12

Charles respiró hondo y alargó el brazo, pero la condesa de Lessay no hizo gesto alguno para aceptar los pliegos de papel perfumado que le tendía.

El fuego le arrasó las mejillas y mantuvo la postura, sin saber muy bien qué hacer. No se había sentido tan violento en toda su vida. Refugió la mirada en el reborde del puño de su jubón. El ultramar de la tela lucía apagado y mortecino bajo el sol blanco y crudo que lo bañaba todo a su alrededor: la terraza de piedra, la fachada de ladrillo y sillería clara, y hasta los troncos de los árboles.

Por fin, la camarera de la condesa se apiadó de él, le cogió los papeles de entre las manos y se los entregó a su señora tras consultarla con un gesto. Charles balbuceó un agradecimiento y retrocedió dos pasos.

Estaba seguro de que los versos eran buenos. Se había pasado la noche en vela, mecido entre los brazos de Erató, y por primera vez en mucho tiempo se sentía orgulloso de lo que había escrito. Quizá porque nunca había compuesto un poema más sincero.

A pesar de que no había empezado a escribirlo con intención de ser tan honesto sino porque estaba desesperado y necesitaba ayuda, y de todas las damas que frecuentaban la Estancia Azul, estaba convencido de que la condesa de Lessay era la menos rígida, la menos severa de todas. La que con más facilidad podía conmoverse por su suerte…

Y se moría de ganas de verla. No había vuelto a saber nada de ella desde el día que habían estado leyendo los versos de Góngora, hacía ya dos semanas. Porque desde lo ocurrido en casa de Angélique se había abatido sobre él el mayor de los desastres.

Richelieu había enviado gente a detenerla y a registrar sus posesiones nada más recibir la advertencia de Boisrobert, pero aun así había llegado tarde. La Leona había desaparecido, junto con todos sus papeles de valor. Nadie había vuelto a verla ni conocía su paradero.

Y eso no era lo peor. Enseguida se había corrido la voz de que el joven poeta que la galanteaba había sido sorprendido en su habitación, husmeando entre sus pertenencias. Seguramente tratando de robar sus joyas. Y que un gentilhombre del marqués de La Valette le había pillado con las manos en la masa y él le había dado muerte.

Así que el hôtel de Rambouillet había dictado sentencia: un guardia ladrón y pendenciero no tenía cabida entre la ilustre compañía de la Estancia Azul. Le habían cerrado las puertas en las narices.

Pero él se negaba a aceptar su suerte de apestado. Por eso había decidido recurrir a la condesa de Lessay. Aunque había tenido que colarse en su casa para verla. Se había presentado a la hora más concurrida para confundirse entre visitas y lacayos, y cuando había oído decir que estaba en el jardín, había cruzado los salones sin encomendarse ni a Dios ni al diablo.

Se la había encontrado recostada en un sillón al débil sol de noviembre, después de semanas de lluvia, con los pies apoyados en un taburete y acompañada por aquella camarera pizpireta de ojos color chocolate. Al principio se había mostrado severa y esquiva y se había negado a escuchar sus explicaciones, pero al menos no le había expulsado, y al final había aceptado sus versos y los estaba leyendo.

Gracias al cielo. Desterrado del mundo como estaba, no sabía qué hacer si ella no le tendía una mano.

Aún no podía creer que a Angélique se la hubiera tragado la tierra de aquel modo. Y que el desastre fuera culpa suya. Que su precipitación fuera la que hubiera puesto en fuga a la mujer a la que Luis XIII pretendía detener para interrogarla. A la única persona que sabía algo acerca de los mensajes perdidos.

La ruina era completa. El cardenal le había recompensado con cuarenta escudos de oro por su dedicación y su diligencia y acto seguido le había sugerido que, puesto que ya no podía seguir siéndole de asistencia en el asunto de la Leona, lo más aconsejable era que retomara su servicio en el Louvre, pica en ristre junto a una puerta, donde sus sagaces oídos pudieran seguir sirviendo a Francia.

Charles no se llamaba a engaño, Richelieu estaba descontento con él. De buenos modos, le estaba despidiendo de su servicio y devolviéndole al lugar de donde había salido. Ni siquiera se había interesado por los progresos de la obra de teatro que le había encargado. Al menos, le había librado de la justicia. Su larga mano había actuado con diligencia y los oficiales del preboste habían decretado sin ambages que la muerte del calvo bigotudo no había sido un combate concertado, sino un encuentro sobrevenido sin premeditación.

