9

Los pescuezos larguiruchos de las gárgolas asomaban fisgones por encima de los tenderetes amontonados contra el muro de la iglesia de Saint-Séverin. Más que dragones o quimeras, parecían perros desgalichados y aulladores que escupieran hilachas de agua de lluvia sobre los toldos y a los pies de los paseantes. El cielo, bajo y gris, se cernía plomizo sobre la plazuela embarrada, pero Lessay caminaba con parsimonia, ojeando las mercaderías que colgaban de los cordeles a la puerta de las librerías o en los puestos de los vendedores ambulantes. Un intenso olor a tinta y a papel nuevo se escapaba de los talleres de prensa y de las tiendas de libros de las que entraban y salían estudiantes togados hablando a voz en grito.

En una esquina, una vieja sentada junto a un barril de vino ofrecía tragos a seis denarios. Le pidió un vaso y apuró con gusto el caldo infame. Estaba de buen humor. Y ya no tenía sentido ir con prisas. La reina madre le había retrasado tanto que la misa a la que había prometido asistir debía de estar a punto de acabar.

El grito de uno de los tenderos le llamó la atención. Por unos pocos sueldos ofrecía un libelo recién salido de las prensas en el que se contaba la portentosa historia de un lacayo protestante a quien el diablo había estrangulado durante la Semana Santa para impedir que se convirtiera al catolicismo. O, si era más del gusto de Su Excelencia, podía ofrecerle otro que narraba el monstruoso episodio de la hechicera a la que varios demonios transformados en dogos habían devorado en una calle del faubourg Saint-Antoine por blasfemar contra Dios y apalear a su marido.

Cruzó la verja norte de la iglesia. La puerta de San Martín estaba cubierta de arriba abajo por las herraduras claveteadas que los parisinos le ofrecían al santo antes de partir de viaje. Sobre el pórtico, una inscripción: «Buenas gentes que por aquí pasáis, rogad a Dios por los difuntos».

La verdad era que iba siendo hora. Hacía dos meses que debía aquella visita. Por sinuoso que fuera el motivo que le había llevado por fin hasta allí.

Al otro lado de la puerta un hombre con un solo brazo y media cara quemada limosneaba con voz ronca. Un viejo soldado, sin duda. Le arrojó una moneda, se descubrió y se acercó a la pila de agua bendita. La débil luz del exterior encendía las vidrieras de un azul profundo que coloreaba tímidamente la penumbra. Desde la galería de madera tallada que separaba el coro del resto del templo, un clérigo aleccionaba con voz nasal a medio centenar de feligreses que escuchaban sus palabras de pie, en medio de la nave, o apoyados en las columnas nervadas de los laterales.

Surgido del corro de fieles, un mocoso de ocho o nueve años le pasó por encima de las botas corriendo a toda velocidad. Un sacristán gordo le cortó el paso, le atrapó por una oreja al vuelo y le sacudió con violencia. El niño chilló y cuando vio que Lessay le miraba, le sacó la lengua, desafiante. El conde sonrió, divertido por la rebeldía del diablillo. Pidió que le abrieran la cancela que daba acceso a las capillas privadas que rodeaban el coro, al lado de la tribuna de piedra, y recorrió la girola en el sentido de las agujas del reloj.

Michel de La Roche estaba enterrado en el penúltimo oratorio.

Se acercó a la verja de hierro forjado. A su izquierda se alzaba la imagen dorada de una Virgen dolorosa y a mano derecha, adosado al muro, había un altar más pequeño, con una estatua de san Miguel flanqueada por dos grandes cirios. Un capellán oficiaba misa de cara al arcángel asistido por un monaguillo y, arrodillada sobre un cojín, con la mirada baja y la cabeza cubierta por un velo de encaje negro, la baronesa de Cellai seguía la celebración con recogimiento. Una damita y un escudero la escoltaban un par de pasos atrás.

Ambos levantaron la cabeza al escuchar el ruido de sus botas sobre las losas blancas y negras, pero ella no se inmutó. La italiana no había querido recibirle en su residencia. Lessay ignoraba si debido a la reserva que él le había exigido o a un celo extremo por mantener su reputación de virtud. Apenas habían podido cruzar cuatro frases rápidas en el Louvre.

Se concentró un momento en el latín que mascullaba entre dientes el capellán frente al pequeño altar para saber si le quedaba mucho para acabar. La voz gangosa del sacerdote que predicaba en la tribuna del coro resonaba aguerrida por toda la iglesia describiendo los elaborados tormentos que aguardaban en el infierno a los pecadores. Al parecer, el averno estaba lleno de insidiosas serpientes que trepaban por las piernas de las condenadas por pecado de lujuria, enredándose en sus miembros y mordiéndoles los senos en un abrazo húmedo e interminable.

Desde luego, había clérigos que sabían cómo retener la atención de la audiencia.

Cruzó la verja de la capilla y se situó junto al escudero y la dama de compañía, con los ojos clavados en la nuca cubierta de blonda negra de la viuda. Era la imagen misma de la devoción. Le costaba creer que hubiera tenido la desfachatez de citarle en aquel lugar si de verdad hubiese tenido algo que ver en la muerte de La Roche. El monaguillo entonó el último «Deo Gratias» y el sacerdote recogió el cáliz, se inclinó profundamente y se escabulló en silencio. Después de un momento la baronesa se puso en pie. Sólo entonces pareció reparar en su presencia.

Sonrió con reserva, por detrás del velo que le cubría el rostro, y Lessay se acercó a saludarla, súbitamente receloso. Recordaba con igual claridad a la mujer fría y mordaz que le había desafiado en el jardín de su casa que a la dama dócil y obsequiosa de su última entrevista. De hecho, se había pasado las noches fantaseando con ambas en su celda de la Bastilla. Y por lo visto, las dos le ponían igual de burro, porque sin saber aún cuál tenía delante, estaba empezando a sentir un hormigueo y una presión creciente en los calzones. Al infierno la reina madre y todas las rubias desnudas que había tenido pavoneándose delante de sus narices durante media hora. Ésas eran las consecuencias.

