engatusado al militar durante semanas, hasta convencerle de que los planes que María de Médici tenía para su hijo eran una mala idea. No habían necesitado más para que Gastón, que siempre escuchaba a su viejo ayo, se negara a casarse con su rica pariente con la resolución más furibunda.
Lessay iba a pedir algo fresco de beber cuando se fijó en que las puertas se habían cerrado tras su entrada y no había criados en la estancia. Vaya. Así que los congregados no querían oídos indiscretos. Se incorporó para servirse una copa de la jarra de clarete que reposaba sobre la mesa y le tendió otra a Montmorency. Seguir bebiendo no era quizá la mejor idea. Pero la tentación de prolongar el tibio y placentero torpor que le arropaba en medio de aquel día desapacible era demasiado seductora.
Casi todos los que contaban estaban allí.
Gastón, por supuesto. Los primos del rey, Soissons y Longueville. Y sus dos hermanastros, César y Alexandre de Vendôme, los hijos de Enrique IV y Gabrielle d’Estrées. En la cama, arrebozado entre mantas, el coronel Ornano, y en torno a él, las damas. Tan compuestas y obsequiosas como si en lugar de aquel individuo narigudo y medio calvo, con los ojos juntos y tristones, la frente abombada y las mejillas colgonas, estuviesen rondando a un galán.
—¡Monsieur de Montmorency! ¡Nuestro insigne almirante de Francia! —Gastón interpeló al duque, recostado en una butaca de terciopelo floreado, con una pierna balanceándose sobre uno de los reposabrazos. Sus gruesos labios de Habsburgo, heredados de su madre, dibujaban una sonrisa cordial, entre calada y calada a la pipa que sostenía con dos dedos de la mano derecha—. En cuanto logre sacudirme la amenaza matrimonial que se cierne sobre mí, prometo que os acompañaré en la primera campaña que se presente y que me enseñaréis a comandar navíos. Siempre he querido embarcar en una galera…
Montmorency tenía poco o nada de marino y no habría sabido guiar ni una barca de remos, pero Lessay no pensaba ser quien le apagara el entusiasmo al principito explicándole que los almirantes de Francia nunca habían sido navegantes.
Alzó la copa de vino, distraído, y se quedó contemplando el baile de las llamas de la chimenea en el interior del líquido dorado, mientras las voces bajaban de volumen a su alrededor. No tenía que prestar atención para saber que las quejas que desgranaban eran las mismas que había escuchado ya docenas de veces. Le daba pereza unirse al coro. Y seguía pensando lo mismo: eran demasiados como para que aquella reunión pudiera pasar por un encuentro casual en casa de un enfermo. Si Marie lo había organizado todo, era una imprudente.
Aunque, mientras el rey y el cardenal pensaran que su oposición a la boda de Gastón era lo único que les animaba, a lo mejor tampoco era tan grave.
Lessay no recordaba quién había alzado la voz el primero ni cuándo había sido exactamente. Sólo que, inevitablemente, su adhesión en torno al joven príncipe había acabado por hacerles pensar a unos y a otros en lo diferente que sería todo si Gastón reinara. ¿Cuánto tiempo habría que esperar a que Luis XIII dejara libre el trono? ¿Hasta que la enfermedad intestinal que le corroía le vaciara de su sustancia o la melancolía le impidiera reinar? ¿Y si aguantaba años? Richelieu roía cada día más y más pedazos de poder a medida que iba conquistando la voluntad real. En unos meses se había hecho con la dirección del Consejo, imponía a sus propios colaboradores en el Gobierno, dictaba la política exterior y acaparaba el favor de Luis XIII, animándole a que reafirmara su autoridad sobre la nobleza. Tenían motivos para sentirse inquietos.
Mientras escuchaba las discusiones en sordina, con los ojos clavados en la copa, a Lessay se le ocurrió por primera vez que a lo mejor lo que Luis XIII quería no era engrandecer a Francia ni a la Corona, sino simplemente privar a cuantos le rodeaban de todo aquello que le daba jugo a la existencia: el dinero, la voluptuosidad, el orgullo y hasta la libertad de jugarse la vida cuando a cada uno le viniera la gana. Para que todos fueran tan tristes, castos y desgraciados como él.
