14

Los gritos de carniceros y verduleros invadían la explanada empedrada, mezclados con el trajín de criados y mujerzuelas en busca de bicocas de última hora. En el centro de la plaza del Trahoir, junto a la cruz y la fuente de piedra, un ladrón atado a la picota les enseñaba cuatro dientes negros a los niños que correteaban a su alrededor buscando entre las ruedas de los carros hortalizas podridas que arrojarle y acosando a preguntas a los guardias que lo vigilaban.

Charles se detuvo frente al Figón de la Reina Brunilda. Después de despedirse del padre Joseph, sus pasos, arrastrados por la costumbre, le habían llevado solos hasta aquella fonda medio escondida tras el pabellón de ladrillos bajo el que se distribuían las aguas que la bomba de la Samaritaine hacía subir del río. Y de repente se daba cuenta de que no había probado bocado en todo el día.

Empujó la puerta con decisión. Llevaba frecuentando el lugar desde sus primeros días de servicio en el Louvre: se encontraba a cuatro pasos de palacio, servía buen vino, y los guisos eran generosos y estaban bien aderezados, aunque estuvieran compuestos de lo más barato que la viuda del oficial de los Guardias que regentaba el negocio encontrara en la plaza.

No era raro tropezarse con compañeros de armas con los que compartir mesa, y a los de la cuadrilla bullanguera que estaban instalados aquella tarde en una mesa del fondo los conocía a casi todos. Su camarada de regimiento, Léocade Garopin, alzó la mano nada más verle entrar:

—¡Vaya! ¡Por fin asoma el hocico el gran hombre! ¿Cómo va esa obra de teatro que le estáis escribiendo al cardenal? ¿No os deja tiempo para los camaradas? ¿O es que ya no compartís mesa con simples soldados?

Charles se vio obligado a sentarse con ellos. Desde que Garopin le ayudara a conseguir entrar en los Guardias se habían hecho buenos amigos, y aunque le apetecía estar solo, no sabía qué excusa podía darle.

Dobló la capa cuidadosamente para que no arrastrara, colgó la espada de un gancho de la pared y se acomodó junto a la cuadrilla: tres guardias franceses, dos guardias de corps y un mozo de unos quince años, sentado en una esquina, con aire intimidado. La patrona servía pepitoria con habas, así que pidió una ración y dos jarras de tinto de España para la mesa, a costa de los dineros del cardenal.

Sus compañeros lo celebraron con una salva de vítores y Garopin señaló con un dedo al zagal, advirtiéndole con un vozarrón abrupto que no iban a dejar que se levantara de la mesa hasta que no se hubiera cogido su primera borrachera.

El mozo, que al parecer era primo de uno de los guardias de corps y estaba recién llegado de una aldea de Reims, le pegó un trago largo a su vaso, demostrando su buena disposición.

—El joven René quiere convencernos de que tiene madera de guardia de corps —le explicó Garopin con un codazo—. Pero todavía tiene que demostrarlo.

—De momento lleva aquí media tarde, escuchando las historias del viejo Baugé —le defendió su primo—. Y no ha dado muestras de flaqueza.

Charles rió con ganas.

Repanchingado sobre el banco corrido de la pared, el arquero de la Guardia de Corps Nicolas Baugé les contemplaba ceñudo, con una mano en torno a un vaso de loza y el puño de la otra apoyado en el muslo. Era un borgoñón de cincuenta y tantos años, con las cejas como cepillos de color sal y pimienta, enormes patillas y un rostro encarnado de bebedor. Una cicatriz vieja se lo cruzaba de parte a parte, confundida con las arrugas que los lustros de guardia a la intemperie le habían ido horadando en la piel, y cuando andaba renqueaba un poco de la pierna izquierda por culpa de un cañonazo que le había volado dos dedos del pie. Llevaba casi dos décadas guardando al rey y a su familia, pero en sus años mozos había servido en media docena de campañas contra hugonotes, ultracatólicos, saboyanos y españoles, y se las había apañado para sobrevivirlas todas.

