17

El alborozo se le vino abajo de golpe y entró en casa con el humor torcido.

Se encontró a Pascal acodado a la ventana, de espaldas a la puerta. A su lado, un individuo con sotana negra le rodeaba los hombros con un brazo, mientras con la mano libre le señalaba algo en el cielo. Charles reconoció la figura chata y la calva del abad de Boisrobert. No era una sorpresa agradable.

Se acercó. Lo que el abad señalaba en lo alto, aprovechando la caída de la tarde, era la luz de Venus. Le estaba contando al mozo la historia del nacimiento de la diosa, describiéndole cómo había surgido en medio del mar, entre la espuma que brotaba de las criadillas de Urano. Al oírle, se dio la vuelta, con calma, y le sonrió:

—Pasaba por aquí cerca y he subido a saludaros. El joven Pascal me ha dicho que no tardarais en regresar.

El mancebo se encogió de hombros, dándole a entender que no había podido hacer nada:

—Monsieur me ha estado contando historias de lo más curiosas. —Se rió—. ¿Sabéis que el lucero de la tarde era una mujer muy hermosa que estaba casada con un cojo gruñón?

Charles se fijó en que el abad guardaba todavía una mano sobre el hombro del chico. Agarró a Pascal del brazo y le apartó de él. A Boisrobert no se le escapó la maniobra. Su mirada ofendida lo dejó muy claro. Pero a él le dio igual. Se quitó el sombrero y la ropa de abrigo, se lo entregó todo al mozo y le ordenó que cerrara la ventana y los dejara a solas.

La presencia del abad le resultaba embarazosa. Había sido un error acudir a él el día que había dado muerte al gentilhombre de La Valette y dejar que le viera tan vulnerable. Llevaba evitándole desde entonces. Y ahora se le metía de rondón en casa.

Boisrobert se inclinó sobre la mesa y se puso a hojear el tomo del Mercurio:

—No sabía que os interesasen tanto las gacetas. Supongo que sabéis que desde que el cardenal es el jefe del Consejo, el Mercurio no publica una línea sin que él dé el visto bueno. Una pena que ahora no quiera oír hablar de vos… Pero seguro que cuando transcurra un tiempo y se le pase el mal humor le encuentra alguna utilidad a una pluma ágil como la vuestra.

Charles le miró de soslayo. Las palabras del abad daban a entender que no tenía ni idea de sus nuevos tratos con el cardenal a través del padre Joseph. Mejor. No quería tener que hablar con él de su decisión de traicionar a Bernard. Estaba convencido de que el abad le haría preguntas inoportunas y le haría sentirse incómodo.

De su propuesta no sabía qué decir. Era tentadora. Y se estaba mostrando generoso proponiéndose como intermediario con Richelieu una vez más. Pero no quería deberle más favores.

—Gracias —gruñó entre dientes—. Dejad que me lo piense.

El abad lanzó un suspiro exasperado y alzó los ojos al techo:

Mon cher Montargis, no niego que no eche de menos nuestros vis a vis del jardín de las Tullerías. Pero os informo de que desde hace una semana tengo un nuevo lacayo, alto, rubio y hermoso como un serafín, que me tiene perfectamente entretenido. —Le guiñó un ojo—. Así que podéis relajar las nalgas de una vez.

Charles notó que se le subían los colores:

—No es eso. Quiero decir que os agradezco de verdad la propuesta y desde luego que la acepto, pero no es ésa la razón por la que he estado ojeando el Mercurio…

Dudó, pero al final le pudieron las ganas de compartir sus averiguaciones con alguien. Le habló de todo lo que había discurrido el día anterior sobre los versos de Nostradamus, las muertes de los tres Enriques y su empeño en hallar elementos comunes entre ellas. Empeño que de momento no había arrojado más resultado que el descubrimiento de que, por lo visto, los ríos tenían una curiosa tendencia a desbordarse antes de que se produjera la muerte violenta de cualquier monarca.

Lo último lo dijo en tono de broma, para quitarle solemnidad a la cosa, porque Boisrobert le miraba muy serio de repente.

—¿Por qué no dejáis el asunto de una vez? El cardenal no quiere que sigáis con ello y estáis demasiado comprometido. No es sensato y no vais a sacar nada en claro leyendo papeles viejos.

—Si os digo la verdad, yo también estoy casi convencido de que es una pérdida de tiempo —admitió—. Ayer estuve todo el día leyendo y no me sirvió de nada. Eso sí, no sabía que a Enrique IV habían intentado asesinarle varias veces. Tenía un corazón muy compasivo. Perdonó a varios y alivió los suplicios de otros cuantos al comprender que eran simples perturbados.