Lanzó una ojeada interrogativa en dirección al escudero y a la muchacha. El día anterior había quedado claro que la cita sería a solas. La baronesa asintió y les dirigió a ambos unas rápidas palabras en su idioma. La damita abandonó la capilla con diligencia. El hombre, un tipo moreno con la nariz grande y el pelo lacio, se hizo el remolón unos segundos, pero finalmente obedeció.

—Pensaba que ya no vendríais —le dijo ella en cuanto se quedaron a solas. En la penumbra y disimulado tras el velo, el verde de sus ojos resultaba tan profundo que parecía negro—. Había entendido que asistiríais a la misa.

—Era mi intención, pero me han entretenido.

La Roche había dejado encargadas quinientas misas en su testamento. Ya cazaría alguna otra.

—Por supuesto. Tendréis muchos asuntos pendientes. —La voz era afable, pero destilaba una irritante desaprobación—. Es curioso que no hayamos coincidido nunca antes aquí. ¿Es la primera vez que venís a visitarle?

Sí. Pero lo había pagado todo. La fosa a los pies del altar, la lápida de mármol labrado, la escultura de san Miguel arcángel y el generoso donativo que se había llevado la parroquia. Avanzó hasta el borde de la losa. Sencilla y sin extravagancias, igual que había sido la vida del hombre que le había guiado y aconsejado durante quince años. Preguntó:

—¿Habéis traído las cosas?

Doblada sobre el respaldo del banco había una capa oscura de terciopelo de pana. La baronesa extrajo de entre sus pliegues el estuche de Anne Bompas y se lo entregó, sin decir palabra. Lessay abrió la tapa y revisó el contenido minuciosamente.

—No me he quedado con nada, si es lo que os preocupa.

—¿Habéis encontrado algo interesante?

—Eso depende de lo que vos consideréis como tal. Si teníais esperanzas de encontrar una motivación oculta tras las detenciones de Ansacq, me temo que voy a decepcionaros —respondió la italiana, con arrogante naturalidad.

Por supuesto. Muy inocente habría tenido que ser para no haber deducido a aquellas alturas de dónde había sacado el estuche. Y aquella mujer podía ser un montón de cosas que a él se le escapaban. Pero inocente no.

Sonrió a su vez, melifluo:

—Las condiciones no han cambiado. Nadie debe saber que encontré estas cosas allí. Si le decís una sola palabra a alguien…

Ella le interrumpió:

—Lo sé. No lo he olvidado. ¿Por qué creéis que os he citado aquí si no es para que nuestro encuentro parezca fruto del azar?

Lessay se acercó un par de pasos y se inclinó sobre ella. La cabellera de la italiana olía a bergamota. Estaba tan cerca que su bigote rozaba el velo que la cubría:

—Pues la verdad es que no lo sé —susurró en tono procaz—. Se me ocurren un montón de rincones en vuestra casa donde habríamos estado mucho más a gusto.

Ella le contempló fijamente con sus ojos pantanosos, sin alterarse. Lessay sintió un cosquilleo en el vientre. Posó una mano en la cintura de la baronesa y, sorprendido de que no le rechazara, la deslizó hasta el arranque de sus faldas, e incluso más abajo, antes de que ella se la asiera con firmeza y le obligara a retirarla.

Escuchó entonces un repique de monedas a su espalda y se apartó con rapidez. El sacristán que había estado a punto de arrancarle la oreja al pilluelo circulaba por el deambulatorio vaciando los cepillos. La baronesa se sentó en el banco que había frente al altar del arcángel, como si no hubiera ocurrido nada, y él se acomodó a su lado, alborotado por su propia burla. Ella le pidió el estuche, lo posó sobre sus rodillas y revolvió entre los objetos antes de extraer dos hojas de papel basto y gris.

Sus manos pálidas eran la única parte del cuerpo que tenía descubierta. Lessay se preguntó qué pasaría si asía una de ellas y se la llevaba a la entrepierna, allí mismo.

Apartó la mirada. A un par de pies de donde se encontraban descansaban los restos de La Roche. Se sintió casi avergonzado.

El viejo había tenido un fin indigno de una persona de bien. Con la mente enajenada, el pobre hombre ni siquiera había tenido ocasión de poner su vida en orden ante Dios. Cuando le había llegado noticia del estado en que se encontraba, había corrido de vuelta a París para verle, pero Michel de La Roche era ya poco más que una piltrafa humana que yacía sepultada bajo varias capas de mantas, tiritando violentamente, con las mejillas hundidas y acartonadas.

Verle así le había conmocionado. El peregrino que había partido hacia Italia un año antes era un hombre maduro pero aún vigoroso, con una pulcra cabellera blanca que constituía su única concesión a la vanidad y de la que cuidaba con un placer casi infantil. A aquel anciano decrépito no le quedaban más que cuatro mechones de pelos amarillentos que el sudor le había pegado al cráneo. Sus ojos azules miraban desvaídos a su alrededor como los de un imbécil, sin reconocer a nadie, el moco se le acumulaba en los lagrimales y tenía la lengua hinchada y amoratada, como un perro envenenado. Para evitar que se la tragara habían tenido que atársela a la mandíbula con un trapo y el olor a orina invadía la habitación. Pero su esposa había permanecido junto a la cabecera de su cama en todo momento, solícita y entregada, irreprochable. Hasta que le había llegado la muerte.

Cogió uno de los papeles que la baronesa le tendía. Era el truculento texto inglés:

—¿Qué era lo que decía exactamente? Recuerdo que era algo asqueroso, pero se me han olvidado las palabras exactas.