Afortunadamente se dio cuenta a tiempo de que era el vino el que hablaba y tuvo el buen sentido de guardarse la reflexión para sí. Aunque debía de haber sonreído sin darse cuenta porque, cuando levantó los ojos, la marquesa de La Valette le miraba con curiosidad amable y una pizca de coquetería desde el otro extremo de la habitación. Lo que le faltaba.
Sonrió, esta vez conscientemente, y se acercó a intercambiar con ella cuatro nimiedades. Era sorprendente lo que había engordado aquella mujer en los últimos tiempos. En la época en la que había estado a punto de hacerla su esposa, aquella medio hermana de Luis XIII, hija de Enrique IV y de una de sus últimas amantes, tenía una cara llenita y simpática, y un cuerpo pulposo en el que no faltaba de donde agarrar. Pero en algún momento de los tres últimos años se había convertido en una hembra fondona con doble papada que no habría desmerecido entre las remeras de la galería de la reina madre. Y aunque todavía no había cumplido los veinticinco, seguro que a La Valette le parecía que le sobraba una década. La pobre debía de verse en verdaderos aprietos para arrinconar a su marido, aunque fuera de Pascuas a Ramos.
Después de la que le había montado por dos revolcones a destiempo… Mucho más le había escocido a él perder la dote de seiscientas mil libras contantes y sonantes y los diez mil escudos de renta anual que Luis XIII le había arrebatado en las narices para entregárselos a La Valette. A lo mejor, la próxima vez que le viera podía preguntarle a quién se parecía la niña que su mujer había parido a los nueve meses de la boda. Y que fuera lo que Dios quisiera.
Se le escapó una risita tonta y se disculpó torpemente ante la dama. Aquello era una bobería. Ambos llevaban ya en el cuerpo los costurones que atestiguaban lo que valía la palabra de Luis XIII. Era de idiotas darle más alegrías.
Lo preocupante era que La Valette y él no eran los únicos que tenían cuentas pendientes e intereses contrapuestos entre los partidarios de Gastón.
Soissons, el primo del rey, sólo quería impedir la boda porque aspiraba a quedarse él con la mano de la riquísima pretendiente. El coronel Ornano, que exigía un puesto en el futuro Consejo Real, se había unido a la causa por complacer a Charlotte de Montmorency. Y ella se dejaba cortejar sin confesarle que si estaba en contra del matrimonio de Gastón era sólo porque quería que el príncipe se comprometiera con su propia hija. Alexandre de Vendôme, el gran prior, aspiraba a arrebatarle el cargo de almirante de Francia al mismo duque de Montmorency con el que departía amablemente en aquel instante. Y ni siquiera estaba claro que todos desearan ver coronado a Gastón. César, el Gran Bastardo, estaba convencido en el fondo de su corazón de que era él, como primogénito de Enrique IV, quien merecía sentarse en el trono. Le guardaba a su hermanastro el rey un odio profundo por los desprecios que le había soportado en la infancia, pero de momento lo disimulaba atacando al cardenal de Richelieu:
—¡Lo que no podemos permitir es que nos gobierne una gente que no debería ocuparse más que de su breviario! —Tenía clavada su mirada azul y metálica en los ojos estrábicos del duque de Montmorency, tratando de arrancarle, sin éxito, un asentimiento.
En eso era en lo único en lo que estaban todos de acuerdo. Había que quitar de en medio al cardenal. Los más tímidos habían sugerido la prisión. Otros pensaban que iba siendo hora de que Richelieu sufriese un accidente desafortunado. Pero también se había hablado alguna vez de asesinarlo de manera pública, como correspondía a un tirano. El cardenal no sería el primer favorito al que hubiera habido que quitar de en medio de manera expeditiva. El mismo coronel Ornano había sido uno de los que habían mandado al otro mundo a Concino Concini a las puertas del Louvre, hacía ocho años.
Pero había una gran diferencia entre uno y otro. La eliminación de Concini la había ordenado, en secreto, el propio rey. Y Luis XIII no iba a permitir ni en sueños un ataque al cardenal. La política de Richelieu no era al fin y al cabo sino el reflejo de su propia voluntad rígida y autoritaria.
Lessay parpadeó varias veces y se frotó los ojos. En aquel momento las voces que le rodeaban le resultaban un todo indistinto envuelto en una nebulosa. Imposible distinguir las ideas razonables de las barbaridades. Además, tenía que vaciar la vejiga.