Aunque estaba por ver qué ocurriría en cuanto regresara a París el marqués de La Valette. No era descabellado que interpretase todo aquello como una provocación y decidiera tomar represalias.

Si al menos pudiera hacer que la condesa se apiadara de él…

Se había sentado a escribir aquellos versos la noche anterior con el propósito de deslumbrarla con un ejercicio de virtuoso. Conmoverla para que intercediera por él. Que hiciera comprender a sus amigas que no podían darle la espalda a un hombre de su talento.

Era vital no parecer inconstante, así que había comenzado tratando de convencer a la condesa, en diez hábiles estrofas, de que su amor por Angélique no había sido más que un espejismo, una ilusión. Había estado enamorado de la idea del amor cortés, no de la dama en sí misma. Pero a medida que escribía, su pluma se iba volviendo más apasionada y más sincera, obligándole a volcar cuanto había en su interior, y él se había dejado llevar, confesando, en un acento mucho más ardiente, despreocupado de las distinguidas florituras con las que tenía previsto deslumbrarla, que la fantasía se había desmoronado cuando había conocido a la bella Belisela. El encuentro con la pasión verdadera le había vuelto el alma del revés, condenándole al tormento y a la incertidumbre.

Y ahora los nervios se lo estaban comiendo por dentro. No tenía que haber sido tan sincero. Era una inconveniencia y una desfachatez. Una cosa era que un poeta le dedicase versos de honesta admiración a una dama de categoría y otra muy distinta que alguien de su condición osara hablarle de pasión a toda una condesa. Iba a ofenderla. Y con razón. Pero aún, ¿y si se reía de él?

De momento leía despacio y sus labios vibraban levemente como si saboreara las sílabas. Charles no había osado usar su nombre de pila en el poema. Se había contentado con un torpe anagrama. A pesar de que en su corazón llevaba tiempo llamándola Isabelle.

Isabelle, repitió en su mente. Sus largas pestañas cubrían por completo su mirada y su cuello esbelto le daba a su cabeza una inclinación llena de donosura.

Se quedó mirándola fijamente, esperando a que levantara la vista. Tenía una expresión mucho más dulce e incluso estaba levemente sonrojada. No pudo evitar fijarse en que su delicada figura era cada vez menos etérea a medida que pasaban las semanas. Lo que sentía por ella no tenía ningún sentido. Y encima no se le ocurría otra cosa que desnudarle el corazón de la forma más indecorosa y ponerse a su merced, sólo para pedirle su intercesión.

No podía estar más arrepentido. Le daban ganas de arrancarle los papeles de las manos y salir corriendo.

No hizo falta. Justo en ese momento la condesa dobló los papeles en dos y, sin dignarse siquiera mirarle, se los devolvió a su camarera. La había disgustado. Iba ordenar que le expulsaran de allí de inmediato y que le pusieran en el lugar que le correspondía. Toda la vergüenza del mundo le golpeó de repente como un mazo. Sintió un sofoco intenso, una sensación de zozobra y las piernas le temblaron. Se abandonó por completo y cayó a sus pies, sollozando. Con la cabeza gacha y los ojos arrasados por las lágrimas sintió cómo Isabelle reculaba en su asiento, pero al cabo de un momento una mano suave y tímida se posó sobre su brazo:

—Monsieur, por favor, calmaos. —Su voz sonaba sinceramente preocupada—. Si he sido injusta con vos estoy dispuesta a escucharos, pero no os angustiéis así.

Él se enderezó, aún con una rodilla en tierra. Ella le contemplaba, nerviosa. Medio aturullado aún por su arranque de emoción, Charles le pidió permiso para contarle la historia que nadie había querido oír. La condesa accedió y él se lanzó a explicarse, casi de carrerilla.

¿Cómo podían pensar que había intentado robarle las joyas a la Leona? Cuando había sucedido todo, él sólo le estaba preparando una sorpresa a Angélique. Disponiendo unas flores, un poema y un humilde corderillo en su estancia para que se los encontrara a su regreso. Entonces, aquel energúmeno había penetrado en la habitación como Vulcano redivivo, profiriendo amenazas y desenvainando la espada.