Ella le dio la vuelta al papel. Había copiado la traducción por el otro lado, en una letra altiva y elegante. Recitó, sin necesidad de mirar:

—«Yo he dado el pecho y conozco bien la ternura de amar al niño que amamanto. Pues aun así sería capaz de arrancarle el pezón de las encías desdentadas mientras me sonríe y machacarle los sesos, si lo hubiera jurado como tú has jurado esto». —Lessay paseó una mirada despaciosa por la silueta de la baronesa mientras la escuchaba recitar. Ella no había amamantado a ningún niño, que él supiera, pero su pecho se dibujaba generoso bajo el amplio cuello de encaje blanco, ceñido por la seda del vestido de luto—. No se me ocurre quién puede haber escrito algo así.

Lessay no tenía el ánimo para anuncios fúnebres ni adivinanzas siniestras. Le guiñó un ojo:

—Una mujer extremadamente cruel, sin duda.

La italiana le observó con incredulidad, preguntándose a todas luces si estaba hablando en serio:

—Obviamente esto no lo ha escrito ninguna madre. Es obra de un poeta. Si lo tenían las mujeres de Ansacq, es probable que quienquiera que se lo enviase lo hiciera para amenazarlas o advertirlas de lo que fuera. Vos sabréis de qué puede tratarse. Yo no conozco más que los rumores que han llegado a los apartamentos de la reina.

Tanta docilidad le escamaba. Le echó otra ojeada a la cuartilla, con descuido, y sólo entonces cayó en la cuenta. Aquella letra… Era la misma caligrafía del pedazo de papel que maître Thomas había encontrado bajo la almohada de La Roche: «Yo te ato Michel, ato tus palabras y tus acciones… que ni hablar ni conversar pueda… que tenga tantas fuerzas como los muertos enterrados…» El hombrecillo se lo había advertido. Era ella quien lo había escrito.

El buen humor se le evaporó de golpe. Cogió el otro papel que le tendía la italiana y lo desdobló. Era el inescrutable mensaje cifrado que había descubierto en Chantilly, con su combinación de letras minúsculas y mayúsculas:

fMSTQbTRSULnLMFULrHMKSNQULtSoQFLHL

iHQSFRjUMHL

vTMFTSsTMTEQFRiNQRhANOTQSHkHOUS

Debajo, la baronesa había escrito una frase en latín: «Inter festum omnium sanctorum et novam Martis lunam veniet tenebris mors adoperta caput».

Contó los caracteres. El mismo número de letras. Así que había descifrado el texto:

—Entre… la fiesta de Todos los Santos… y la luna nueva de Marte… ¿del martes? —Dudó—: ¿vienen las tinieblas?

—«Entre la fiesta de Todos los Santos y la luna nueva de marzo vendrá la muerte, con la cabeza cubierta de tinieblas» —corrigió la italiana, con un tonillo impaciente—. No sé si la primera parte de la frase está extraída de algún texto que yo no conozca, pero el final, «vendrá la muerte con la cabeza cubierta de tinieblas», es una cita de una elegía de Tíbulo. Quien haya encriptado el mensaje tiene que ser alguien cultivado.

—¿Os costó descifrarlo?

—No. Lo resolví el mismo día de vuestra visita —replicó, con un retintín de orgullo.

Lessay recordó el modo abrupto en que había concluido aquella entrevista, en cómo se había quedado sin fuerzas de golpe y todo había empezado a dar vueltas a su alrededor. Había sido un simple asustándose. No había sido más que debilidad física.

La miró de reojo. No lograba entender qué era lo que le atraía tanto de aquella mujer. Que era bella saltaba a la vista. Que su extremo recato multiplicaba la tentación, no lo dudaba. Pero había algo más. Algo que tenía que ver con la desconfianza intensa que le producía y que no era muy diferente de la tensión nerviosa que agarrotaba los músculos y proporcionaba a la saliva el gusto del hierro antes de un combate.

—¿Cómo lo conseguisteis?

—Bueno, muchos de los textos que circulan encriptados podría traducirlos cualquiera con un poco de paciencia. Sólo algunos matemáticos insignes son capaces de crear códigos realmente indescifrables —explicó, en el mismo tonillo pedante—. Y sabéis tan bien como yo que hay varios métodos de uso corriente. Cambiar las letras por números o reemplazar los nombres de personas y lugares por nombres ficticios, por ejemplo. O sustituir una letra por otra según un listado aleatorio establecido de antemano, como en este caso.

—Pero sin saber de antemano qué clave se ha utilizado, se pueden tardar meses en descifrar un texto. Si se consigue. Las combinaciones son infinitas. No entiendo cómo pudo llevaros apenas unas horas.

La baronesa entrecerró los ojos y sonrió:

—Fijaos atentamente y comprobaréis que quienquiera que escribiera esto no quería ponerle las cosas muy difíciles al destinatario.

Lessay le echó una ojeada rápida al texto. Estaba a punto de decirle que no tenía ganas de jugar a las adivinanzas cuando lo vio claro:

—Las minúsculas coinciden con los inicios de cada palabra.

—En efecto. Y habiendo deducido eso, traducir el texto es un simple juego de niños. Un poco tedioso, quizá. Era obvio a simple vista que no había artículos, no había palabras lo bastante breves, con lo que comprendí que la frase estaba en latín. Y el latín tiene algunas terminaciones que se repiten a menudo; de ahí a deducir cuáles eran las letras ocultas no iba más que un paso.

Muy lista. Pero a él aquel mensaje seguía sin decirle nada:

—¿Y no conocéis a nadie antiguo que muriera en esas fechas? ¿El día de Todos los Santos y la luna nueva de marzo? ¿No os suenan a nada?

—¿Por qué habrían de hacerlo?

