19

Bernard se agarró el sombrero para evitar que se lo llevara el viento y giró la cabeza, a ver qué gritaba esta vez Charles:

—Es una locura seguir con la que está cayendo. No se ve tres en un burro. ¿Por qué no te rindes y nos volvemos de una vez? —voceaba, lastimoso, por encima del fragor del aguacero.

—Nadie te obliga a venir. Date tú la vuelta, que la broma te va a costar el traje. —Rió. Ni la capa encerada iba a librarle de que se le colara aquel aluvión de agua.

Ya llevaban más de medio trayecto, volverse era una sandez. Además el viento ya no golpeaba tan fuerte como hacía un rato y, a pesar de las protestas de Charles, la lluvia estaba amainando. No duraría mucho más. Pero volvió a escuchar la voz quejumbrosa de su amigo:

—Es que es una tontería que no te vuelvas tú también. Según nos acerquemos al río, eso va a ser un barrizal. No vas a poder seguir. Te vas a llenar de barro hasta las cejas para nada.

Ni se molestó en contestarle. Charles llevaba rezongando y poniendo pegas desde que habían salido de París. Después de lo que había porfiado para que le dejara acompañarle, Bernard no se explicaba su actitud.

No tenía que haber cedido. Se había encontrado a su paisano esperándole en el patio del hôtel de Lessay, de buena mañana. Por lo visto se había pasado la noche sin dormir, atenazado por un pálpito de que algo iba a sucederle en el trayecto, y se negaba a dejarle partir solo. No había tenido más remedio que cargar con él. Pero el bobo estaba tan impresionado por su propia imaginación que no paraba de buscar razones para que cambiaran la ruta o se volvieran a casa.

Puso al caballo al trote y Charles dejó de protestar. Ir deprisa era la única forma de callarle, porque le costaba mantener el ritmo con la yegua de alquiler resabiada y desobediente que alguien le había endilgado por un dineral.

El camino se estrechó. Charles le había dicho que por allí había salteadores, pero Bernard estaba seguro de que, aunque los hubiera, no se les ocurriría atacar a dos jinetes armados. Y encima su amigo llevaba dos pistolones cargados en las alforjas. Cuando había intentado endosarle uno, él se había reído en sus barbas. Ni que estuvieran atravesando la retaguardia española…

—¿Quién va a emboscarse para robar cuatro cuartos en medio del diluvio universal? Como no sea Noé con el arca, aquí no hay cristiano que se avecine.

Pero Charles miraba a un lado y a otro del camino como si de veras pensara que iba a arremeterles un barco desde la espesura, amedrentado a pesar de los pistolones.

Estaba claro que tanta poesía y tanta dama gazmoña habían vuelto a convertir a su camarada en un blando. No era que hubiera sido muy recio nunca, pero ahora se ahogaba en un vaso de agua. El único peligro que corrían en un día como ése era el de acabar agarrando una pulmonía.

Pero cuanto antes terminara con aquel encargo, mejor. No había que olvidar que si estaba allí era por calzonazos. Que Marie le mangoneaba como quería y que iba a acabar metiéndose en un lío a cambio de nada. Y todo porque era tan memo que aún no había sabido hacérselo pagar en carne, como le había recomendado Charles.

—Ya me dirás qué esperas conseguir con esto. —El chirrido agorero de su amigo le sacó de su ensoñación—. ¿Has vuelto a meterle mano a la cabritilla? Nones. Y como te cojan con esos papeles encima, te juegas la cabeza.

Ni que le hubiera leído el pensamiento. Era la primera cosa sensata que le había salido de la boca en toda la jornada, pero estaba tan cansado de oírle quejarse que no iba a darle la razón en nada. Además, el otro día le había dado exactamente el consejo opuesto, que siguiera ejerciendo de correo. Se hizo el loco y no contestó.

Poco a poco el aguacero fue mudando en llovizna. Quizá hasta acababa por salir el sol y podían sentarse un rato en el muro de piedra que había a la entrada del convento a tomarse una buena sidra. La última vez las monjas le habían dado a probar también una deliciosa compota de ruibarbo y un pan recién horneado. Relajó un poco las riendas de su montura y el caballo se puso al paso. Charles aprovechó para arrimarse, aliviado de no tener que seguir dejándose las piernas con aquella mala yegua:

—Es encomiable que hayas decidido convertirte en un héroe y que no le temas al peligro. Hasta te puedo escribir una oda. Pero ¿no se te ha ocurrido que a lo mejor esas cartas no son lo que piensas?

Bernard le escuchaba sólo a medias. Atravesaban un bosquecillo y en algunos tramos había que agacharse para evitar los arañazos de las ramas. Charles juró entre dientes un par de veces, pero él siguió adelante, sin inmutarse:

—¿Qué quieres decir?

—Imagínate que no son simples cartas de amor sino que Ana de Austria le está contando secretos de Estado a Buckingham para vengarse del rey. ¿Te gustaría tener parte en algo así?