Él sólo le conocía de vista. Pero sabía que hacía tiempo que rondaba a Angélique de un modo inquietante e insistente. Y que no podía desagradarle más su propia intimidad con la dama. Le había atacado por celos… Y a él no le había quedado más remedio que defenderse.

Charles sintió otra vez un nudo en la garganta. A medida que hablaba, las emociones y las escenas que describía iban cobrando realidad en su mente. Las revivía con la misma intensidad que si todo hubiera sucedido del modo en que narraba. Hasta tal punto que se habría ofendido sinceramente si le hubieran acusado de estar mintiendo.

—Si mademoiselle Paulet no quiere volver a verme cerca de ella, lo comprendo y lo acato —añadió, con desvalimiento—. Me confieso culpable de haberme dejado arrastrar a un combate tan violento. Pero no de perfidia, madame, eso no.

La condesa seguía sin mirarle a los ojos, pero parecía que no era por disgusto sino por azoramiento.

—Poneos en pie, por favor, monsieur.

Charles remoloneó un poco, hasta que ella se levantó y le ofreció una mano. Era tan dulce y tan buena y tenía un rostro tan precioso, que se sintió avergonzado de haberla considerado una ingrata. Otra vez sintió que el rubor le coloreaba las mejillas y en su mente se representó de inmediato la hermosa imagen casi pastoril que formaban ambos en aquel momento, sobre la terraza que dominaba el jardín, jóvenes y hermosos, asidos de la mano pero llenos de timidez.

Una voz alegre interrumpió sus ensoñaciones:

—Disculpadme que intervenga, madame, pero monsieur Montargis está tan agitado que temo que os transmita su desasosiego. No es conveniente en vuestro estado. ¿Queréis que vaya a buscaros una infusión de flores?, ¿un vino caliente, quizá? ¿Monsieur?

Charles se sobresaltó. La camarera les observaba con picardía, aguardando sus órdenes. La condesa tardó en responder, turbada:

—No es necesario, Suzanne. Llamaré para que nos traigan algo.

Tendió la mano hacia una campanilla de plata que reposaba sobre una mesita baja, cerca de su asiento, pero antes de que diera ni un solo paso, la atrevida camarera se apoderó de ella y giró sobre sus talones haciendo revolotear sus faldas:

—No os molestéis. —Sus labios se plegaron, excavando dos hoyuelos en sus mejillas—. Tengo un poco de fresco. Iré a pedir que preparen la bebida y mientras iré a buscar una prenda de abrigo.

Y, sin más, desapareció por la puerta acristalada.

Charles se quedó a solas con Isabelle.

Como si ella también hubiera sentido el fresco de repente, cogió la pelerina forrada de terciopelo que colgaba del brazo de uno de los sillones, se la echó por encima de los hombros y bajó los párpados, buscando un objeto cualquiera en el que posar la mirada:

—Os creo, monsieur —dijo por fin—. A decir verdad, nunca he pensado que fuerais culpable de esa historia atroz que corre por ahí. Y madame de Rambouillet tampoco.

—¿Entonces? —interrumpió Charles, vehemente—. No lo comprendo. ¿Por qué me ha cerrado las puertas? Ni siquiera ha querido…

—Nadie con un mínimo de sensatez puede creer que pretendierais engañar ni robar a mademoiselle Paulet. Eso son cosas que se dicen para pasar el rato, exageraciones absurdas. —Isabelle rehuía su mirada. Quizá hubiera participado en esas conversaciones sin salir en su defensa—. Pero vuestro comportamiento no ha sido enteramente irreprochable. Comprended a madame de Rambouillet. Angélique es su amiga del alma y ha desaparecido. Su gente dice que lo ocurrido la trastornó hasta tal punto que quiso partir de inmediato, casi sin equipaje. Vos conocíais las reglas de la Estancia Azul…

—¡Y mi comportamiento allí ha sido impecable!

—Pero habéis llevado el desorden y la violencia al hogar de la dama a la que decíais servir —insistió la condesa—. Habéis acabado con la vida de un hombre que ella quizá amaba. Quién sabe lo que estará sufriendo la pobre…

Charles hizo lo posible por mantener un aire contrito.

—Hice lo que hice en defensa propia, os lo juro. —Sin saber de dónde estaba sacando el valor, tomó una mano de la condesa entre las suyas y la miró a los ojos—. Era su vida o la mía.