—Monsieur Baugé me estaba contando —explicó el mozo— que fue él en persona quien registró a François de Ravaillac el día en que asesinó al rey Enrique IV, y que le encontró encima varios amuletos diabólicos.

Charles sonrió. Era probable que la historia fuera auténtica. Aunque a saber. Prestando oídos a todo lo que contaba Baugé también había que creerse que había luchado contra el emperador en Pavía, había portado el estandarte de la Doncella de Orleans y había cabalgado junto a Clodoveo y Carlomagno.

El arquero frunció los labios y le pegó un trago lento al vino:

—El rey no llevaba guardia cuando Ravaillac le apuñaló. El capitán Vitry le había ofrecido escolta pero él no quiso aceptarla. Fueron los gentilhombres que acompañaban al carruaje los que tuvieron que echarle mano a la alimaña y llevarla al hôtel de Retz, antes de que alguien le matara en un arrebato. Allí fue donde recibí la orden de registrarlo y encontré lo que encontré.

—¿Y qué eran esos talismanes? —preguntó el mozo.

—Tres eran los objetos diabólicos que llevaba consigo el asesino —respondió el arquero, proporcionándole a su voz un tono ominoso con la misma maestría con la que habría podido hacerlo un cómico consagrado. Cerró el puño y los fue enumerando con sus dedos encallecidos—. Un papel con inscripciones cabalísticas. Un corazón de fieltro atravesado por tres cuchilladas. Y una invocación para no sufrir dolores durante el tormento.

—Pues diríase que Satanás le abandonó en el último trance —resopló el primo del mozalbete—. Yo no era más que un chiquillo y el día de la ejecución tuve que escaparme de casa con mi hermano porque mi madre no quería llevarnos. Había tal gentío que no conseguimos llegar ni a la mitad de la plaza de Grève, y eso que nos arrastrábamos entre las piernas del público como sabandijas. Pero los gritos de tormento de Ravaillac se oían como si le estuvieran descuartizando a un palmo de donde nos encontrábamos. Más de un año tardé en volver a dormir a pierna suelta.

Baugé clavó sus ojos claros en el rostro excitado del muchacho y sonrió, regodeándose:

—Escucha bien lo que te voy a decir, zagal. Tu primo tiene razón. Ravaillac acabó derrumbándose. Pero créeme que no fue fácil quebrantarle. Sin duda los talismanes que algún espíritu maligno le había proporcionado le protegieron durante un tiempo. Porque nunca una fiera asesina mostró tanto aplomo y frialdad ante sus jueces. —Se limpió las comisuras de los labios con un gesto inconsciente y se inclinó sobre los codos—. Durante los dos días que le tuvimos custodiado en el hôtel de Retz no perdió la calma ni un solo momento. Y sabe Dios que le sacudimos todo lo que nos permitieron los oficiales. Nada. A los jueces y a los hombres de iglesia que acudieron a interrogarle les declaró con una serenidad diabólica que su nombre era François Ravaillac, natural de la villa de Angulema, que había viajado hasta París con el propósito de acabar con la vida del tirano que reinaba en Francia, y que había actuado solo, sin ayuda de nadie, ni siquiera del diablo, a pesar de los fetiches que obraban en su poder. Al cabo de un par de días se lo llevaron a las mazmorras del Palacio de Justicia, pero ni siquiera la aplicación del tormento durante tres días ininterrumpidos logró quebrarle. Mancuerda, aplastapulgares, bota española. Todo fue inútil. La sabandija no admitió cómplices ni posesión diabólica. La protección que sobre él ejercía el maligno era demasiado poderosa y la bestia se reía a la cara de sus verdugos, incluso en medio de las más atroces torturas. Por fin, transcurridas algo más de dos semanas del asesinato, el capitán nos convocó a los arqueros para que acudiéramos a la capilla del Palacio de Justicia a las tres de la mañana a buscar al parricida, pues ese nombre merece quien da muerte al padre de un pueblo. Teníamos que conducirle a la plaza de Grève, donde debía ser ajusticiado, y protegerle de la turba. Sí, muchacho, protegerle he dicho, porque los parisinos querían arrojarse sobre él por el camino, despedazarle con dientes y uñas. Los que lograban acercarse le lanzaban patadas. Los que estaban más lejos le arrojaban piedras y nos golpeaban para poder pasar por encima de nosotros y arrancarle las barbas. Juro por la santísima Virgen que tuve que detener a una doncella, rubia, rosada y tierna como brote de mayo, que intentó abalanzarse sobre él con un cuchillo, dispuesta a sacarle el corazón allí mismo.

