Richelieu se dio la vuelta lentamente para evitar que la sotana cogiera vuelo y le robara parte de su dignidad. Era importante mantener las formas aun cuando nadie le estuviera mirando.
Allí estaba otra vez, en medio de la galería del palacio de María de Médici, arropado por un torbellino de colores cálidos. La riqueza de aquel panegírico gigantesco era tal que resultaba imposible no admirarlo: el vigoroso movimiento de una figura, la ternura de una mirada, la representación ingeniosa de una virtud moral a través de un objeto de la naturaleza… Y qué decir de los portentosos colores y de las complejas composiciones.
La reina madre les había dejado campo libre a él y al abad de Boisrobert, convencida de que éste iba a trabajar en un poema descriptivo de la magna obra, y él iba a instruirle en la interpretación correcta de las pinturas. Pero Richelieu estaba allí a desgana, sólo porque el abad llevaba dos semanas insistiendo en que fueran a buscar alguna pista que les ayudara a comprender la carta que el maestro Rubens le había enviado a Angélique Paulet.
Y porque no le quedaban muchos más recursos desde que a la Leona se la había tragado la tierra.
Si pudieran interrogarla no tendría que estar allí jugando a las adivinanzas. Pero el soldadito de Boisrobert lo había puesto todo patas arriba con su precipitación, maldito fuera. Tenía que haberle mandado a él a informar al rey de la desaparición de la Leona. Casi una semana le había durado la jaqueca después de aguantar la justísima explosión de ira de Su Majestad.
Perdida Angélique Paulet, perdidos en un río los mensajes de Jacobo, muerta la mujer de Ansacq, no les quedaba nada. Ni un solo hilo del que tirar para desentrañar el enigma.
Tosió violentamente y le preguntó a Boisrobert si había tenido tiempo suficiente de reflexión. El abad se reunió con él en la cabecera de la sala:
—Ni un mes entero sería bastante. El maestro parece regocijarse en multiplicar los posibles significados de cada pequeño detalle.
—No seáis modesto. Los dos sabemos que os agradan los juegos de ingenio. Deslumbradme, ¿qué os ha saltado a la vista?
Boisrobert aventuró:
—Que le agrada el número tres: hay tres gracias, tres parcas, tres nereidas…
Cierto. Pero poco más que una banalidad, constató el cardenal, con alivio. Si a alguien con una inteligencia tan viva y perspicaz como el abad se le escapaba el significado profundo de aquella colección de cuadros, no era probable que muchos lo adivinaran.
—No es de extrañar —respondió—. El tres representa la armonía, la perfección, el ser supremo. Omne trinum est perfectum.
Boisrobert se encogió de hombros como si se disculpara por lo humilde de su observación:
—También tiene una fijación con los perros y las serpientes. Están por todas partes, y pueden significar cosas muy distintas.
—Esas vaguedades no nos sirven para nada —le cortó, seco.
Se arrepentía de haberse dejado convencer por Boisrobert para perder el tiempo. A saber por qué le había confesado el maestro Rubens sus tribulaciones pictóricas precisamente a Angélique Paulet. Pero en lo que a él concernía, hacía meses que había desentrañado el mensaje escondido en los lienzos. Y no tenía nada que ver con el asunto de Inglaterra.
De hecho, y a pesar de su sublime belleza, el sentimiento que más a menudo experimentaba en relación con los cuadros era un intenso deseo de que desaparecieran.
Él mismo se había encargado de contratar al gran maestro para que cumpliera con la voluntad de la reina madre de ver ilustrados los hechos más importantes de su vida. María de Médici era una mujer fuerte y obstinada que, con una inteligencia sólo mediana, había logrado gobernar el país de manera estable durante siete largos años, a pesar de las repetidas rebeliones de la nobleza. Se merecía que la posteridad la recordara.
Pero el resultado final le había conmocionado. A pesar del halagador retrato que le había pintado el flamenco en el cuadro que representaba la firma del Tratado de Angulema.
Porque los lienzos del maestro Rubens no eran un mero retrato de los avatares de la vida de la reina madre, sino que glosaban la superioridad moral y política de María de Médici sobre su primogénito de un modo mucho menos sutil de lo que la prudencia aconsejaba. Luis XIII apenas aparecía en los lienzos. Estaba ausente de escenas tan trascendentales como la mismísima proclamación de la Regencia. Y al parecer, su madre no había encontrado ni un hueco, en veinticuatro cuadros, para dejar retratada para la posteridad la coronación del pequeño rey.