—Os cuesta imaginaros a Luis el Justo haciendo gala de la misma generosidad, ¿no? —preguntó el abad, malicioso.

Charles sacudió la cabeza:

—Bueno, no sé si yo lo llamaría generosidad. Parece casi imprudencia. No se protegía. Estaba convencido de que su buena suerte iba a librarle de todo. Quizá si hubiera dado un ejemplo más severo no habría terminado como terminó.

Le mostró las páginas que había estado leyendo, pero el abad ni las miró. Hizo un gesto con la mano para que apartara el libro, se arremangó con desembarazo la sotana y se sentó en una silla con actitud de estar dispuesto a quedarse un buen rato:

—O quizá habría dado lo mismo.

—¿Qué queréis decir?

—Que todos los que intentaron asesinarle eran visionarios. Pobre gente. Un batelero al que unos jesuitas le habían prometido la gloria eterna, monjes fanatizados; un pañero, más sodomita que el humilde abad que os habla, ansioso por redimirse… —enumeró—. Lo que quiero decir es que nadie en su sano juicio atentaría abiertamente contra la vida de un soberano, por mucho oro que le ofrecieran. Las tenazas, los hierros al rojo, el descuartizamiento… Suelen dar que pensar. Pero a los dementes no les disuaden los suplicios ejemplarizantes.

—Así que, según vos, esta vez también será un loco o un accidente. —Tomó asiento frente al abad—. ¿De eso es de lo que previene al rey la última estrofa del mensaje inglés? ¿Qué sentido tienen entonces el asesinato de los correos ingleses, las cartas desaparecidas, la muerte del paje del rey Jacobo que reclutó a los mensajeros, ese tal Percy Wilson?

Al escuchar aquel nombre, los ojos del abad se nublaron:

—Bueno, a veces son los cuerdos los que les proporcionan los cuchillos a los locos.

—No creáis que no lo he pensado —exclamó, excitado—. Dejadme que os enseñe algo que leí ayer…

Se puso en pie de un salto, hojeó el tomo del Mercurio y se lo tendió al abad, abierto por la página que contaba cómo después de que Ravaillac apuñalara al rey un misterioso grupo de hombres armados había surgido del fondo de la calle, clamando contra el asesino y dispuesto a ejecutarle. Y cómo, cuando los gentilhombres del rey los habían interceptado, se habían dado la vuelta con la misma rapidez y habían desaparecido.

—Os veo venir. ¿Os preguntáis si acaso la misión de los enigmáticos hombres de negro no sería impedir que Ravaillac pudiera hablar?

Charles asintió:

—Aunque quienes casi le matan, por lo que he leído, fueron los mismos gentilhombres del rey en un primer impulso. Menos mal que el duque de Épernon mantuvo la cabeza fría y actuó con rapidez para impedírselo, porque el resto de los grandes señores estaban paralizados.

—En efecto. Admirables reflejos —recalcó Boisrobert entrecerrando los ojos—. Casi, casi como si fuera el único al que el ataque de Ravaillac no le hubiera pillado totalmente por sorpresa…

Charles no estaba seguro de haber entendido:

—¿Acaso estáis diciendo…?

Pero el abad bostezó, aburrido:

—Yo qué sé lo que estoy diciendo, mon cher ami. Estoy harto de política y de muertes. ¿Por qué no me invitáis a una copa de vino y me leéis algo que hayáis escrito últimamente?

Charles se puso serio:

—Otra vez me queréis dejar fuera.

—Por la Virgen que sois cansino. ¿No podéis aceptar que estoy hastiado del asunto? ¡Soy poeta, no consejero de Estado! —bufó y maldijo la hora en que el cardenal le había mostrado el endemoniado mensaje inglés. Había sido pura mala suerte. Si Richelieu se hubiera dado cuenta antes de que el asunto era tan serio, seguro que lo habría guardado en secreto y a él le habría dejado en paz. En vez de eso, llevaba meses mareándole con los detalles más nimios de la vida y la muerte de los reyes de Francia y encomendándole misiones que estaban hechas para hombres de otro temple.

Estuvo rezongando un rato, antes de confesarle de mal humor que el cardenal quería mandarle de vuelta a Londres. La reina Henriette le había reclamado para que la ayudara a aliviar la melancolía que le producía estar lejos de Francia. Y el cardenal quería que aprovechara el viaje para averiguar si Angélique Paulet podía haber cruzado el canal.