—Bueno, hace unos días teníais una explicación para todo. Conjuros, hierbas venenosas, muñecas con las que controlar la vida y la muerte de las personas… O a lo mejor sólo os estabais divirtiendo porque os dije que el estuche pertenecía a una mujer acusada de brujería. —Bajó la voz—. Si es así, necesitáis encontrar otro tipo de distracciones con urgencia.

Posó la mano izquierda en el muslo de la baronesa y cuando ella no protestó, la introdujo entre sus rodillas, sin pensarlo. Las capas de sayas almidonadas formaban una barrera formidable pero aun así la sintió tensarse. Sólo se oían las imprecaciones airadas del cura que ocupaba la tribuna del coro.

La miró a los ojos. No estaba intimidada. Ni cerca de estarlo. Un calor intenso le arrasó el vientre. Hasta ahora había estado jugando, intentando provocarla. Pero ya no estaba seguro de lo que estaba pasando. Ni de qué quería ella. Por todos los diablos, la tenía tan dura que iba a acabar atravesando los calzones.

La italiana se recogió las faldas con decoro, se puso en pie y se acercó al pequeño altar de san Miguel, cruzando sobre la lápida de su marido muerto. Verla pisar con tanto descuido el lugar donde yacía el cuerpo de La Roche le revolvió algo por dentro.

Ella depositó el estuche sobre el ara y le encaró. La mansedumbre había desaparecido de su tono:

—Trato de ayudaros de buena fe. Tras vuestra visita me quedé con la impresión de que no queríais saber nada de supercherías. Si lo que os interesaban eran los cuentos de brujas y los sortilegios de esas pobres desgraciadas, habérmelo dicho. —Extrajo una lámina de estaño de la caja—. ¿Recordáis esto?

Lessay se levantó y se acercó a ella. Se acordaba de que alguien había tallado a punzón letras y dibujos indescifrables, en un orden caótico, en aquel objeto. Pero en la penumbra apenas se distinguían. Rió:

—Dijisteis que era una especie de alfabeto mágico.

—Fuisteis vos quien me pedisteis que averiguara algo al respecto.

—Tenéis razón. Decidme, ¿qué terrorífica amenaza encierra?

Ella fingió que no se había dado cuenta de su tono socarrón:

—Aquí hay un demonio con pies de cabra. Este monigote es un hombre atado, con clavos en la cabeza, y está dentro de lo que parece un ataúd. El texto es una mezcla de griego clásico y símbolos herméticos. No me di cuenta a primera vista porque las letras están deformadas o grabadas boca abajo y porque la mayoría de las palabras están escritas al revés o entrelazadas con los dibujos y los otros signos.

—¿Así que no es más que otro instrumento de brujería? ¿Como las piedras y las hierbas? —Todo aquello no podía importarle menos. Ni lo que significaba, ni el uso que tuviera. Pensaba en su mano entre las piernas de aquella mujer hacía un momento, en cómo se había dejado acariciar las caderas un poco antes.

—En cierto modo. Aunque no es igual de inofensivo. —Con una media sonrisa, la italiana le dejó claro que había que ser muy crédulo para tragarse lo que iba a decir a continuación—. Se trata de magia negra. Quien haya escrito esto le pide a los demonios que postren a su enemigo sobre un lecho de tortura y le envíen una muerte atroz.

—Menuda sandez. —Lessay no pensaba dejarse atrapar de nuevo en aquel juego de supersticiones—. Dejadme verlo.

Sin aguardar a que ella se la ofreciera, la agarró por la muñeca y le arrebató la lámina de metal.

—Vos conocíais a las dos mujeres. Sabréis mejor que yo si eran inocentes. —En la voz de la baronesa había una nota de desdén—. Pero este tipo de láminas de estaño las usaban los antiguos para pedirles a los demonios todo tipo de favores. Para que sus favoritos triunfaran en el circo, para que les fueran bien los negocios o para tener éxito en los procesos judiciales. Pero para que tengan efecto hay que enrollarlas y depositarlas en un pozo o en un manantial. O en la casa de la víctima.

Lessay se encogió de hombros. Griegos y romanos. No estaba allí para recibir lecciones de historia de una devota resabida.

La tenía sujeta por la muñeca. El aroma a incienso llenaba el aire, especiado y solemne, pero ella olía a algo umbrío y silvestre, ajeno a aquel lugar. No se escuchaban pasos ni voces que se acercaran. Un muro de piedra gruesa les separaba de la capilla contigua.

—Entonces ¿qué? La vieja pensaba que era una bruja, eso ya lo sabíamos. —Se pegó a ella y la miró a los ojos, interrogante. Ella no le dio permiso, pero tampoco se lo negó. Alzó una mano y le acarició la mejilla, el contorno de la mandíbula, le rozó los labios por encima de la tela del velo—. Está claro que no le dio tiempo a depositar la maldición en casa de nadie…

No sabía ni lo que estaba diciendo. Su mano siguió descendiendo por la garganta de la italiana, acarició el cuello de encaje blanco que la cubría y se deslizó sobre sus senos, con los ojos clavados en los de ella, que le miraban retadores. Daba la impresión de que en cualquier momento iba a realizar un gesto para escaparse. Pero no se movía. La empujó contra la pared y se estrechó contra ella. Sintió el calor de su cuerpo contra el suyo. Aquello se le había ido de las manos, pero llevaba deseándola desde la primera vez que le había puesto los ojos encima. Se apretó contra ella con más fuerza e introdujo la mano por debajo de sus faldas, despacio, buscando el camino entre las capas de tela. Ella suspiró y su aliento le quemó la piel del cuello. No podía creerse que se estuviera dejando hacer. Acarició las medias de seda y jugueteó un momento con la cinta que las sujetaba. En aquel lugar no podían ir más lejos… Pero su mano seguía ascendiendo bajo el vestido.