Bernard detuvo el caballo y le miró, incrédulo. Charles tenía las cejas enarcadas, como si lo que hubiera dicho fuera una ocurrencia brillante. No parecía estar de broma. Aun así, él se rió en sus barbas y sacudió la cabeza levantando los ojos al cielo:

—Estás loco. La reina nunca haría algo así.

Pero recordaba a la perfección la mirada humillada de Ana de Austria la noche en que el rey había dejado que sus perros la atacaran…

No. Se negaba a darle oídos. Estaban hablando de la reina de Francia. Ana de Austria no traicionaría jamás su deber sagrado. Ni siquiera Marie se atrevería a organizar una barbaridad semejante. Bueno, de eso último no estaba tan seguro. Pero no iba a reconocer que Charles había despertado su inquietud.

Las cartas sólo eran pamplinas de enamorados. Nada más. Y las palabras no eran hechos. Las palabras no eran nada.

Su amigo achicó los ojos con aire ladino:

—A lo mejor uno de esos papeles se lo manda tu duquesa a Holland y estás ayudándola a que te ponga los cuernos. Si es así, serías el mensajero más pánfilo que hayan parido los cielos.

Bernard se quedó pensando. La mención de Holland le había revuelto algo en las tripas y el gusano hambriento de la duda empezó a corroerle por dentro. No comprendía a su amigo. Era como si le dijera aquellas cosas para provocarle, para sabotear su misión. Y por los clavos de Cristo que lo estaba consiguiendo, porque ahora no sabía a qué atenerse.

Seguían parados en mitad del camino embarrado. Charles miraba a un lado y a otro ojeando la espesura de modo aprensivo. De pronto se inclinó sobre la silla como si se le hubiera ocurrido una idea brillante:

—Ábrelas.

—¿Qué dices?

—Las cartas. Ábrelas. Así salimos de dudas.

¿Salimos? ¿A Charles qué le importaba? Aquí el único idiota era él, Bernard de Serres, con todas las letras. Iba a darle una respuesta desabrida pero se contuvo. Si su amigo le decía aquellas cosas, por algo sería. No en vano era el más listo de los dos.

Pero no podía ser:

—¿Cómo las voy a abrir? Si rompo el sello, lo sabrán.

Se escuchaba a sí mismo y no se lo creía. ¿Qué hacía dando explicaciones? Tenía que negarse sin más. Ni sello roto ni entero. Las cartas ajenas no se abrían. Y menos las de la reina.

Y sin embargo…

Charles le agarró el brazo:

—Nos inventamos cualquier cosa, algo se me ocurrirá. Es que si le estuvieras haciendo de alcahuete a Holland sería para ahorcarse…

Maldito fuera. Se sacudió su mano:

Sangdiu. Qué mosca cojonera. No aguanto más.

Se sacó el paquete que llevaba guardado en un bolsillo de un tirón y deshizo la cinta del envoltorio de piel que protegía los papeles. Dentro había otro paquete de papel, lacrado. Rompió el sello. Contenía dos cartas. Charles se acercó todo lo que permitían los caballos y aproximó la cabeza hasta rozarle con el sombrero:

—¿Esa letruja es de la reina?

Bufó. Como si él no se hubiera dado cuenta. En el exterior de una de las cartas, una letra elegante y cuidada había trazado el nombre del duque de Buckingham. Pero en la otra, el nombre del destinatario estaba escrito con una letra ligera e irregular. E iba dirigida a Holland. Con los dedos tiesos de rabia, rompió el lacre de la segunda y la desplegó:

Mi adorado hereje:

Poco me amáis si secundáis la cobardía de monsieur de Buckingham y dudáis de regresar a Francia como me habíais prometido. No puedo soportar la idea de imaginaros rodeado de pérfidas mujeres inglesas, que quizá sean bellas, pero, creedme, ninguna os amará como yo os amo.

Arrugó el papel sin miramientos. No quería leer más. Ramera mentirosa. Zorra traidora. Y él, un ratón ciego y sordo. Un miserable desgraciado. Arrojó la carta al suelo con todo el rencor que le desbordaba el ánimo.

Charles gritó y saltó de la silla para rescatar la carta del barro. Agachado en el camino, se puso a limpiar el pliego con la manga de la ropilla y le miró, sacudiendo la cabeza como un lunático:

—Pero ¿qué haces?

Bernard le indicó que se callara con un gesto de la mano y apretó la mandíbula. Le daba igual la prudencia. Lo tenía muy claro:

—Esa carta no la entregamos. Por mí se puede quedar ahí en el fango al que pertenece. La otra, no sé todavía.

Sopesó el otro pliego sellado, con indecisión. Lo que debería hacer era darse la vuelta, arrojarle los papeles a Marie a la cara y mandarla al infierno. No pensaba volver a caer en sus redes aunque se lo suplicara como Dios la trajo al mundo y las piernas tan abiertas como la puerta de Saint-Martin. Se rascó la barbilla, indeciso. La carta que le quedaba en la mano sí era de Ana de Austria. Y no quería fallarle a la reina.

Charles se había metido la carta culpable en la faltriquera y había vuelto a subir al caballo:

—¿Nos volvemos a París, no? —preguntó con ansiedad—. Ya pensaremos lo que vamos a hacer.

