… os alegrará saber que sois libre de regresar a vuestras tierras de Ansacq o de instalaros en cualquier otro lugar de Francia. Desgraciadamente hemos oído que vuestra casa fue destruida por un incendio antes de que monsieur de Lessay os salvara de la hoguera. Por eso queremos invitaros a regresar a nuestra casa para quedaros todo el tiempo que os plazca. Nada nos complacería más a mi marido y a mí que velar por vuestro bienestar con la solicitud que os merecéis.
Madeleine leyó el párrafo varias veces imaginando el rostro hipócrita con el que la ínclita Marie de Rohan, duquesa de Chevreuse, habría escrito aquellas líneas, con la boca fruncida en una sonrisa satisfecha y las cejas arqueadas con expresión presuntuosa.
Con la oportuna excusa de su indulto, su madrina había pergeñado dos páginas de falsas simpatías, condolencias y justificaciones. Como si su infortunio le importara de verdad, como si ella no fuera culpable de que Lessay la engatusara y provocara su desgracia. ¿Y tenía la desfachatez de hablarle de él como de su salvador? ¿Qué clase de protectora le abre las puertas de su casa a un seductor sin escrúpulos y le sirve a su ahijada en bandeja? En lugar de guiarla y advertirla, no había hecho más que llenarle la cabeza con historias de aventuras galantes. Y qué decir de su marido. El duque de Chevreuse había sabido en todo momento de la infame apuesta por su doncellez; ella misma le había escuchado burlarse del modo más cruel posible. Un monstruo de hipocresía y doblez. ¿Y querían que volviera a su casa?
Antes muerta.
La carta había llegado por la mañana, y desde que la había leído no había podido pensar en otra cosa. Ni comida, ni libros, ni paseo. Nada, aparte de aquellos papeles que había leído cien veces.
El indulto del rey no le suponía ningún alivio. ¡Era a los criminales y a quienes merecían sus castigos a quienes se indultaba! Ella hubiera querido que Luis XIII declarara públicamente su inocencia, que proclamara a los cuatro vientos que se había equivocado y que castigara a todos y cada uno de los que habían participado en su proceso, desde el testigo más insignificante a los jueces.
¿Y a dónde querían que fuera ahora? Aunque su casa no hubiera ardido, le era imposible regresar a Ansacq. Allí siempre sería la bruja. No quería volver a mirar a la cara a Antoine el Bizco, su mayoral, que a estas alturas ya debía de haberse enseñoreado de sus posesiones, ni a ninguno de los que había creído sus amigos y que habían gritado insultos a su paso camino del cadalso. Aquel día ella había muerto en la hoguera de todas formas, al menos para sus paisanos.
París tampoco era una alternativa; era una ciudad corrupta e incomprensible que volvería a dejarla a merced de los juegos de los grandes señores y, de cualquier modo, no tenía fortuna para instalarse allí… No tenía a dónde ir. Dependía totalmente de la generosidad de su protectora, la duquesa de Lorena, pero ni siquiera comprendía por qué la había acogido con tanto cariño. ¿Y si el día de mañana se cansaba de ella? Lo mismo cuando se enterase de que el rey la había indultado, Nicole decidía despedirla.
Le era imposible pensar con claridad. Intentó leer un rato los manuscritos que había hecho traer la duquesa, pero no podía concentrarse en descifrar las letras que tenía delante. La inquietud que llevaba dentro sólo podía abarcarla el cielo abierto.
Se encaminó al establo e hizo ensillar a Acanta, la única yegua de la granja. Era un animal lento y pesado acostumbrado al trabajo en el campo. Su cadencia solemne y segura era perfecta para ella, que no era una amazona consumada.
Acanta restregó el hocico contra su brazo, buscando la zanahoria que solía traerle de la cocina. Pero hoy no hubo golosina, sólo una caricia un tanto impaciente. Se subió a la silla a horcajadas, como un muchacho, y chasqueó la lengua para que la yegua saliera al trote de inmediato.
Con más enojo que prudencia, tomó el camino del bosque, a pesar de que los senderos eran enrevesados y había zonas impracticables, y azuzó a su montura para que fuera más y más deprisa. Pero Acanta se negaba a salir al galope, por mucho que la incitara. Madeleine no soportaba ir tan despacio y no sentía ni las ramas que le arañaban el rostro ni las gotas de agua del chaparrón que había empezado a caer. La pugna con la yegua continuó largo rato hasta que el animal dio un relincho asustado y se detuvo de golpe al llegar a un claro. Se negaba a seguir, convertida en un asno testarudo.
Estuvo a punto de caerse de la silla y sin saber por qué se echó a reír. Se deslizó suavemente hasta el suelo y se tumbó sobre la hierba. Había dejado de llover. Siguió riendo. La hierba estaba mojada, pero le daba igual. Su risa se convirtió en llanto y el llanto en sollozos agitados que la yegua contempló sin inmutarse. Y aunque había llorado cada día desde que comenzara su cautiverio, por primera vez notaba que las lágrimas la limpiaban por dentro, que le hacían sentir algo más que desesperación por haber sido víctima de tanta maldad.