El coche, pensó. El carruaje de la baronesa no podía estar lejos. Se imaginó arrojándola sobre el asiento, levantándole las piernas y cubriéndola salvajemente hasta hacerla gritar. La escuchó gemir en su mente y la sangre se le hizo gorda. Dejaron de importarle la santidad del lugar o el peligro de que los descubrieran.

La italiana tenía los muslos llenos, carnosos. Los manoseó con ansia. Ella se defendió contra su cuerpo y él la sujetó hasta que se quedó quieta, mirándole con fiereza. Mientras, sus dedos siguieron subiendo hasta enredarse en el vello rizado y espeso de su entrepierna. Sin despegar la vista de sus ojos introdujo dos de ellos en su interior y sintió un espasmo de excitación recorrerle la espina dorsal. Estaba húmeda.

—Lo sabía. Sabía que tenías tantas ganas como yo —resolló en su cuello, con voz áspera.

Ella apartó la cara, desafiante, pero su cuerpo había dejado de resistirse. Lessay sintió cómo se relajaba contra el suyo, respondiendo por fin a sus caricias. Un gemido suave brotó de los labios entreabiertos de la italiana y él olvidó la poca sensatez que le quedaba. La agarró del pelo y se arrojó sobre su boca, mordiéndole los labios, buscándola a través del velo negro. Ella respondió con avidez, voraz y jadeante. Por fin. Aquélla era la mujer que se escondía bajo el disfraz de beata. Sus dos manos se perdieron bajo las faldas negras, la agarró de las nalgas con fuerza y la empujó contra el altar. La alzó sobre el mármol y el estuche de Anne Bompas cayó al suelo. La mirada de la italiana era blanda y carnal, anhelante. Le arrancó el velo, la sujetó por la cintura y sin pensárselo un momento se la clavó hasta el fondo.

La baronesa se mordió los labios, y se agarró de sus hombros, casi con desesperación. Él le puso una mano en la boca para ahogar cualquier sonido, consciente de repente del riesgo que estaban corriendo. Empujó con fuerza, frustrado por toda aquella cantidad de tela, por no poder verla ni tocarla. Le arrancó las gasas que le cubrían la garganta, agarró la tela del jubón e intentó abrirlo como fuera, tratando de apoderarse de sus pechos, ansioso por terminar, mientras ella se asía a su espalda, a su cuello. Sintió una de sus manos dentro de su camisa, sus uñas sobre su piel y, de repente, un tirón inesperado.

Con un gesto rápido le cazó la muñeca, y casi al mismo tiempo se estremeció y se derrumbó sobre ella con un gemido ronco.

Los ojos de la Virgen clavados en su cuello le pusieron el vello de punta. Se sujetó los calzones y, de un tirón, la hizo bajar al suelo:

—Dadme eso.

La italiana levantó la cabeza. Tenía el pelo revuelto y los ojos ardientes. La piel de la garganta le brillaba, agitada, entre los encajes deshechos, y la sangre le encendía las mejillas. Maldita fuera, estaba aún más hermosa que antes de ponerle la mano encima. Le apretó la muñeca con fuerza, para obligarla a abrir los dedos.

El aro de plomo con la minúscula manita negra en su interior apareció en su palma.

Ella también parecía sorprendida. Tenía las pupilas dilatadas y los labios entreabiertos. Acarició el amuleto y el cordón del que pendía: una trencilla de seda verde con remates de oro y brillantes en la que alguien había realizado tres nudos, a intervalos regulares.

Lessay vio un brillo rapaz en sus ojos almendrados y se dio cuenta de inmediato de que había comprendido lo que era. Le arrebató el talismán, la agarró por ambos brazos y la empujó contra la pared.

—Se han terminado los juegos —masculló—. Vais a decirme qué cojones os traéis entre manos y me lo vais a decir ahora mismo. Se me ha acabado la paciencia.

Ella le miró a los ojos. No parecía asustada. Todo lo contrario. Sus labios esbozaron una levísima sonrisa:

—Calmaos, Lessay. No iba a robaros nada, como comprenderéis. ¿Qué pensabais que iba a hacer, arrancaros el amuleto de un tirón y salir corriendo con vuestra verga clavada?

La desvergüenza de la respuesta le dejó un instante sin contestación. No entendía cómo podía haber perdido la cabeza de aquel modo, ni cómo ella se había dejado hacer. Habían corrido un riesgo de locos. Si alguien les hubiera sorprendido… Un crimen así les podía suponer la desgracia a ambos.

—¿Qué buscabais, entonces?

—Sólo quería ver lo que teníais colgado del cuello. Y vos no ibais a enseñármelo sin más. —La italiana alargó una mano y la deslizó bajo su jubón, entre los lazos abiertos de la camisa. Su contacto le produjo un efecto sedante casi de inmediato. Apaciguador. Y no era la primera vez que sentía algo parecido. La baronesa hablaba con la misma voz persuasiva que la noche de la fiesta—. La última vez que estuvimos a solas, en mi gabinete… Yo estaba convencida de que las agujetas de Luis XIII habían desaparecido para siempre. De que Leonora las había quemado para vengarse. Pero cuando apareció el papel con el conjuro… Si ese papel estaba en la caja era posible que el cordón estuviera cerca, que no hubiera ardido. Y sabía que teníais algo más, algo que habíais encontrado en el estuche y de lo que no queríais hablarme.

El cordón que Leonora Galigai le había robado al rey. Eso era lo que había llevado colgado del cuello sin darse cuenta, durante todo el tiempo que había estado sentado frente a ella aquella mañana, en su gabinete, y no sólo el amuleto con la manita de nonato.

No lo había comprendido hasta más tarde, cuando se había retirado a su casa y se había quitado la ropa para descansar un rato antes de regresar a Ansacq a buscar a Madeleine. Se había dado cuenta en cuanto lo había vuelto a tener ante los ojos: los herretes de oro que remataban los dos cabos del cordón, los tres nudos… Y estaba disimulado junto al talismán de Leonora Galigai, envuelto en el mismo papel en el que estaba escrito el conjuro de la agujeta. ¿Qué otra cosa podía ser?