Pero él no tenía ninguna gana de volver a Inglaterra. Richelieu ya le había incrustado en el cortejo que había acompañado a la hermana de Luis XIII a Londres la primavera pasada para que indagara sobre los mensajes de Jacobo, y había salido escaldado de la misión.

—Me pasé la mitad del tiempo enfermo por culpa de ese clima bárbaro y la otra mitad haciendo equilibrios para no caer en desgracia. —El abad seguía malhumorado, pero su irreprimible vena jocosa iba invadiendo la diatriba—. Lord Holland no paró de perseguirme… Muy lindo, muy peripuesto, pero un conspirador y un envidioso. ¡Y qué forma de destrozar el francés! No sé cómo madame de Chevreuse se entendía con él fuera de la cama.

Charles alzó una ceja. Aquello era muy raro. ¿Por qué iba a enconarse un hombre de la posición de Holland con alguien tan insignificante como el abad?

—Algo tendría contra vos…

Boisrobert le miró de reojo:

—Bueno, digamos que cometí la pequeña imprudencia de remedarle cuando trataba de hablar francés, delante de unos amigos. ¡Fue una divertida e inocente imitación! Pero mi pequeña actuación tuvo tanto éxito que madame de Chevreuse se enteró y me pidió que la repitiera en su presencia. ¿Cómo iba a sospechar nada? —preguntó, desvalido—. Le ofrecí una interpretación completa, poniendo todo mi entusiasmo en exagerar los modos del inglés. Y os juro que ella lloraba de la risa. Sólo me enteré al día siguiente de que tenía escondidos a su amante, al rey de Inglaterra y a otros cuantos personajes de la Corte detrás de una tapicería. Holland se sintió tan humillado que se dedicó a hacerme imposible el resto de la estancia.

Charles ni siquiera intentó reprimir las risas. Condenada mujer. Metía en problemas a todo el que se le acercaba. Él se lo había advertido a Bernard el primer día. Si el muy mentecato le hubiera hecho caso, las cosas no estarían como estaban ahora mismo y no tendría que haber sorpresa alguna aguardándole al día siguiente en un cruce de caminos.

Pero no quería pensar en ello, ni que el abad le distrajera con sus historias:

—Contestadme al menos a una cosa. Eso que habéis dicho antes sobre el duque de Épernon… ¡No podéis lanzar la piedra y esconder la mano así! Si él hubiera instigado el asesinato de Enrique IV… ¿Por qué iba a impedir que los gentilhombres del rey dieran muerte en el sitio a Ravaillac? ¿Por qué arriesgarse a que le delatara durante los interrogatorios?

El abad se encogió de hombros:

—Vos mismo lo decís. No tiene sentido. Los rumores no siempre tienen fundamento…

Seguía rehuyendo el tema:

—¿Qué es lo que no me queréis contar? Primero sacáis a relucir el asunto y luego no queréis que os pregunte.

Sang de Dieu, muchacho. Lo he dicho por decir. Por el placer de hacer un comentario malicioso —replicó el abad, atosigado.

—No es verdad.

—Os conozco. Vais a empezar a darle vueltas a la cabeza. Y vais a llegar a conclusiones precipitadas.

—No me puedo creer que no confiéis en mí. Después de todo lo que he hecho. Casi me dejo el pellejo en casa de mademoiselle Paulet y ahora no queréis decirme…

El abad le interrumpió con un resoplido derrotado:

—Está bien, me rindo. Pero dadme algo de beber, al menos.

No le quedaba vino. La noche anterior había liquidado todas sus reservas con Bernard. Envió a Pascal a buscar una botella a una taberna de la plaza y de repente, sin venir a cuento, se acordó de la hermana de su paisano. En cómo les perseguía para que la dejaran jugar con ellos de niña y cómo, un buen día, sus llantos y protestas se habían convertido en miradas lánguidas y tímidas sonrisas. Tenía las hechuras robustas de su hermano y no era muy bonita. Pero al parecer se había pasado un mes entero llorando cuando él se había marchado de Pau.

Si las cosas salían mal, tendría que escribirles a ella y a su madre para contarles que Bernard no iba a volver a casa.

Pascal regresó con el vino y Charles lo sirvió, consciente de que sólo había respondido con monosílabos a los intentos de charla ligera de su invitado y de que éste llevaba un rato mirándole con curiosidad. Intentó un par de comentarios jocosos para despistarle. Pero no podía quitarse de la cabeza que al día siguiente, a aquella misma hora, podía estar escribiendo la terrible carta.