—Lo sé. No nos hemos tratado mucho, pero reconozco un espíritu sincero y delicado cuando tengo la fortuna de cruzármelo. Vuestra suerte me apena de veras. —Se quedó callada un instante, cohibida, y luego los ojos se le fueron a los versos que Suzanne había depositado sobre una butaca—. Lo que habéis escrito… ¿es cierto que no la amabais?

De pronto Isabelle le pareció a Charles menos condesa que nunca. La gran dama era en aquel momento, simplemente, una muchacha tímida, indagando con torpeza si estaba disponible el corazón del mozo que hacía latir el suyo. Respiró hondo para coger fuerzas:

—Todo lo que habéis leído es…

No pudo acabar la frase. Unos pasos precipitados le hicieron alzar la vista. Suzanne estaba de regreso pero no traía ni el vino caliente ni la prenda de abrigo que había ido a buscar.

—Madame, vuestro esposo está aquí. Me ha preguntado dónde os encontrabais y viene a saludaros. Se está despidiendo de unos amigos.

Isabelle retiró con presteza su mano de entre las suyas. Justo a tiempo, porque el conde de Lessay cruzaba ya la puerta del jardín con paso tranquilo y despreocupado. Vestía un lujoso traje de Corte que llevaba aparejado con singular desaliño, el jubón mal abrochado, los lazos de las medias atados de cualquier manera y el gran cuello de blonda repicoteada doblado y retorcido.

Se acercó a su mujer y la saludó con desenvoltura, acariciándole el vientre con unos aires de posesión que parecían concebidos a propósito para restregarle a él en la cara que Isabelle no tenía ni un pelo de la tímida doncellita que él había creído ver hacía un momento.

Un bofetón no le habría devuelto a la realidad de modo más brusco.

Aunque, a decir verdad, el conde no parecía muy preocupado por devolverle a ningún sitio. Si le había visto, debía de haberle confundido con una de las esculturas del jardín, porque su mirada había pasado por encima de él sin detenerse ni un instante. Así que se quedó aguardando, mientras marido y mujer se acomodaban en sendas butacas, tan inmóvil como si estuviera de servicio.

El conde asió la mano que Isabelle le había dejado coger a él unos minutos antes y Charles sintió que se le revolvía el pecho.

Necio y mil veces necio. Y pensar que había considerado un triunfo las cuatro palabras dulces de la condesa y su contacto tímido. Menudo bochorno. Si hubieran significado algo no estaría ahora escuchando tan sonriente al insustancial de su marido, que le hablaba de estocadas de entrenamiento tan ufano como si acabase de vencer al Gran Turco. Cuando simplemente se había pasado por la sala de armas del conde de Bouteville. De ahí el estado del traje y un golpe insignificante que traía en un pómulo. Valientes heridas de guerra…

No pudo evitar fijarse en que la seda de su traje era del color que los costureros llamaban «vientre de nonato», la tonalidad de moda entre los elegantes aquella temporada, y la misma que había escogido él para confeccionarse un nuevo jubón y unos calzones con el dinero del cardenal. De inmediato resolvió pasar por casa del sastre en cuanto saliera de allí y elegir otra tela diferente, si aún estaba a tiempo.

Antes de que se le acabara de revolver toda la bilis, Isabelle recordó por fin que seguía allí plantado e interrumpió la charla de su marido para presentarle:

—Monsieur Montargis. Un poeta exquisito, autor del aire de Corte que cantó mademoiselle Paulet en nuestra fiesta con tanto éxito, y un espíritu fino y sensible, a quien me siento honrada de extender mi amistad.

A Isabelle le temblaba levemente la voz. En su ofuscamiento, Charles no se había dado cuenta de lo incómoda y nerviosa que estaba. Inclinó la cabeza, tratando de adoptar un aire humilde y agradecido para no comprometerla.

Lessay le miraba como si acabara de percatarse de su presencia. Y algo debió de leer en su rostro, a pesar de sus esfuerzos por mantenerse impasible, porque esbozó una media sonrisa torcida y a Charles le dio la impresión de que le había calado de cabo a rabo. Aunque parecía más divertido que molesto:

—¿Otro más? ¿No tenéis bastantes poetas? En fin, si eso os entretiene…

Y siguió con su charla inane, sin más. Igual que si su esposa le hubiera mostrado el nuevo perrillo de faldas que acababa de adquirir.