La carta de su madrina había hecho rebosar un vaso que llevaba largo tiempo llenándose gota a gota. Un vaso colmado de odio, rabia y un deseo impío de venganza, sobre todo contra Antoine, el primero que la había acusado de brujería; contra el magistrado Cordelier, con su aspecto inofensivo y su alma negra; contra el juez de Senlis, empeñado a toda costa en quemarla en la hoguera; contra el conde de Lessay, que había apostado con su inocencia desencadenándolo todo. Si pudiera les arrancaría el corazón igual que arrancaba la hierba a puñados.
Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo. Si hubiera escuchado a Anne en París, si hubiera rechazado los avances de Lessay, si no hubiera regresado a Ansacq… Más aún, si hubiera advertido a su padre y a su hermano de la mala espina que le había dado siempre su mayoral… Estaba segura de que era él quien les había envenenado. Si pudiera volver atrás… Lo daría todo por volver atrás…
Rodó por el suelo, hurgando con las uñas en la tierra blanda que se abría para recibirla con mansedumbre. Se pasó las manos embarradas por el rostro, y el roce rasposo y el sabor seco de las piedrecillas calmaron un tanto su angustia. Pero entonces se tocó la cabeza y dio con el basto pañuelo en lugar de con su cabello. Gritó. Una, dos, tres veces. De frustración y rencor. Pero también de alivio por estar viva a pesar de todo.
Se sentó con la espalda contra un árbol y se quedó inmóvil mucho tiempo, abrazada a las rodillas, como si todavía no hubiera nacido. Y poco a poco se quedó dormida.
Soñó que era una semilla que se hundía en la tierra y se descomponía hasta que unos tallos verdes le crecían entre los dedos, atravesándola y llenándola de savia. Era fuerte y flexible, como un junco, y el alma de la tierra le corría por las venas.
Despertó con un escalofrío cuando la tarde iba ya avanzada y se dio cuenta de que la yegua había desaparecido. ¿Se habría vuelto a casa por su cuenta?
El bosque era un laberinto de senderos cruzados en el que incluso los lugareños más avezados podían perderse durante días. La gente temía a los espíritus airados de los muertos de una gran batalla reñida cientos de años atrás. Se decía que los espectros murmuraban y asustaban a los caminantes para así hacerles penetrar más y más adentro hasta donde no pudieran salir por sí mismos y los devoraran los animales salvajes. Pero ella no tenía miedo. Los peligrosos eran los seres humanos y allí no había ninguno.
Comenzó a caminar, procurando seguir el sendero, pero al cabo de un rato se dio cuenta de que había vuelto al mismo claro de donde había salido. La hierba arrancada y la huella de su cuerpo en la tierra no dejaban lugar a dudas. ¿Y si fuera verdad que era imposible salir de aquel bosque? El cosquilleo del viento le erizó el vello de la nuca y le pareció oír una risa a lo lejos. Giró sobre sí misma y miró a su alrededor. No había nadie. Cerró los ojos y se concentró en el murmullo del aire entre las ramas. Si eran los espíritus de los muertos, habían olvidado el lenguaje humano.
Entonces tuvo una idea.
Se quitó las abarcas, anudó los cordones entre sí y se las colgó de los hombros. Luego se desató el pañuelo que le cubría la cabeza y se lo colocó alrededor de los ojos mientras improvisaba una plegaria:
—Ayudadme, espíritus de los muertos. Yo también busco venganza. —Bajó la voz con un resto de timidez. Si alguien la escuchaba, pensaría que estaba como una cabra—. Y que las Erinias nos sean propicias.
Reanudó su caminar, más despacio aún que antes, sintiendo la caricia de la tierra mojada en sus pies desnudos. Llevaba las manos extendidas para apartar las ramas y tantear los troncos de los árboles antes de darse de bruces contra ellos, e iba pendiente del murmullo del viento, que la espesura transformaba en susurros inquietantes, risas sordas y palabras sin sentido. A veces la rozaba con un soplo leve en la cara como los dedos de un amante tímido. En todo caso, ella iba cambiando de dirección hacia donde la llamara el aire, sin levantar la tela que cubría sus ojos, dejando que los muertos la guiaran. Impasible, habitada por una fuerza nueva y poderosa.
Después de mucho rato dejó de escuchar la voz del viento, aunque todavía podía sentir su caricia helada. También percibía más claridad a pesar de la tela que le cubría los ojos. Se la desató. Estaba en la linde del bosque. Las nubes habían desaparecido y el sol poniente brillaba con reflejos rojizos. Delante de ella se extendían los campos de colza y, por fin, a lo lejos, distinguió la silueta familiar de la granja. Ni piedras ni ramas le habían dañado las plantas de los pies.
—Gracias —dijo en voz alta. Aunque estaba completamente sola.