De pronto, un grito proveniente del otro cuarto les hizo sobresaltarse a los dos. Se escuchó una especie de revoloteo, unos pasos agitados y el ruido de unas cacerolas estrellándose contra el suelo. Se dieron la vuelta a tiempo de ver un minúsculo petirrojo pasar aleteando por encima de sus cabezas y posarse sobre los libros de la estantería. Pascal entró corriendo detrás de él y se quedó clavado en el centro de la estancia, con la misma expresión de terror que si se tratara de un buitre leonado.

—Se ha colado por la chimenea, monsieur —balbuceó—. ¿Creéis que es el mismo que llama por la ventana?

El pajarillo les contemplaba a los tres con la cabeza inclinada.

Charles le respondió con un juramento. ¿Cómo podía montar tanto escándalo por un bicho de ese tamaño? Pero no se le olvidaba lo que le había dicho el mozo aquella mañana y esta vez no tenía ganas de reírse. Casualidad o no, el ave se había colado en su casa mientras pensaba en Bernard, con las treinta monedas de plata que había cobrado por traicionarle aún en el bolsillo. Y tenía la desagradable sensación de que era a él a quien el pajarillo venía a buscar, para acusarle.

Afortunadamente, Boisrobert hacía honor a su pasado libertino y no era supersticioso. Abrió la ventana con una carcajada y se puso a agitar los faldones de la sotana para asustar al petirrojo y desalojarlo de su refugio, sin parar de reírse de Pascal hasta que lograron sacarlo de la casa. Charles se unió a las bromas pero más por disimulo que por ganas. Aquella tontería le había dejado mal cuerpo.

Decidió volver a la carga de inmediato con el asunto de Épernon para quitarse al pajarraco de la cabeza. Pero no hizo falta, Boisrobert había vuelto a acomodarse en su silla y antes siquiera de catar el vino le espetó:

—Decidme, ¿de dónde era Ravaillac?

—De Angulema.

—Villa de la que era y sigue siendo gobernador el duque de Épernon, que, como todos sabemos, no amaba demasiado al rey Enrique IV.

—Puede ser una casualidad.

—Puede. Pero Ravaillac se ganaba la vida solicitando procesos en el Parlamento de París para ciudadanos de su provincia. Entre ellos monsieur de Épernon, que le había encargado varios negocios. No hay duda de que al menos se conocían.

—Pero si Ravaillac hubiera sido su hombre de mano, el duque no habría impedido que los gentilhombres del rey le mataran allí mismo. ¿Por qué iba a arriesgarse a que hablara?

—¿Olvidáis a vuestros misteriosos hombres de negro? —El abad apuró el vino y se sirvió un segundo vaso—. A ver qué os parece esta historia… Imaginad que un poderoso noble de dudosa lealtad a su rey traba conocimiento en la ciudad que gobierna con un iluminado convencido de que Dios le ha encomendado que extermine al tirano que se ciñe la corona. Qué tentación, alentar la imaginación del loco, ponerle en contacto con un puñado de monjes fanáticos, mantenerle informado de los movimientos del rey, favorecer su encuentro… Pero el gran señor conoce la Corte al dedillo. Sabe lo rápido que circulan los rumores, que nadie ignora su difícil relación con Enrique IV. Y el ejecutor es originario de Angulema. Eso podría vincularle con él. De modo que detiene el brazo de los gentilhombres justicieros y ordena que nadie toque al asesino. Ese simple gesto le absuelve de toda sospecha. Entonces, unos misteriosos embozados aparecen al galope clamando venganza, se arrojan sobre el regicida y le dan muerte antes de salir huyendo sin que nadie pueda identificarlos. Por desgracia, cuando llega el momento, los gentilhombres del rey reaccionan antes de lo esperado, les cierran el paso y los hombres de negro tienen que dispersarse sin llevar a cabo su cometido.

Charles agachó la cabeza, meditabundo. El relato del abad era muy seductor, pero estaba basado en meras suposiciones:

—El caso es que no le mataron y aun así Ravaillac no habló. ¿No os parece que eso exculpa al duque de Épernon?

—Seguramente. Aunque también es posible que el pobre diablo ni siquiera fuera consciente de que alguien le había utilizado. Que no dijera nada porque nada sabía. Pero que, aun así, monsieur de Épernon no estuviera tranquilo. ¿Quién sabe lo que puede salir de la boca de un hombre sometido a tortura?

