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–¡Estáis más tieso que un leño! No tenéis movilidad ninguna. ¿Veis? Os toco por delante. —Bouteville le azuzaba con espada y daga sin parar de hablar—. Y por detrás.

Bernard no dejaba de revolverse, pero los filos de su contrincante estaban en todas partes, mareándole de un modo humillante.

—¡Tris, tras! —vociferó un tipo enclenque que los observaba con la espalda apoyada en una columna.

El conde Des Chapelles era primo de Bouteville y, a pesar de su apariencia raquítica, un espadachín de primera, que había tenido a bien dedicarse a instruirle durante las dos últimas semanas. Pero aquella mañana le había dado por chotearse a su costa y un coro de cuatro o cinco gentilhombres ociosos le reía todas las gracias.

Bouteville se apartó el pelo del hombro y se volvió hacia su pariente para decirle algo. Bernard aprovechó la distracción para atacarle, pero él alzó la espada y paró su envite con un gesto lacónico:

—También hacéis mucho ruido.

Gruñó, exasperado. No había manera. Se detuvo un instante a tomar aliento con la mano en el costado. Bouteville le observaba al borde de la risotada. Le había caído en gracia desde que se habían conocido y estaba empeñado en hacer de él un espadachín decente. Con poco éxito de momento. Aunque Bernard llevaba acudiendo a su sala de armas a diario desde que el rey les había dejado salir a él y a Lessay de la Bastilla, hacía casi quince días.

El hôtel de Bouteville estaba en uno de los barrios más bulliciosos del corazón de París, acurrucado junto a la iglesia de Saint-Eustache, y su espléndida sala de armas ocupaba un costado entero del patio. Era un espacio largo, con amplios ventanales, el techo artesonado y las paredes decoradas con grabados que representaban combates entre adversarios con el torso desnudo. A uno de los lados había una mesa con vino, pan, carnes y frutas a disposición de los concurrentes. En la pared opuesta estaba la armería: una colección imponente de espadas de todo tipo, antiguas y modernas, dagas, broqueles, rodelas, y hasta arcabuces y mosquetes. Entre las espadas las había blancas, expuestas sólo para que los visitantes las admiraran, y negras, sin filo, para entrenar.

Allí no sólo se practicaba la esgrima, también se conversaba sobre los últimos encuentros, se acordaban citas y se reclutaban segundos.

Duelos no faltaban en París. Miradas aviesas, insultos, cuernos o rumores hacían que decenas de hombres se dejaran la vida todos los años en los descampados de las afueras de la ciudad.

La experta compañía analizaba los movimientos y desenlaces de todos los combates, la valentía o cobardía de los participantes, e incluso si se imponía un nuevo encuentro para reparar las ofensas que el primero pudiera haber ocasionado. La sala se asemejaba a una academia en la que los «refinados del punto de honor» sentaban cátedra sobre temas tales como si era mejor batirse al anochecer, al amanecer o a plena luz del día, como prefería Bouteville, quien exigía que el sol fuera testigo de todas sus acciones. Igual se criticaba al último maestro italiano arribado a París que se discutían las complejidades de la Destreza de los españoles o se deliberaba sobre si los segundos debían seguir batiéndose cuando el duelo principal hubiera concluido.

El anfitrión tenía a gala afirmar que cualquiera podía entrar de la calle, tomar prestada un arma y ejercitar su brazo con los que allí estuvieran. No había que ser noble ni soldado, simplemente profesar a la esgrima el mismo amor que el resto de los asistentes. Pero lo cierto era que casi todos los habituales eran gentilhombres, grandes señores y capitanes ilustres.

Bernard no había tenido nunca entrenamiento formal y era el peor esgrimidor de la sala. No le había resultado fácil admitirlo, pero sus simples maniobras resultaban inútiles frente a individuos con un repertorio inacabable de ataques, fintas y paradas, que ensartaban con una agilidad prodigiosa.