Charles ojeó al mozo, que escuchaba estremecido al arquero, y sonrió. Había escuchado varias veces aquel relato, pero Baugé era un narrador tan talentoso que siempre acababa cautivándole.

En cuanto al amparo demoníaco que había permitido a Ravaillac soportar el tormento sin desfallecer, la razón decía que si el asesino no había hablado había sido porque no tenía nada que decir, sin más. No era más que un loco, un iluminado convencido de que el rey era un hereje que quería dañar a los buenos católicos.

Pero el arquero Baugé tenía su propia teoría al respecto:

—Dos horas nos costó llegar desde el Palacio de Justicia a las puertas de Notre-Dame, donde el maldito había sido condenado a hacer retractación pública. Iba desnudo, en camisa blanca, con un cirio entre las manos atadas. Y allí fue, escúchame bien, zagal, a las puertas de la catedral, donde Satanás, que no tiene poder alguno frente a Nuestra Señora, le abandonó. El escándalo era tal que apenas podíamos escuchar nuestras propias voces entre los aullidos y las maldiciones de la multitud. La alimaña pelirroja se arrojó al suelo, presa de la desesperación y, lleno del temor de Dios, suplicó la absolución a los doctores de la Sorbona allí presentes, y rogó al pueblo de París que rogase por su alma. Los alaridos arreciaron. Muchos han sido los ajusticiamientos que he presenciado a lo largo de los años y jamás había sido testigo de una rabia y un ensañamiento semejante. Todos, desde los más ancianos hasta los más niños, querían que ardiera en el infierno —declaró el borgoñón con voz terrible. Tenía las cejas tan fruncidas que parecían una sola, una especie de oruga gigantesca y peluda. La saliva se le había vuelto a secar en las comisuras de la boca, pero estaba tan absorto en su historia que no se acordaba de beber—. Cuando por fin llegamos a la plaza de Grève el sol brillaba en lo alto. Hacía calor. Los grandes señores ocupaban los balcones del ayuntamiento. La chusma que invadía el pie del cadalso había pasado allí toda la noche. Era un gentío enardecido, violento y encolerizado, que aguardaba nuestra llegada como una bandada de pájaros carroñeros. Tumbaron a Ravaillac sobre el patíbulo y el verdugo le ató brazos y piernas. Entonces dio comienzo el suplicio.

Baugé se detuvo para echar un trago bien largo de vino, y luego se acarició la barbilla, con unas falanges cubiertas de vello rojizo, como si se hubiera olvidado de lo que estaba contando. El muchacho cayó en la trampa y le interpeló con ansiedad:

—¿Decíais que el suplicio comenzó? ¿Cómo?

El arquero le dedicó una mirada triunfante a la compañía y carraspeó antes de continuar en voz baja y tenebrosa:

—Primero, el ejecutor atravesó la mano que había cometido el crimen de lesa majestad con un cuchillo y arrojó sobre ella azufre ardiendo. Ya no había sortilegio alguno que le protegiera de los dolores, así que el parricida empezó a gritar y a llamar a Dios en su auxilio, y éste le dio valor para alzar la cabeza y contemplar cómo su mano se asaba lentamente. Una chispa de fuego le saltó a la barba y su cara se puso a arder de inmediato mientras el miserable sacudía la cabeza con desesperación. Las injurias del pueblo se convirtieron en carcajadas. Entonces llegó el turno de las tenazas. Unos alicates calentados al rojo con los que el verdugo le arrancó los pezones y le trituró la carne del pecho, de los brazos, los muslos y las pantorrillas. Créeme, mozo, que los alaridos de la alimaña resonaban en toda la plaza. Porque el diablo es traicionero. Igual que le había protegido mientras seguía siendo su siervo, ahora le castigaba por su arrepentimiento, impidiéndole que perdiera el conocimiento de modo que sus penas no se vieran aliviadas ni un instante. Y el pueblo tampoco se apiadaba. Ni siquiera mostró compasión cuando llegó el momento más terrible y doloroso del suplicio, y el verdugo arrojó plomo fundido, aceite hirviendo, resina, cera y azufre sobre las heridas que habían abierto las tenazas. El cuerpo del asesino se agitaba sacudido por espasmos, las piernas le temblaban y desde mi posición, a los pies del cadalso, se escuchaba el crepitar de la carne achicharrada. La muchedumbre comenzó a increpar al verdugo. Exigía que fuera más despacio, que dejara descansar al parricida de cuando en cuando para que se sintiera morir, para que notara cómo su alma se iba evaporando gota a gota… Y, cuando los doctores de la Sorbona trataron de recitar las plegarias acostumbradas, les hizo callar, furibunda. Por fin llegó la hora del descuartizamiento. Los cuatro caballos empezaron a tirar de las cuerdas que ligaban los miembros del regicida. Los espectadores que estaban más cerca de las bestias las asieron de los arneses para ayudarlas, pero los tendones de Ravaillac resistían. Uno de los caballos estaba a punto de derrumbarse, agotado. Entonces, un chalán se abrió paso entre la turba, lo reemplazó por el suyo y le hizo dar unas sacudidas tan bruscas que por fin logró desencajar el muslo derecho del condenado. El miserable, que aún guardaba un resto de aliento, solicitó a su confesor un Salve Regina pero los parisinos gritaron, amenazando al sacerdote si se atrevía a consolar a esa alma maldita. Los caballos volvieron a tirar. Al cabo de hora y media los animales estaban exhaustos y los cuatro miembros del parricida, rotos y descoyuntados. No le quedaba más que un soplo de vida. El ejecutor se aproximó a él con un hacha en la mano, dispuesto a partirlo en cuatro y poner fin a su agonía. Apenas tuvo tiempo de descargar el primer golpe. Los espectadores se arrojaron sobre él y le arrancaron el hacha de las manos. Eran lacayos, mujerzuelas, pero también artesanos y burgueses respetables. Se arrojaron sobre el cuerpo del supliciado con cuchillos, espadas y palos. Éramos incapaces de retenerlos. Todos querían arrancar un trozo de carne maldita, arrastrarla por las calles, ensuciarla de fango y pisotearla. Con mis propios ojos vi cómo una mujer desgreñada se llevaba un trozo de un mordisco y lo masticaba como una fiera, con las fauces llenas de sangre. Varios guardias suizos se mezclaron con la plebe, consiguieron hacerse con un pedazo de torso del asesino, lo acarrearon hasta el Louvre y lo quemaron frente a sus ventanas. Hubo pedazos que se arrojaron al río. Otros fueron entregados a los perros. Los niños corrían de un lado a otro cargados de paja para encender hogueras en la calle de la Ferronnerie, donde el rey había sido asesinado. Cuando la turba comenzó a despejarse, el verdugo sólo pudo arrojar al fuego encendido en la plaza la camisa hecha jirones del condenado y un puñado de vísceras que encontró en el suelo.

Se quedaron callados. Todos habían escuchado la historia varias veces, pero aun así las últimas palabras de Baugé se quedaron prendidas en el aire unos segundos, flotando malsanas sobre el silencio. Hasta que Garopin proclamó, con una palmada sobre la mesa que sobresaltó al mozalbete de Reims:

—Pues demos gracias a los cielos por que a los parisinos sólo les dé por descuartizar condenados y repartirse los cachos de tarde en tarde. ¡O a saber cuántos posaderos nos servirían carne de criminal ahumada haciéndola pasar por filetes de cerdo!