Decidió aprovechar para despejarse un poco. Se excusó con la compañía y en lugar de acudir a un guardarropa bajó al patio. Entró en una cuadra para aliviarse sobre la paja y cuando terminó se quedó un rato a la intemperie.
Lloviznaba otra vez y el aire soplaba muy frío, crudo y afilado como un vidrio roto. Se había dejado el sombrero y la ropa de abrigo arriba y las manos se le congelaron enseguida, pero dejó que el agua le calara durante un buen rato.
Cuando decidió regresar, Marie también se había escabullido del dormitorio del coronel y le aguardaba en lo alto de la escalera, con una copa de vino en la mano. Iba vestida de azul grisáceo, con un jubón bordado en hilo de plata, ajustadísimo. La camisa blanca asomaba entre los botones y el escote dejaba a la vista la garganta hasta el límite de lo mostrable. Los cabellos los llevaba trenzados, apartados del rostro, excepto por los caracoles que le rozaban la frente y las mejillas. Sus ojos, siempre cambiantes, parecían en aquella penumbra más pardos que grises.
Le hubiera encantado saber cuántos de los que discutían allí dentro se habían dejado engatusar por ella. Él la conocía tan bien que estaba convencido de que hacía años que se había vuelto inmune a sus zalamerías. Pero quién sabía. Lo mismo no era sino un tonto más y no se daba ni cuenta.
Se sacudió el pelo mojado y ella le dedicó una sonrisa angelical:
—¿Me perdonáis que no os haya avisado de que íbamos a ser tantos?
—Si lo llego a saber, no habríamos venido. Es una imprudencia —la regañó.
La duquesa se encogió de hombros:
—Más lo habría sido dejar marchar a Montmorency sin haber utilizado toda la artillería para convencerle.
En eso tenía razón. El apoyo de Montmorency significaba el apoyo de todo el Languedoc. Fuera lo que fuese lo que se decidieran a intentar, le necesitaban. Y de momento, ni siquiera las visitas del pintor Rubens y de lord Holland a Chantilly habían logrado persuadirle.
La indecisión del duque no era un problema de exceso de prudencia, sino de lealtad. Hacia un rey que le ninguneaba y le maltrataba de manera vergonzosa. Desde luego, Luis XIII demostraría que era un auténtico imbécil si conseguía poner en su contra a un hombre como aquél. Pero ellos tenían que estarle agradecidos por cómo se estaba comportando. Si lograban que Montmorency se comprometiera con su partido aquella noche, aun con los sentidos entontecidos por el vino, podían considerarlo una victoria. Una vez dada su palabra, el duque era demasiado noble para dar marcha atrás.
—En fin, era de esperar que se hiciera de rogar —suspiró Marie, dándole un sorbito a su copa—. Los Montmorency siempre tienen que llamar la atención para sentirse más importantes que los demás. Del primero al último.
Lessay sonrió. Marie había tenido más de un conflicto de precedencia con los familiares del duque en la Corte. Le tomó la copa de entre las manos, le dio un trago breve y se la devolvió con una mueca. Estaba aguadísima:
—Montmorency hace bien en ser prudente. A mí tampoco me convencen las propuestas de Inglaterra, ya os lo he dicho. Buckingham ofrece demasiado. Nos ha dado prácticamente carta blanca para pedir las tropas y el dinero que necesitemos.
—Porque quiere bien a la reina, lo sabéis perfectamente.
—¿Y está deseando verla libre de un marido impotente para que pueda casarse con un joven aguerrido y lúbrico como Gastón? —se burló—. Vuestros amigos ingleses quieren desembarcar en Francia con todo su poder y que nosotros les recibamos con los brazos abiertos. Luego, a ver cómo nos deshacemos de ellos.
—A mí no me preocupa en absoluto —respondió Marie con cabezonería—. Los ingleses me han tratado mucho mejor que el rey y el cardenal.
—Sobre todo uno de ellos.
—Sobre todo uno de ellos —concedió ella, mirándole a los ojos con una coquetería desarmante—. Y vos seréis un bobo si no aprovecháis para sacar partido. ¿No queréis ser duque de una vez?