Desde el primer día, el canijo Des Chapelles le había tomado a su cargo, no sin declarar que pulir su estilo iba a ser una tarea sobrehumana porque, escudado en su tamaño y su fuerza, Bernard no había necesitado nunca respetar ni los más básicos principios de la esgrima. Y era más difícil olvidar los malos hábitos que aprender otros buenos. Al parecer, los que eran agraciados físicamente no hacían ningún esfuerzo en esta vida. Se hundían en la molicie y creían que todos los dones les caerían del cielo sin más, le había dejado claro, en un larguísimo sermón. Si no le rogaba a Dios que le ayudase a mejorar, era imposible que aprendiera nada con provecho.

Él prefería no decir nada para no echar leña al fuego. Su instructor era un duelista temible y al mismo tiempo un fervoroso devoto, por irreconciliables que parecieran ambas cosas. Bouteville decía que era mitad cartujo y mitad diablo, y la verdad era que día sí y día también se perdía en exaltados discursos de místico. Bernard no creía que al Altísimo le importara demasiado que él no fuera capaz de hallar la distancia ideal, que se tropezara con sus propios pies al desplazarse o que tuviera la manía de cubrirse la cara con el brazo cuando veía pasar una estocada cerca, entorpeciéndose él solo la visión.

A su juicio, más que rezar, lo que necesitaba eran muchas horas de entrenamiento y buena cabeza para acordarse de todas las posturas, respuestas y contraataques en vez de reaccionar al tuntún.

Volvió a afirmarse en la posición de guardia, con las rodillas flexionadas y el pie derecho adelantado. La voz de Des Chapelles remojó su desgana como un jarro de agua fría:

—Arriba esa espada. ¡La jeta siempre detrás de la guarda! Y los codos más cerrados, ¡tenéis el pecho descubierto!

Otro día que iba a salir de allí con los muslos para perderlos de tanto arrastrarse. Y molido a palos, a juzgar por la expresión depredadora de su antagonista.

Bouteville le tiró una estocada larga al pecho sin demasiada rapidez, para darle opción a responder. Bernard intentó atajarla del modo que le había enseñado Des Chapelles. Sujetó con el fuerte de su estoque la espada de su adversario y le obligó a bajar la hoja para transferirla con rapidez a su daga, liberar su propia espada y atacar a su vez.

Cuando ejecutaba bien el gesto, Des Chapelles se solía dejar tocar, sin defenderse, para que fuera cogiendo confianza, así que se lanzó a fondo, convencido de que Bouteville haría lo mismo. Pero éste se puso fuera de su alcance con un rápido paso atrás y cuando Bernard quiso darse cuenta su daga ya no sujetaba nada y él se había descompuesto totalmente, con las armas apuntando en diferentes direcciones, el torso al descubierto y la punta de la ropera de su adversario apoyada en el nacimiento de su cuello.

Para hacer su derrota aún más completa, Bouteville se regodeó en girar la punta roma de su arma marcando un círculo completo y anunció, con tono de júbilo:

—Estocada a la garganta. Muerte segura, aprendiz.

Aquello era demasiado. Dejarse mangonear por todos aquellos figurines a diario, cuando él tenía fuerzas suficientes para abrirles la cabeza a puñetazos… Con un grito de desesperación se arrojó contra él, con la guarda de la espada en alto, tratando de golpearle en la cabeza. Le habían dicho mil veces que aquel pronto de toro bravo iba a ser su perdición un día, pero ya no aguantaba más chacota. La punta abotonada de la espada de Bouteville se le clavó en el cuello. Él la ignoró, se dejó llevar por el impulso, y los dos cayeron al suelo.