Intentó decirse que no podía dejar que el desdén de aquel patán le escociera. Apretó los labios. En vano. Quizá porque hacía sólo un instante ella le había hecho sentir como un igual, el menosprecio indiferente del conde le mortificaba más que una estocada en los hígados. Como pudo, pidió permiso para retirarse, antes de cometer un dislate, y abandonó la terraza rehuyendo la mirada de Isabelle. A su espalda la escuchó reprender a su marido mientras éste reía, quitándole importancia a su enojo.

Cruzó los salones a toda velocidad y salió al patio. Entonces avistó a Bernard. Estaba recostado en la pared del establo, muy arrimadito a una moza entrada en carnes y vestida de criada de ringorrango. Ella le hablaba casi al oído y, antes de despedirse, cogió algo que su paisano le entregaba con disimulo y se apresuró a escamotearlo dentro del escote.

Charles se acercó a pasos quedos a la espalda de su amigo y le sopló en la nuca:

—Ésa está ya en el bote. Yo no la dejaría madurar mucho más, no sea que se te adelanten.

Bernard pegó un salto y se giró de golpe:

—¡Qué susto me has dado, sangdiu! ¿De dónde has salido?

No le quedó más remedio que reírse. Pero no tenía el cuerpo para alegrías y su carcajada sonó más sarcástica que amistosa.

—He venido a visitar a madame de Lessay y a traerle unos versos que le he escrito. Le han gustado tanto que seguramente me inviten a leerlos en la Estancia Azul de la marquesa de Rambouillet —mintió. Su desgracia le avergonzaba tanto que se negaba a aceptar que pudiera ser irreversible.

—¿Y eso? ¿No decías que no te dejaban entrar porque se habían dado cuenta de que eres un energúmeno?

—Porque me habían acusado de ser un energúmeno, borrico. No porque lo sea realmente. —Su voz sonaba más agria de lo que pretendía, pero no podía evitarlo—. Madame de Rambouillet está reconsiderando su decisión. Al fin y al cabo todo ha sido un error.

Bernard le felicitó, pero estaba claro que lo hacía por cumplir. Su paisano no había conseguido entender nunca la importancia de ser recibido en la Estancia Azul. Y se negaba a aceptar su parte de culpa en lo que había pasado. Le había jurado y perjurado que había hecho lo posible por entretener a la criada de Angélique mientras él estaba en su dormitorio. Pero que a los pocos minutos se había quedado sin nada que decir y se había marchado para que la mujer no sospechara nada. ¿Cómo iba a imaginarse que iba a aparecer el gentilhombre de La Valette?

—Pues yo vengo de la sala de armas de monsieur de Bouteville —dijo Bernard—. Y me han molido a palos otra vez. Anda, ven, vamos a sentarnos.

Se dejó caer sobre una de las balas de paja que había amontonadas contra la pared del establo. Charles dudó. No le apetecía escuchar a Bernard hablar de sus fortunas ahora que las suyas declinaban a una velocidad pasmosa, ni tener que seguir mintiendo sobre sus poemas y la Estancia Azul para sentirse a su altura.

—Diez minutos. Me están esperando.

Bernard asintió y dio una palmada sobre una de las pacas para indicarle que se sentara a su lado. Charles se fijó en que llevaba botas nuevas. En lugar de esas cosas viejas y recosidas que había traído de Pau, el muy bribón calzaba unas magníficas botas enceradas de boca ancha que no debían de haberle salido baratas.

Mientras no volviera a colgarse otra vez la esmeralda que le había birlado. Suspiró. Estaba visto que las joyas no eran lo suyo. O se las robaban a él o le acusaban de robarlas. Por cierto, que de nada le había valido disculparse por la bronca de la fiesta. El ruin de Bernard no había hecho intención ni de restituírsela ni de compartirla con él. Y estaba seguro de que sabía que no le había mentido cuando le había dicho que era suya.

Era una lástima. En otros tiempos se habría resarcido de lo mal que le estaban yendo los negocios ahogando las penas con Bernard en cualquier taberna. Pero ahora no le apetecía la compañía de un avaro torpe que le había costado la ruina y que aprovechaba la primera ocasión para restregarle sus relaciones en las narices. Aquel patán había arrojado los mensajes del rey Jacobo al río, había permitido que el gentilhombre de La Valette le sorprendiera registrando la casa de Angélique, y tiempo le había faltado para decirle que llegaba de practicar la esgrima nada menos que con el conde de Bouteville.

