Perfecta. Charles trazó un breve floreo en el aire y se dispuso a estrenar su nueva pluma. Había pasado toda la mañana rebuscando en imprentas y librerías. Por primera vez en mucho tiempo llevaba encima dinero de sobra, así que además de hacerse con las crónicas y memorias que buscaba había acabado cargando con una recopilación de versos de Malherbe, el Adonis del caballero Marino y una docena de plumas de cisne de la mejor calidad, secas y limpias, pero sin tallar. Le gustaba hacerlo él mismo. Había heredado la mano firme y ágil de cirujano de su padre y así conseguía que la punta tuviera el grosor exacto.
Nada más llegar a casa había colocado en la estantería los libros de poemas y había apilado sobre la mesa el Diario del reinado de Enrique III de Pierre de L’Estoile, el Discurso que sobre su asesinato había escrito un monje jacobino, la Historia de la Muerte Deplorable de Enrique IV y el primer tomo de El Mercurio Francés. Con eso tenía de sobra de momento. Había decidido concentrarse en los dos reyes más cercanos, los dos que habían sido asesinados. Si sacaba algo en claro, ya tendría tiempo de remontarse más lejos.
Pero sus primeras lecturas le decepcionaron. El Diario no era más que una colección de sucesos del reinado de Enrique III que un abogado del Parlamento de París había extraído de los cuadernos privados del secretario del rey, hacía tres o cuatro años. Se lo había recomendado con mucha labia un librero de la calle de la Harpe, pero no decía nada sobre el tema que le interesaba.
El Discurso del monje resultó algo más jugoso. El autor era un dominico fanático que celebraba sin disimulos el asesinato del último rey Valois. Según él había sido un ángel, ni más ni menos, quien le había encomendado al regicida Jacques Clément que acabara con la vida del tirano que había firmado la paz con los herejes hugonotes. Contaba que una mañana el buen fraile había pedido ver a Enrique III, pretextando que tenía que entregarle un mensaje en mano, y nada más acercarse le había clavado un cuchillo en el vientre. No había habido tiempo de interrogarle. Los guardias se habían arrojado de inmediato sobre él y le habían matado a alabardazos allí mismo. El suplicio destinado a los regicidas sólo había podido cumplirse sobre su cadáver.
A Charles le admiraba la inquina regocijada con que estaba escrita la crónica, y el rabioso autor le había hecho reír contando cómo a la muerte de Enrique III, su favorito, monsieur de Épernon, «se había echado a llorar como un ternero» a los pies de su lecho. Le costaba reconciliar esa estampa con la imagen formidable que tenía del viejo duque.
Decepcionado, puso a un lado los impresos que trataban de Enrique III, abrió el grueso volumen del Mercurio por las páginas correspondientes a 1610 y buscó en el índice el asesinato de Enrique IV.
De inmediato una frase le saltó a los ojos: «Nadie ignora hoy que esta desgracia le había sido enigmáticamente predicha». El autor del texto decía que al rey le había sido anunciada repetidamente su desgracia por sabios, horóscopos y almanaques. Así como en las centurias de Nostradamus. La mención de las cuartetas casi le hizo saltar de emoción de la silla, pero no hablaban de ningún verso en concreto, todo eran referencias vagas que no le servían de nada.
Cogió el último librito que le quedaba. La Historia de la Muerte Deplorable de Enrique IV había sido redactada poco después del asesinato del rey por Pierre Matthieu, ilustre abogado, cronista, historiador y poeta, muy introducido en la Corte.
En aquel texto tampoco faltaban las alusiones a las predicciones y los avisos de los sabios: cometas, eclipses y conjunciones planetarias. Charles contuvo el aliento. El autor aseguraba que el río Loira se había desbordado con furor poco antes del asesinato del rey navarro. Y que lo mismo había ocurrido antes de las muertes de sus predecesores.
Leyó otra vez el párrafo, muy despacio: «En aquel tiempo no se hablaba más que del gran accidente que habría de llegar. Venían a la memoria varias predicciones sobre los planetas, los eclipses y las conjunciones de los planetas superiores. Leovicio había instado a los reyes nacidos bajo los signos del Carnero y la Balanza a que tuvieran cuidado. Los matemáticos consideraban que la estrella que habían visto al mediodía, el año anterior, era la señal de algún efecto siniestro. El río Loira se había desbordado con el mismo furor que en tiempos de las muertes violentas de Enrique II y Enrique III».