Lessay sabía que Marie tenía razón. Con Luis XIII y Richelieu, su posición en la Corte pendía de un hilo. No podía esperar ni nuevos cargos ni favores. El rey le tenía demasiadas ganas… En cambio, Ana de Austria le estimaba sinceramente. Holland le había asegurado su amistad. Y Gastón era un crío que apenas había salido hacía un par de años de las faldas de las mujeres. Tenía un carácter tan maleable que, a poco que le bailaran el agua, se dejaría guiar con los ojos cerrados.
Se dejó caer contra la pared, pensativo. Le costaba todavía un poco fijar la vista:
—¿Y si al final Gastón no se atreve y nos deja con el culo al aire? Ya le habéis visto ahí dentro, con esos aires pomposos. Está jugando a ser un príncipe.
Marie soltó una carcajada alegre:
—En eso no voy a llevaros la contraria. Gastón tarda más en tomar una decisión que si tuviera que parirla. Pero no os preocupéis tanto. —Dibujó un camino sobre su pecho con dos dedos, hasta enredarlos en uno de los mechones de pelo mojado que le caían sobre los hombros—. No os sienta bien.
No acababa de convencerle. Si Lessay tenía algo claro era que el visto bueno de España era imprescindible. Sobre todo si estaba en juego el futuro de Ana de Austria. Y el duque de Buckingham acababa de enviar una imponente flota de noventa naves al asalto de la ciudad de Cádiz. Dudaba mucho que Madrid viera con buenos ojos una alianza con el hombre que acababa de declararles la guerra abierta.
Le cogió la mano a su prima y le acarició los dedos:
—Creo que sigue siendo mejor esperar antes de comprometerse. Aún no hay nada maduro. Sed cuidadosa cuando os escribáis con Holland. ¿Cuándo llega a París?
—No lo sé. Tenía previsto venir a principios de diciembre a entrevistarse con el rey a propósito de la reina de Inglaterra, pero ahora se hace el remolón —respondió, despectiva.
No le quedó más remedio que reírse:
—Vendrá. Lo sabéis muy bien. Y aclararemos lo que haga falta. Pero mientras tanto, sed precavida. Ya hay demasiada gente al corriente. Ornano es tan insensato que les ha escrito a varios gobernadores de provincias pidiéndoles su colaboración, y no me extrañaría un pelo que alguna de esas cartas acabara donde no debe. No pongáis por escrito nada que nos comprometa ni a vos ni a mí. —La duquesa ladeó la cabeza con una expresión reacia. Lessay la sujetó por la barbilla y le enderezó la cara—. Hablo en serio, Marie. Prométemelo.
—Que sí… —suspiró ella, con un aleteo de pestañas exasperado y muy poco convincente.
En fin. Iba a tener que conformarse con eso. Si al menos lograran ganarse a Montmorency… Pero estaba complicado. El rey acababa de expulsarle prácticamente de la Corte mandándole de nuevo al mar a cumplir una misión estúpida y él seguía empeñado en agachar la cabeza, tragarse sus desprecios y pudrirse todo el invierno rodeado de agua en la condenada isla de Ré.
Incluso le había estado insistiendo durante el almuerzo para que le acompañase, tratando de engatusarle con que la paz no estaba firmada todavía y no era imposible que viesen un poco de acción. Lessay se había reído y le había acusado de querer enredarle en su fastidiosa encomienda sólo para cargarle con parte de su aburrimiento. No se le había perdido nada en un islote en medio del mar. Además, ahora mismo, ni una guerra contra el Turco le habría hecho abandonar París de buen grado.
Y Montmorency sería el primero en comprenderlo si supiera quién era la mujer que le retenía.
Había tenido que morderse la lengua cien veces para no contarle nada. Pero había prometido discreción y cumplía. Aunque con tanta prudencia, le sobraban dedos en una mano para enumerar las citas que habían tenido desde su encuentro en la iglesia de Saint-Séverin.
Eso sí, las recordaba enteras de cabo a rabo. Entrecerró los ojos y le acarició el cuello y la nuca a Marie, pensando en otra carne, palpitante y desnuda. Ella permanecía recostada contra el muro, lánguida. Le rodeó el talle para acercarla hacia él, pero su prima le apartó la mano y se desembarazó con una carcajada:
—¡Ah, no, nada de niñerías, monsieur! —Sacudió la melena trenzada—. Nuestros amigos nos están esperando. Lleváis tanto tiempo aquí fuera que seguro que piensan que le habéis ido con el cuento al cardenal.