Su oponente era más bajo que él pero bastante robusto. Además, el muy cabrón también era ducho en la lucha cuerpo a cuerpo. Visto y no visto, Bernard se encontró con la cabeza atrapada entre sus brazos como una tenaza y tuvo que morderle para soltarse. Bouteville aflojó la presa, pero aprovechó para propinarle un puñetazo en el ojo que, a Dios gracias, sólo le alcanzó de refilón. Él blasfemó y siguieron rodando, enzarzados con violencia, hasta que por fin logró sentarse encima de su rival. Le agarró por el cuello y apretó con empeño sin pensárselo dos veces. El otro puso los ojos como platos y le propinó un rodillazo inmisericorde en la entrepierna, cortando el combate por lo sano.

¡Por todas las almas del purgatorio! Qué dolor insoportable. Rodó por el suelo con un aullido.

Bouteville susurró con voz ronca, tanteándose el pescuezo:

—Creí que habíais venido a aprender esgrima, pero veo que continuáis siendo una fiera montaraz.

Bernard seguía tendido con las manos en las partes doloridas y los dientes apretados:

—Estoy harto de que todos me avasallen en esta sala —boqueó—. Además, en el amor y en la guerra vale todo.

Des Chapelles se agachó a su lado:

—Creí que ibais a estrangular a mi primo. Qué diablo. —Le dio una palmada en el hombro y se alejó de allí, riendo, reclamado por unos combatientes en el otro extremo de la sala.

Bouteville se puso en pie, extendió la mano para ayudarle a levantarse y ambos se dirigieron a la mesa donde estaban dispuestas la comida y la bebida. Saludaron a otros tres hombres que estaban dando cuenta de un cochinillo, se dejaron caer en sendas sillas y se sirvieron un vaso de vino bien rebajado con agua para poder seguir entrenando con la cabeza en su sitio.

—Ya sé que tenéis espíritu. —Bouteville le miraba con una mezcla de indulgencia y desaprobación—. Y yo mismo he terminado no pocos duelos a patadas, puñetazos y hasta mordiscos. Pero eso no vale de nada si termináis muerto.

Bernard se despojó del coleto de cuero que vestía para protegerse y se tocó la base del cuello. Le iba a salir un buen moratón en el lugar donde le había golpeado la espada de Bouteville. Menos mal que la hoja era flexible y la punta roma y de madera.

Estaba claro cómo habría acabado si su rival hubiera utilizado la blanca con guardas de intricada concha calada, enormes gavilanes retorcidos y pomo recubierto de hilos de plata que lucía en la calle.

—Empalado como una sardina al espetón.

Su propia espada de vestir era mucho más modesta. Se la había comprado hacía sólo una semana a un artesano de la calle Galande que trabajaba acero alemán, y Lessay le había ayudado a elegirla. Según el conde, la que había traído de Pau no valía para nada. Bernard la había heredado de su padre y siempre había estado orgulloso de ella, pero al parecer estaba mal equilibrada, la hoja era muy gruesa y demasiado corta, y la guarnición anticuada apenas protegía la mano.

Se echó un trago profundo al gaznate, cogió una hogaza de pan y le arrancó un buen pedazo. Bouteville le imitó y remachó con la boca llena:

—Guardar el honor intacto no es incompatible con utilizar la cabeza. Si no aprendéis a dominar esos prontos, os van a costar la vida a la primera. —Levantó la vista y le hizo una seña con la mano a alguien que acababa de entrar por la puerta. Bernard se giró y reconoció el paso elástico de su patrón antes siquiera de verle la cara—. ¡Lessay, aquí! Os habéis perdido un combate épico. Vuestro hombre ha tratado de estrangularme.

Lessay saludó y al llegar junto a él le propinó un manotazo de felicitación en el cogote:

—Vais por buen camino, Serres. Para que Bouteville le cuente a uno entre sus amigos hay que haberle acuchillado varias veces.

El conde venía de acompañar a la reina a la misa dominical del Oratorio del Louvre y vestía un traje de Corte con un aparatoso cuello de encaje almidonado. Se sentó a su lado, se sirvió un vaso de vino con un suspiro de complacencia y se desabotonó un ojal de la ropilla, bostezando, con los gestos despaciosos de un gato somnoliento arrullado por el entrechocar de las espadas. Bernard le observó, suspicaz.