—¿De qué habláis ahora?

El abad se sirvió un tercer vino y respondió con otra pregunta:

—¿Qué día murió el rey?

—El 14 de mayo.

—¿Y qué día condujeron al asesino a las mazmorras del Palacio de Justicia?

Charles hizo memoria. Tenía la lectura reciente:

—El 17 de mayo. Después de pasar dos días en el hôtel de Retz, a donde le habían conducido después de su detención por su cercanía al lugar del asesinato. —Entonces cayó en la cuenta—. Del 14 al 17 no van dos días. Van tres.

Una sonrisa de satisfacción tensó los mofletes del abad:

—Pensad un poco. El rey acaba de morir. Todo el mundo está paralizado. El Delfín tiene ocho años. Alguien tiene que tomar las riendas. Épernon es el coronel general de la Infantería. En un abrir y cerrar de ojos moviliza a las tropas acantonadas en París y, mientras la Corte sigue aturdida, él ya ha convencido a María de Médici para que reclame la regencia. Apenas una hora después del crimen entra en el Parlamento espada en mano arengando a los magistrados y, sin dejarles tiempo de deliberar, consigue que le entreguen el poder a la reina viuda. En esas condiciones, ¿creéis que alguien iba a discutirle que reclamara al prisionero para interrogarlo personalmente antes de entregarlo a la justicia? Entre el 16 y el 17 de mayo, Ravaillac estuvo encerrado en el hôtel del duque de Épernon. ¿Quién sabe lo que pasó en esas horas? Quizá sólo se aseguró de que en efecto el iluminado no sabía nada que pudiera comprometerle. O tal vez le convenció de que le convenía guardar silencio. Al fin y al cabo era el gobernador de Angulema y conocía a su familia.

Charles frunció los labios. No se quería dejar llevar por la imaginación del abad.

—Siguen siendo conjeturas. Estáis culpando a Épernon de ser eficiente y tener dotes de mando. No hay pruebas de nada.

—¡Por supuesto que no hay pruebas! Estamos hablando de uno de los señores más poderosos de Francia. Sólo casualidades y extrañas combinaciones de acontecimientos… —El abad le miró por encima del vaso con una sonrisa de falsa inocencia—. Debéis haberlo leído. Durante los interrogatorios Ravaillac declaró que no había querido matar al rey antes de que se celebrara la ceremonia de Consagración de María de Médici para evitar causar confusión en el reino. Singular sabiduría política para ser un demente… Porque lo cierto es que si el día del asesinato la reina no hubiera estado ya coronada, el Parlamento quizá le habría negado la regencia y se la habría entregado a alguno de los parientes masculinos de Enrique IV. Y adiós poder e influencia para el duque de Épernon.

—Pudo ser…

—Dejadme acabar. El 14 de mayo era el único día en que el crimen era posible. La coronación de la reina se celebró el día 13. El 15 la Corte en pleno salía de caza. Para el 16 estaba establecida la entrada solemne de la reina y el 17 Enrique IV partía a la guerra. El 14 era el único día en que Ravaillac podía sorprender al rey en París sin escolta y acercarse a él, pero ¿cómo habría podido saber todo eso un pobre miserable recién llegado de provincias sin que alguien le informara?

—¿El cardenal piensa como vos?

Boisrobert alzó las manos en un gesto defensivo:

—Su Ilustrísima tiene la obligación de ser mucho más prudente que un simple poeta. Jamás pensaría algo así sin disponer de pruebas. —Pero su tono de voz daba a entender lo contrario de lo que decía.

Charles comprendió. Las acusaciones eran demasiado graves y el personaje al que afectaban demasiado poderoso. Si no se había probado nada en su momento, a nadie en sus cabales se le iba a ocurrir ponerse a escarbar entre los escombros tantos años después.

—Entonces, a pesar de todo lo que me habéis contado, ¿nadie inquietó nunca al duque?, ¿nadie dudó?