Cerró los ojos y volvió a verse de pie junto al muelle, la noche anterior. El agua alta y agitada. La arena de la orilla, sumergida. Sintió un desagradable repeluzno. No sabía cómo bajaría la corriente del Loira en aquellos momentos, pero él nunca había visto el Sena tan crecido.
Regresó a la lectura. Muchos detalles los conocía. La ceremonia de consagración de María de Médici la víspera del asesinato. La inquietud del rey durante la mañana de aquel 14 de mayo. Los preparativos de guerra. La decisión de ir a visitar a su superintendente de Finanzas que se encontraba enfermo. El recorrido en carroza descubierta para contemplar las decoraciones instaladas en honor de la entrada solemne de la reina que se celebraba al día siguiente. Las carretas que habían obligado al coche a detenerse en la calle de la Ferronnerie. El rey, sentado entre los duques de Montbazon y de Épernon. Un hombre que surge de repente junto a una de las ruedas y lanza tres cuchilladas. La muerte casi inmediata.
El cronista contaba cómo los gentilhombres del rey se habían lanzado sobre el regicida para matarlo. Pero el duque de Épernon, que sostenía al soberano en su agonía, había reaccionado con rapidez y frialdad, le había arrancado el cuchillo de las manos al asesino y había ordenado que nadie lo tocara.
Charles se quedó pensativo. Tanto Enrique III como Enrique IV habían expirado en los brazos del mismo hombre. Eso sí que era ser cenizo. Si él fuera Luis XIII, lo primero que haría sería mandarlo lejos una temporada. Por si acaso.
El famoso asesino de Enrique IV, François Ravaillac, había resultado ser un pobre diablo natural de Angulema, hijo de una familia arruinada. En su juventud había intentado ingresar en un monasterio, pero los monjes le habían desalojado al poco tiempo, espantados por sus delirios. Aseguraba que tenía visiones de fuego, sulfuro e incienso, que las voces del más allá le hablaban por las noches y que Dios le había elegido para ejecutar sus voluntades y liberar a Francia de un rey que planeaba hacerle la guerra a los buenos católicos.
Levantó la vista del libro. La luz tristona que había lucido todo el día empezaba a bajar. Se limpió los dedos. Algo repiqueteaba con insistencia contra los redondeles de vidrio opaco de la ventana. Se levantó a abrir. Un petirrojo aleteó sobresaltado, revoloteó arriba y abajo un momento y volvió a plantarse en el alféizar, mirándole con descaro. Por algún motivo, el animalillo llevaba dos o tres días haciendo lo mismo, todas las tardes a la misma hora.
Volvió a cerrar el batiente y el golpeteo empezó otra vez. Charles se dirigió al otro cuarto, donde estaban la cocina y el jergón de su criado. Cogió un mendrugo de pan de la fresquera y regresó a la habitación principal justo cuando Pascal entraba por la puerta de la calle.
El mozo traía un canasto de ropa blanca que había ido a buscar a casa de la lavandera. Depositó la cesta en el suelo y se le quedó mirando con una expresión peculiar de desconfianza. Charles le preguntó si había revisado cómo habían quedado los cuellos y los puños con ribete de blonda antes de pagar a la mujer y luego se dirigió a la ventana, tras la cual continuaba el incansable repique.
Pero en cuanto entreabrió la hoja de la ventana, Pascal pegó un salto, se coló por debajo de su brazo y volvió a cerrar de un golpe seco. Charles se le quedó mirando con el gesto torcido.
—¿Estáis loco? ¡No se os ocurra dejarlo entrar! —le reprendió el mozo, en el mismo tono que si él fuera el amo y Charles el criado.
El mancebo tenía tal cara de preocupación que le costó hablarle con severidad:
—Es un petirrojo, Pascal. No va a devorarnos.
—Un pájaro que entra volando en una casa es un anuncio de muerte. Todo el mundo lo sabe. Y más un petirrojo. ¿No sabéis que los envía el cielo? —El chico abrió los ojos, dándole a entender que sólo el mayor de los ignorantes podía desconocer algo así. Charles soltó una carcajada y su criado se dio la vuelta, enfurruñado, y empezó a sacar la ropa del canasto. Entonces pareció acordarse de algo. Metió la mano en un bolsillo y extrajo un papel lacrado. Se había encontrado en la plaza con un lacayo del hôtel de Lessay.