La noche anterior habían tenido una conversación bastante subida de tono que le había dejado mal sabor de boca.

Y todo porque a lo largo de las últimas dos semanas había intentado varias veces cumplir con su deber y advertir a Lessay sobre la baronesa de Cellai. Le había aconsejado que la tratara lo menos posible. Le había contado lo que la había visto hacer en el Louvre, cómo había calmado a los perros de los cazadores con sólo extender la mano. Incluso había tratado de sugerirle, con tacto, que quizá fuera una hechicera. Pero nunca había conseguido más reacción que una risa incrédula o que le llamara aldeano supersticioso. Así que el asunto de maître Thomas ni siquiera se había atrevido a volver a sacarlo, aunque a él aún le reconcomía.

Pero la noche anterior, aprovechando que se había quedado a solas con el conde, había decidido volver a intentarlo. Lessay acababa de darse un baño y debía de tener alguna cita importante porque ya había desechado tres trajes distintos y había ordenado a un criado que le trajera un par de ellos más. Después de un rato buscando una excusa para sacar el tema a colación sin que se le ocurriera nada, le había preguntado, a bocajarro, si se había olvidado de la extraña muerte de maître Thomas y si no pensaba hacer nada al respecto. Y había intentado volver a insinuar, con tiento, sus sospechas sobre la baronesa de Cellai.

Esta vez Lessay se había enfadado en serio. Le había encarado de muy malos modos y le había ordenado que lo dejara estar de una vez por todas. ¿Qué más le daba lo que había llevado a un pobre loco a darse muerte? No era asunto suyo y no quería volver a oírle mencionar aquel incidente. ¿Estaba claro?

Sí, señor. Clarísimo. El tono del rapapolvo no admitía réplica. El conde había dado remate a la conversación volviéndole la espalda y, después de decidirse por un jubón de terciopelo gris de lo más sencillo, había mandado que le preparasen un caballo. Bernard había recogido capa y espada para escoltarle, pero Lessay le había dicho con voz seca que no necesitaba que le acompañara nadie.

Aquel arranque de agresividad le había dejado aún más meditabundo. Sabido era que las víctimas de hechicería a menudo se volvían ariscas y hurañas. Pero era más prudente callar por ahora.

Por lo menos, parecía que Lessay no le guardaba rencor. Le había saludado de buen humor y aunque había bajado la voz para hablar con Bouteville, no parecía incomodarle que él escuchara. Bernard aguzó el oído. Estaba hablando de la duquesa de Chevreuse, que se le había acercado a la salida de misa para pedirle ayuda con un insólito plan.

Buckingham seguía teniendo prohibido poner el pie en Francia. Hacía unas semanas había pedido permiso para regresar a París a negociar ciertos asuntos de alta diplomacia, pero Luis XIII se lo había negado. Así que, ya que el inglés no podía cruzar el canal, la cabeza de chorlito de Marie creía haber dado con la solución perfecta para lograr que Ana de Austria se reencontrara con él.

Luis XIII estaba inquieto por la suerte de su hermana Henriette, que se encontraba aislada en Londres y empezaba a recibir presiones para abandonar la fe católica. Las cartas de la joven reina de Inglaterra dejaban entrever un estado de ánimo triste y melancólico. Y Marie esperaba que la preocupación por la suerte de su hermana lograra convencer al rey para darles permiso a ella y a Ana de Austria para viajar a Londres a confortarla. Pero necesitaba más voces que se unieran a su petición, concluyó Lessay con un bufido socarrón.