Las risotadas estallaron de inmediato y Charles le pidió a la patrona que les sirviera a todos una copa de una de esas barricas de vino dulce de Alicante que atesoraba en su bodega, y se quedó un rato con ellos para no parecer descortés, pero al poco se excusó y, despidiéndose del grupo, abandonó la taberna. Él apenas había probado la bebida y seguía teniendo la cabeza despejada.

El cielo estaba otra vez cubierto de nubes bajas y cargadas de lluvia. Echó a andar calle abajo, en dirección al Sena. El río bajaba crecido después de tanto aguacero y en el embarcadero del muelle de l’École no quedaba ni un pie de arena. Se acercó hasta el dique con pasos cautelosos. Los remolinos de la corriente azotaban los pilares del Pont Neuf y las barcas se estremecían sobre la negrura. La figura ecuestre de Enrique IV le daba la espalda desde lo alto del puente.

Permaneció allí quieto, fascinado por un mal pálpito familiar que le impedía apartarse del lugar. Era algo inexplicable que le ocurría de tarde en tarde, cuando pasaba cerca del río. Sobre todo cuando tenía las aguas turbias y revueltas. Una especie de atracción oscura que le provocaba escalofríos y que le traía el recuerdo de la gitana desdentada que le había augurado un futuro excelente si se guardaba de las aguas vivas, los ríos y las corrientes. Si cerraba los ojos, tenía la impresión de que podía verla en su mente y de que la mujer intentaba avisarle de algo. Pero entonces un pozo sin fondo se abría bajo sus pies y tenía que abrir los ojos de nuevo para no perderse dentro para siempre.

El sonido de unos cascos de caballo le despertó de su ensoñación. Cinco jinetes se acercaban por el puente. El centro del grupo lo ocupaba un hombre corpulento que iba contando algo a grandes voces. Dos lacayos caminaban unos pasos por delante cargados con dos fanales que iluminaban el penacho bermellón y las ropas de vivos colores de su señor. Al llegar a su altura el grupo torció por la calle del Arbre-Sec y Charles tuvo tiempo de reconocer al estruendoso personaje. El duque de Montbazon tenía su hôtel en aquella calle, casi al lado del Figón de la Reina Brunilda. Se preguntó cómo habría reaccionado de saber que la sombra que le contemplaba en silencio, junto al río, correspondía al hombre que acababa de delatar a su hija ante un consejero del cardenal, hacía sólo un par de horas. Era posible que no le produjera emoción alguna. Hercule de Rohan no había dado nunca problemas a ninguno de los reyes a los que había servido y se decía que las intrigas de madame de Chevreuse le tenían hastiado.

El agua le había empapado las botas. Se apartó de la orilla y cruzó el puente con la espada bien a la vista y un paso marcial que disuadiese a cualquier maleante que pudiera haber agazapado en las sombras. Sus pasos solitarios hacían eco al latido acompasado de la bomba de agua.

Iba pensando en el suplicio de Ravaillac, tal y como lo había contado Baugé. El arquero estaba convencido de que era el mismo Satanás quien había movido el brazo del asesino. Pero a él no le cabía duda de que no era más que un pobre iluminado. Sólo un demente podía atreverse a afrontar los terribles suplicios que las leyes establecían para los regicidas.

Repasó en su mente las cuatro estrofas de Nostradamus que el rey Jacobo de Inglaterra le había enviado a Luis XIII. Se las había aprendido de memoria a fuerza de darles vueltas en la cabeza. La muerte de Enrique II había sido un infortunado accidente, y a Enrique III y Enrique IV les habían arrancado la vida sendos visionarios. Fuera lo que fuese lo que aguardaba a Luis XIII, esperaba que no se tratara de otro orate. Una conjura siempre se podía frustrar con información y agentes eficaces. Pero las acciones de los locos eran imprevisibles.