Le dio la vuelta a su montura pero Bernard le ignoró. ¿Por qué tenía que verse él en semejantes dilemas? Lo que de verdad le apetecería sería castigar a Marie con una buena azotaina. Pero eso no podía ser. De pronto se iluminó. Acababa de tener una idea. La iba a pagar con su misma moneda. A terco no le ganaba nadie.

Llamó a Charles con un silbido:

—No nos volvemos.

—¿No?

—No. Escucha lo que vamos a hacer. Ahora seguimos hasta el convento. Entregamos la carta dirigida a Buckingham y dejamos que el otro barbilindo se coma los bigotes esperando en balde unas letras de su manceba. —Frunció las cejas—. Y cuando la requiera desesperado con algún mensaje, no se lo entrego a ella. Es decir, que desde ahora abro todos los paquetes y me deshago de todas las cartas de Holland o para Holland. ¿No me ha pedido que haga de correo entre la reina y Buckingham? Pues eso es lo que voy a hacer, nada más. Y que se pudran de inquietud y de miseria.

Su amigo le observaba decepcionado:

—Entonces, ¿seguimos adelante?

—Venga, que ya hemos perdido bastante tiempo.

Charles vaciló. Parecía que quería poner alguna pega, pero no se le ocurría qué más decir. Finalmente, acortó las riendas de su montura, convencido:

—¡Pues adelante de una maldita vez! ¡Vamos más rápido o se nos van a revenir los huevos con tanta lluvia!

Salieron a la carrera, entre los árboles, levantando barro y gritando obscenidades contra Holland. Bernard se sentía mejor después de haber tomado su decisión, pero todavía le quedaba una inquietud en el cuerpo de esas que sólo desaparecían a porrazos o cabalgando hasta que se le desollaran las posaderas.

El camino volvió a salir a terreno despejado y se encontraron casi con un lodazal. Bernard aminoró el paso. Había que tener cuidado. La semana anterior había tenido que ayudar a un campesino a sacar un carro estancado. Se resignó a avanzar despacio un trecho y miró de reojo a su amigo, que tenía el rostro colorado después de la galopada. En cuanto salieron del lodo y regresaron a la arboleda, le retó:

—Te echo una carrera hasta el río. A ver si tienes hierro o lana en esas piernas.

Charles dudó, con razón. A sus pies se abría una cuesta abajo pronunciada y resbaladiza después de las lluvias. La yegua de alquiler no iba sobrada de fuerzas, y su paisano tampoco era buen jinete. No como él, que desde crío se había hartado de galopar a pelo en el caballo de su padre por bosques y costaneras como un pequeño salvaje.

Pero su amigo era orgulloso y dijo que sí con la cabeza. Bernard sonrió. Iba a endurecerle a base de desafíos.

Charles lanzó a su montura pendiente abajo, como si lo que tuvieran delante fuera una pradera abierta, y en un instante le cogió varios cuerpos de ventaja. Bernard chasqueó la lengua, le imitó con un grito salvaje y rió de puro entusiasmo al sentir el golpe del viento en la cara. El sendero desaparecía a cada poco entre charcos, troncos caídos y follaje, y las ramas de los árboles lo atravesaban de tal modo que había que ir agachando la cabeza para sortearlas. A cada curva perdía de vista a Charles.

Aceleró el galope. Era muy raro. Su pequeño berberisco era valiente, tenía el pie seguro y el galope franco, y aun así no conseguían alcanzar a la yegua. Se abrió un pequeño claro y por fin divisó con claridad al inconsciente de Charles. Bajaba sin control, agarrado a las riendas y derrapando entre el fango.

Se estaba acercando a una poza de agua a toda velocidad y Bernard entrecerró los ojos, previendo lo que iba a ocurrir.

La yegua pegó un quiebro, intentando esquivar el charco en el último momento, pero sus cuartos traseros resbalaron y, antes de que pudiera gritar un aviso, jinete y montura se vieron rodando por el suelo. Charles consiguió salir a tiempo de debajo del caballo y extendió las manos para amortiguar el golpe, pero aun así rodó colina abajo y su cabeza chocó con una piedra solitaria. Luego se quedó completamente inmóvil.

Bernard se bajó del caballo a toda prisa y corrió hacia él para socorrerle. ¿Y si lo había matado? No quería ni pensarlo. Se agachó. Los cabellos rubios de Charles estaban manchados de sangre. Por Cristo que se había abierto la cabeza. Le dio la vuelta con todo el cuidado del que fue capaz. Tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta, pero las venas de su cuello se hinchaban y se deshinchaban rítmicamente. Respiraba. Le tocó la cabeza con suavidad. La herida no parecía demasiado profunda.

Estaba tan absorto en comprobar si Charles vivía que sólo entonces se apercibió de un ruido que se acercaba por detrás de ellos. Eran pasos. Se volvió, con la mano en la empuñadura de la espada y la otra en el pecho del herido, a modo de protección, y alcanzó a distinguir la sombra de un hombre embozado al tiempo que un dolor sordo le estallaba en la sien y le atravesaba el cerebro sin piedad.