Aun así, no le había dado importancia. Lo había conservado junto a él todo aquel tiempo por el mismo impulso que le había llevado a colgarse el amuleto de la Galigai del cuello en el Louvre: porque le había dado suerte de niño. Aunque fuera pura superstición, no había querido tocarlo.

Pero la baronesa lo había mirado con codicia. Primero la reina madre y ahora ella.

—¿No se os habrá pasado siquiera por las mientes que os debo sinceridad? —replicó, arisco. Fue entonces cuando volvió a sentirlo. Los dedos de la italiana no acariciaban su piel sino que escarbaban minuciosamente en sus entrañas. Era una sensación vaga e imprecisa, casi irreal.

Sin embargo, el miedo era auténtico. Y le estaba secando la garganta.

Le apartó el brazo con un gesto brusco y dio dos pasos atrás, apretando el amuleto con fuerza entre los dedos. Le lanzó una mirada torva. Igual que un perro después de acorralar a un gato vagabundo contra el muro de un callejón, detenido en seco y sin atreverse a acercarse, intimidado por los bufidos y el pelo erizado de su presa. Pero si la baronesa enseñaba así las uñas era precisamente porque sabía que estaba acorralada.

La agarró con fuerza por un brazo y la arrastró hasta el centro de la capilla:

—Os lo advertí muy claro, madame. Si me traicionabais, si intentabais cualquier cosa, no os daría ni una oportunidad más.

—Y no lo he hecho —susurró ella, agitada, pero tratando de calmarle—. Me ha podido la curiosidad, es cierto, pero no os he traicionado. Creía que teníamos una tregua.

¿Una tregua? Quizá. Pero había sido una estupidez.

—Me da igual lo que creyerais. No sé quién sois, ni qué buscáis, ni tengo tiempo de averiguarlo. Decís que no tuvisteis nada que ver con la muerte de vuestro marido. Muy bien. Que sea la justicia la que os absuelva, porque tengo pruebas suficientes para haceros ahorcar.

En cualquier momento podía pasar alguien y sorprenderles forcejeando. La baronesa tenía el peinado deshecho, las ropas entreabiertas y la garganta a la vista.

—Las cartas de un demente… Ya intentasteis amenazarme con ellas una vez…

No la dejó acabar:

—Yo me preocuparía más por saber si no olvidasteis algo escrito de vuestro puño y letra bajo la almohada de vuestro esposo. —Sonrió con frialdad—. Haced memoria.

—Estáis cometiendo un error, Lessay. —Intentó librarse de su mano, pero él la mantuvo sujeta—. No soy vuestra enemiga. Y jamás quise ser la enemiga de mi marido.

La miró, despacio. Nunca hasta entonces la había escuchado hablar con tanta sinceridad. La atrajo hacia sí con fuerza.

—Está bien —susurró—. Vais a decirme quién sois y por qué os casasteis con La Roche. Y me lo vais a decir ahora mismo, si no queréis que os arrastre por toda la iglesia en el estado en el que os encontráis y os lleve hasta el Louvre a contarle al rey todo lo que sé sobre vos. Y vais a decirme la verdad, porque si cualquier cosa me suena a falsa no tendréis ocasión de enmendaros. ¿Al servicio de quién estáis?

La baronesa titubeó un instante:

—De Su Majestad Ana de Austria.

—Se acabó. —Cerró la presa sobre su muñeca, dispuesto a cumplir su amenaza.

—Os estoy diciendo la verdad. Os digo que es a Su Majestad Ana de Austria, la infanta de España, a quien sirvo.

Lessay no estaba seguro de haberla entendido. Pero la baronesa había escogido cuidadosamente las palabras. Y no había dicho a la reina de Francia. Pensó otra vez en Mirabel y en los dos espadachines. ¿Le estaba diciendo que servía a la Corona de España?

Se escucharon unos pasos, acompañados de unas voces quedas, que se aproximaban. La cogió de la barbilla y la obligó a mirarle a los ojos:

—No me mintáis —advirtió—. ¿Qué ocurrió con vuestro marido?

—¡Bajad la voz!

—¿Le envenenasteis, sí o no?

La sintió temblar entre sus brazos, pero cuando habló, su expresión era serena:

—Sí.

La soltó, le tendió con rapidez la capa que seguía doblada sobre el reclinatorio para que se cubriera y aguardó junto a ella en silencio a que se alejaran los paseantes.

—De modo que eso es. Os casasteis con él para poder venir a París. Lograsteis que os consiguiera un puesto junto a la reina. Y cuando dejó de seros útil, le matasteis —escupió con dureza—. ¿Por qué aguantar a un viejo sobándoos todas las noches bajo las sábanas?

La baronesa se dejó caer sobre el banco, con las manos en el regazo, abatida:

—Por supuesto que no. Mi marido era una buena persona. Yo le apreciaba. Y hay muchas formas de hacer que un hombre no moleste por las noches. —¿Hablaba de brebajes o de otras cosas? Recordó los patéticos lamentos del viejo sobre su virilidad marchita y la obsesión de maître Thomas con el mismo asunto—. Pero era celoso. Me vigilaba sin yo saberlo. Y leyó algo que no debía. Sin duda pensó que era correspondencia galante. Pero se trataba de una carta de Madrid.

Lessay sacudió la cabeza, incrédulo:

—Vos misma lo habéis dicho. La Roche era un buen hombre. Y devoto. Para él, el matrimonio era un vínculo sagrado. Y estaba enamorado de vos. No puedo creerme que estuviera dispuesto a denunciaros sin ofreceros siquiera una oportunidad de redimiros.