Lessay se separó del apoyo de la pared, con desgana, se enderezó el atuendo y se resignó a volver a la reunión. Pero aún no había dado dos pasos cuando su prima le cogió del brazo, reteniéndole. Rió, remedando el gesto de agarrarla de nuevo:
—¿Habéis cambiado de opinión?
Marie ignoró su broma:
—Tengo una pregunta que haceros. —Bajó la voz—. ¿Habéis visto a Serres hoy?
—La verdad es que no. —No había reparado en ello, pero no le había visto aquella mañana—. ¿Por qué?
—Qué extraño. Le esperaba esta tarde en mi casa, pero no ha aparecido…
—¿Y eso? Creía que habíais terminado con él.
—¡Oh, terminar! ¿Quién sabe cuándo termina algo de verdad?
Y con un guiño desvergonzado y un revoloteo de faldas abrió la puerta y se escabulló de regreso a la cámara del coronel.
Lessay entró tras ella. El ambiente estaba mucho más agitado. Los unos se quitaban la palabra a los otros, contradiciéndose, pero al parecer había un nuevo y peligroso punto de acuerdo. Si había que alzarse en armas no podía ser tan sólo para deshacerse del cardenal.
Luis XIII, con su cuerpo quebrantado y sus agudos ataques de melancolía, no era la persona adecuada para ocupar el trono de Francia. Lo más cristiano, aseguraba el gran prior, era declararlo incapaz y no apto para el gobierno. Recluirlo en un monasterio donde pudiera vivir rodeado de todas las atenciones que su salud requería hasta el fin de sus días. El pueblo lo comprendería. En diez años no había sido capaz de engendrar un heredero. Y no se le conocían bastardos. Estaba claro que él era el estéril de la pareja real. Y a ojos de la gente sencilla, un rey incapaz de procrear era un rey abandonado por Dios. Sólo había que repetirlo desde los púlpitos. Tenían que reunir cuanto antes las armas y el dinero necesarios, levantar las provincias, tomar París si hacía falta y apoderarse del rey.
Soissons puso a disposición del partido cuatrocientos mil escudos y Longueville sumó a la oferta ochocientos hombres a caballo. César de Vendôme quería tantear a Saboya y al duque de Nevers, y la rolliza marquesa de La Valette ofreció su plaza de Metz en nombre de su marido, en caso de que Gastón necesitara refugio. Lessay le puso una mano en el hombro a Montmorency. El duque callaba, pero no podía ignorar que el mero hecho de escuchar aquellas declaraciones sin denunciarlas ya constituía traición.
Los ojos del hermano del rey brillaban de entusiasmo silencioso. Encendió otra vez su pipa y su primo Soissons sacó otra del bolsillo. Las osadas propuestas alternaban con razonables instancias a la prudencia. Y Lessay no podía creerse que fuera él, que ni siquiera estaba aún sobrio del todo, el único que estuviera pensando lo que estaba pensando.
Encerrar al rey en un monasterio… Se decía rápido. Y Gastón parecía honestamente convencido de que era posible.
Una cosa era hablar abiertamente de asesinar a Richelieu. Pero nadie se había atrevido siquiera a mencionar la posibilidad de alzar la mano contra Luis XIII. Y menos aún su hermano. Habría sido más que un crimen. Un sacrilegio impensable. Un regicida no podía ni soñar en conquistar el favor del pueblo.
Pero nadie entre los que estaban allí ignoraba que no había nada más peligroso que un rey desposeído. Un rey sin corona sería siempre un estandarte en torno al que tarde o temprano podían acabar agrupándose los descontentos. Una potencia extranjera. Incluso la mitad de los que estaban ahora mismo en aquella habitación, si acababan decepcionados con la otra mitad.
Observó a conciencia a los presentes. Estaba seguro de que todos lo sabían. Un rey vivo y destronado sería una constante espada de Damocles sobre sus cabezas.
Eso sí, una vez recluido en un monasterio… ¿Quién tenía la culpa si la canícula le hacía contraer alguna fiebre incurable? ¿Si el frío de un invierno rudo se lo llevaba por delante? ¿O si le sentaba mal cualquier alimento? Al fin y al cabo, siempre había padecido de los intestinos. Lo importante era que todo ocurriese de modo que pareciera natural. No había otra solución.
Luis XIII tenía que morir.