Bernard agarró el último trozo de cochinillo que quedaba en la bandeja, sin perder palabra. ¿Acaso esa mujer no pensaba en nada más que en los malditos ingleses? Qué obsesión. Se palpó el bolsillo disimuladamente, para comprobar que los papeles que guardaba seguían a buen recaudo. ¿Qué diría Lessay si le contara que él no era el único a quien Marie había tratado de enredar para que la ayudara a acercar a la reina y a Buckingham? Pero había prometido guardar el secreto…

A Bouteville la propuesta también le parecía un desatino:

—Sí, claro. Mañana mismo os presentáis ante el rey, al que seguro que ya se le ha olvidado lo de Ansacq, y le pedís que envíe a su mujer a Inglaterra, a visitar al hombre con el que se pegó un revolcón este verano. Esta vez, yo no os acompaño a la Bastilla.

Un estrépito procedente del fondo de la sala les distrajo. En el calor de la lucha, Des Chapelles y un adversario habían tirado al suelo unas lanzas de la armería. Lessay subió la voz para hacerse escuchar:

—Os juro que cuando ella lo expone no suena tan descabellado. La muy bribona es capaz de convencerte de cualquier cosa, a poco que bajes la guardia. —Le guiñó un ojo con mucha intención—. ¿No es verdad, Serres?

Y tanto. No lo sabían bien, ninguno de los dos.

Bouteville soltó una carcajada al ver que no respondía. Jamás perdían ocasión de lanzarle insinuaciones sobre lo que había ocurrido la noche de la fiesta, y él nunca sabía si ponerse a su altura y pavonearse o hacerse el loco. Pero esta vez su silencio no era simple torpeza. Mientras más les oía hablar, más le quemaban los papeles que llevaba escondidos en el bolsillo y que no debía haber aceptado nunca. Por mucho que Marie le rogara.

—No escarmienta ni después de la calamidad que causó en el jardín de Amiens —concluyó Lessay—, que por mucho que nos hayamos reído, fue una fantástica metedura de pata.

Bernard se enderezó en la silla:

—Pero ¿qué pasó exactamente en ese jardín de Amiens? Estoy harto de oír esa historia sólo a medias. Que si Buckingham le hizo la corte a la reina, que si Luis XIII se puso malo al saberlo, que si se encontraron en privado o no se encontraron. Y lo que yo quiero saber es…

Se detuvo en seco, consciente de pronto de la barbaridad que estaba a punto de decir. Lessay acabó la frase por él con una carcajada:

—¿Hubo o no hubo ayuntamiento? —Bajó la voz—. Vamos a ver, poneos un momento en el lugar de Buckingham. Lleváis dos o tres semanas detrás de una mujer de buen ver, ella se deja querer, os pone ojos tiernos, os da confianzas… Y una noche, en un jardín oscuro, permite que su séquito se aleje y que vos la conduzcáis a solas detrás de unas matas tupidas. ¿Qué es lo que pensaríais?

—Yo lo que me pregunto es qué diablos creía la reina que iba a ocurrir. —Bouteville untó un pedazo de pan en la salsa del cochinillo, riendo.

—Cualquiera sabe. Al parecer en la Corte de Madrid es normal que los hombres requiebren de la forma más encendida a las damas sin esperar nada a cambio. —Lessay se encogió de hombros—. Y con un marido como el que tiene, lo más probable es que la pobre aún siga sin enterarse bien de qué va la cosa.

Bernard los miraba al uno y al otro, alternativamente. No estaba convencido de que no le estuvieran tomando el pelo. Estaban hablando de la reina de Francia. Se negaba a pensar en ella de aquel modo:

—No me lo creo. Es imposible que se quedaran a solas. La reina siempre está acompañada…

Su duda se quedó colgando en el aire, porque un individuo con los bigotes rubios más tupidos que Bernard hubiera visto nunca les interrumpió sin contemplaciones. Traía en la mano una espada de dos conchas, unidas por unos gavilanes curvos. Se la puso a Lessay delante de la cara, señalando el anagrama con una «S» y una corona real que tenía grabada en la hoja damasquinada:

—¿Qué os había dicho? ¿Es o no es una Sahagún de Toledo?