Y la imprudencia de María de Médici había estado a punto de ser todavía mayor. Temeraria, la florentina le había encargado al flamenco un cuadro sobre el aciago día en que el rey la había expulsado de París, tras ejecutar a Concino Concini y su esposa Leonora. El tema era tan delicado y el lienzo tan provocador que Richelieu no había cejado hasta convencerla de que lo mandara destruir y lo hiciera sustituir a última hora por otro de tema mitológico, más inocuo, que Rubens había tenido que pintar deprisa y corriendo.
Era evidente que, a pesar de lo que proclamaba la reina madre a diestro y siniestro, aquellas pinturas no buscaban la conciliación, sino que constituían un desafío a su hijo.
Colgado en la pared, a la vista de todo el que quisiera interpretarlo.
Si el rey llegaba a comprender, no quería imaginarse las consecuencias.
Además, no estaba claro que hubiesen terminado las sorpresas. El contrato que había firmado el flamenco estipulaba que una vez expuestas las pinturas, el maestro realizaría otros veinticuatro lienzos dedicados a la vida del difunto esposo de María de Médici, el rey Enrique IV. Richelieu no quería imaginarse qué nuevas imprudencias podían acabar colgadas de las paredes, así que para salvarle las espaldas a la florentina y protegerse las propias intentaba disuadirla del proyecto y darle largas al pintor todo lo posible.
Levantó la vista. En el lienzo que tenían enfrente, las parcas tejían el hilo del destino de la reina madre. Cloto hilaba el hilo, Láquesis lo medía y Átropos se preparaba para cortarlo, aunque él no veía cómo iba a arreglárselas, porque no tenía tijeras ni cuchillo; quizá porque una reina era inmortal en cierto modo.
María de Médici había inaugurado su galería en mayo, abriendo las puertas al público con motivo de las bodas de la princesa Henriette con el príncipe de Gales, y el cardenal había invitado a toda la Corte a una colación, con música y fuegos artificiales. Había sido tanta la concurrencia que había habido tres muertos por aplastamiento. Afortunadamente, el rey se había mostrado más interesado en criticar la impudicia de la mucha carne al descubierto que en destapar insinuaciones sobre su persona. Frente a tanta diosa y tanta musa en cueros, había bajado la vista, ruborizado y en silencio.
A Richelieu le habían dado ganas de sacudirle y quitarle a golpes aquella pudibundez enfermiza que ponía en peligro la estabilidad del reino. Aunque era difícil condenarle, porque nadie tenía más sentido del deber que él y seguro que sufría por su incapacidad para vencer la repugnancia que el trato carnal le inspiraba.
En parte era una cuestión de disposición personal, pero había que reconocer que su relación con Ana de Austria había empezado con mal pie desde el principio. De haber estado vivo, no había duda de que el viejo Enrique IV se habría encargado de que su hijo llegase a su noche de bodas con un mínimo de experiencia. Pero su madre no se había preocupado de tales menesteres. Ni de procurar que hiciera amistad con jóvenes gentilhombres con más conocimiento del mundo que ayudaran a espabilarle. El día de su matrimonio, una pandilla de vejancones que le habían estado acosando con bromas rijosas y comentarios lúbricos durante toda la jornada había conducido al tímido monarca de catorce años hasta la cámara de su esposa adolescente y habían cerrado la puerta a sus espaldas aguardando el resultado.
Al menos el rey niño había intentado cumplir. El enrojecimiento y la hinchazón que el médico Héroard había apreciado en su miembro viril después de que abandonara la estancia de la reina así lo atestiguaban. Pero una cosa era el empeño y otra el acierto, y de esto último al parecer no había estado sobrado.
La grosera realidad de aquel primer encuentro le había horrorizado de tal modo que había rehuido la cama de la reina durante años. Su favorito Albert de Luynes le había forzado a acercarse algo a ella en tiempos, pero ahora, tras el episodio de Buckingham, lo único que había entre los esposos reales era odio y desconfianza mutua.
Suspiró, resignado, y apartó la mirada de un muslo tan rollizo que le daban ganas de morderlo y demostrarle a su dueña la pasta de la que él sí estaba hecho. ¡Que el rey fuera tan reacio a acometer una tarea que a cualquier otro, incluido él mismo, se le antojaría de lo más agradable! Rió entre dientes. Aquellos lienzos le trastornaban el ánimo y le hacían olvidar toda deferencia. Al final iba a tener que darle la razón a Luis XIII cuando decía que tanta exuberancia animaba a las transgresiones carnales.
Boisrobert guardaba silencio desde hacía un rato, pero al parecer estaba dolido por el modo displicente en que le había hablado antes:
—¿Y vos, monseigneur? ¿Halláis algo digno de señalar más allá de las rotundas carnes de las damas retratadas?