—Está claro que no todo el mundo es tan generoso como vos, monsieur. —La baronesa inclinó la cabeza hacia un lado y le dedicó una sonrisita ambigua—. Y los hombres con principios firmes no suelen ser acomodadizos. Aun así, tenéis razón, si sólo hubiera sido una cuestión política, habría podido convencerle. Pero la vanidad es el talón de Aquiles de vuestro sexo. Mi esposo estaba convencido de que yo le amaba, de que estaba tan deslumbrada por él como para dejarlo todo y seguirle hasta Francia. Las heridas de amor propio duelen más que las de guerra. Y cuando se infectan son igual de mortíferas. Intenté negociar con él, le rogué… Pero sabía que era en vano. Que tarde o temprano me denunciaría.

Lessay la escuchaba, ceñudo. Le costaba creerla. No reconocía ese individuo desconfiado, vengativo y dominado por el orgullo del que hablaba la baronesa. Pero lo cierto era que tampoco habría imaginado nunca que el hombre firme y templado que él recordaba pudiera casarse con una extranjera a la que triplicaba la edad en un ataque de concupiscencia tardía.

A fin de cuentas, ¿qué sabía él? La Roche no sería ni el primero ni el último en perder la cabeza por la bragueta.

—Eso no es lo que él decía en sus cartas.

—¿No? ¿Y qué os contaba? ¿Que estaba aliada con el maligno? ¿Que le había castrado utilizando artes oscuras? Supongo que siempre aporta algún consuelo echarle la culpa de ciertas cosas al diablo…

Le asombraba que la italiana tuviera humor para la ironía. Cualquier otra en su situación estaría llorando y suplicando. En el momento en que el rey supiera que le había ofrecido su confianza a una espía de España, a una envenenadora, aficionada a la brujería; que la había instalado junto a la reina… Una palabra suya era todo lo que la separaba de la perdición.

Y ella lo sabía, obviamente. Y también que su única escapatoria consistía en ponerse en sus manos sin reparos y pedirle comprensión. Pero tanta tranquilidad le descolocaba:

Sacré nom de Dieu. ¡Si fuerais un hombre hace tiempo que no estaríais con vida!

Ella le lanzó una mirada intencionada:

—Si fuera un hombre hay otras cosas que no habrían ocurrido, monsieur.

Había vuelto a cubrirse el pelo con el velo negro y se había envuelto en la capa, pero Lessay sabía que le bastaba con introducir una mano entre los pliegues de la tela para acariciar su cuello y sus hombros, la piel desnuda de su garganta…

La baronesa se puso en pie y acercó a él. Tenía los ojos brillantes:

—Decidme la verdad. ¿Qué habríais hecho vos en mi lugar? —preguntó—. ¿De verdad le habéis sido siempre leal al rey de Francia? ¿Nunca le habéis dicho a una mujer que la amabais con falsas intenciones? ¿No mataríais a nadie para defenderos?

Hablaba con un acento sincero y apasionado del que Lessay no la había creído capaz. Pero sabía por dónde quería llevarle y no estaba dispuesto a seguirla:

—Envenenasteis a un hombre que os amaba.

—¿En lugar de despacharle de una estocada? ¿Qué puedo deciros? El veneno es el arma de las mujeres. Pero os recuerdo que estuve junto a él hasta el final, día y noche. Y fue una agonía larga. Muy larga. Me gustaría saber cuántos bravos espadachines serían capaces de otro tanto.

—¿Y maître Thomas?

La italiana suspiró:

—Él solo se buscó su desgracia. Sabía lo que había pasado con mi marido, o lo sospechaba. Pero era un pobre hombre. Había perdido la razón. —Era asombrosa la facilidad con la que se les trastocaba la mollera a los hombres que trataban a la baronesa, pensó Lessay. Aunque él tampoco debía de estar muy cuerdo dejándola hablar como estaba haciendo—. Siempre supe dónde estaba escondido, pero no suponía ningún riesgo. Hasta que decidió hablar con vos.

—¿Qué tuvo que ver Mirabel? —Desde que Serres había descubierto la nacionalidad de los dos matones, no había dejado de sospechar del embajador ni de su extraña actitud de aquella tarde, y ella parecía dispuesta a contestar todas sus dudas.

—Le dije la verdad: que el secretario de mi marido me había robado unos documentos. Que podía comprometerme. Y le pedí que me ayudara…

—¿Y la reina? ¿Sabe de todo esto?

—La reina confía en mí como en una amiga, nada más. Es mucho más seguro. Las órdenes de España son que no la comprometa en absoluto. Y cualquier cosa que ella supiera acabaría conociéndola tarde o temprano madame de Chevreuse. Demasiado riesgo.

Todo aquello era muy interesante. Pero era otra la pregunta que le corroía. Metió la mano en el bolsillo donde había guardado el amuleto de Leonora Galigai:

—La noche de la fiesta, en el jardín, ¿sabíais que maître Thomas estaba alojado en mi casa?

La italiana se agachó a recoger el estuche y los objetos que habían rodado de su interior y se habían desperdigado aquí y allá. Tardó unos segundos en responder:

—No. Sabía que le estabais protegiendo y que le escondíais en algún lugar. Pero ignoraba dónde. —El anillo que Anne Bompas utilizaba para sellar su correspondencia había rodado debajo del banco. La baronesa alargó el brazo para alcanzarlo y lo depositó dentro de la caja—. Hasta que me crucé con él después de nuestra conversación, de regreso al salón.

La miró con suspicacia. Ignoraba que maître Thomas hubiese asistido a la fiesta en ningún momento. Pero aún no había hecho la pregunta que quería hacer:

—¿Cómo conseguisteis que se tragara esos carbones encendidos?

Volvió a ver el cuerpo retorcido sobre el suelo de la estancia. La boca y la lengua negras. La mano derecha quemada.