El conde tomó el arma en sus manos apreciando el equilibrio y el temple de la hoja, y murmuró:

—Eso parece. —La blandió en el aire un par de veces—. Pero esta espada no está hecha para manazas zafias.

—¿Manazas zafias? Devolvédmela, que os voy a explicar bien clarito cómo se maneja.

Lessay apuró su vino y les hizo un gesto de disculpa:

—Disculpadme un momento, messieurs. No me queda más remedio que darle una paliza rápida a Valençay. —Se descalzó y se desprendió del jubón y el cuello almidonado. Miró al fulano rubio—. Pero con negras, monsieur, que no quiero dejar a Bouteville sin segundo.

El tal Valençay posó su reluciente espada en la mesa, con cuidado, y fue a buscar las armas de entrenamiento. Bouteville le sugirió que giraran las sillas para poder seguir el combate con todo detalle y Bernard obedeció:

—Me ibais a contar lo de la reina y Buckingham. ¿Cómo consiguieron quedarse a solas?

—Gracias a madame de Chevreuse, por supuesto. Ella y Holland les escoltaban por el jardín a la cabeza de un reducido grupo de acompañantes. La noche era tórrida, cantaban las cigarras, los espíritus estaban relajados y los vestidos también. Ya sabéis. —Le dio un codazo y le guiñó un ojo, como si fuera muy gracioso imaginarse a Holland con las ropas sueltas al lado de Marie—. A Buckingham se le acababa el tiempo, estaba a punto de volver a Inglaterra… ¡Por los clavos de Cristo que le habéis dejado con el culo al aire, bravo!

Bernard pegó un respingo y Bouteville se puso de pie para aplaudir a Valençay, que había desarmado a Lessay atrapando la guarnición de su espada con un velocísimo movimiento.

—Qué brío —comentó Bernard, impresionado.

—Ni que lo digáis. Suerte que siempre está de nuestro lado… excepto una vez que me buscó gresca, ofendido, porque no le había llevado de segundo a un duelo. Pero lo solucioné concertando otro combate al día siguiente y pidiéndole que me acompañara.

Muy interesante. Pero si le dejaba, Bouteville era capaz de ir engarzando cien historias de armas una tras otra y no acabar nunca la que le interesaba. Volvió a la carga:

—¿Y la reina y los ingleses? ¿Cómo acabó lo del jardín de Amiens?

—¡Si no hay más que contar! —Su interlocutor despegó con esfuerzo la mirada de sus amigos, que habían reanudado la pugna—. Buckingham se puso de acuerdo con madame de Chevreuse para que le ayudara a alejar al séquito de la reina, y Ana de Austria se dejó guiar entre la espesura. Ya me diréis si os habéis visto alguna vez en una situación más obvia… Pero en cuanto el galán le puso la mano encima, ella empezó a gritar y a pedir auxilio. La duquesa y el resto de la compañía intentaron fingir que no la oían, por si sólo se estaba haciendo la difícil. Pero al cabo de un rato no les quedó más opción que ir a rescatarla.

Bernard le miraba boquiabierto ante la insolencia del hereje, capaz de tratar a la reina de Francia como a una moza de taberna pillada por sorpresa detrás de un establo. Si ya sabía él que los ingleses no eran de fiar…

—¿A rescatarla?

—Entre vos y yo, la verdad es que Buckingham podía haber tenido un poco de mano izquierda y habría llegado más lejos. Porque pasar de los requiebros caballerescos a tirarla al suelo, subirle las faldas y arrojarse sobre ella, sin encomendarse a ningún santo… —Bouteville bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Parece que le dejó los muslos al rojo vivo de intentar encontrar el camino sin bajarse los calzones bordados de pedrería.

