18

Las perdices estofadas humeaban incitantes en la fuente de plata. A su lado, un plato de coles hervidas las acompañaban con rancia dignidad, flanqueado por una hogaza de pan blanco. Luis XIII aspiró el aroma del ajo y el tomillo y cerró los ojos tratando de paladear el sabor de la carne aliñada en su imaginación. Una pulsión dolorosa en la muela desbarató el momento de paz y le hizo suspirar con amargura.

La mirada solícita de Baradas, su joven gentilhombre, atrapó la suya desde el otro lado de la mesa:

—¿No os complace la cena, sire? —Vestía un jubón blanco tan liso e inmaculado como su rostro de doncel. Ya había cumplido los veintiuno, sólo tenía tres años menos que él, pero parecía mucho más joven y sabía aprovecharlo para que todos le tuvieran por inocente y un tanto simple. Aunque no lo era en absoluto.

—No tengo apetito —mintió el rey, e hizo un gesto evasivo con la mano—. Comed vos. Son las que cazamos ayer.

Baradas nunca le acompañaba de buen grado al campo. Encontraba fastidiosa la vida al aire libre y prefería permanecer en París entre faldas de mujeres y otras tentaciones. Pero a menudo forzaba su inclinación natural por complacerle, sabiendo que él acabaría por recompensarle con alguna prebenda o nuevos favores.

Le vio dudar antes de probar bocado. Era una de las cosas que le gustaban de él. Que no olvidara su posición y no se tomara demasiadas libertades en su intimidad, ni siquiera ahora que había despedido a sus lacayos y estaban completamente solos. Al fin y al cabo, hacía sólo unos meses no era más que un oscuro gentilhombre al servicio de los Pequeños Establos del Louvre.

Luis XIII se había aficionado a él de tal modo, que no podía pasarse sin su presencia. Le gustaba estar a solas en su compañía, aislado del veneno del enjambre de los grandes señores. Baradas no pertenecía a la clientela de ninguno de ellos, ni dependía de nadie. Era suyo sólo, y él tenía buen cuidado de que no aceptara regalos ni prebendas de nadie más.

Le animó a comer una vez más, con un gesto de la mano. Él llevaba todo el día en ayunas. Una muela podrida le había convertido la boca en un pozo de tortura maloliente. Masticar le resultaba imposible y estaba más que hastiado de sopas y pan migado. El doctor Héroard había decretado que no había más remedio que extraer la pieza enferma.

Él se había resistido recordando el aspecto de viejo desdentado que su padre había adquirido a una edad temprana por culpa de las muchas muelas que le faltaban. Pero la virulencia del ataque, que ya le había inflamado el cuello y llegaba casi hasta el oído, iba a hacerle claudicar. Quizá aquella misma noche.

Baradas chupó un hueso de cordero con delectación, sujetándolo con sus dedos largos y finos. Luis XIII contempló sus labios carnosos, brillantes por la salsa, con una mezcla de disgusto y envidia. Agarró su copa y bebió con precaución, haciendo correr el vino de la mejilla izquierda a la derecha para lavar la muela asediada. No le había hablado a casi nadie de su tormento. Prefería sufrir solo. No necesitaba la falsa compasión de ningún cortesano calculador.

Un golpe de viento estremeció los cristales distrayéndole de sus pensamientos. Otra noche de temporal. De pronto, Baradas dejó caer la cabeza sobre el plato y se llevó las manos a los oídos como si le molestara algún ruido, aunque la habitación estaba en silencio.

Iba a preguntarle qué le ocurría, cuando su gentilhombre se incorporó y le miró de un modo extraño. Sus ojos castaños parecían más redondos y oscuros, y tenía la boca curvada en una mueca arrogante que no le había visto nunca. Entonces alzó el dedo índice en una advertencia impertinente y dijo:

—Si el niño malcriado no quiere comer, habrá que recurrir a la vara.

Aquélla no era la voz de Baradas. La sangre se le heló en las venas.

Así solía hablarle el advenedizo. El fantoche italiano al que su madre había otorgado todo el poder. Sólo él se atrevía a amenazarle con la vara cuando era niño.

Concino Concini. Muerto y enterrado. Acribillado en la misma puerta del Louvre como él lo había dispuesto. Tiroteado y cosido a cuchilladas por media docena de gentilhombres. Ajusticiado como un César corrupto. Él mismo había contemplado con sus propios ojos el cadáver del italiano, su rostro negro de pólvora, destrozado por las balas que le habían atravesado la frente, la garganta y las mejillas; los despojos de sus ropas; sus joyas y su espada en las manos de sus ávidos ejecutores.

Pero aquéllos eran sus gestos y su voz, aunque el cuerpo fuera el de Baradas. Mudo de espanto, Luis XIII le escuchó reír con el mismo cacareo satisfecho y ultrajante del florentino:

—¿Creíais que os habíais deshecho de mí? —La mano de su gentilhombre reptó por el mantel y se aferró a su brazo como un grillete de hierro—. No podéis escapar de vuestros crímenes. Vuestra semilla está seca. Muy pronto dejaréis este mundo, y Leonora y yo os estaremos esperando al otro lado.

Se puso en pie de un salto y empujó a Baradas con todas sus fuerzas, volcando la mesa y las dos sillas. Su gentilhombre se desplomó inconsciente en el suelo y comenzó a agitarse presa de feroces espasmos, como atenazado por el gran mal. El vino le había manchado la pechera del jubón blanco; ahora estaba tan rojo como el del italiano el día de su muerte. Luis le propinó una patada rabiosa y retrocedió dos pasos. Le faltaba el aire y la muela le iba a volver loco de dolor. Respiró hondo.

No había sido cosa de su imaginación, ni mucho menos una broma. El espíritu de su odiado enemigo había regresado por un momento a atormentarle, a anunciarle su propia muerte.

Echó mano a una espada de ceremonia que colgaba del respaldo de una silla y acarició el pomo, concentrado. Si volvía a ocurrir algo así estaba dispuesto a atravesar a su gentilhombre con tal de librarse de aquel demonio una vez más. En esta ocasión, con sus propias manos.

Se acercó a él, con pasos quedos. Baradas había dejado de agitarse y su pecho se movía rítmicamente. Dormido.

Apretó los puños, avergonzado de su miedo. ¿Quién era aquel vil aventurero italiano para amenazarle? No se arrepentía lo más mínimo de haber ordenado su muerte. Había cumplido con su obligación librando a Francia de aquella alimaña ambiciosa. El único recuerdo que le atormentaba era el de su esposa, Leonora Galigai, la condenada florentina que había pedido ayuda al diablo para convertirle en estéril. La ejecución de aquella mujer sí le había llenado el alma de un remordimiento pegajoso que le roía por dentro, tenaz como un cáncer. Malditos fueran los dos. Que ardieran en el infierno por siempre jamás.

Abrió la ventana, enrabietado, y recibió el golpe del viento con los párpados abiertos, desafiante. Miró a los cielos con el ceño fruncido.

El brillo de un relámpago en la distancia volvió a sobrecogerle y le rogó al Todopoderoso que tuviera la misericordia de enviarle una muerte cristiana. No el trance oscuro y terrorífico que intuía cada noche en sus sueños y le encogía el alma.

Muy pronto, había dicho el fantasma.