Y ahí seguía, sentado, sin decir nada. Daba la impresión de que quería contarle algo, pero que no conseguía arrancar. Se impacientó:

—Oye, que tengo prisa. ¿Quieres hablarme de algo, sí o no? Si es por la criada esa de las tetas grandes, ya te he dicho que la tienes en el bolsillo, no le des más vueltas.

Bernard le miró como si no supiera de qué estaba hablando:

—¿Qué criada…? Ah…, no, no… Marthe es una sirvienta de madame de Chevreuse —explicó con la misma cara de bobalicón que ponía siempre que nombraba a la duquesa.

Por supuesto. Hacía mucho que no salían a relucir sus insignes amoríos.

—¿Y qué es lo que le has dado, entonces, tan a escondidas? ¿Una carta de amor eterno para su señora? Pero si no eres capaz de juntar dos palabras… —Si Bernard tenía mala letra, su ortografía era aún peor y su gramática un remedo grotesco de alguna lengua que desde luego no era el francés.

—No, no. Yo no sé escribir cartas de ésas. —Su paisano se metió las manos en los bolsillos y se quedó mirando al suelo mientras tamborileaba con un pie. Le estaba poniendo nervioso. Por fin levantó la cabeza otra vez. Tenía los ojos llenos de incertidumbre, como los de un animal silvestre que frente a la mano que le tiende una golosina se debate entre la tentación y el miedo—. Tú sabes que yo no soy ningún indiscreto.

—Por supuesto.

—Y que sé guardar confidencias. Si tú me pidieras que protegiera un secreto tuyo, fuera lo que fuese, me lo llevaría a la tumba. —Cuánta solemnidad. Le alentó con la cabeza para que continuara—. Pero en esto estoy metido también yo. Y no lo tengo nada claro. A lo mejor me estoy jugando el cuello por una tontería.

Charles bajó la voz, para darle confianza:

—Oye, que estás hablando conmigo. Puedes contarme cualquier cosa.

—Tienes que jurar que no le vas a decir nada a nadie —advirtió—. Como se te escape una sola palabra, te rebano el pescuezo.

Charles juró sin dudarlo ni un segundo y lo que escuchó le dejó con la boca abierta: Ana de Austria y el duque de Buckingham se escribían en secreto. Y el cartero de su correspondencia amorosa era Bernard. La duquesa de Chevreuse le había enredado para que trajera y recogiera las cartas de un convento de Argenteuil. Ésos eran los papeles que le había entregado con tanto secreto a la criada.

Aquello era gordo de verdad.

—Por todas las almas del Purgatorio. ¿Qué te dije el día que conociste a madame de Chevreuse?

Bernard le guiñó un ojo:

—¿Que no tenía ninguna posibilidad con ella?

—Vale, muy gracioso. Pero ¿te advertí o no te advertí de que si te empecinabas acabarías metiéndote en un lío?

—Puede ser —gruñó Bernard—. Pero el lío ya está. ¿Ahora qué hago? Seguro que dentro de un par de días se las apaña para entregarme otra carta.

—Dile que no la llevas.

—¿Y si me convence? —El rostro de su amigo mostraba una zozobra cómica—. He pensado que a lo mejor tampoco es una traición tan grande. No son más que cartas de amor. La reina es joven y hermosa. Y el rey la descuida. ¿Qué mal le hace a nadie que mantenga un romance a tanta distancia?

Sí, señor. Con el primer ministro inglés, ni más ni menos. Bernard repetía como un papagayo las lecciones de la duquesa de Chevreuse, Charles estaba seguro. Sólo faltaba que la reina se quedara embarazada de repente, coincidiendo con alguna excursión secreta de Buckingham a Francia.

Pero no dijo nada. Ni siquiera sabía cómo reaccionar. Hacía ya un mes y medio le había dicho al cardenal que permanecería atento por si su amigo le contaba cualquier cosa interesante, pero no se había imaginado algo así. Una información como ésa podía redimirle ante Richelieu. Aunque también podía meter a Bernard en lío muy grave. Tenía que encontrar la forma de sacarle partido sin implicarle a él.