Bernard no pudo evitar reírse:

—Os estáis burlando de mí, eso no puede ser verdad. —Si hubiera ocurrido la mitad de todo aquello, la reina no habría querido ni volver a escuchar el nombre de Buckingham. Y sin embargo, Marie afirmaba que seguía amándole. Tanto, le había dicho hacía unos días, que no podía continuar sin tener noticias de él. Por eso necesitaba un hombre seguro, que la ayudara a hacer llegar una carta con discreción hasta Inglaterra.

—Pues no faltan los testigos que le vieron entrar al día siguiente en la habitación de Ana de Austria, arrojarse de rodillas a los pies de su cama, llorando como una magdalena, y pedirle perdón. Ya me diréis a cuento de qué, si no. Ahora, imaginaos la reacción de Luis XIII cuando se enteró. Habrá que ver si no acabamos todavía en guerra con los ingleses. Pero vamos, lo que es metérsela, no se la metió, si es lo que queríais saber.

Bouteville le propuso un brindis, quizá por la castidad de la reina, y se bebió el vino de un trago, impaciente por unirse al combate de Lessay y Valençay. Se puso de pie y llamó a gritos a Des Chapelles para que equilibrara el número de adversarios.

Bernard se quedó sentado con los huesos del cochinillo en el plato y una inquietud creciente en el estómago.

Hasta ahora no había sido del todo consciente de la temeridad de Marie. Una cosa era favorecer un galanteo y unos inocentes requiebros, y otra muy distinta ejercer de alcahueta para darle a Buckingham la oportunidad de beneficiarse a la mismísima reina de Francia.

Introdujo otra vez la mano en el bolsillo y sobeteó los fatídicos papeles que tenía guardados. Sabía que tenía que haberse negado en redondo. Pero no había sido capaz.

No había vuelto a ver a Marie a solas desde el día en que le había presentado ante la reina. Pero hacía una semana se habían cruzado en el Louvre, por casualidad. Ella le había pedido que la siguiera hasta un rincón discreto y, sin saber cómo, él había acabado con una carta que Ana de Austria le había escrito a Buckingham metida en la faltriquera. Su misión consistía en llevarla hasta el convento de las benedictinas de Argenteuil, a cuatro leguas de París. Una vez allí, la superiora se encargaría de hacerla llegar hasta Inglaterra.

Lo que más rabia le daba era que desde que Marie había empezado a hablar, se había dado perfecta cuenta de que aquello sólo podía traerle complicaciones. Pero no había encontrado el modo de negarse, a pocas pulgadas de aquellos labios tentadores y suplicantes. Desde su última y breve escaramuza, no había tenido oportunidad de volver a acercarse a ella. Quería que estuviera contenta con él.

Perdió un momento el hilo de sus pensamientos admirando con envidia la agilidad de los combatientes y la ligereza letal de Des Chapelles. Él desde luego era un lerdo, y no sólo con la espada. Porque ya había ido al convento con una carta y había vuelto con otra, que le había entregado la superiora. Y unos días después había ido a recoger otra más. Y de momento no había sacado de todo aquello más que un achuchón en los cuartos traseros que le había propinado a Marie en un descuido. De hecho, empezaba a sospechar que la muy truhana daba por sentado que iba a hacer de cartero cuantas veces ella se lo rogara a base de hacerle ojitos. Pero sin asomo de intención de dejarse subir las faldas de nuevo.

Los papeles que guardaba en el bolsillo eran los que había ido a recoger al convento la tarde anterior y que aún no había podido hacerle llegar. No le hacía ni pizca de gracia llevarlos encima, pero tampoco se había atrevido a dejarlos en su habitación. Cómo se arrepentía de haber accedido la primera vez. Ahora no tenía forma de negarse a seguir sin enfadar a la duquesa.

Algo tenía que salir mal por fuerza en aquel asunto, y le iba a pillar a él en medio. Como un mosquetero al que se le encendiera la polvera por accidente y le explotara el arma en la cara.