Llegó a la plaza Maubert cuando empezaban a caer las primeras gotas. El muñeco de trapo que los niños habían suspendido de la horca hacía un par de días colgaba mustio en un lateral de la explanada.

No recordaba si Jacques Clément, el monje que había asesinado a Enrique III mientras hacía de vientre, había sido torturado, ni si había sostenido, como Ravaillac, que actuaba sin cómplices. Tampoco sabía si los astrólogos habían anunciado la desgracia de aquel monarca con tanta insistencia como habían profetizado la de su sucesor Enrique IV. Pero conocer cuánto tenían en común aquellas muertes, más allá de que las tres habían sido violentas y por mano ajena, podía ser de ayuda a la hora de intentar buscarle un sentido a la última cuarteta. Estaba seguro de que entre las decenas de puestos de libreros que invadían las calles de la Universidad no sería difícil encontrar viejos pasquines, libelos o memorias en los que se relataran los hechos. Decidió dedicarse a la tarea de recabar información en cuanto se levantase al día siguiente.

Iba a demostrarle a Richelieu que se equivocaba prescindiendo de sus servicios. Hacía unas horas le había servido en bandeja la correspondencia traidora de la reina con el duque de Buckingham, pero no se conformaba con volver a ser sólo un correveidile.

Estaba dispuesto a resolver la estrofa que nadie había sabido descifrar.

«Viejo cardenal por el joven embaucado…» La verdad era que Charles se había planteado varias veces si no le estarían dando demasiada importancia a una carta escrita por un hombre con un pie en la tumba y obsesionado por los asuntos de hechicería y nigromancia, por muy rey de Inglaterra que fuera.

Pero quién sabía si el viejo Enrique IV no estaría aún vivo de haber hecho caso en su día a los augurios. Él no creía en las fantásticas historias que hablaban de altares que habían amanecido sangrando, ni en que las campanas doblaran solas la mañana del asesinato. Pero no cabía duda de que el rey había recibido advertencias de sus astrólogos para que se guardara y no montara en carruaje el día fatídico.

Había ocasiones en que el exceso de escepticismo podía ser necedad.

Empujó el portón de su casa y empezó a ascender los escalones hasta el último piso, consciente de pronto de lo cansado que estaba. Su criado Pascal estaba acostado en su jergón. Se incorporó de un salto al verle entrar. Tenía la camisa por fuera y los calzones desanudados. Se compuso el atuendo a toda prisa, con la cabeza gacha y las orejas rojas, tartamudeando una disculpa. Ese súbito ataque de timidez en un mozo tan desenvuelto era aún más elocuente que el estado de sus ropas, pero Charles fingió que no se había dado cuenta. Tampoco había muchas cosas con las que pudiera entretenerse a solas un mozo de catorce años, y la casa estaba limpia y recogida.

En peores circunstancias le había sorprendido últimamente. En dos ocasiones ya, le había atrapado vestido con sus ropas, o haciendo por quitárselas a toda velocidad. A la segunda le había castigado con una buena tunda. Y aunque Pascal había insistido en que no había hecho más que probárselas, Charles intuía que debía de haberle echado el ojo a alguna mozalbeta del barrio, y se olía que más de una vez, mientras él estaba de guardia, su criado había salido a la calle ataviado con sus prendas para pavonearse.

Se quitó el jubón azul, repitiéndole a Pascal, como de costumbre, que lo cepillara con cuidado y lo aireara antes de guardarlo en el baúl, y se puso la camisa vieja que usaba para dormir, meditando sobre sus planes para el día siguiente. Lo primero sería darse una vuelta por las librerías. Luego le enviaría un billete a Bernard. Le debía una invitación desde el almuerzo en Le Mouton Blanc al que le había convidado su paisano recién llegado a París. Ahora tenía dinero. Y no quería perderle de vista ni un solo día. En cuanto la duquesa le entregara más cartas para Inglaterra, tenía que saberlo, para poder decirle al padre Joseph cuándo y dónde se realizaría la entrega.