Sintió que le invadía una inesperada corriente de reconocimiento hacia su paisano por el favor que acababa de hacerle sin darse cuenta. Quizá había sido injusto con él. Decidió corresponder con una confesión propia. Además, no sabía cuánto más iba a poder guardárselo dentro. Estaba deseando hablar de ello con alguien:

—Confidencia por confidencia, pues. Hace un momento, en el jardín, me he quedado a solas con madame de Lessay. —Sólo con pronunciar su nombre le temblaba la voz—. Y estoy seguro de que no le soy indiferente.

Bernard enderezó el pescuezo, igual que un caballo que captara un olor extraño en la lejanía y necesitara tiempo para analizarlo; le miró de reojo y finalmente prorrumpió en una carcajada estruendosa:

—¡Anda yaaaa! —Le dio una palmada en la espalda que a punto estuvo de desalojarle de la paca de paja—. ¡Qué majadero eres! Casi me lo creo.

La reacción le molestó. No entendía qué tenía la cosa de inverosímil. Pero se armó de paciencia:

—Te estoy diciendo la verdad.

El muy necio de Bernard le miraba con la misma desconfianza, dudando aún de que no le estuviera gastando una broma:

—No me lo trago. La condesa no es… quiero decir… Sí que es mucho de poesías y esas cosas, pero de ahí a…

Se apresuró a traducir los balbuceos de Bernard antes de que éste dijera alguna burrada:

—Ya lo sé. No es mujer inclinada a los sentimientos ligeros. Por eso necesito que me eches un cable. La condesa tiene una camarera de confianza…

—¿Suzanne? —Bernard tenía los ojos como platos y una expresión de alarma creciente.

—Sí, ésa. Creo que puedo contar con su simpatía. Pero tú te pasas el día con Lessay, sabes cuándo entra y cuándo sale, si pudieras…

—¡Para, para, para, para! —Bernard levantó las manos. De repente se había puesto serio—. A mí no me metas en tus enredos. Que te quede claro. No pienso traicionar a Lessay para que tú intentes trajinarte a su mujer.

Pero qué zafio era. Decidió dejar pasar la grosería para no enzarzarse con nimiedades.

—Yo soy tu amigo.

—Y él también. Ha sido más que generoso conmigo.

Así que eso era. Una cuestión de interés. Del conde podía sacar más que de su vieja amistad:

—No seas mentecato. Los grandes señores como Lessay no tienen amigos de nuestra calaña —le interpeló en voz baja, con las mandíbulas tan apretadas que la saliva se le escapaba entre los dientes—. Se sirven de nosotros mientras les resultamos útiles y ya está. Igual que tu cabritilla.

Bernard seguía sacudiendo la cabeza:

—Charles…

—No le tengo ningún miedo a tu querido conde.

—Ya lo sé. —Bernard le hablaba en un irritante tonillo contemporizador—. Y lo mismo a Lessay ni le importa que su mujer se eche un amante. Puede que incluso lo agradeciera, siempre se está quejando de sus exigencias. Pero sabes que no tienes ninguna posibilidad, Charles, ¿por qué complicarte la vida? París está lleno de mujeres y tú siempre has tenido buena mano con ellas.

Porque no puedo dejar de pensar en ella, podría haberle dicho. O porque estoy harto de viudas entradas en años y mozas de taberna. O porque necesito vengarme de las risas de su marido. Todo era verdad. En cambio, preguntó:

—¿Y por qué demonios crees que no tengo posibilidades? Tú no estabas hace un momento en el jardín, no has visto cómo me ha mirado, ni cómo me hablaba.

Bernard resopló y se puso en pie para dar por zanjada la conversación:

—No sé. A mí me da que a ella lo que le gustaría es que su marido le hiciera más caso. A lo mejor te ha puesto ojitos tiernos para intentar ponerle celoso, o porque tus versitos le han halagado la vanidad, yo qué sé —gruñó.

Y encima le hablaba de malos modos. Se levantó él también y le encaró fijamente:

—No sé cómo te atreves a hablar cuando la que está enamorada de otro es tu preciosa madame de Chevreuse. Y eso no quita para que andes todo el día cascándotela en su honor ni para que te juegues el cuello por ella.

Le miró desafiante. A Bernard se le habían oscurecido los ojos por debajo de las cejas espesas y tenía apretados los labios:

—Está bien. ¿Quieres saber por qué no tienes ninguna posibilidad? ¿De verdad necesitas que te lo diga? —le espetó.