Ella seguía agachada, recogiendo hierbas y piedrecitas de colores que habían rodado por el suelo. Las acariciaba despacio antes de guardarlas, como había hecho el día que la había visitado en su gabinete. Se le vino al recuerdo su imagen, un poco antes, con otro de los objetos de la vieja de Ansacq entre las manos: la figurita de cera con el escudo de los Campremy.

La sostenía sobre las llamas de un candelabro. Y tenía algo peligroso y primitivo en las pupilas. Lo que le suceda a la muñeca le ocurrirá a la persona cuya alma encierra, le había dicho, mientras amenazaba con prenderla fuego. De pronto le pareció que regresaba a aquella habitación cerrada. Revivió una angustiosa sensación de extravío, su voluntad no era suya y las velas tiritaban sin viento. Y no era su cabeza la que recordaba, sino sus tendones y sus huesos.

Cerró los ojos un momento y cuando volvió a abrirlos ella se había incorporado y había depositado el estuche sobre el banco. Tenía un par de hojas de papel en la mano. Daba la impresión de que no había escuchado su pregunta. De pronto no estaba seguro de haberla realizado en voz alta. Ni de querer conocer la respuesta.

La baronesa se acercó y le tomó del brazo con expresión sumisa:

—No me habéis preguntado por esto en ningún momento.

Parpadeó, desconcertado. El corazón le palpitaba aún a toda velocidad. No recordaba que hubiera nada más en el estuche. Le echó un vistazo a los papeles. Las dos cartas astrales. Se había olvidado de ellas por completo:

—¿Habéis logrado averiguar las fechas sobre las que están hechos los cálculos?

Ella sonrió antes de contestar:

—El 22 y el 27 de septiembre. Ambas del mismo año.

Lessay lo adivinó de inmediato:

—¿1601? —Eran las fechas de nacimiento de Ana de Austria y Luis XIII.

—El conjuro del cordón, las cartas astrales del rey y la reina… y luego las noticias de Ansacq. Comprendedlo. Tenía que saber. —Se aproximó a él y le puso de nuevo una mano en el pecho. Esta vez no le desasosegó su contacto. Todo lo contrario. Era cálido, cercano.

Lessay escuchó un momento los rumores de la iglesia. No se oían pasos ni voces cerca. Le entreabrió la capa y le acarició el nacimiento del cuello, la nuca, enterró los dedos en su cabellera espesa y negra:

—¿Por qué?

—La reina. —Los ojos de la italiana eran dos llamas sombrías, pero su voz era dulce y llena de promesas—. Necesito ese cordón.

Lessay levantó las cejas, escéptico:

—¿Para deshacer el conjuro y proporcionarle un Delfín a Francia? ¿Eso es lo que os ha encargado el rey de España? No me digáis que no es extraña tanta generosidad.

—La reina necesita un heredero. Su posición en la Corte es demasiado inestable. Y sabéis tan bien como yo lo frágil que es la salud del rey. Si cuando Dios decida llamarle a su lado ella hubiera concebido ya…

Si tuviera un hijo, Ana de Austria no necesitaría volver a casarse ni con Gastón ni con nadie. Una infanta de España sería regente y soberana de Francia durante trece largos años.

Pero el plan era una quimera:

—Aunque convirtierais al rey en el hombre más fértil de Europa, me gustaría ver cómo os las apañáis para meterlo en la cama de la reina. Además, ¿por qué estáis tan segura de que vais a permanecer junto a ella? —Achicó los ojos—. Todavía no he determinado lo que voy a hacer con vos.

Aquella mujer había asesinado a La Roche. Sólo porque él había descubierto su duplicidad. Por mucho que tratara de enredarle para hacerle comprender sus motivos, la verdad era que aquella maldita italiana le había quitado la vida a un hombre bueno, un hombre que le había querido como a un hijo. Le acarició la barbilla y con el pulgar dibujó muy lentamente el contorno de sus labios. No podía perdonarla.

Pero quería besarla otra vez. Y quitarle la ropa. Sin prisas. Quería oírla gemir de placer sin miedo a que alguien les escuchara.

Y ahora la tenía en sus manos. Sólo la idea le excitaba.

—Quiero volver a veros. —La vio abrir la boca para protestar y se la cubrió con los dedos—. No os estoy preguntando.

—Es imposible… El único motivo por el que el rey me deja permanecer junto a la reina es porque le agradan mi devoción y la buena influencia que puede ejercer sobre ella. Si descubriese…

—Nadie va a descubrir nada. Seremos discretos. —Cerró los dedos en torno a su cabellera y la miró con severidad. No estaba bromeando y quería asegurarse de que lo entendía—. Pero se han acabado los trucos. No sé qué pócimas usáis ni cómo lo conseguís. Pero nunca más. Si me despierto un día con dolor de cabeza, si siento un mareo o se me olvida lo que comí el día anterior… Más vale que os subáis corriendo al primer coche de postas que deje París, porque no os voy a perdonar. No más juegos.

Ella asintió, solemne:

—Lo he comprendido.

Lessay extrajo el amuleto de Leonora Galigai del bolsillo y contempló el cordón verde del que colgaba, indeciso:

—¿Por qué habría de dároslo?

Ella dudó, seguramente buscando el mejor modo de persuadirle, hasta que al final se encogió de hombros, indiferente y retadora a un tiempo:

—¿Por qué no? No creéis en nada de lo que os he contado. Si no tiene ningún poder, ¿qué más os da?

Tenía razón. Aquella historia le parecía una tontería. Sin embargo, había más gente que creía en ella y que estaba interesada en conseguir aquel trozo de hilo trenzado. La reina madre, por ejemplo. Y empezaba a plantearse si no sería también eso lo que buscaba el cardenal en Ansacq. Luis XIII era demasiado piadoso para creer en magias y hechicerías. Pero a Richelieu le interesaba la astrología y estudiaba con atención los signos del cielo.

Sonrió y volvió a metérselo en el bolsillo:

—Vais a tener que ganároslo.