Las manos de la duquesa Nicole se movían a toda velocidad sobre las teclas del clavecín. Estaba concentrada, con la mirada fija en la partitura, un bucle rebelde instalado sobre los ojos y un pedacito de lengua rosada asomándole entre los labios. Madeleine nunca hubiese imaginado que fuera capaz de un arrebato así. Con las mejillas encendidas y su vestido de brocado de color rojo parecía una fruta madura, rebosante de vida y pasión.
El negro clavecín lacado, por el contrario, tenía forma de ataúd. En la parte interior de la tapa había pintado un hombre joven, desnudo, con el pelo rizado y una corona de tallos verdes, que consolaba a una muchacha que lloraba. Dioniso y Ariadna. Debajo estaban escritas las palabras: «Est quædam flere voluptas».
Madeleine cerró los ojos. La música era alegre, rápida, llena de cambios de ritmo. Recordaba a una gacela en un bosque primaveral, saltando de un lado a otro sin poder decidirse por una dirección concreta. Jugaba a que la perseguían, pero no tenía miedo porque sabía que sólo el viento podía alcanzarla. Y el viento estaba enamorado de ella.
La melodía fue complicándose más y más, hasta que de pronto la duquesa dejó de tocar y suspiró, frustrada:
—¡He estado a punto! Pero no me sale. Es demasiado difícil. —Se apartó el mechón de la frente y se secó unas gotas de sudor con el dorso de la mano— ¿Qué os parece la pieza?
—Fresca, alegre, igual que un torrente al final del deshielo. —Se excusó alzando los hombros—. Disculpadme, no entiendo mucho de música.
Aun así había disfrutado de ella. Le hablaba directa al corazón, dándole alas.
—Sí que entendéis, un torrente al final del deshielo, qué bonito. Mi madre se alegrará de oírlo, se lo escribiré en mi próxima carta. Es una tocata de Frescobaldi, su músico favorito… —Perdió el hilo y la miró con las pupilas húmedas; concluida la música, su energía se había esfumado y había reaparecido su placidez habitual—. La echo de menos. París está tan lejos…
La madre de Nicole era sobrina de María de Médici y había acudido a la Corte de Luis XIII a pedirle ayuda en nombre de su hija para solucionar el conflicto que la oponía a su esposo, pero sus cartas se hacían esperar. Había caído enferma y todavía no había tenido demasiado éxito en su mediación.
Madeleine cogió a Nicole del brazo para consolarla, igual que Dioniso a Ariadna en Naxos, y la acompañó hasta la ventana. Los gruesos cristales coloreaban la luz que comenzaba a declinar y deformaban los contornos de la fuente que brotaba al fondo del patio. Permanecieron calladas, saboreando la quietud de la tarde y el poso de la música en sus espíritus.
La Corte de Nancy no era el pequeño refugio de tranquilidad que Madeleine había imaginado antes de llegar. Hacía sólo una semana que Nicole la había hecho venir desde la granja, y en ese tiempo había comprobado que los cortesanos eran rudos e indiscretos, las recepciones y banquetes, extenuantes, y las sesiones de justicia, un árido calvario para la pobre duquesa. La tensión de tener que aparecer junto a su marido en todos los actos oficiales le destrozaba los nervios.
Aunque los grabados y las monedas mostraban los perfiles de los dos esposos en dulce armonía, ambos se detestaban mutuamente. Cumplían con sus obligaciones en un silencio hostil procurando ignorarse el uno al otro.
La duquesa tampoco se sentía cómoda en las salas más grandiosas del palacio. Prefería refugiarse en sus habitaciones privadas, donde leía su libro de horas, se dedicaba a las labores y a la música o se ocupaba de sus conejos y sus gatos. Y hacía que la acompañara durante casi todo el día. Quería saber su opinión acerca de todo, y la escuchaba con atención y entusiasmo. Sólo se separaba de ella cuando tenía que atender alguna tarea de gobierno. Madeleine tenía la extraña impresión de que la utilizaba como escudo, como si su mera presencia pudiera protegerla de la mezquindad de su marido.
No lo comprendía muy bien pero no le importaba. Era agradable sentirse necesitada y poder corresponder de alguna manera a la generosidad de su protectora. Además, las dos sabían que su estancia en aquel lugar no era más que una tregua, una parada en tierra de nadie para recobrar fuerzas.