—Sí. Quiero saber por qué un zafio como tú que no me llega ni a la suela de los zapatos puede encamarse con una de las más altas damas del reino pero es tan inverosímil que yo pueda conquistar a la condesa. De verdad que me gustaría saberlo.

Bernard cruzó los brazos, soberbio:

—Pues porque puede que a ti se te haya olvidado quién eres, con tantas espuelas y tanta espada al cinto como luces, pero al resto del mundo no. Tu padre es un cirujano de provincias y tú un simple soldado. Ni a una coqueta como madame de Chevreuse se le pasaría por la mente caer tan bajo. Tú me advertiste a mí, así que te devuelvo el consejo: no tienes ninguna posibilidad con la condesa; y si por un milagro lograses llevártela al huerto y Lessay se enterase de que a su mujer se la ha trincado un guardia del Louvre… te quitaría de en medio en menos que canta un gallo.

Charles no replicó. Era muy extraño. No habían parado de pisotearle el orgullo desde que había puesto el pie en aquella casa, y había habido momentos en que había creído que iba a reventar de rabia. Sin embargo, ahora, en vez del calor de la furia, lo que sentía era un frío penetrante y limpio que le despejaba todas las ideas. A saber cuánto tiempo llevaba Bernard guardándose dentro ese desdén. Pero se lo había dejado muy claro. Podían ser amigos pero no eran iguales. Bernard de Serres era hijo de gentilhombres y él no.

Se dejó caer de nuevo sobre la paja, mudo.

Bernard le puso la mano en el hombro:

—No quería insultarte —le dijo, con voz sorda—. Discúlpame.

Como si eso cambiara lo que de verdad pensaba.

Se encogió de hombros, fingiendo que no le importaba, y se quedaron charlando un buen rato de cosas varias, olvidadas las prisas, hasta que empezó a caer la tarde. Entonces se levantó para despedirse:

—¿Sabes lo que te digo? Que no le des tantas vueltas a la cabeza con el asunto de las cartas. Déjate convencer por madame de Chevreuse un par de veces más antes de plantarte, tú que puedes. Pero que se esfuerce de verdad por persuadirte, no seas tonto. —Le propinó un codazo amistoso—. Y tenme informado.

Le dio un apretón de manos y se alejó caminando calle abajo rumbo a la puerta de Saint-Honoré. Antes de llegar a las murallas, entre el convento de los Fuldenses y el de la Asunción se alzaba un muro alto de piedra gris. Pasó de largo la entrada principal y avanzó pegado a la tapia unos cien pasos hasta llegar a la altura de un ventanillo enrejado. Tocó la campana y un religioso vestido de gris acudió a atenderle. Tras cruzar con él unas breves palabras, le abrió la portezuela de madera barnizada, le pidió que le acompañara y le condujo a través de largos pasillos con las paredes encaladas hasta una estancia fría y sobria.

Allí aguardó Charles un rato más hasta que la puerta volvió a abrirse.

El padre Joseph entró en la estancia con paso despacioso y su habitual aire humilde. El cardenal de Richelieu había escrito al ministro general de los capuchinos para que liberara a su ayudante de la obligación de la vida conventual, de modo que pudiera consagrarse a los asuntos de gobierno, alojarse junto a él y seguir los desplazamientos de la Corte. Pero el permiso aún no había llegado y el fraile residía temporalmente en aquel monasterio:

—Me han dicho que queríais hablarme en privado y con urgencia, hijo mío.

Charles asintió. No se había atrevido a presentarse en la residencia del cardenal sin más. Y tampoco tenía ganas de ponerse a dar vueltas por todo París para buscar a Boisrobert. Además, estaba arrepentido de haber acudido a él en la última ocasión, después de lo que había pasado en su casa. Y no lo necesitaba de intermediario. El padre Joseph era el verdadero hombre de confianza de Richelieu.

Cogió aire:

—La reina y el duque de Buckingham mantienen una correspondencia secreta —le dijo, sin pararse en rodeos—. Madame de Chevreuse lo ha organizado todo y Bernard de Serres es su correo. Ayer mismo trajo de Argenteuil un mensaje de Inglaterra. Y en un par de días regresará a llevar la respuesta de la reina.