Richelieu alzó las cejas. El puyazo del abad le había cogido por sorpresa. Boisrobert le imitó, con aire inocente, y el cardenal soltó una carcajada breve:
—Nada, abad. Esta visita ha sido una pérdida de tiempo.
—Lo lamento. —Boisrobert suspiró, derrotado—. Estaba seguro de que entre los dos podríamos desentrañar cualquier misterio, por oculto que estuviese.
—Hibris, amigo mío, eso se llama hibris.
Camino de la salida pasaron junto a un cuadro que representaba el desembarco en Marsella de la recién desposada María de Médici. Se detuvo. El flamenco había pintado una galera de la que descendía la comitiva florentina por una plancha de madera. Abajo, en el mar, seis criaturas marinas, nereidas y tritones, celebraban el evento retorciéndose con violencia. Señaló el cuadro con el dedo índice:
—¿Queríais secretos, abad? Os contaré uno. Observad el rostro de rasgos difuminados que se vislumbra al lado del mástil. La reina madre me confesó que se trataba de su fiel amiga Leonora Galigai. Es difícil reconocerla. Casi un espectro. María de Médici quería tenerla presente sin provocar a su hijo. Por eso le pidió a Rubens que esfumara las líneas. Y nadie se ha percatado.
Boisrobert contemplaba la escena con atención:
—María de Médici parece un cordero estupefacto camino del sacrificio.
—No es de extrañar. Llegaba de un largo viaje. Era la primera vez que pisaba su nueva patria. Y su marido ni siquiera se había presentado para recibirla personalmente.
—Lo curioso es que son las divinidades marinas las que parecen más reales a pesar de su cola de reptil. Tres figuras, nereidas esta vez. ¿Os dijo la reina quién es el caballero de la cruz en el pecho?
Richelieu dirigió la vista hacia la figura que ocupaba la parte izquierda de la composición. Era un caballero de la Orden de Malta que observaba al grupo con el ceño fruncido de un enemigo, desde una esquina de la galera.
—A mí también me llamó la atención en su momento y le pregunté si era algún miembro de su familia. Pero me dijo que no era nadie concreto, sólo un símbolo de las dificultades del viaje. Al parecer tuvieron un incidente desagradable con un barco maltés antes de llegar a puerto.
Se quedaron ambos callados, observando al caballero de armadura guerrera y ropajes negros. Tenía las manos fuertes y amenazadoras y la mirada terrible, pero ninguna de las otras figuras parecía consciente de su presencia. Un verdadero fantasma.
—No me lo creo —dijo el abad—. No puede aludir a algo tan nimio. Ocupa un sitio demasiado importante en la composición. Todas las líneas dirigen nuestra mirada hacia a él, y parece como si estuviera sobre el pedestal que sostiene la cariátide.
Richelieu cruzó las manos a la espalda y taconeó suavemente con el pie derecho:
—La cariátide no es ningún misterio. ¿La diosa Fortuna? Para desear buena suerte a la recién llegada.
—No. Es Némesis, fijaos en el velo y en la actitud implacable. Además tiene un timón en la mano. Némesis, la venganza divina, es el sostén del caballero de Malta. ¿Qué puede significar?
El cardenal rió ante la intensidad de la imaginación de poeta del abad, pero lo cierto era que cuanto más miraba al caballero, más vívida era la sensación de que su rostro amarillento iba a volverse hacia él. Le recorrió un escalofrío supersticioso y se lo sacudió con un movimiento de los brazos. Boisrobert había acabado por contagiarle. Le cogió del hombro, provocándole un respingo:
—Vámonos de una vez. Rubens no nos va a resolver el enigma que nos interesa.
Su voz había sonado firme, pero en su pecho crecía una inquietud inconfesable: la malévola faz del caballero de Malta se burlaba de él. Conocía la verdad. Sabía que, a pesar de sus protestas de lealtad absoluta a la reina madre, había decidido alejarse de ella. A pesar de todos sus juramentos de fidelidad. A pesar de que se lo debía todo.
Aquellos cuadros no eran sino la prueba visible de la temeridad de la florentina y del rencor que todavía acumulaba contra su hijo. Tarde o temprano, el conflicto entre ambos volvería a estallar. Y no quería que le sorprendiese en el barco equivocado. No podía correr el riesgo de que ella le arrastrara en su naufragio. El lugar que le correspondía estaba a la derecha del rey. Tenía que saltar la borda a tiempo.
Aunque una decisión así le convirtiera en un ingrato y un traidor a los ojos del mundo.
Por eso la guardaba oculta en el fondo de su corazón; y ahora tenía la incómoda sensación de que alguien más lo sabía.