Ya estaba decidido. Su marcha era cuestión de días. En cuanto vinieran a buscarla. Había llegado una carta aquella misma mañana en la que la advertían de que estuviera preparada.
Acarició la fina lana de su vestido verde. No echaba de menos la granja, pero sí los paseos con la criada muda hasta la encrucijada de la piedra. Tanto que una noche de luna llena había hecho ensillar un caballo y había galopado hasta allí. Al llegar, se había encontrado con varias campesinas. Una de ellas había atado tres cordones de colores alrededor de la parte más estrecha de la roca.
Las mujeres habían explicado que traía buena suerte. Una aldeana del villorrio vecino llevaba dos días de parto y así esperaban salvarle la vida.
Nicole la distrajo con un murmullo nasal:
—Si Francia no me socorre, no sé lo que voy a hacer.
Madeleine parpadeó para abandonar sus recuerdos, que la habían atrapado como un ensueño, y tuvo que concentrarse para comprender de qué le estaba hablando la duquesa. Ella no sabía nada de política, pero le parecía que Nicole debería mostrar más espíritu si quería gobernar el país. Tenía que parecerse más a la gacela, al torrente de Frescobaldi, siempre en movimiento, resuelta.
Sin embargo, seguía empecinada en mirar a París como única salvación posible:
—Sólo tengo que aguantar un poco más. La reina madre no me abandonará. Le haré pagar a mi marido todos sus desaires y todo el mal que me ha hecho. ¿Os he contado que el año pasado hizo que un jesuita me exorcizara porque le parece cosa de hechicería que aún no tengamos hijos?
Los ojos de la duquesita brillaban de ira concentrada. No lo demostraba muy a menudo, pero el odio estaba allí, enterrado en su corazón, bajo capas y capas de buenas maneras.
Llamaron tímidamente a la puerta y un paje con librea roja y amarilla entró en la estancia y anunció la visita del duque de Lorena. Ambas se sobresaltaron y Madeleine se puso en pie. Era la primera vez que el marido de Nicole acudía a las habitaciones privadas de su esposa desde que ella estaba allí; hasta ahora, sólo le había visto de lejos.
Charles de Vaudémont tenía veintiún años y era alto, esbelto y moreno de pelo. Tenía un porte distinguido, una nariz afilada y los cabellos morenos y lacios. Vestía con un jubón acuchillado del color que en París llamaban de «español enfermo» y lo llevaba abrochado sólo con un botón para mostrar los encajes de la camisa. Nicole se burlaba en privado de su obsesión por seguir la última moda de la Corte francesa. El duque había pasado allí varias temporadas y siempre volvía deseoso de distanciarse de las costumbres de sus paisanos. En público, todo se le hacían elogios de su tierra y se había ganado el aprecio del pueblo; pero en privado no se hartaba de decir que en Lorena no había más que patanes.
Madeleine le contempló sin decir nada. Era buen mozo, aunque la expresión de sus ojos oscuros resultaba arrogante y calculadora. No hacía mucho habría rezado para que se fijara en ella, pero ahora sabía que no era oro todo lo que relucía y la presencia de un gran señor de aspecto galán no la ruborizaba como antaño.
Sólo le avergonzaba el recuerdo de lo simple que había sido en París, dejándose embelesar a tontas y a locas por un hombre del que no sabía nada, sin sospechar en ningún momento que estaba podrido por dentro. Desde el momento en que Lessay había puesto sus ojos en ella y la había sonreído, ella le había entregado su voluntad, sin más, sólo porque no tenía experiencia del mundo y porque estaba ansiosa por vivir… Tan deslumbrada, que el corazón noble de Bernard de Serres le había pasado desapercibido por completo, a pesar de que le había tenido a su lado desde casi el primer momento.
—Madame —dijo el duque, dirigiéndose a su esposa—. Disculpad que invada vuestra intimidad. Vengo a advertiros de un asunto grave.
Nicole trató de ocultar un estremecimiento:
—Debe de ser muy urgente si os trae hasta mis habitaciones.
—Lo es. Sería mejor que habláramos a solas… —sugirió, mirándola a ella, pero Nicole la agarró del brazo, como si por nada del mundo fuera a separarla de su lado.
—Mademoiselle de Campremy goza de mi entera confianza.