Charles desplegó el papel, impaciente. Era un billete de Bernard, escrito con una letruja apresurada. No podía comer con él, pero tenía que verle sin falta. Le pedía que le esperara despierto en su casa aquella noche. Sonrió, adivinando a qué venía la urgencia, y se guardó el billete. Luego regresó a sus papeles y la crónica de Pierre Matthieu sobre la muerte de Enrique IV. Había dos cosas que le llamaban la atención sobremanera de su relato.
Lo primero era algo extraño que había ocurrido justo después de que Ravaillac apuñalara a Enrique IV. El cronista contaba que del final de la calle habían surgido una decena de hombres vestidos de negro, a pie y a caballo, con las espadas desenvainadas, profiriendo blasfemias y gritos de muerte contra el asesino. Pero cuando uno de los gentilhombres del rey se había interpuesto entre ellos y el regicida, los asaltantes habían dado media vuelta y se habían perdido entre la multitud. Nadie había sabido nunca quiénes eran ni de dónde habían salido.
La otra curiosidad tenía que ver con el interrogatorio del asesino. Contara lo que contase la noche anterior el arquero Baugé sobre los talismanes que habían ayudado a Ravaillac a soportar la tortura sin dolor, lo cierto era que los jueces no parecían haber puesto demasiado a prueba su poder mágico. El Parlamento había ordenado que se sometiese al detenido a la cuestión por tres veces, en tres jornadas consecutivas. Pero sólo se había celebrado la primera sesión de tortura.
O tenían muy claro que el acusado era sincero o a Charles no le parecía que hubieran puesto demasiado empeño en las investigaciones.
Tomó nota de todo aquello y luego pasó el resto de la espera emborronando cuartillas con versos. Hacía tiempo que no tenía la pluma tan suelta.
Bernard no llegó hasta casi la medianoche, con una frasca de vino y cara de circunstancias. La duquesa de Chevreuse se las había apañado para entregarle otro paquete con cartas y él no había sabido decirle que no. Todo había ocurrido en apenas dos minutos y cuando estaban rodeados de gente.
Charles se echó a reír y le repitió el consejo que le había dado el día anterior en el patio del hôtel de Lessay. Que a la vuelta se negara a entregarle las cartas que trajera si no recibía un cobro adecuado en especie.
Bebieron un rato y, para que no volviera a cruzar París a aquellas horas, solo y a pie, le dijo a su paisano que se quedara a pasar la noche. Vaciaron la frasca de vino mientras competían en sagacidad estableciendo los particulares del pago que había que exigirle a la duquesa. Antes del alba, ya habían entrado en el trato dos doncellas de madame de Chevreuse, la nodriza de sus hijos, varias damas de la Corte y un par de criadas del hôtel de Lessay, y cuando Bernard se empeñó en meter a Isabelle en el recuento a modo de chufla, se mordió los labios y le dejó hacer, sin protestar.
Llevaban un buen rato dando cabezazos cuando Bernard se levantó para marcharse. Él se izó como pudo hasta la cama, se dejó caer de golpe y no fue capaz de despertarse hasta mediodía.
Se aseó a toda prisa, se vistió y atravesó la ciudad a paso ligero hasta el convento de los Capuchinos.
Esta vez el padre Joseph le recibió en el claustro del monasterio. Caminaron juntos bajo los soportales, mientras la llovizna caía sobre la piedra de la fuente y los macizos de plantas.
—¿Estáis seguro de que no saldrá con las cartas hasta mañana? —preguntó el capuchino.
—Seguro —respondió Charles—. Hoy va a pasar el día en Vincennes, cazando con Lessay y sus amigos que van a acompañar a Gastón. Me ha dicho que piensa salir mañana temprano para estar de vuelta a la hora del almuerzo.
El capuchino inclinó la cabeza con complacencia, detuvo el paseo y le lanzó una mirada al bies, por debajo de sus párpados caídos. Luego sacó una pequeña bolsa de cuero del bolsillo de su hábito marrón y se la puso en la mano:
—Yo habría preferido esperar a comprobar la verdad de vuestras informaciones. Sé que no nos mentís. Pero podéis estar equivocado. Sin embargo, ya conocéis la liberalidad de Su Ilustrísima.