El abad hizo restallar sus labios regordetes:

—Hubo una mujer, un año o así después del asesinato, una tal Jacqueline de Escoman, que servía en casa de unos familiares o de una amante de Épernon, no recuerdo bien. Apareció contando que su señora había recibido a Ravaillac en su casa y les había oído planear el asesinato del rey o algo parecido. Parece ser que hubo un magistrado que la creyó e intentó abrir una investigación. Pero en cuanto el duque le amenazó de muerte, el pobre hombre cambió de opinión de inmediato. De cualquier modo, la mujer era una desgraciada, una loca, y su historia no tenía ni pies ni cabeza. Acabaron encarcelándola por falso testimonio. Hace unos años circulaba por ahí un pasquín que logró escribir en su celda y en el que contaba toda la historia, pero ni siquiera sé si seguirá viva a estas alturas…

—Lo que no entiendo es… —titubeó. El terreno que iba a pisar era resbaladizo—. Cómo es posible que estemos vos y yo aquí, esta tarde, dándole vueltas a todas esas… extrañas combinaciones de acontecimientos, quince años después de lo ocurrido, y que sin embargo María de Médici no sospechara nada. Que le otorgara su confianza sin reservas a Épernon.

El abad se encogió de hombros y volteó su vaso vacío:

—Su Majestad la reina madre no estaba demasiado interesada por las cuestiones de Estado en aquella época. Ni siquiera acudía al Consejo, a pesar de que el rey le había concedido un asiento en él. Pero desde el día de su boda había vivido la humillación constante de compartir su posición con las amantes de su esposo. Épernon le entregó la regencia, la autoridad suprema, la situó por encima de todos los príncipes de la sangre… No es difícil comprender que no quisiera pararse a prestar oídos a habladurías.

Charles bajó la voz:

—Lo que estáis diciendo es que el duque de Épernon no fue el único gran beneficiado por la muerte del rey…

—Ni se os ocurra repetir lo que estáis insinuando.

—Yo no…

—Vos sí. —Le cortó el abad, severo—. Ya que tanto os preocupa lo que opina el cardenal de vos, calculad lo que pensaría si os escuchara discurrir así sobre su valedora.

Se disculpó, abrumado por la acritud del abad, y Boisrobert se puso de pie, dando por concluido el tema con un par de palmadas en sus robustos muslos, apuró la botella que había vaciado casi sin ayuda y se acercó a su silla. Se apoyó en el respaldo, como la otra vez, y retomó sus lamentos sobre el empeño del cardenal en enviarle de nuevo a Londres.

Charles sintió su aliento vinoso cerca del oído y se juró a sí mismo que si le tocaba, aunque fuera con un dedo, llegaría a Inglaterra sin nariz y sin dientes.

Aunque mejor prevenir que remendar heridas. Se levantó, recogió de los pies de la cama la capa del abad, se la puso sobre los hombros y le empujó hasta la puerta, sin más miramientos. Le había contado muchas cosas interesantes, pero su compañía empezaba a ponerse peligrosa.

Una vez a solas, se dejó caer de nuevo en la silla y se dispuso a trabajar en la obra de teatro, pero aunque se obligó a permanecer frente a los papeles varias horas, le era imposible concentrarse. A medida que avanzaba la noche le iba creciendo dentro una inquietud que no le dejaba trabajar. Apartó los versos y regresó a las crónicas que había dejado esparcidas sobre la mesa la noche anterior.

De pronto le pareció escuchar un repiqueteo en la ventana. Se forzó a no levantar la cabeza. Era noche cerrada. A aquellas horas no había pájaros revoloteando. Se concentró de nuevo en la peregrina historia que contaba el Mercurio. Un tal Dubois, que se había alojado en la fonda Les Quatre Rats junto a Ravaillac poco antes de que éste acuchillara al rey, les había contado a los investigadores que el diablo se había aparecido en la habitación que compartían, en la forma de un perro negro y temible. Interrogado por los jueces, el regicida había confirmado la historia. Él también había visto al animal, por la noche, sobre su cama. Era gigantesco y de aspecto feroz. Una visión del averno.

El tañido en los cristales no se detenía sino que se hacía cada vez más insistente, más rápido. Depositó la pluma sobre la mesa y se acercó a la ventana muy despacio. No se atrevía a abrir. Finalmente respiró hondo, empuñó la manilla y empujó el batiente con decisión. Un par de gruesos goterones le mojaron el rostro. Otros tantos fueron a estrellarse contra la hoja de vidrio que permanecía cerrada, con un golpeteo sonoro y espaciado.

Respiró aliviado. No era más que lluvia. Menudo majadero. Volvió a cerrar la ventana y se apoyó contra el cristal, con los brazos cruzados y la cabeza gacha, mientras escuchaba cómo el repique de las gotas sobre el vidrio se iba acelerando poco a poco, hasta que se fueron haciendo indistinguibles unas de las otras y la llovizna se convirtió en aguacero.