Su marido se encogió de hombros:
—Como gustéis. Venía a advertiros de que me han llegado preocupantes rumores sobre el confesor de vuestra alteza y esos arrebatos místicos que le atenazan de vez en cuando. Ya sabéis que en esta tierra llena de superstición la gente puede tomar sus inexplicables desmayos como signos de posesión diabólica. —Hizo una pausa—. O peor aún, de brujería.
Madeleine sintió la familiar punzada del miedo. El recuerdo de su cautiverio y la pesadilla de la hoguera la dejó paralizada.
—¿Por qué me contáis eso? —preguntó Nicole.
Su marido respondió con ligereza:
—Quizá deberíais buscaros otro confesor, aunque sé que le tenéis en mucha estima. No en vano fue quien os bautizó. Pero pensadlo bien, si se le condena por brujería, ¿dónde os dejaría eso a vos? —Sonrió. Tenía los dientes blanquísimos.
Madeleine hizo un esfuerzo por desprenderse del miedo pegajoso que envolvía su corazón como la resina de un pino y se estrechó contra Nicole, que le apretó más el brazo, agradecida. Su viejo confesor era el consejero que más apreciaba. Apartarle de ella era una crueldad. Y una condena por brujería seguramente le costara la vida. Otra maniobra más para aislarla.
Ningún otro crimen poseía el estigma que tenía la brujería, ningún otro podía destruir a quien conviniera quitar de en medio de la misma manera. El daño podía ser inmenso, bien lo sabía ella.
Y aquélla era tierra propicia para que prosperara una acusación así. Todavía no se habían cerrado las heridas abiertas por los procesos de Nicolas Rémy, un magistrado que había quemado a más de novecientas brujas en tiempos del común abuelo de los duques, y no era la primera vez que Charles de Vaudémont atacaba a los que estaban cerca de su esposa.
No hacía ni un año que había hecho quemar por brujo a un tal André Desbordes, un pequeño noble, servidor fiel del padre de Nicole. Ella le había explicado que el único crimen de aquel hombre había sido ser un fiel consejero y recordarle a diario que la legítima soberana era ella. Le habían acusado de todo tipo de disparates: de tener fuerza y agilidad sobrehumanas, de insuflar vida a las figuras de los tapices y hasta de haber hechizado la cama de los jóvenes duques en su noche de bodas.
Seguro que quedaban multitud de paisanos dispuestos a encender las hogueras de nuevo.
Igual que los que la habían insultado a ella camino del cadalso.
Una oleada de furia le atenazó el pecho y bajó los ojos, temerosa de que el duque lo percibiera. Le habría gustado escupirle, por fútil que resultara.
Ignorante de todo, él lucía una mueca satisfecha de idiota al que le hubieran dado un dulce.
Nicole reaccionó por fin:
—Os agradezco vuestros desvelos —replicó, tiesa y digna, aunque apenas podía contener las lágrimas—. Ahora me gustaría quedarme sola.
Él accedió, pero antes de salir le echó una ojeada rápida a ella, y encaró a Nicole una vez más:
—A vuestra dama de compañía quizá también deberíais alejarla de vuestro lado. Algún juez podría temer que volviera a las andadas y os mezclara en sus hechicerías. —Frunció el ceño con falsa solicitud—. Debo velar por vuestra reputación ya que vos no lo hacéis.
Salió de la habitación sin esperar a ver el efecto que habían tenido sus palabras. En cuanto la puerta se cerró tras él, Nicole se derrumbó entre sollozos sobre su regazo.
Madeleine comenzó a acariciarle el pelo como solía hacer con ella su ama. Tenía la mirada fija en la puerta y sentía tanto odio que no le hubiera sorprendido si la madera se hubiera puesto a arder de pronto.
—Necio —murmuró. Las palabras salieron de su pecho como de un pozo negro y profundo, tan roncas que la asustaron incluso a ella—. Si supieras con quién te enfrentas, estarías escondido en casa de tu padre, derramando miel y rezando para no oír los ladridos de los perros.
Nicole seguía llorando; no parecía haberla oído. Madeleine parpadeó desconcertada. No sabía por qué había dicho aquello tan extraño ni cómo su temor había podido transformarse en esa ira terrible. Se sentía fuerte. Iba a ser muy triste marcharse de allí y separarse de Nicole, pero ya estaba lista para volver a vivir.
Desde la tapa del clavecín, Dioniso sonreía con aprobación.