Charles se guardó la bolsa, gratamente sorprendido. Estaba impaciente por salir del monasterio y abrirla para ver cuánto había dentro, pero le venció otra curiosidad:
—¿Cómo pensáis conseguir las cartas? Si la superiora del convento de Argenteuil está de acuerdo con la reina, no admitirá ni entregará nada.
El capuchino sonrió con una dulzura desasosegante. Su larga barba gris amarilleaba en torno a sus labios y tenía los dientes separados:
—Estáis verde aún, muchacho. Su Ilustrísima no piensa enviar a nadie al convento. No tiene la más mínima intención de enemistarse con la superiora, ni muchísimo menos con la reina.
—¿Entonces?
El padre Joseph le asió de la muñeca y reanudó su paseo, obligándole a acompañarle, como si estuviera aleccionando a un novicio rebelde. Charles era un palmo más alto que él, así que se veía obligado a andar en una incómoda postura, con el hombro inclinado, para seguirle el paso.
—Como supondréis, Su Ilustrísima jamás tendría la insolencia de interceptar la correspondencia de Su Majestad la reina. —Hizo una pausa y se mascó la lengua unos segundos—. Pero los caminos son peligrosos, sobre todo en invierno. No es imposible que a monsieur de Serres le asalte alguna cuadrilla de bandidos una vez fuera de París, en cualquier paraje solitario. Ni que le dejen sin caballo, sin botas y sin el contenido de la faltriquera.
Charles se detuvo en seco:
—Pero Serres se defenderá.
—¿Y bien?
—Que no creo que los bandidos del cardenal estén dispuestos a dejarse escabechar, padre. Una estocada mal medida y…
—Es una posibilidad.
—¿No hay otra forma?
El padre Joseph le miró con fijeza:
—Si necesitáis descargar vuestra alma, estoy dispuesto a escucharos en confesión.
Charles sacudió la cabeza. Aquélla era la última persona que escogería para confesarse. Además, no estaba muy seguro de que el sacramento de la penitencia tuviera valor alguno si seguía adelante con aquello que le provocaba los remordimientos.
—No hace falta. Estoy seguro de que cualquier decisión que tome Su Ilustrísima será la acertada.
El padre Joseph achicó los ojos, midiéndole, igual que hacía siempre. Finalmente se dio por satisfecho, le enlazó del brazo y le entretuvo un rato más. Le habló de literatura e incluso le recitó unos versos en latín de su poema épico contra los turcos. A Su Santidad el Papa le había gustado tanto su obra que la había calificado como la «Eneida cristiana», le dijo, con un timbre de orgullo que no convenía en absoluto a su humilde apariencia.
El capuchino se tomaba muy a pecho el asunto de la lucha contra el infiel en el Mediterráneo. Estaba convencido de que era posible convertir a los mahometanos y tenía planes de instalar escuelas cristianas en Argel, en El Cairo e incluso en Constantinopla. Pero sus versos eran planos y aburridos. Aunque a Charles no le quedó otra que elogiarlos. Nunca había que criticar a un autor cuando era rico o poderoso.
Tuvo que esperar a que las campanas llamaran a nona para poder abandonar el monasterio, y no se animó a mirar el contenido de la bolsa de dinero hasta que no llegó al portón de su casa. Desató los nudos y los escudos de plata tintinearon en la palma de su mano. Sonrió. No era tanto como la última vez, pero no estaba mal.
Guardó el dinero y empezó a subir los escalones de dos en dos. Aunque Richelieu se hubiese desentendido de su encargo, él pensaba volver a ponerse manos a la obra y escribir de una vez la obra de teatro que le había encargado. Por fin se le había ocurrido un buen tema: la historia de Dafnis, el humilde pastor a quien el talento poético le había permitido encumbrarse entre los dioses.
Iba ya ideando frases lisonjeras para la dedicatoria cuando de repente cayó en la cuenta. Abrió la bolsa otra vez y volvió a contar. No se había equivocado. Treinta escudos. Treinta monedas de plata. O era una rematada casualidad o el cardenal tenía un sentido del humor muy tortuoso.